20. Aflicción

Enrique nunca había mirado un cadáver. Ni siquiera a nadie que acabara de morir. Lo único que había tolerado había sido echarles un vistazo rápido a los restos embalsamados de su abuela, aterrorizado por su cara de ochenta y cinco años alisada hasta la textura del mármol: los labios sellados, los ojos cerrados como puertas de hierro. Esa escultura de la madre de su padre fabricada en la funeraria, su abuela de libro de cuentos, carecía de vida en su muerte. Ni atisbo de lo humano, del alma que acababa de abandonarla.

Ese cuerpo muerto que yacía en el hospital Beth Israel, esa quietud de metro ochenta y siete, de mejillas descarnadas, mandíbula floja, esa carne de su padre, aunque fría cuando le besó la frente, seguía poseyendo la temperatura de su vida. Y las arrugas de la cara de Guillermo, la piel floja del cuello, la leve separación de los labios sin sangre, no parecían totalmente carentes de la vida de su espíritu. El padre de Enrique no estaba allí, pero no había salido de la sala.

Enrique le susurró, por si la enfermera de guardia podía oírlo: «Lo siento, papá. Lamento no haber estado aquí». No pudo decir más, abatido por la falta de respuesta. Durante toda su vida a Enrique le había preocupado en lo más hondo, y le había molestado que le preocupara tanto, lo que su padre pensara de su manera de hablar, de su aspecto, de sus esperanzas, de lo que escribía. Ni un milímetro de Enrique había escapado de la valoración de su padre. En Enrique no se había formado ni un hábito, ni un gusto, ni una ambición que no hubiera sobrevivido al acoso de su padre o sin que desfilara en el orgullo de su aprobación. Ahora había perdido su brújula.

Pasaban dieciséis minutos de las tres de la mañana. Incluso la hora evocaba a su padre. «En la noche oscura del alma», le gustaba decir a Guillermo, citando a Scott Fitzgerald, «son siempre las tres de la mañana.» Y Enrique se descubrió pensando en el hecho de que su padre creía que Scott Fitzgerald estaba sobrevalorado, y se preguntaba si aquella opinión obedecía a la envidia o a la estética, o a ambas cosas, y entonces se volvió a ver al pie de la cama de un hospital, contemplando los labios grises de su padre muerto.

La llamada telefónica de la enfermera de la sección de terminales del Beth Israel había sacado a Enrique de un sueño profundo a las 2.37 de la mañana. «Lo lamento, señor Sabas, pero su padre ha fallecido», dijo la enfermera, y añadió que había que trasladar el cadáver al depósito dentro de dos horas. Si quería pasar algo de tiempo con su padre, debía acudir de inmediato. Enrique telefoneó a su hermanastro y a su hermanastra para darles la noticia, y Margaret lo abrazó y lo besó en la cama mientras él se quedaba mirando las dos cajas de luz, las Torres Gemelas, centradas en las ventanas de su dormitorio a oscuras, atónito ante el hecho de que la muerte de su padre, que había visto venir durante un año, hubiera ocurrido por fin. No quería ver el cadáver de su padre, pero se sentía obligado a ir. ¿Lo hacía obedeciendo una convención? ¿O había algo que ver en la muerte?

Se vistió rápidamente y Margaret lo acompañó al piso de abajo. Max, que tenía once años, salió de su dormitorio y preguntó si le había ocurrido algo al abuelo. Tanto él como su hermano mayor se llevaban muy bien con Guillermo. Su abuelo les hacía de canguro al menos una vez por semana y los malcriaba con toda desfachatez, llenándoles la cabeza con sus halagos y sus grandes ambiciones e inteligencia. Max abrazó a su padre, apretando fuerte con sus bracitos. Enrique preguntó:

—¿Te ha despertado el teléfono?

Max dijo:

—Cada vez que pasa algo malo en la familia lo sé. —Y añadió con la atrevida solemnidad de un niño prepubescente—: El abuelo te quería, papá.

Margaret le dirigió una sonrisa compungida a Enrique y otra orgullosa a Max, y a continuación cogió a su hijo pequeño de la mano y lo devolvió a la cama. Enrique se acordó de esa imagen, la de su esposa y su hijo a salvo y esperándolo a que volviera, mientras contemplaba el cadáver de Guillermo, tendido boca arriba, grande, las manos peludas dobladas delante del pecho, sus rasgos poderosos, que no estaban dormidos, porque en el sueño hay mucha animación, sino inmóviles como una piedra, y callados. Más callados incluso que aquellos meses airados del comienzo de la adolescencia de Enrique, cuando vivían en dormitorios separados por tres metros de distancia y su padre se negaba a hablar con él.

Quería decirle a Guillermo que Max había oído la llamada telefónica del hospital y pretendía ser el guardián de la familia.

—Has interpretado perfectamente el papel de hijo latino —le había dicho su reflexivo padre tres meses atrás, cuando el incesante dolor que le provocaba la propagación de su cáncer de próstata a los huesos comenzó a ser más fuerte que las dosis de morfina, y sus conversaciones empezaron a reflejar cada vez más que estaban llegando al último acto de la obra—. Lo sabes, ¿verdad? Has hecho todo lo que un padre latino desearía de su hijo. —Los nietos que Enrique le había dado eran parte de ese logro, y la madre que él les había proporcionado era una parte igual de importante. Margaret protegía a sus hijos, y también los azuzaba, con ferocidad y ternura, y no vacilaba a la hora de enseñarles lo que estaba bien y lo que estaba mal, algo que Guillermo apreciaba.

—Tus nietos serán hombres cabales —había dicho Enrique cuando Guillermo se había quejado de que no los vería alcanzar la madurez.

—Eso ya lo sé —había dicho Guillermo—. Estoy seguro de que llegarán a algo en la vida. Margaret procurará que conquisten el mundo. —Se echó a reír—. U otra cosa.

—Lo siento —le dijo Enrique al cadáver, en un segundo intento por disculparse—. Siento no haber… —Pero ahora no pudo acabar la frase. Los tres días y noches anteriores, mientras Guillermo había estado en coma, Enrique no lo había velado. El primer día se fue a las tres horas. El segundo se quedó dos. Antes del tercer día —ayer—, Enrique se había inclinado sobre la cama, había besado la frente arrugada de su padre y escuchado durante un rato la respiración acelerada que le habían dicho era consecuencia de la ascitis, un líquido canceroso creado por el tumor de la próstata que llenaba la cavidad abdominal de Guillermo y le presionaba los pulmones. Finalmente acercó la boca al oído izquierdo de su padre y susurró—: Ya está, papá. Ya puedes irte. No tienes de qué preocuparte. —Enumeró todas las cosas que su padre le había dicho que le preocupaban: la confirmación de que se había firmado un contrato con una editorial universitaria para reeditar todas sus novelas; que cuidaría de su hermanastra, Rebecca, y de sus hijos, y por último añadió—: Estoy bien, papá. Margaret está bien. Tus nietos están bien. Puedes irte. Ya puedes irte. —Lo dijo siguiendo el consejo del folleto del hospital, que aconsejaba qué decirle a un paciente en coma y agonizante. No se creyó ni por un segundo que esas extrañas palabras se recomendaran en beneficio del paciente. Mientras las pronunciaba, supo en lo más hondo que eran para consolarle a él. Proporcionaban la agradable ilusión de que Enrique estaba preparado para que su padre muriera.

¿Por qué no?, se había dicho mientras regresaba a casa caminando para cenar con Margaret y sus hijos, apenas unas horas, eso lo sabía ahora, antes del último aliento de su padre. Había llegado el momento de que su padre se fuera. Guillermo había tenido una vida satisfactoria, había causado muchos problemas y había sido fuente de inspiración. Había llevado el apellido Sabas muy lejos desde la oscuridad y pobreza de su infancia sin padre en Tampa, entre fabricantes de puros. Tengo cuarenta y dos años, se dijo Enrique, estoy felizmente casado, tengo dos hijos, he publicado ocho novelas y escrito tres películas. Estoy preparado para la muerte de mi padre.

Unos pensamientos valerosos, pero ante la realidad del final Enrique se derrumbó al pie de la cama del hospital, cayendo de rodillas, avergonzado de haber abandonado a su padre en manos de los celadores, de haber vuelto a casa con la alegre Margaret y sus enérgicos muchachos dejando que su padre muriera solo entre desconocidos. No he sido el perfecto hijo latino, se dijo. Intentó disculparse por tercera vez ante el cadáver. «Lamento no haber estado aquí, papá.» No oyó ninguna respuesta, ni sarcasmo, ni perdón, ni rabia, ni amargura, ni amor. Nada salió de la mole de su padre; su disculpa no valía nada. Había fracasado en el último momento, después de esforzarse toda la vida por ser más justo con su padre de lo que su padre había sido con él; se había escabullido, demasiado asustado por la muerte para echarle un último vistazo a la vida.

Pasó otros diez minutos sintiéndose incómodo delante del cadáver de Guillermo, como si fuera alguien tímido en un cóctel lleno de desconocidos. Como no tenía palabras para despedirse, besó la fría frente de lo que había sido su padre, le dijo a aquel recipiente vacío que lo amaba y regresó a casa por las mismas calles que había recorrido tras el nacimiento de cada uno de sus hijos en el Beth Israel, las mismas calles que recorrería cinco años más tarde, cuando a Margaret, a una hora tardía de la noche, se le diagnosticara un cáncer y tuviera que volver apresuradamente a casa y fingir que todo iba bien mientras despertaba a Max para ir al colegio. En el crepúsculo, mientras regresaba a la vida con su mujer y sus hijos después de la muerte de su padre, comenzó a comprender algo, vio el vago perfil del puente sin rampa entre el nacimiento y la muerte, y la muerte y el nacimiento, el puente que la gente cruza toda su vida convencida de que se hallan en una autopista hacia algo nuevo.

El teléfono estuvo sonando todo el día. Margaret, al igual que había hecho durante la enfermedad del padre de Enrique, se encargó de numerosas gestiones relacionadas con la muerte. Ella y Rebecca fueron a la funeraria y se encargaron de todo. Margaret contestó a casi todas las llamadas. Enrique escuchó su tono de pesar, aligerado con amables sentimientos.

—Pobre Guillermo —dijo Margaret con auténtico afecto—, sufría tanto. Era muy difícil verlo con ese dolor. Era un hombre tan entusiasta, disfrutaba tanto de la vida y le gustaba tanto pasarlo bien. Mejor que ya no sufra más.

Había articulado el caos de su padre en esas frases sencillas, envolviendo en un paquete perfecto y tranquilizador todas las locuras que su padre había hecho en la vejez: divorciarse de la madre de Enrique después de cuarenta años de matrimonio, emperrarse en vivir solo, aunque muchas mujeres habrían estado encantadas de cuidarlo a cambio del placer de oír la atronadora música de su personalidad.

Guillermo se había mudado a un pequeño apartamento a dos manzanas de distancia, convirtiéndose en un apéndice cotidiano de la vida de Enrique, y a veces en una carga. Durante los últimos cinco años Enrique había almorzado con su padre una vez por semana; Guillermo les hacía de canguro a los chicos otra noche por semana, después de lo cual siempre daba un informe. Padre e hijo hablaban por teléfono casi cada día. Después de la adolescencia de Enrique, que había sido una guerra diaria de reñir o de no hablarse, de recelo ante las exigencias de su padre y de ansia por cumplir sus expectativas, se habían convertido casi en una sola persona. Escuchar cómo su esposa resumía sin esfuerzo las largas columnas de los comportamientos irracionales de Guillermo era consolador, e irritante.

El día del funeral, Enrique se vio de repente solo en su dormitorio mientras abajo Margaret supervisaba la vestimenta de sus hijos, y también, infatigable y de buen humor, telefoneaba a todo el clan familiar, izando sus velas deshilachadas para asegurarse de que llegaban al puerto correcto y a la hora correcta. Al final fue a supervisar a Enrique.

Margaret, a su mediana edad, iba, como siempre, perfectamente conjuntada. Aunque vestida con su atavío más severo, falda gris, blusa blanca, chaqueta gris —casi como para ir a la oficina—, llevaba un calzado ligero y seguía estando tan guapa como una jovencita con su tupido pelo negro, su cara blanca y redonda, sus vivaces ojos azules, y su acogedora sonrisa. Inspiraba confianza. Derramaba esplendor y energía, y un incomparable buen humor.

—¿Qué te parece? —preguntó Enrique señalando su traje de Armani, negro y elegante. Había elegido una corbata marrón—. ¿Crees que es demasiado? ¿Debería llevar una corbata negra?

—No tienes por qué llevar corbata negra —dijo Margaret con su habitual precisión. Le arregló el nudo—. Estás estupendo —dijo—. Guillermo se sentiría orgulloso. Le gustaba que fueras elegante. Una vez me dijo que yo siempre te vestía estupendamente. Que antes de conocerme eras un dejado.

—Pero si tú odiabas el gusto que él tenía con la ropa —dijo Enrique.

—Es que tenía un gusto terrible —dijo Margaret, y se rió como si fuera uno de los encantos de Guillermo—. ¡Acuérdate de aquel traje que te compró! —Veinte años atrás, para hacer las paces después de una terrible discusión, un desacuerdo, hay que ver, por una película, Guillermo le había comprado a Enrique un terno al menos dos tallas demasiado grande. La talla cuarenta y seis le habría sentado perfectamente a su narcisista padre, y tenía una forma cuadrada que no favorecía al escuálido Enrique. Además de esos defectos, era de un extraño color verde que, según Margaret, daba la impresión de que Enrique sufría de gripe estomacal—. ¡Tronchante! —Se rió alegremente al recordarlo. Guillermo se jactaba de su gusto a la hora de vestir. Margaret se daba cuenta de ello, y nunca se burló de su afición, típica de la clase obrera, por los colores demasiado chillones, o de su ambición de vestir con la sosería de un WASP, cosa que, en el mejor de los casos, acababa con el latino de Guillermo comprando colores de pavo real en Brooks Brothers. Con ellos parecía menos un hombre que vivía en Wesport y más un dictador latinoamericano exiliado que había encontrado refugio en Greenwich Village.

El recuerdo evocado por Margaret no hizo que Enrique se acordara de la comedia de la susceptibilidad sartorial de su padre. Le hizo recordar palabras desagradables de su última riña, insultos desmedidos, como todas sus batallas. Tras nacer Greg, habían acordado un alto el fuego. Nunca habían firmado una auténtica paz. Más bien, habían decidido no matarse y formar una alianza estratégica por el bien del apellido Sabas. Enrique nunca le dijo a su padre que lo quería sin un punto de ironía o sin la excusa de un adiós o la despedida de una carta. No había entendido, ni acababa de creerse, que algún día perdería para siempre la oportunidad de decírselo de una manera dickensianamente seria.

—Lo siento, Bombón —dijo Margaret, viendo probablemente la tristeza de su marido. Le acarició la mejilla y se puso de puntillas para besarlo suavemente y añadir en un susurro—: Siento que tu padre haya muerto.

Entonces se levantó la marea de todo lo que él había estado reprimiendo, y le salió por los ojos y le oprimió el pecho en su prisa por escapar. Enrique se dobló por la mitad, como si alguien le hubiera golpeado en el estómago con una porra. Sintió las manos de Margaret en su cuerpo, tratando de apretarlo contra su pecho. Enrique la apartó ocultando la cara, enfadado y avergonzado. Se dijo que todo era culpa de Margaret: que él hubiera traicionado a su familia, que mentalmente se burlara de ellos, la falsa paz que Margaret le había exigido que mantuviera con su padre, su hermanastro y su madre para que las reuniones familiares con los niños no fueran aún más desquiciadas. Todo había sido obra suya, y también que no hubiera permanecido junto al lecho de muerte de su padre. Fue Margaret quien le dijo que no tenía objeto pasarse toda la noche velando en el hospital, que eso preocuparía a Greg y a Max, y le agotaría y no serviría de nada.

—Está en coma —dijo Margaret—. No sabe si hay alguien allí con él.

Enrique se acurrucó en la cama. Margaret estaba encima de él, intentando rodearle con sus brazos, apretarlo contra sí, pero con su metro noventa de estatura él formó una bola tan cerrada que ahora ella era más alta que él. Sintió el aliento de Margaret en la mejilla mientras intentaba acercar los labios a los suyos, pero solo pudo besarle la frente mientras susurraba: «Pobrecillo, pobrecillo», desesperada por consolarlo. Pero ella era la culpable, la culpable de todo, de haber traicionado todo lo que su padre quería que fuera —un gran artista, un osado narrador de la verdad—, todo lo había echado por la borda para vivir en la miseria burguesa de compras sin fin y en la cobardía de la seguridad. La verdad, la amarga verdad:

—Tú no me quieres —lloriqueó como un animal fiero y afligido. Sacó la cabeza de su escondrijo fetal para soltarle en un gruñido—: ¡Tú no me quieres!

—¿Qué? —Su mujer estaba perpleja.

Enrique intentó huir de la tormenta de confusión de su cabeza, saliendo a trompicones de la cama sin haberse puesto primero en pie, y se tambaleó, oyó gritar a Margaret mientras caía sobre los estrechos tablones de roble del suelo. Y en medio de esa torpeza aún pudo chillar:

—Tú no me quieres.

Margaret le tocó la espalda y lo cogió de los hombros para ayudarlo a levantarse, mientras le preguntaba:

—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?

Enrique se soltó de un tirón y se puso en pie acercándose a las ventanas, huyendo hacia el paisaje de la ciudad para escapar de sí mismo, para salir de aquella cabeza que nunca lo dejaba en paz. Estoy loco, decidió, un dictamen nítido que atravesó el matorral de pensamientos desorganizados que abarrotaban su cráneo. Estoy perdiendo la cabeza.

Margaret apareció en su campo de visión, agachada bajo sus brazos, su rostro feliz destrozado en arrugas de confusión.

—Enrique —suplicó—, ¿de qué estás hablando? Te amo. ¿Es que no sabes que te amo?

—No, no me amas —dijo él sollozando, incapaz de seguir comportándose racionalmente. Berreó y se escuchó repetir—: No me amas, no me amas —como si no fuera él quien dijera esas palabras, sino que se las oyera a un desconocido perturbado.

Ella lo abrazó y afirmó:

—Te quiero mucho. —Margaret se echó hacia atrás mientras estaba en sus brazos para mirarle los ojos y hacerle frente—: ¿Cómo es posible que no sepas que te amo?

Enrique se desplomó en el sofá que había bajo las ventanas. Ella se sentó a su lado, acariciándole la mano, besándole la mejilla, intentando consolarlo mientras él temblaba como una hoja al viento. Por un momento se quedó quieto. A continuación volvió a temblar y gimió.

—Shhh —dijo Margaret. Enrique apoyó la cabeza en su pecho, cerró los ojos e intentó dejar de escuchar sus gimoteos. Pararon los temblores. Cuando su cerebro también detuvo su frenético ruido, su desaforado intento de salir de su cráneo y huir hacia el cielo, se dijo: ¿De dónde ha salido esto?

En cuanto estuvo tranquilo, Margaret levantó la cabeza, lo besó en los labios y preguntó en voz baja:

—Sabes que te amo. ¿Verdad, Enrique? ¿Sabes que te amo más que nunca? —Se lo quedó mirando, a menos de un palmo de distancia, con el océano Pacífico de sus ojos llevándose su locura—. Lo sabes. ¿Verdad?

—No —dijo Enrique. Solo para dejar constancia.

—¿Cómo es posible que no lo sepas? —El asombro llenaba la voz de Margaret. Entreabría los labios en un gesto de estupefacción.

—Estoy loco —dijo Enrique—. Tu marido está loco.

—Es normal que estés triste por tu padre.

Enrique la agarró y las palabras salieron enseguida, aunque el pensamiento no hubiera llegado a formarse:

—Me da miedo que dejes de amarme. Me da miedo que ya no me quieras.

—Nunca dejaré de amarte —dijo Margaret, con la misma llaneza con que pediría en un restaurante—. Eres mi vida —dijo simplemente.

Enrique apretó su pequeño cuerpo tan fuerte como fue capaz. Margaret soltó un gruñido ante esa presión y farfulló:

—A no ser que me rompas la espalda, entonces dejaré de amarte.

Pero Enrique no rebajó la tensión de sus brazos y ella no se retorció ni volvió a quejarse. Enrique se dijo que ojalá pudiera meterla dentro de sí mismo e incorporar su espíritu. Sintió alivio, un prolongado suspiro de gratitud porque la carrera hubiera terminado, porque a pesar de todos sus errores, sus fracasos, el desgaste que había provocado en los demás, todo el amor y buenas intenciones y grandes ambiciones que había aplastado y a las que había renunciado, todos sus errores, hubiera existido una misericordia inesperada y él no hubiera sido castigado. La vida le había dado a Margaret para que estuviera completo.