La fiebre remitió. Margaret no estaba en coma, pero no acababa de estar del todo consciente. A las nueve Enrique apartó las colchas para comprobar si necesitaba otro supositorio de Tylenol. Margaret respondió negando levemente con la cabeza cuando él le preguntó si tenía frío o calor, y farfulló un adormilado «Vale» cuando él le ofreció agua. Abrió la boca con avidez manteniendo los ojos cerrados, como si estuviera decidida a no ver ni oír el mundo. Apenas separó la cabeza del almohadón para beber, gastando la menor energía posible. En cuanto pudo, volvió a acurrucarse en posición fetal, tan inmóvil que parecía que estuviera hibernando.
Quiere sumirse en la paz del olvido, se dijo Enrique contemplando el perfil que se dibujaba por encima del borde de la sábana. Aquella mañana, una despierta Margaret había anunciado que había completado su última tarea, elegir la ropa con que quería que la enterraran. Ahora Enrique se daba cuenta de que cuando le había pedido que la dejara llevarse a la tumba los pendientes que él le había regalado por su cumpleaños, había pretendido que esa fuera su despedida, sus últimas palabras de aprobación y gratitud. Ella había hablado y él no había contestado. Levantó la vista hacia el cielo de aquel atardecer de junio, veteado desde el oeste por los dedos rosados de Homero, y sintió una premonición de lo que pronto sería su vida. Esa sensación de estar solo era muy distinta de la soledad. Era una especie de confinamiento solitario en su propio cráneo y en su propio corazón que no había conocido desde los veintiún años. Todos esos años había caminado por el mundo con despreocupación, creyendo ser una criatura independiente que por un casual estaba casada con Margaret. La verdadera naturaleza de esa separación se le revelaba ahora que se acercaban a la despedida final. Parte de su ser le pertenecía a ella y viajaría con ella. Abandonado. Esa era la palabra. Enrique, observando desde el muelle sin decir adiós con la mano, estaba siendo abandonado por Margaret y por él mismo, el hombre que ella había creado a partir de su amor.
Colgó la segunda bolsa de cefepime y fue capaz de desconectar la dosis anterior y añadir una nueva sin molestarla porque el tubo colgaba fuera de las sábanas. No podía devolverla a la vida con esos remedios humanos. Ella quería menguar como un día de verano, disiparse de manera gradual y amable en la noche azul negruzca. Algo mucho más grande e insondable la reclamaba. Los ojos de Enrique se desviaron hasta las bolsas prohibidas de suero, colocadas en una caja marrón cerca de la pequeña nevera. La somnolencia formaba parte del proceso de la muerte, le habían dicho. Un litro podría actuar como una taza de café fuerte y devolverle la conciencia para que Enrique pudiera satisfacer su necesidad egoísta de ella. Y él era un hombre codicioso, ¿o no? ¿Acaso no había tomado y tomado de su esposa? ¿No la había obligado a tener que soportar a los inútiles de sus padres y al avaricioso de su hermano? ¿Acaso no le había permitido languidecer en el pragmatismo pesimista de su familia en lugar de estimular su seguridad en sí misma para producir arte? Y qué poco se le había permitido crear a Margaret en medio de esas novelas y guiones suyos tan engreídos e interminablemente comentados: apenas esas fotografías de gente que hacía su vida con cordial y valiente determinación; los cuadros de los niños con su conmovedora bravuconería ante un mundo demasiado grande y cruel para satisfacer sus cándidas ambiciones; sus últimos cuadros de estilizadas reses, inundados de vivos rojos y amarillos. Todo aquello poseía una amplia y generosa aceptación de la vida que no existía en la cabeza competitiva y furiosa de Enrique.
Francamente, Enrique no entendía cómo su corazón, afligido por la pobreza, podría permitirse perder los fondos del cariñoso carácter de Margaret. ¿Existía optimismo en su espíritu sin la elevación de la mirada azul de Margaret y la confianza que le otorgaba la fe que ella tenía en sus fuerzas? En realidad, él no era fuerte. Sin ella se sentía simplemente confundido. No había más que ver lo que le estaba ocurriendo en ese mismo momento —privado de sus tareas de secretario y enfermero—, sin ella como enlace con el mundo, una manera de ser, no se le ocurrió otra cosa que hacer que quedarse allí como un estúpido contemplando el ocaso sobre Manhattan con tristeza en lugar de con asombro ante su belleza. ¿Cómo iba a disfrutar de aquella hermosura? Sabía que los edificios de la ciudad, por altos que fueran, no eran permanentes, y sabía que los sabores, los sonidos y el tacto de la vida no eran para siempre. Su cabeza estaba constantemente en el futuro o en el pasado, mientras que la de Margaret residía en el presente. Ella era la vida, y ahora la vida estaba muriendo.
Decidió no conectar la bolsa de suero. Podía justificar lo que había hecho hasta ese momento, controlar la fiebre con un antibiótico, pero sin prolongar la vida. En cualquier caso, el proceso probablemente era irreversible. Sin suero ni nutrición durante cuatro días, ella se hundiría en la debilidad que precedía al coma definitivo. Decidió mantener la esperanza de que si se quedaba junto ella sin apartarse ni un segundo, se le concedería una pausa en la sedación y Margaret estaría lo bastante consciente para que pudiera expresarle no los miedos de su futuro sin ella, sino lo mucho que apreciaba el tiempo y el afecto que ella le había prodigado, y lo agradecido que estaba de haberla tenido, no solo durante toda su vida adulta, sino aunque solo hubiera sido un día.
Y si no, si había perdido su oportunidad de despedirse debidamente de ella, al menos no había sido absurdamente cruel con Margaret. Moriría sin saber que la había traicionado con una de sus amigas. Sally había vuelto a relacionarse con Margaret después de que esta cayera enferma, enviándole un e-mail o llamándola cada pocas semanas desde Londres, donde vivía con su marido inglés y dos gemelas rubias. Un año atrás había cruzado el Atlántico para visitarla, había pasado unas horas a solas con Margaret, y después Lily se les había unido para almorzar, el trío reunido. Enrique había procurado mantenerse alejado. No para evitar una situación embarazosa; él y Sally se habían visto en compañía de más gente en algún cumpleaños, y esos encuentros habían sido amistosos y fáciles. Enrique deseaba que disfrutaran evocando su juventud sin hombres.
Sally era un artefacto difícil de manejar. En el sentido más profundo, su aventura había sido irrelevante para el matrimonio de Enrique. Pero este sabía que, de todos modos, si Margaret lo averiguaba se sentiría profundamente dolida y furiosa. Nunca habría podido explicarle que el infiel Enrique estaba tan muerto como la aventura misma. En cuanto a Sally, feliz después de veinte años de matrimonio, el episodio era un intenso bochorno que habría olvidado de buena gana. No temía que Sally lo mencionara.
Lily había informado a Enrique de lo desgarrador que había sido ayudar a Margaret a escoger su atavío para la tumba y de lo triste que había sido también llevarle a Margaret su portátil para que pudiera escribir unos cuantos e-mails de despedida a otros amigos a los que no había podido decir adiós cara a cara, Sally entre ellos. Para Enrique supuso un espantoso recordatorio de lo débil y estúpido que había sido, de lo cerca que había estado, por ejemplo, de no criar a su hijo Max, de no descubrir el verdadero amor de la vida matrimonial de su madurez, o de no convertirse en el hombre que era hora. Y por una vez se sintió aliviado de que Margaret se hallara al borde de la muerte, de que su miedo a que algún día ella se enterara de manera innecesaria de su traición quedara también enterrado. Algo bueno había en que aquello fuera definitivo.
Bajó las escaleras e informó a Rebecca de cómo se encontraba Margaret, y le dio las gracias por haber aceptado dormir en la habitación vacía de Greg por si él la necesitaba. Llamó al móvil de Max. Había salido con Lisa y le dijo a Enrique que aquella noche no volvería a casa, pero que aparecería antes de mediodía por si su padre lo precisaba. Enrique llamó a Greg, que regresaría mañana para velar a su madre, y lo informó de cómo se encontraba esta.
—Ahora está tranquila —dijo ajustándose a la verdad, aunque se sintió falso al decirlo. Le repitió aquella extraña afirmación a Leonard en el informe diario que hacía a la familia de Margaret, reunida en Great Neck. Leonard dijo que irían al día siguiente, después de no haberla visitado en dos días. Enrique fue incapaz de reunir el valor suficiente para pedirles que no lo hicieran. ¿Y si recuperaba la lucidez justo en el momento en que ellos decidían estar junto a su lecho? Decidió que le pediría a Rebecca, o a cualquiera que estuviera por ahí, que mantuviera a Dorothy y a Leonard ocupados en el piso de abajo.
Hinchó el colchón inflable porque temía enredarse en alguno de los tubos del drenaje del estómago de Margaret o en los tubos intravenosos. Colocó el colchón a pocos dedos del pie de la cama, para estar seguro de oírla mientras dormía. Tras unos minutos de intentar leer, su cabeza golpeó la página. A las nueve y media apagó todas las luces y se quedó echado en la oscuridad, escuchando la respiración de Margaret.
Se despertó con el corazón percutiéndole en el pecho. Unos gemidos salían de la cama de Margaret. Eran unos extraños sonidos de desasosiego. Encendió la luz. No entendió lo que vio. Una gran serpiente verde y blanca se deslizaba por el colchón. Parecía arrastrar algo que había matado. Enrique se quedó mirando durante un momento como un estúpido y se frotó los ojos. Volvió a mirar. Margaret estaba enredada en la sábana encimera y una manta verde que no recordaba haberle echado por encima. Se retorcía intranquila, tirando del grueso tubo y de la bolsa del drenaje del estómago.
Le costó encontrar la cabeza. Aunque las piernas estaban destapadas, el torso era una confusión de sábana y manta. Mientras la desenvolvía lentamente, le preocupó estrangularla. Margaret no parecía saber qué hacía Enrique ni dónde se encontraba. Se movía a ciegas, los ojos fuertemente cerrados, aunque parecía buscar algo que esperaba encontrar en la cama, pues reptaba por toda la superficie. Enrique no se imaginaba qué podía ser lo que esperaba encontrar, ni aunque fuera en pleno delirio.
Le preguntó:
—Margaret, ¿qué quieres? —No tuvo respuesta. Intentó taparla, pero ella se escabulló reptando hacia el pie de la cama—. ¿Quieres ir al cuarto de baño? —preguntó Enrique, sin saber por qué hacía una suposición tan infundada, hasta que se dio cuenta de que le llegaba un olor a excrementos. Apartó la sábana encimera y el misterio quedó resuelto.
Margaret había ensuciado la cama con una diarrea pastosa. Sus movimientos la habían aplastado dentro de las bragas, la parte de atrás de la camiseta y casi toda la parte central de la sábana bajera. Margaret probablemente intentara huir de la incomodidad y del olor, pero quería seguir durmiendo.
—Margaret, vuelvo enseguida. No te muevas demasiado —dijo Enrique, temiendo que se cayera de la cama, una advertencia inútil, imaginó, debido a su estado de semidelirio. A lo mejor penetraría en alguna parte de su inconsciente. No tenía más remedio que dejarla sola para poder limpiar las heces—. Margaret, vuelvo enseguida, ¿entendido? Estoy aquí. No te preocupes.
Bajó los escalones de dos en dos, olvidando que iba descalzo y que los peldaños estaban resbaladizos. Allí donde la escalera daba un giro de noventa grados, el pie derecho no encontró suelo. Estuvo a punto de caer, pero el hombro derecho golpeó contra la pared. Eso le dolió, aunque le permitió volver a agarrarse a la barandilla y no caer rodando los cinco peldaños que quedaban. Aterrizó de culo, y el golpe le repercutió hasta el cráneo. No parecía que se hubiera roto nada. El pensar que había estado a punto de caer de cabeza le aceleró el corazón, que ya le latía con fuerza, lo bastante como para sentirlo a través de la pared del pecho. Se reprendió: «Ahora no tengas un ataque al corazón. Espera a la semana que viene». Llamó: «¿Rebeca?», por si había oído el golpe, con la esperanza de que estuviera despierta para ayudarlo. Podía ver el reloj de pared de la cocina. Eran las doce cuarenta y cinco de la noche, y a lo mejor aún no se había acostado.
No hubo respuesta. Tenía prisa por volver con Margaret. Se puso en pie. Le dolía la espalda y el muslo derecho. Al tocarse la pierna le dolió tanto que se preguntó si se habría roto algo, pero pudo andar sin problemas hasta el pasillo al que daban las habitaciones de los chicos. Rebecca tenía la luz apagada. Abrió la chirriante puerta del armario de las sábanas lo más silenciosamente que pudo sacando dos juegos de sábana bajera y sábana encimera. Basándose en sus experiencias anteriores con las infecciones, se había vuelto un experto a la hora de prever los problemas. Si había ocurrido un accidente, era probable que volviera a ocurrir otro.
No se preguntó cómo era posible que Margaret hubiera tenido movimiento intestinal, pues no digería comida desde febrero. El misterio lo había resuelto hacía meses uno de los médicos de Margaret: el recubrimiento de los intestinos se desprendía cada pocos días; además, pequeños fragmentos de comida conseguían sortear el GEP estomacal y meterse en el tracto digestivo totalmente bloqueado. Durante la semana anterior, Margaret había masticado y tragado sus platos preferidos. En la cocina, Enrique cogió dos bolsas de basura, dos rollos de papel de cocina, una caja extra de toallitas húmedas, y lo llevó todo escaleras arriba, sintiendo la espalda y el muslo doloridos.
Margaret seguía luchando por huir del olor y la suciedad. Enrique encendió todas las luces para ver qué tenía que limpiar. Los ojos de Margaret siguieron cerrados.
—Margaret, voy a quitar las sábanas de la cama y a limpiarte, ¿de acuerdo? No puedes salir de la cama, ¿entendido?
No hubo respuesta. Enrique se puso los guantes de látex. Le quitó las bragas y la camiseta. Ella emitió algunos sonidos pero no tuvo más reacción. Enrique se quedó consternado al descubrir que el pegajoso excremento le cubría casi todas las nalgas y la zona lumbar, y de ahí la sensación que ya tenía de no poder escapar de él.
—Margaret, las toallitas húmedas a lo mejor te parecerán frías. Lo siento, pero… —Se le ocurrió una alternativa—. Espera —dijo de manera innecesaria, pues ella seguía sin reaccionar. Enrique se fue a toda prisa al cuarto de baño, encontró un par de toallas pequeñas y las empapó con agua caliente en el lavamanos, asomando la cabeza para ver qué hacía Margaret. Vio que se acercaba peligrosamente al borde de la cama por el lado que quedaba bajo las ventanas. Volvió en dos zancadas.
Las toallitas calientes no la molestaron. No obstante, no fueron suficientes. Había demasiada mierda, y se había secado hasta formar una capa resistente. Tuvo que utilizar las toallitas húmedas. Las frotó un momento con las manos para calentarlas. Aunque llevaba látex, seguían estando frías. Margaret se apartó al sentir el roce y emitió un ruido gutural, pero no estaba consciente. Su insensibilidad le resultó tan deprimente como el olor, la suciedad y la indignidad de lo que le estaba ocurriendo al cuerpo de su amada. ¿Por qué esta enfermedad se lo estaba poniendo tan difícil?, se preguntó, desconcertado ante su crueldad.
—Ya no puede más —dijo en voz alta, como si el cáncer estuviera en la puerta observando con satisfacción su obra—. Déjala en paz.
Después de haberla limpiado, enrolló la sábana bajera por un lado hasta llegar al cuerpo de Margaret, y entonces la empujó suavemente hacia el tope que había colocado para que no se cayera, encima del sobrecolchón. Quitó la sábana sucia y comprobó si la diarrea había llegado al colchón. Por suerte no. Colocó una nueva sábana ajustable, la desenrolló hasta el cuerpo de Margaret, empujó a esta hasta ponerla encima, y a continuación extendió el resto. Comprobó de nuevo si la había limpiado bien —Margaret parecía haber vuelto a caer en una profunda inconsciencia—, encontró dos manchas que se le habían pasado por alto, las limpió y le puso unas bragas y una camiseta limpias. Ponerle la camiseta le costó, no conseguía meter la cabeza por el agujero. Ni siquiera estas torpes maniobras parecieron alterarla. Enrique comprobó la colcha, vio que estaba manchada en una esquina, soltó una maldición y descubrió que la otra colcha estaba limpia. Margaret no temblaba, de manera que con una bastaría. Cuando hubo extendido sobre ella la sábana encimera seguida de la colcha limpia y la hubo besado en la frente, experimentó un profundo sentimiento de satisfacción y alivio. Estaba tranquila y cómoda. Él lo había solucionado. Había comprendido su mudo malestar y había conseguido que se sintiera mejor.
La alegría de lo que había conseguido no duró mucho. Estaba agotado y le dolía la espalda. Colocó las sábanas manchadas, las toallas y la ropa en una bolsa de plástico para la colada; y las toallitas usadas y los guantes de látex en otra para tirarlos. La colcha sucia era demasiado grande para las bolsas que tenía a mano. Bajó a buscar una más grande. Cuando regresó, Margaret no se había movido.
Probablemente esto es el coma, se dijo. No tenía la menor conciencia del mundo ni de él. Solo había reaccionado a lo que sentía la piel de su cuerpo. Ya no estaba. La Margaret con la que necesitaba hablar ya no estaba.
Enrique intentó tomárselo con calma. Aunque estaba despierto a la intempestiva hora de las ocho cuarenta y cinco, esperó hasta las once de la mañana del día de Año Nuevo de 1976 antes de levantar el pesado auricular del teléfono negro para marcar el número de Margaret, y cuando ya había marcado dos dígitos, volvió a colgar el auricular con un golpe seco que provocó un apagado repique en la campana interior de la base. Hubo algo en el silencio antinatural que se oía en la habitualmente bulliciosa calle Octava que le convenció de que era demasiado temprano para llamar y preguntar si podía recogerla para el almuerzo, y asegurarse, así, de que seguía estando invitado.
Le habían entrado las dudas respecto de si sería bienvenido a unirse a Margaret y sus amigas en su primera comida del año, pues se daba cuenta —acercándose a la medianoche de una aburrida fiesta de Nochevieja mientras temía ese incómodo momento en el que los solteros tienen que besar a alguien para celebrar el nuevo año— de que no sabía ni cuándo ni dónde tenía lugar esa comida. Margaret lo había invitado sin darle más detalles.
A la mañana siguiente, Enrique había hinchado esa omisión hasta convertirla en la sospecha de que Margaret, astutamente, no le había dado la dirección porque su intención era no volver a verlo nunca. Se imaginó esperando todo el día junto al teléfono hasta que al final no podía más y llamaba, y entonces una jovial aunque un tanto gélida Margaret le decía que ella y sus amigas habían estado de fiesta hasta el amanecer, y que se había dormido y se le había pasado la hora de aquel almuerzo. Y que lo lamentaba y que ya quedarían otro día pronto. Y, naturalmente, Enrique nunca volvía a saber de ella. Se convenció de que la noche anterior, en el divertido, jaranero y sudoroso, baile en el que Margaret había celebrado la llegada de 1976, había conocido a un hombre con un pene en condiciones, en cuyos brazos languidecía mientras se daba cuenta con horror de que tendría que enfrentarse al triste Enrique y a sus patéticas esperanzas de volver a disfrutar con ella de salmón ahumado y bollos. Cuando levantó el auricular y puso el índice en el agujero para marcar, imaginó lo que ocurriría si completaba la llamada. Oyó vivamente la carcajada complacida de su triunfante rival después de que ella colgara tras explicarle que el almuerzo se había cancelado porque dos de sus amigas sufrían botulismo. Vio a ese calavera abarcando su delicioso pecho y besándole el pezón mientras ella soltaba una risita traviesa. Aquello era demasiado. No llames, se dijo. Aunque pasarse todo el día sentado junto al teléfono supondría una humillante vigilia, siempre sería mucho mejor que hacer el ridículo yéndole detrás a alguien que no quería verte. La decisión de no llamarla lo calmó, aunque lo sumió en un estado de amargura y desesperanza.
A las once y cuarto volvió a levantar el auricular. Llegó a marcar cinco de los siete dígitos necesarios antes de dejarlo caer como una patata caliente desde tanta altura que en aquella ocasión la campana repiqueteó sonoramente dos veces antes de pasar a un ominoso silencio.
—No lo soporto —exclamó, tan nervioso y desdichado como no recordaba haberse sentido nunca ni se imaginaba que pudiera volver a sentirse—. No puedo volver a verla —farfulló, aceptando el hecho de que carecía de fuerzas suficientes para pasar por aquel tormento. Soy demasiado sensible, se dijo, esta clase de emociones me superan. Por eso soy escritor, comprendió, porque no puedo hacer frente al mundo real. Por eso mi polla solo funciona cuando escribo escenas de sexo, decidió, olvidando que había vivido con Sylvie durante tres años y había conseguido hacer el amor con ella cientos de veces.
Debería irme, decidió. No quedarme aquí. Pero ¿adónde? ¿A hacer qué? No tenía ni idea. Pero debería salir. Ignorar su rechazo. Llegó hasta el armario para ponerse su chaqueta militar verde antes de que el simple hecho de que, después de todo, pudiera estar equivocado, le hiciera detenerse. A lo mejor lo llamaría. Era muy pero que muy improbable, y lo haría para cancelar educadamente, casi seguro, pero quizá llamaría.
Se fumó cinco cigarrillos. Se preparó una cafetera para cuatro y se la bebió toda. A las once y media decidió no volver a llamarla nunca. A las once y treinta y cuatro marcó, llegó a los seis dígitos y volvió a colgar el auricular, esta vez con tanta delicadeza que no hubo ninguna desolada campanilla que censurara su cobardía.
A las once cincuenta y dos estaba sentado en el borde de la cama, balanceándose adelante y atrás y gimoteando en voz alta: «Oh, Dios mío, estoy perdiendo la cabeza, oh, Dios mío, estoy perdiendo la cabeza», cuando sonó el teléfono. Se lo quedó mirando un instante, atónito. No es ella, se advirtió, el corazón percutiéndole en el pecho mientras se ponía en pie de un salto y caminaba hasta su escritorio, donde se quedó contemplando aquel objeto negro que emitía un sonido atronador. Esperar a que sonara una segunda vez fue una agonía. ¿Y si colgaba? ¿Soportaría Enrique hablar con alguien que no fuera ella? ¿Y si era su padre? ¿Y si era Bernard? Dios mío, Bernard tenía razón, había tenido razón desde el principio. Él no estaba a la altura de Margaret. Ni siquiera a la de Bernard. La terrible verdad era que no estaba a la altura de nadie.
El inicio del tercer pitido fue tan estridente que levantó el auricular de un tirón solo para silenciarlo.
—Hola —exclamó, dispuesto a chillarle a cualquiera que estuviera al otro lado.
—Feliz Año Nuevo —dijo Margaret. Al oír su voz enérgica, amable, divertida y traviesa, lo invadió una sensación de alivio, como la Novocaína que cura un agudo dolor de muelas, el calor de un baño que rodea unos músculos doloridos, o, de manera más precisa, el abrazo de una mujer cariñosa.
—Feliz Año Nuevo —dijo él, y de haber oído su voz, habría pensado que era el hombre más sereno y más seguro de sí mismo sobre la faz de la tierra—. ¿Cómo fue tu fiesta? —preguntó con un tono de desenvoltura y agradable curiosidad mientras por dentro estaba dispuesto a oír que había conocido a alguien mejor.
—Aburrida —dijo Margaret—. Bastante aburrida. La verdad es que no sé qué hacía allí. ¿Qué tal la tuya? ¿La más divertida a la que has ido nunca? —Soltó una alegre carcajada.
—Fue tan aburrida que casi me suicido —dijo Enrique—. Y qué, ¿sigue en pie lo del almuerzo?
—Sí. Claro. Quiero decir que las chicas y yo tenemos este almuerzo y sería estupendo que vinieras. ¿Estás seguro de que quieres unirte a nosotras? —La duda de Margaret lo preocupó.
—Me encantaría ir. Pero si prefieres verlas a solas, quiero decir que si es un poco raro que me presente, lo entiendo. ¿Prefieres que cenemos más tarde?
—Claro, podemos cenar más tarde si no te aburres conmigo, aunque me encantaría que vinieras al almuerzo. Las chicas estarán entusiasmadas, y será divertido.
—¿Las chicas estarán entusiasmadas? —preguntó Enrique, receloso y escéptico. ¿Qué es lo que iba a entusiasmarles? ¿Su incapacidad para penetrar a ninguna? ¿Que fuera tan inofensivo?
—Naturalmente. ¿Un desconocido el día de Año Nuevo? Se pondrán frenéticas.
—Pues pongámoslas frenéticas —dijo Enrique, y Margaret rió, de nuevo con una extraña e inexplicable alegría. ¿De dónde sacaba su buen humor? ¿Y cómo conseguía vivir Enrique sin él?—. ¿Dónde y cuándo? —preguntó, rezando para tener tiempo suficiente para reconsiderar su vestimenta. Llevaba tejanos negros, por supuesto. A lo mejor hoy era el día de pasarse a los azules.
—Adivina adónde vamos —dijo Margaret y añadió—: Al Buffalo Roadhouse. ¿Puedes soportar volver allí?
—Desde luego. Me encanta el Buffalo Roadhouse. Creo que también deberíamos cenar allí. Nunca deberíamos comer en ninguna otra parte.
Margaret no se rió de ese chiste.
—Oh, Dios mío —dijo—. Eso sería horrible. ¡Muy bien! —proclamó—. Tengo que arreglarme. Mi amiga Lily y yo pasaremos a las doce cincuenta y te llamaremos al timbre. Podemos ir andando juntos.
—Muy bien —dijo Enrique, y ya volvía a estar solo, aunque esta vez lo inundaba una oleada de entusiasmo y felicidad. Se puso a bailar por la salita en un éxtasis tontorrón. Se miró al espejo, se cambió la camisa azul de trabajo por un jersey de cuello alto negro, y los tejanos negros por unos azules, se dio cuenta de que no le quedaban bien y volvió a los negros. Observó que el jersey negro y los tejanos negros le daban un aspecto severo, pero que, de una manera extraña, aquella apariencia adusta no le quedaba mal. Después de todo, estoy bastante loco, se dijo con sombrío orgullo. Debería vestirme como si viviera internado.
Intentó con todas sus fuerzas no bajar antes de que Margaret y Lily llamaran a la puerta, pero a las doce cuarenta estaba en la acera. Cuando divisó a las dos chicas a media manzana de distancia, hablando entre ellas con un aire serio y apasionado, las saludó con la mano como un imbécil. ¿De qué hablaban con tanta gravedad? Decidió que no de él, pues cuando le vieron le sonrieron de manera espontánea y le devolvieron el saludo con la misma energía, como si fueran viejos amigos que se reunían tras una larga separación.
Margaret y Lily no pararon de hablar durante el camino hasta Sheridan Square, y elogiaron reiteradamente su valentía por asistir a un almuerzo solo de chicas. La tercera vez que lo mencionaron, él comentó:
—Tanto os impresiona que comienzo a preocuparme. Solo voy a asistir a este almuerzo, ¿verdad? ¿No van a cocinarme y comerme, o sí?
Las chicas soltaron una risita e intercambiaron una mirada que debía de tener algún significado. A Enrique eso no le preocupó; estaba claro que había recibido la aprobación de las dos. Considerando cuánta munición le había entregado a Margaret para que se burlara de él, se sentía tranquilo… o casi. Dos mujeres a las que no conocía se les unieron en el Buffalo Roadhouse. Enrique seguía estando un poco nervioso al pensar en cómo estas reaccionarían al verle, pues imaginó que Margaret lo exhibía para recibir algún tipo de aprobación de sus amigas. No obstante, estaba claro que había recibido el visto bueno de Lily, que, según Margaret, era su mejor amiga.
Las otras dos les esperaban dentro del restaurante, en la puerta. Penelope, una pelirroja de cabellos rizados cuya falda y blusa —las demás iban en tejanos— y aire formal la hacían parecer mayor de lo que era, no pareció sorprendida al verle. Pero una rubia llamada Sally, de mirada asustada y una expresión general de desconcierto, le puso unos ojos como platos:
—¿Vienes a nuestro almuerzo de chicas?
—¿No es eso ser valiente? —insistió Lily.
—Soy valiente —dijo Enrique al estrecharle la mano a Sally—. De hecho, soy temerario. De camino hacia aquí, he conseguido que estas dos cruzaran corriendo la Sexta Avenida con el semáforo en rojo, ¿no es cierto?
Se volvió hacia Margaret, la cual respondió sin inmutarse:
—Ajá. Ahora somos forajidos.
Se sentaron a una mesa. La misma en la que él y Margaret habían cenado.
—Nuestra mesa —comentó Enrique. Sally preguntó a qué se refería. Margaret le explicó que habían salido juntos por primera vez la noche anterior, un hecho que Penelope, por sus solemnes asentimientos, ya parecía saber. Sally lo desconocía. Todos se partieron de risa cuando comentó:
—¡Uau! ¡Y te invita a almorzar! ¡Y tú dices que sí! Debe de haber sido una noche tremenda.
La carcajada tranquilizó a todo el mundo. Enrique les preguntó a las chicas cómo se habían conocido, y todas se apresuraron a contestar, hablando al mismo tiempo. Sally, Lily y Margaret habían estudiado en Cornell. Lily y Penelope eran editoras adjuntas en una editorial, y el marido de Penelope, Porter, era crítico de cine de un semanario que acababa de empezar y se rumoreaba que estaba a punto de quebrar. Esa posibilidad había llevado a Porter al borde de la histeria: esa era la reprobadora caracterización de Penelope. Lina vez dicho esto, se volvió hacia Enrique y añadió:
—Oh, Porter leyó tu novela. Le gustó. —Soltó una risita—. Y eso es raro en él.
—¿Has publicado una novela? —preguntó Sally, separando sus labios ondulados y abriendo desmesuradamente sus ojos verdes, una mirada de asombro tan franca que Enrique soltó una carcajada.
—Eso parece —dijo, y no añadió nada más. Lo último que quería hacer delante de aquel público de hermosas jóvenes era interpretar la triste balada de su carrera. Le preguntó a Penelope cómo había conseguido su trabajo y cuándo había conocido a Lily y cómo había conocido a su marido, Porter, y pronto dejó de ser el centro de atención, y se puso a escuchar cómo las chicas hablaban de sus vacaciones, de sus familias, y, en el caso de Sally y Penelope, de sus hombres. Disfrutaba escuchando sus quejas y disfrutó aún más al oír una acalorada discusión acerca de sus peluqueros y del estilo que intentaban imponerles, y también se quedó sorprendido por su sincero interés por la inminente novela de William Styron, La decisión de Sophie, que las tres habían leído en manuscrito. A diferencia de los miembros de la familia de Enrique, de Bernard y del resto de escritores que él había conocido, a ellas parecía importarles de verdad si el libro era bueno en sí mismo. No retorcían la experiencia de la lectura en una bizantina referencia a sus ambiciones o a sus complicadas opiniones sobre el mundo. Por lo general, exhibían unos intereses deliciosamente democráticos: pasaban sin esfuerzo, y con el mismo apasionamiento, de si valía la pena pintarse las uñas de los pies en invierno a si la presidencia de Jimmy Carter implicaba que por fin habría paz en Jerusalén.
—Te estás portando muy bien —dijo Margaret en cierto momento—. ¿No creéis que Enrique es muy paciente?
—Es estupendo —dijo Penelope—. Porter preferiría pegarse un tiro que escucharnos chismorrear.
Enrique les sonrió a las chicas, una sonrisa contenida que pretendía dar a entender que las toleraba por amabilidad, cuando lo cierto es que se sentía agradecido por estar rodeado por toda aquella feminidad, por su aroma, sus mechones rojos, negros, rubios y castaños, y por escuchar el cuarteto de sus voces musicales —la viveza de Margaret, la estupefacción de Sally, la calidez de Lily y la vacilación de Penelope—, y por poder lanzar miradas furtivas a sus cuellos blancos, sus jóvenes senos, sus manos pequeñas, sus muñecas frágiles y sus dedos delicados hasta un punto conmovedor. Las chicas se aburrieron del almuerzo antes que él. Al cabo de tres horas ya tenían ganas de marcharse, y amablemente le atribuyeron el mérito de haber conseguido que aquella reunión fuera tan entretenida, cosa que era una mentira ostensible, pues había permanecido callado casi todo el tiempo, aunque luego se mostraron reacias a separarse, y todos estuvieron de acuerdo en caminar hasta la estación de metro de la calle Cuatro Oeste antes de que Margaret y Enrique se fueran por su cuenta.
Al salir del restaurante el grupo viró hacia el este, y Enrique, sin pararse a pensárselo un segundo, echó un brazo por el hombro de Margaret y la acercó hacia él. Ella se acurrucó en su brazo, es de presumir que agradecida por contar con el alto escudo de su cuerpo contra el frío de enero. Cuando Enrique lanzó una mirada a las demás, vio que todas tenían los ojos fijos en él en lugar de caminar hacia la Sexta Avenida. Antes de que el trío se pusiera en marcha, sonrieron las tres a la vez, como si acabara de anunciarse algo. ¿No se habían dado cuenta de que estaba con ella?, se preguntó Enrique. Pensaba que el relato de su cita lo había dejado claro. Cuando se separaron, todas habían superado la sorpresa y parloteaban alegremente acerca de su pelo, de su trabajo, y de que los hombres eran todos un desastre. Se besaron en la mejilla y Lily le dio a Enrique un fuerte abrazo y le dijo: «¡Qué alto eres!». Enrique tuvo la sensación de que había sido bien acogido en una tierra extranjera y amistosa.
Sin mencionar en ningún momento adónde iban, Margaret permaneció en el refugio de su brazo todo el camino hasta su apartamento. No paró de hablar ni un momento, explicándole una cosa y otra de Sally, Penelope y Lily, y Enrique escuchó, empapándose de esos detalles porque ella le importaba, con lo que a él también le importarían. Hizo todo lo que pudo para no pensar en lo que se avecinaba. Pasaron junto al portero de mirada acusadora y subieron al apartamento con parqué y se desprendieron de sus chaquetas y ella preparó otra cafetera y se acomodó a su lado, con su pelo al viento y su sonrisa acogedora y su cuello blanco y sus senos dichosos, y por primera vez desde la pubertad Enrique deseó con todas sus fuerzas que el coito no se hubiera inventado nunca.
Se despertó con un sobresalto al oír el desasosiego de Margaret, con el corazón golpeándole el pecho, los ojos irritados de no dormir y la cabeza en una niebla de desesperación. Encendió la lámpara que había colocado en el suelo, junto al colchón hinchable. Margaret volvía a arrastrarse por la cama, enredada en la colcha y las sábanas, serpenteando atormentada por la superficie de la cama, desesperada por huir y también desesperada por dormir. Era una repetición exacta de lo anterior. Enrique se puso en pie de un salto y le dijo para tranquilizarla:
—Estoy aquí, Mugs. Espera un momento, te ayudaré. —Rezó para que la causa fuera que se le estaba pasando el efecto del Ativan y no de nuevo sus intestinos.
Vio unas manchas marrón claro en la sábana ajustable. Algunas parecían verdes, de un tono más repugnante. Suspiró. Un suspiro lento y hondo. Le entraron ganas de marcharse. De bajar lentamente las escaleras y salir por la puerta y dejar que unos desconocidos la encontraran y la limpiaran y la vieran morir. ¿Por qué tengo que hacer esto? Soy un hombre egoísta, se dijo. ¿Por qué estoy obligado a ser bueno?
Todo aquello, lo mucho que detestaba verla morir, pasó a través de su cuerpo y su alma con la inhalación y la exhalación de su suspiro de impotencia, y pareció evaporarse. Enrique se movía deprisa y sin pensar. Tuvo que bajar a toda prisa a buscar más toallas porque la diarrea volvía a ser pegajosa y era difícil limpiarla entre las nalgas. El dolor del muslo y la espalda le recordó que no debía bajar corriendo. Tras detenerse en la cocina para coger más bolsas de basura, se desplazó al armario de la ropa de cama. Margaret había ensuciado la última colcha limpia. Sacó una manta ligera de algodón del estante superior. Se dio cuenta de que la puerta de Max estaba cerrada. Después de todo, había vuelto a casa. ¿Había reñido con su nueva novia? Ahora Enrique no podía especular acerca de eso con Margaret, la primera de las muchas cosas relacionadas con sus hijos que ya no podría compartir. La luz de Rebecca estaba apagada. Debería despertarla. Pero ¿para qué? ¿Para que le hiciera compañía? El tema de la limpieza lo tenía controlado.
No obstante, en cuanto llegó arriba, la tarea resultó no ser tan sencilla como antes. Margaret se resistió durante todo el proceso. El tacto de cualquier cosa en la piel la molestaba. Se retorcía cada vez que notaba la toalla caliente, gruñía y apartaba la cabeza cuando él intentaba quitarle la camiseta sucia.
—Mugsie, solo intento limpiarte. En unos segundos volverás a estar cómoda. —¿Cómoda? Menuda estupidez. Ese debía ser el motivo por el que tantas enfermeras acababan hablando como idiotas: ¿cómo puedes tranquilizar de manera inteligente a alguien que está sumido en la oscuridad de esa lucha? O peor aún, ¿cómo puedes explicarle tus tediosas y desesperadas tareas?
Le llevó más tiempo porque ella se resistió. Tuvo que coger dos toallas más y empaparlas más tiempo, y utilizar una mano para inmovilizarla mientras le frotaba toda aquella porquería pegajosa. Estudió su cara buscando alguna señal de que estuviera consciente, pero durante todo el proceso —que le llevó casi veinte minutos— ella mantuvo los ojos cerrados y no contestó a ninguna de sus preguntas. Durante aquel episodio parecía más cerca del delirio. En cuanto hubo puesto ropas limpias y sábanas limpias y la hubo cubierto con una sábana limpia de algodón, Margaret abandonó sus audibles ruidos de queja.
Enrique apagó la luz, volvió a meterse en la cama y esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Oyó el susurro de las sábanas y la manta. Cuando pudo ver, comprobó que Margaret no parecía tan inquieta. Eran las dos cuarenta y cinco de la madrugada. Podía llamar al doctor Ambinder y estropearle la noche, pero ¿qué iba a proponerle el médico aparte del Ativan intravenoso y la Toracina? Y ese sería el adiós de Enrique: colgar una bolsa de plástico sin decir palabra.
Entonces se dio cuenta de que la cabeza le palpitaba y el corazón le latía muy fuerte. Había alguien en la oscuridad.
—¿Qué? —exclamó, y extendió el brazo hacia la persona que estaba junto a él en el colchón. Calló y se dio con la barbilla contra el suelo de roble. Una caída de pocos centímetros. Se puso en pie trastabillando y encendió la luz.
No había nadie a su lado, aunque soltó un grito ahogado. Margaret estaba incorporada. Tenía los ojos cerrados. Una mano intentaba alcanzar a ciegas el espejismo que tenía delante. Enrique se sentó en la cama de cara a ella.
—¿Qué es, Mugs?
Margaret volvió a deslizarse y a retorcerse, reemprendiendo sus movimientos de serpiente. Enrique apartó la colcha para ver si se había vuelto a ensuciar. La respuesta era que no, aunque eso tampoco fue un alivio. La observó serpentear y agitarse zozobrosa. Enrique levantó la bolsa de drenaje de su estómago como si fuese la cola de un traje de bodas, para que el tubo no quedara tenso con sus movimientos. Margaret se deslizó hasta el pie de la cama y a continuación volvió a dar media vuelta.
—Margaret, ¿quieres agua? —preguntó Enrique. No hubo respuesta—. Margaret, ¿quieres ir al cuarto de baño? —No hubo respuesta—. Mugsie, ¿estás despierta? ¿Puedes oírme? —Margaret gimoteó y farfulló cosas sin sentido, pero no siguiendo sus preguntas ni para contestarlas. Desesperado, llamó al servicio de Ambinder. Tras darle su número al operador, se quedó con el inalámbrico en la mano, contemplando la danza de su esposa sobre el lecho conyugal. Incluso en esa coreografía con la muerte, Margaret seguía estando llena de energía, combatiendo el suplicio en que se había convertido su vida.
Ambinder le habló como si hiciera grandes esfuerzos por no ahogarse. Enrique le relató la secuencia de hechos de manera desapasionada.
—¿No tiene fiebre? —preguntó el médico.
—No está caliente. No creo que tenga fiebre. De todos modos, ya no hay manera de mantenerla calmada… —En aquel momento, como para corroborarlo, Enrique tuvo que callar y alargar una mano, pues Margaret había sacado la cabeza y los hombros por el lado izquierdo de la cama, y estaba a punto de caer al suelo—. Parece que está delirando —admitió.
—Sí —asintió Ambinder y se quedó sin palabras—. Mmm…
Enrique no podía esperar.
—¿La dejo inconsciente con Ativan intravenoso?
—¿No quiere probar la Toracina? —Ambinder reprimió un bostezo.
—No —dijo Enrique con firmeza—. Si el Ativan intravenoso no la alivia, pasaré a la Toracina, pero primero quiero probar el Ativan.
—De acuerdo.
—Si se lo doy en la bomba intravenosa quedara inconsciente de manera permanente, ¿no? Ya no volverá a estar consciente, ¿verdad?
Ambinder parecía más despierto.
—No, ya no se enterará de nada. No le hará daño.
No se enterará de nada. Aquellas palabras resonaron en la cabeza de Enrique mientras montaba la bomba que suministraría a Margaret una dosis continua de Ativan, suficiente para mantener a una persona sana totalmente sedada. En cuanto lo hubo montado todo menos la conexión a su vía intravenosa, transportó la bomba, del tamaño y peso de una grabadora portátil, hasta la cama y se sentó en el borde. El baile de Margaret la había dejado incorporada, los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia él.
—¿Margaret? —dijo Enrique mirando la insólita inexpresividad de su cara—. Margaret, voy a darte Ativan en la bomba. Ya lo hemos hablado, ¿verdad? Una vez que conecte esto, quedarás totalmente sedada. Ya no podrás hablar y quizá ya no sabrás lo que te digo. De manera que esta es nuestra última conver… —Se interrumpió—. Esta es la última vez que hablamos —consiguió decir—. Te quiero. —Sus ojos irritados estaban cubiertos de lágrimas. Se dijo que si intentaba decir otra palabra comenzaría a sollozar. Respiró profundamente. Margaret no se había movido. Tenía la cabeza vuelta en dirección a él, pero Enrique no creía que pudiera oírle. Veía y escuchaba otro mundo. Extendió la mano hacia el vacío, intentando agarrar algo que no existía. Cuando él intentó cogérsela, ella le tocó los dedos durante apenas un segundo y luego la extendió más allá, como si la presencia y el tacto de Enrique la distrajeran de su verdadero objetivo—. No sé si puedes oírme, Mugs, pero quiero decirte que gracias a ti mi vida ha funcionado. Sé que cuando era joven o cuando me enfadaba y estaba de mal humor te decía cosas que te dolían. Pero la verdad es que tú y los chicos habéis sido lo mejor de mi vida y habéis hecho que valiera la pena vivirla. —Esto es terrible, se dijo. Palabras vacías carentes de sentimiento. Algo extraño teniendo en cuenta que su cabeza estaba anegada de emoción. No conseguía expresarse. Después de toda una vida teniendo por oficio expresarse con las palabras, el lenguaje de su corazón resultaba ser banal e inútil cuando más lo necesitaba—. Eso es todo —dijo, y su voz se diluyó en la humildad—. Gracias. Gracias por todo lo que me has dado.
Quiso convencerse de que ella lo había oído, pero poco a poco Margaret se derrumbó sobre el costado derecho y siguió serpenteando y retorciéndose. Enrique encontró el tubo intravenoso y lo conectó a la bomba. Antes de poner en marcha la máquina, intentó abrazarla. Ella se quedó un momento inmóvil, y a continuación lo apartó como si fuera un obstáculo, no una persona. Enrique la besó en los labios, pero estos no reaccionaron, inmóviles y fríos.
Enrique se levantó de la cama, colocó la bomba al lado, en el suelo, y apretó el botón de inicio grande y verde. La pantallita se encendió. Contempló cómo el fluido blanco comenzaba a ascender hacia el puerto de su pecho. Hasta después de cinco minutos no cesó el baile de serpiente de Margaret.
Enrique arregló la sábana y la manta de algodón para que ya no se le enredara en las piernas. Le besó la frente, fría. Al cabo de diez minutos no hubo otro movimiento que el subir y bajar de su pecho. Él había pronunciado sus triviales palabras de adiós y ella no las había oído.
La besó. No quería enfrentarse al desastre al que podía conducir aquel beso, pero no pudo evitarlo. Margaret acababa de apurar una taza de café y describió muy acertadamente a su grupo de amigas.
—Las Damas del Desastre. ¿No es tronchante que se alegren de todo lo que les va mal en la vida? —Observó la extraña expresión de Enrique, que era pasión entreverada de miedo, y la malinterpretó—. Te han caído bien, ¿no? ¿No te han vuelto loco, tanto hablar del mundo editorial?
Enrique la besó. Al principio ella se sobresaltó, pero enseguida se le entregó y se acurrucó en sus brazos. Los labios de Margaret eran cálidos, la lengua, caliente y húmeda, y las manos, frescas y suaves en su cuello. Tenía ganas, tenía muchísimas ganas de estar dentro de ella. En algún momento ella se apartó y preguntó:
—¿Ha sido eso?
—¿El qué? —murmuró Enrique, besando su vulnerable cuello.
—¿Te han vuelto loco… —Margaret gimió suavemente cuando él encontró la grieta, el lugar en sombras detrás de su oreja. Al cabo de un instante ella añadió en un susurro—:… tanto hablar del mundo editorial?
Enrique le preguntó con el asombro de un niño:
—¿Qué es el mundo editorial? —Buscó su boca.
Margaret bajó los brazos y colocó la mano sobre el bulto cubierto de tejanos de su entrepierna. Abrió los ojos y miró, a tres dedos de distancia, el interior de su alma—. ¿Lo hacemos? —murmuró.
—Se bajará.
—¿Por qué? Yo creo que me deseas —comentó con una maliciosa sonrisa.
—Estoy aterrado.
—¿De qué? —Margaret frotó el bulto como para tranquilizarlo.
—¡No lo sé! —gritó Enrique, frustrado.
Margaret se puso en pie de un salto con su energía característica.
—No pienses en ello. Simplemente fóllame —dijo, y tiró de él, llevándolo a la cama como si fuera un niño perdido. Margaret se sentó en el borde y tiró de su cinturón. Enrique comenzó a sacarse el jersey de cuello alto. Ella lo detuvo, diciendo—: No. Simplemente fóllame. No me hagas el amor. Tan solo fóllame.
Margaret le bajó los tejanos y los calzoncillos hasta las rodillas, a continuación abrió sus propios tejanos y se los sacó junto con las bragas, y el blanco y negro de su sexo centellearon cuando los apartó de una patada. La polla de Enrique asomó y cabeceó en el aire como si intentara despegarse del cuerpo, y todo pareció tan exacto, tan perfecto, cuando, desnudos de cintura para abajo, totalmente vestidos de cintura para arriba, jersey de lana contra suéter de algodón de cuello alto, pene con vagina, él se le puso encima, las bocas abriéndose ávidamente la una para la otra. Margaret bajó la mano, abriendo los muslos, y le guió hacia su interior. Le pareció que estaba empalmado en la mano de ella mientras conducía el pene a la entrada, pero no. Su mente se apartó de los placeres físicos del suéter que picaba y del abrazo caliente de sus muslos. Una parte de él abandonó ambas cosas y pensó: «Esto no va a ocurrir. No puedo hacerlo».
Ella tiró de él para que la penetrara, y él obedeció, pero su polla no, y se derrumbó como un acordeón.
—No puedo —exclamó él y quiso llorar. Estuvo tan cerca. Tan cerca de encontrar lo que faltaba del universo. Tenía un tesoro a pocos centímetros de distancia, en sus brazos, en su corazón, y su cuerpo se lo vetaba. Quiso estrangularse.
—Shhh —dijo Margaret—. Relájate —susurró y rodó hasta quedar a su lado. Los dedos le acariciaron la mejilla—. Ocurrirá. No hay prisa. —Lo besó—. Tenemos todo el tiempo del mundo —le prometió.
La tercera vez que los gemidos de Margaret lo despertaron, vio luz en los bordes de las persianas cerradas de las ventanas del dormitorio. Miró su reloj. Era junio y amanecía temprano, por lo que eran poco más de las cinco y media de la mañana. El tercer incidente de Margaret en ocho horas. Se quedó mirando la cama. Volvía a arrastrarse por ella. Había apartado casi todas las sábanas, y la vio perfectamente, en la mejor luz de un amanecer de verano, la pasta marrón verdoso saliéndosele de las bragas y extendiéndose por las piernas.
—¡No! —protestó Enrique en voz alta, como si el autor de todo eso fuera capaz de oír su queja—. Si ya no le queda nada —dijo, refiriéndose a que ya no podía haber nada más en sus intestinos y a que su cuerpo no debería ser capaz de hacer ningún movimiento debido a la sedación. Por muy fuerte que fuera el olor y la incomodidad de Margaret, ella debería estar insensible—. No es posible —exclamó Enrique.
Margaret reaccionó. Se apoyó en la pared y consiguió incorporarse. Lo más extraño y asombroso fue que tenía los ojos abiertos y que extendía los brazos hacia él. Enrique se asustó de aquella imposible exhibición de energía y atención. ¿Estoy soñando?, se preguntó.
—¿Margaret? —la llamó. Enrique no se sentó en la cama. Las deposiciones eran poco consistentes, casi líquidas, y Enrique observó consternado que las sábanas y la manta de algodón estaban manchadas. No quedaban más mantas y solo un juego de sábanas limpias. Tendría que despertar a Rebecca para que lo ayudara. No puedo estar soñando, calculó. Esos pensamientos son demasiado aburridos para no ser reales.
Margaret tenía una mirada extraña. Parecía ver los objetos pero parecía incapaz de concentrarse en él, aunque Enrique se encontraba en línea con lo que debería ser su campo visual. Margaret emitió un sonido. Le asustó. Fue más un gruñido que una palabra, pero tuvo cierta entonación, como si fuera una pregunta o una exigencia. Margaret se esforzaba en hablar.
—¿Qué? —preguntó estúpidamente Enrique.
Margaret levantó la mano derecha, a ciegas, sin que sus ojos se apartaran de un punto fijo. Pareció ver algo. Se quedó con la mirada fija en la media distancia y se tocó los labios—. Beb… —dijo y él supo que quería beber.
—Quieres agua. Entendido. —Vertió agua de la botella en una taza de plástico y la inclinó hacia su boca. Margaret tenía los labios agrietados y secos. Engulló el agua y le costó tragar.
—Ugh —dijo Margaret, lo que sonó a gratitud. A continuación se desplomó, con tantas ganas de volver a dormirse que colocó la cara plana encima de una de las manchas de heces.
—Oh, Mugs —dijo Enrique, sintiéndolo por ella. La levantó suavemente por los hombros para desplazarle la cabeza hasta una porción limpia de la sábana. Margaret emitió un gruñido de protesta, pero se quedó sin decir nada donde él la dejó.
Enrique bajó a toda prisa con la bolsa de ropa sucia y llamó a la puerta de Rebecca. Esta apareció medio dormida pero vestida, y él le explicó la situación lo más rápidamente que pudo y le pidió que metiera los dos juegos de sábanas en la lavadora.
Sacó del armario el último juego de sábanas de matrimonio y volvió a subir. Esta vez el hecho de que las deposiciones fueran más líquidas y más concentradas en una zona de la cama había ensuciado también el sobrecolchón. Rebecca llegó justo en el momento en que él lo descubrió. Enrique se quedó inmóvil en su desesperación, intentando recordar si tenían otro en alguna parte. Rebecca, al ver con qué tenía que lidiar su hermano, se quedó inmóvil y dijo:
—Oh.
—¿Ha habido algún problema con la lavadora? —preguntó Enrique. Ella negó con la cabeza—. El sobrecolchón está manchado —dijo Enrique—. Espera aquí mientras voy a buscar otro. —Encontró uno en un estante cerca de las sábanas. Margaret había reorganizado todos los armarios mientras estaba en remisión, tirando parte de lo que había acumulado en su vida de casada, guardando recuerdos familiares y actualizando su álbum de fotos. En aquel momento Enrique había sospechado que lo hacía en parte porque quería evocar lo que había vivido, para que eso le diera fuerzas para luchar, y en parte porque quería hacer un repaso por si resultaba que había llegado al final del viaje. Había hecho frente a la muerte. ¿Por qué no podía hacerlo él?
Con la ayuda de Rebecca consiguió terminar rápidamente, y Margaret, o su cuerpo, pues eso era lo que parecía quedar de ella, pronto volvió a estar tranquila bajo una sábana y una manta que su hermana había subido de la habitación de Greg. Enrique comprobó por dos veces la bomba para asegurarse de que Margaret recibía una dosis continua de sedante. Funciona. Era extraordinario que hubiera conseguido recobrar la conciencia. El malestar que sentía por dentro debía de haber sido tremendo. ¿Realmente la estaba calmando y ayudándola a marcharse, o todo aquello era una comedia a costa de Margaret para que todo el mundo se sintiera mejor con lo que estaba ocurriendo? Fuera cual fuera la verdad, se dijo que debería aumentar la dosis y acabar con aquel tormento, y no obligar a su cuerpo a respirar durante unos cuantos insensatos días.
Enrique no volvió a dormirse. Se preparó café y se sirvió un cuenco de cereales, pero no tenía hambre. Quería darse una ducha. Cuando se lo mencionó a Rebecca, esta le preguntó:
—¿Puedo llamar a la puerta si se despierta? —Lo que significaba que estaba demasiado asustada para quedarse a solas con Margaret. La enfermera del hospital llegaría a las ocho para ver cómo estaba Margaret, de manera que no le dijo a su hermana: Es imposible que se despierte, y sí, puedes llamar a la puerta. Le dijo que esperaría a que llegara la enfermera para lavarse. Para quedar limpio.
Margaret reía. Echó la cabeza para atrás y expulsó una bocanada de humo que acababa de aspirar.
Puesto que se lo pasaba tan bien, él siguió con su absurda visión de su futuro juntos.
—Podríamos pasar el resto de nuestra vida juntos y no tener relaciones nunca, ¿verdad? Quiero decir que podría encargarme de tus necesidades sin mi pene, y sé que yo puedo masturbarme.
La cabeza de Margaret se volvió repentinamente hacia él. Sus exquisitos ojos azules lo rodearon con su curiosidad. Le preguntó:
—¿Te masturbaste en Nochevieja?
Bueno, se lo estaba contando todo, por lo que podía seguir confesándose.
—Justo después de verte. Estaba tan cabreado que funcionó.
Margaret apagó su Camel Light, se puso de lado, levantando la mitad inferior de la sábana, lo que le proporcionó a Enrique una excitante visión de las delgadas caderas de Margaret y de la zona de su sexo.
—Yo también —dijo ella con una sonrisa maliciosa—. Vaya desperdicio. —Apartó la sábana que lo cubría y Enrique quedó desnudo de cintura para abajo—. Vamos a ver cómo lo haces ahora.
—¿Qué? —tartamudeó Enrique.
—Adelante —dijo ella, asintiendo ante su equipamiento, el cual, extrañamente, estaba casi a punto—. Enséñamelo.
Margaret se le acercó, su cara alegre quedó a pocos centímetros de él, a distancia de beso, y sus grandes reflectores azules lo cegaron—. Vaya —susurró, y sus dedos fríos serpentearon en torno a su creciente virilidad—. Te ayudaré a empezar.
Enrique esperó una hora y media a que llegara la enfermera del hospital. Margaret no se movió: solo su pecho subía y bajaba bajo la sábana. Se fue de su lado solo cuando la madre de Margaret llamó para anunciar que llegarían antes de mediodía, lo que significaba las once. Enrique, siguiendo la tradición de la familia de su mujer, se puso a minimizar lo ocurrido durante la noche.
—Ha tenido un poco de fiebre, pero ahora está tranquila —informó.
—Dios mío —dijo la pobre Dorothy con una voz tensa de tristeza y temor. Después de colgar, Enrique bajó la cabeza, cerró los ojos y respiró lentamente hasta que se le pasó el deseo de correr y chillar y chocar contra las cosas. Se había esforzado mucho en que aquel final fuera el más agradable para todos, y le gustaba creer que lo había conseguido para los demás. Pero no para él ni para Margaret. Sus despedidas indirectas entre los sentidos adioses de Margaret al resto del mundo no eran lo que él había querido, y el malestar y el sufrimiento de la noche anterior le parecían un gran fracaso, un fracaso que nunca podría superar.
Regresó junto a la cama de Margaret, asintiendo cuando Rebecca le susurró que se había agitado un poco mientras él estaba al teléfono. Enrique se dio cuenta de que había pasado de estar echada sobre el lado derecho a estarlo sobre el izquierdo. Se le veía perfectamente la cara. Los ángulos agudos de sus rasgos macilentos eran hermosos. Su piel traslúcida, las venas azules y verdes, la blancura de su frente, eran como de otro mundo. Tenía los ojos cerrados, la boca apretada y los labios sellados. Había algo embriónico e intenso bajo la pacífica superficie de su pose. Parecía como si fuera a nacer a otra vida, aunque Enrique no creía en esa consoladora ilusión. Comprobó la bomba de Ativan. Funcionaba perfectamente. Se preguntó cómo Margaret había conseguido llegar a moverse.
Lo comentó con la enfermera cuando esta llegó diez minutos más tarde.
—¿De verdad? —La enfermera reaccionó con sorpresa cuando Enrique la informó de que Margaret había conseguido incorporarse y beber agua a pesar de la elevada dosis—. Nunca había visto nada parecido —afirmó.
A Enrique no le impresionó lo más mínimo que eso la impresionara. Aunque supuestamente el personal médico se regía por la ciencia, su experiencia le indicaba que sus afirmaciones eran a menudo exageradas. De creer a los médicos y a las enfermeras de Margaret, ya había exhibido al menos una docena de síntomas y reacciones excepcionales a la medicación. El lado supersticioso e histriónico de la personalidad de Enrique era vulnerable a ese tipo de comentarios. Mientras se desvestía en el cuarto de baño, se dijo que no debía ponerse místico con lo que le esperaba. Margaret estaba en el umbral de la muerte, y todo el mundo, el personal médico incluido, probablemente le encontraría significado a cualquier banalidad. Se quitó la ropa, se metió bajo el agua caliente, se enjabonó de arriba abajo, y se alegró de frotarse el recuerdo de los espantos de la noche anterior. Colocó la cabeza bajo la cascada de agua, cerró los ojos y se sermoneó. La Margaret que yo conozco se ha ido. La Margaret que yo amo se ha ido. Todo lo que queda es la cáscara de su cuerpo físico. La luz de su interior ya no brilla, y ya no puedo sentir su calor ni solazarme en su iluminación.
Al principio no comprendió qué era el golpe en la puerta del cuarto de baño. Pensó que algo había caído en el piso de arriba. A continuación oyó la voz frenética de Rebecca:
—¡Enrique! ¡Lo siento! ¡Enrique! ¡Lo siento!
Se ha muerto, pensó.
—¡Margaret está agitada! Lo siento. No sabemos qué hacer… ¿Puedes salir?
Salió trastabillando de la ducha y cogió una toalla. ¡Margaret estaba despierta!
Abrió la puerta de golpe. Rebecca y la enfermera intentaban impedir que Margaret saliera de la cama. Había conseguido sentarse en el borde. Solo la cubrían sus bragas negras. La cabeza señalaba en dirección a la enfermera, pero tenía los ojos cerrados.
—Margaret, solo estoy comprobando tu puerto —dijo la enfermera con el tono antinaturalmente calmo del cuidador de un paciente crédulo.
—¡No! —dijo Margaret con voz clara y sonora. Sus brazos palparon el aire a ciegas.
Enrique avanzó hacia ellas con los pies mojados, sujetándose la toalla en la cintura.
—Ha empezado a moverse… —explicó la enfermera a la defensiva. Rebecca añadió algo más, pero él no pudo oírla porque la enfermera seguía hablando—: Y me he dado cuenta de que la camiseta estaba manchada, así que he intentado quitársela…
—Creo que tenemos que dejarla en paz. Simplemente dejarla en paz —dijo Rebecca, también con una calma antinatural, la suya sobre una capa de cólera y agitación.
Margaret se abalanzó hacia delante. Alarmada, la enfermera la agarró por las manos.
—Margaret, ¿quieres levantarte?
Y entonces llegó. Fuerte y claro, como si estuviera totalmente viva.
—¡No! —gritó. Abrió los párpados, pero tenía la mirada perdida y enajenada. Se soltó las manos y dio unas palmadas al aire—. ¡No! —volvió a proclamar, una afirmación de identidad más que un argumento.
—No sé qué quieres —exclamó la enfermera. Enrique dejó de preocuparse por si resbalaría y perdería la toalla. Consiguió llegar hasta su mujer, ahora los dos más o menos desnudos, el cuerpo de ella, al igual que el suyo, arrugado y pálido por la lucha. Enrique agarró las muñecas conmovedoramente pequeñas de Margaret y se colocó sobre una rodilla, de manera que su cara quedó exactamente a nivel de la de ella.
—Margaret —dijo a sus ojos coléricos y errantes.
Margaret dejó de intentar ponerse en pie. Lo miró como si él fuera transparente, o ella ciega, como si buscara otra cosa, o a otro. Él no sabía qué quería su mujer, pero le dio todo lo que podía ofrecerle.
—Estoy aquí, Mugs —dijo, y se acercó un poco más, acercando los labios a los de ella, aunque estos no esperaran un beso—. Estoy aquí. —Apretó la boca contra la de ella, tocando los dientes y todo lo demás.
La cara de Margaret se relajó. Bajó los hombros. Las mejillas se ensancharon en una sonrisa, y juntó los labios, los frunció, los ojos cerrados, buscando: incluso al indeciso Enrique le quedó claro que lo estaba buscando a él.
La besó, y cuando sus labios se unieron, ella canturreó. Cuando Enrique se apartó, ella emitió un ruido de satisfacción: «Mmm», y volvió a fruncir los labios. Él la besó otra vez, sus brazos le rodearon los hombros delgados, y ella volvió a canturrear, vibrando de placer.
Cuando Enrique interrumpió el contacto, Margaret suspiró de alivio y se reclinó sobre la cama. Él la ayudó a bajar, acomodándola sobre el colchón y arreglando el tubo intravenoso para que no se le enredara debajo.
Margaret no regresó a su posición fetal. Quedó boca arriba, los ojos cerrados, la boca cerrada, tendida cuan larga era como si se aprestara a su descanso final. Enrique subió la sábana para taparla y a continuación cogió la toalla para cubrirse. La respiración de Margaret había cambiado. Ahora era rápida y superficial, tal como la enfermera les había dicho que sería cuando llegara la última fase. Pronto entraría en coma. Enrique le lanzó una mirada a su hermana, que tenía la cara anegada en lágrimas.
—Te quería a ti —dijo Rebecca con la voz entrecortada. La enfermera lo tocó, un golpecito en el hombro como si deseara armarlo caballero.
Todo ese tiempo había estado equivocado. Margaret había querido decirle adiós. Se había asegurado de decirle adiós, un adiós elocuente. Había conseguido decirle, a pesar de todos los obstáculos que la naturaleza y los seres humanos le habían puesto, que el amor de ella y el de él habían sobrevivido.
Pronto, muy pronto, en un minuto, en menos de un minuto, en segundos, en un solo segundo, Enrique ya estaba muy excitado. Tenía la cabeza ebria del tacto de Margaret, y su corazón estaba inundado por esos ojos azules que lo ahogaban. Ya no se acordaba que era uno de enero, el primer día de Año Nuevo. Ya no se acordaba de que el sol brillaba o de que se había comido una tortilla de cebolletas para almorzar. Ya no sabía su nombre ni se acordaba del suelo de parqué. Ya no recordaba tener miedo.
Ella estaba debajo de él. Enrique no comprendía cómo Margaret había conseguido que se pusiera encima sin levantarlo. La cara sonriente de Margaret llenaba todo lo que veía y era todo el mundo. Él la seguía como si fuera una brújula o el disco de un hipnotista. No le había soltado el sexo. Lo había dirigido hacia su cuerpo y antes de que él tuviera oportunidad de pensar en qué podía ir mal, ella habló.
—No conseguirás hacerlo —dijo ella.
—¿Que… no…? —Enrique tartamudeó sorprendido.
—Porque si entras en mí, nunca saldrás.
—¿Ah no? —preguntó Enrique con el asombro de un niño.
—No, nunca saldrás —dijo Margaret y tiró de él. Sintió un calor en la punta y tuvo miedo de desaparecer—. Después de esto, quedarás atrapado.
—Lo dices en serio, ¿verdad? —dijo Enrique con una sonrisa.
Una mano aterrizó sobre el culo de Enrique y le impulsó a empujar y ya no hubo muro, ya no hubo obstáculos, solo el mar de Margaret, el baño caliente de su envolvente amor. Margaret llevó los labios al oído de Enrique y le susurró palabras cálidas mientras sus manos frías le apretaban el culo y lo empujaban hasta dentro del todo.
—Nunca saldrás. Te mudarás conmigo, nos casaremos, tendremos hijos. Te quedarás aquí para siempre —susurró Margaret, y en el océano de su ser, Enrique dejó escapar todo el aire asustado que estaba atrapado dentro de su corazón, espiró la desesperación de su alma y pensó jubiloso: ¡Este es mi hogar! ¡Este es mi hogar! Gracias a Dios, ¡este es mi hogar!