Todo lo referente a la enfermedad de Margaret parecía haber sido planeado para que ocurriera con una inoportunidad malintencionada. La crisis sobrevino mientras Natalie Ko estaba pasando veinticuatro horas fuera de la ciudad, en un congreso en Atlanta. El doctor Ambinder, un médico joven que estaba de guardia, apareció enseguida. No tardó en contestar el mensaje de Enrique y le consultó por teléfono el estado de Margaret con todo detalle, pero los múltiples lazos sociales que mantenían con la doctora Ko habrían hecho que esta comprobara las cosas por sí misma. Aunque por sus responsabilidades administrativas ya no visitaba a los pacientes en el servicio de terminales, en el caso de Margaret había hecho una excepción y acudido a su apartamento para comentar cómo podía morir. El especial interés que Ko se había tomado por Margaret era un ejemplo de los privilegios especiales que se les concedían por la gente importante que conocían gracias a la carrera de Enrique, y había sido de considerable utilidad y consuelo durante su lucha: poder ingresar en los hospitales después de medianoche, saltarse las listas de espera para las pruebas, conseguir el número de móvil y el correo electrónico de los médicos. Esos extras habían sido tranquilizadores y de gran ayuda, y habían hecho que Enrique se sintiera útil, pero no había salvado la vida de su mujer.
—Tiene escalofríos, temblores y delira —informó Enrique en ese tono neutro que había aprendido a mantener por mucho pánico que sintiera, a fin de que el personal médico no perdiera la confianza en él.
—¿Qué temperatura tiene? —le preguntó el joven Ambinder.
—No le he tomado la temperatura. Pasa de temblar de manera incontrolable y tener frío a apartar la manta de una patada. La mitad del tiempo está como un horno. También habla de manera incoherente o duerme, de manera que es evidente que tiene una fiebre muy alta. Así que no creo que importe mucho lo alta que sea, teniendo en cuenta que no quiere vivir, pero si cree de verdad que saber la temperatura es importante, le pondré el termómetro. En este momento eso la hará sentir muy incómoda. Está enterrada bajo las mantas y le molesta que la destape. —Hubo una época en que habría sido impensable que desobedeciera, ni aunque fuera un ápice, cualquier orden de un médico de cualquier edad.
—No, no pasa nada, no hace falta saber la temperatura exacta. ¿Le ha dado Ativan para controlar los escalofríos?
—Sí, dos miligramos por vía oral.
—Muy bien… —dijo lentamente Ambinder, y se quedó en silencio, sin saber qué añadir. Enrique comprendía su dilema. No iban a ponerse a tratar el origen de la fiebre de Margaret. Por lo que no le administrarían antibióticos. Ya se le había dado un sedante para aliviar los efectos de la fiebre. ¿Qué otra cosa se podía hacer sino añadir más paliativos, cosa que la sumiría en la inconsciencia?
La hermanastra de Enrique, que había dado media vuelta mientras volvía a casa por la autopista de Long Island ante la noticia del repentino declive de Margaret, estaba de pie e impotente delante de la cama. Rebecca apartó la mirada del temblor de la acurrucada Margaret, tapada con dos gruesas colchas en junio, y preguntó:
—¿Traigo otra manta?
Enrique negó con la cabeza y dijo al teléfono:
—Le he administrado Ativan por vía oral, no por el gotero.
—La dosis oral está bien —contestó el joven médico.
Enrique discutió sin discutir.
—Mmm, no está claro hasta qué punto su estómago puede asimilar el Ativan por culpa del GEP.
Ambinder le contradijo seguro de sí mismo:
—El JEP no tiene por qué influir…
Enrique le interrumpió:
—Me refiero al GEP de su estómago. No al JEP entérico. Comprendo que el JEP entérico no afectaría la dosis oral, pero el GEP estomacal lo drenaría inmediatamente. Simplemente no sé hasta qué punto puede asimilar el Ativan de ese modo. —Sus escrúpulos le obligaban a señalar que quizá debería administrarle el sedante por vía intravenosa. No deseaba verse obligado a ello. Margaret deliraba y era imposible comunicarse con ella. Aquello podía ser reversible; si lograba bajarle la fiebre, quizá Enrique aún tendría una oportunidad de hablar con ella. Pero si Ambinder le ordenaba administrarle Ativan intravenoso, era probable que quedara tan sedada que ya no pudiera volver a comunicarse con ella ni aunque le bajara la fiebre. Por desgracia, esa era la tarea que le había impuesto Margaret: le había pedido que la ayudara a morir en casa y estando lo menos consciente posible. Si eso significaba tener que sacrificar su imperioso deseo de despedirse de ella de verdad, que así fuera.
—Lleva un GEP en el estómago. Muy bien. —Ambinder asimiló ese dato. Tal como había sospechado Enrique, se le había olvidado—. Para que esté más cómoda… —No acabó la frase—. ¿Qué hospital tiene más cerca?
—Quiere morir en casa. La doctora Ko le prometió a Margaret que haría todo lo que pudiera para obedecer su deseo. ¿En qué está pensando?
—En darle un antibiótico para que le baje la fiebre. Pero si hay que dárselo por el suero, he de ingresarla…
—Tengo dos dosis de cefepime intravenoso —le interrumpió Enrique—. Puedo administrárselas. Puede mandar dos bolsas más. También puedo administrarle Ativan intravenoso.
—¿Tiene cefepime?
—Sí. Me quedan dos bolsas de la infección que sufrió en marzo.
—¿Lo ha mantenido refrigerado? —preguntó Ambinder.
—Sí. Puedo administrárselo, pero ella no quiere nada que le prolongue la vida.
—El antibiótico no le prolongará la vida si no le ponen suero.
—Esa es mi pregunta —dijo Enrique, contemplando cómo el pequeño bulto que era su mujer temblaba bajo una montaña de colchas azules—. ¿Hay algún peligro en intentar bajarle la fiebre de manera que pueda morir en paz?
—Podría no ser una infección —dijo Ambinder.
—¿Qué podría ser, entonces? —preguntó Enrique, aunque ya imaginaba lo que iba a decir Ambinder. Se sentó en la silla del escritorio de Margaret, donde a ella le gustaba trabajar con el Photoshop en su ordenador, jugando con las imágenes que había tomado hacía años: el presente alterando el pasado para entretenimiento del futuro. «Es divertido», le había dicho ella un año atrás, cuando estaba en remisión y había regresado a la fotografía feliz y de buena gana, con la gratitud de los perdonados. Enrique estaba exhausto. Otro diagnóstico, otro remedio: las catacumbas de su enfermedad parecían no tener salida. Margaret quería que la lucha acabara. ¿Cómo podía ser tan difícil rendirse?
—Podrían ser las toxinas que han liberado sus riñones al dejar de funcionar.
Eso era lo que había temido que diría el joven médico. Natalie Ko le había advertido a Enrique que en los últimos días, y en un pequeño porcentaje de casos, cuando un cuerpo se deshidrata los riñones o el hígado pueden liberar venenos que normalmente procesarían, toxinas que provocan delirio. Y había recetado un frasco de Toracina líquida para aliviar la reacción caso de que eso ocurriera. Enrique estaba buscando en la mininevera donde estaba almacenada, a un metro de distancia, junto con tres bolsas sobrantes de suero, el cefepime, una cantidad de Ativan intravenoso para pasar un mes, y una bomba para proporcionarle dosis continuas si era necesario mantenerla totalmente sedada. Enrique pensaba que la Toracina se utilizaba tan solo para tratar a los esquizofrénicos. Receloso de por qué la doctora Ko quería añadir un antipsicótico para tratar los últimos días de su esposa, le preguntó cómo iba la Toracina, que supuestamente se utilizaba para alterar la química del cerebro, a eliminar las toxinas liberadas por los riñones y el hígado. Ella le dio una respuesta que Enrique a menudo había oído a los médicos, y cuya vaguedad no le gustaba. «No sabemos exactamente cómo funciona, pero funciona.» La Toracina, ¿destruye las toxinas o disminuye su efecto?, se preguntó Enrique. ¿O simplemente es un sedante tan poderoso que paraliza a los pacientes y convence a los cuidadores atribulados de que las personas que tienen a su cargo se sienten mejor cuando en realidad solo son más fáciles de manejar? Sospechaba que esa era la verdad.
—Aquí tengo Toracina —dijo Enrique.
—Sí, ya lo veo en las notas de la doctora Ko —dijo Ambinder—. A lo mejor debería darle una dosis de Toracina y ver si eso ayuda —añadió en un tono vacilante que no inspiraba confianza.
Enrique le propuso lo siguiente:
—¿No debería comenzar con algo de cefepime y luego darle otra dosis de supositorios de Tylenol y ver si eso la hace sentir mejor antes de recurrir a la Toracina?
Estaba anteponiendo sus intereses, pues lo más probable era que aquel tratamiento le devolviera a Margaret la lucidez. Así podrían hablar. No mucho tiempo, solo un párrafo o dos de despedida. Enrique se sentía por fin capaz de explicarle lo que ella había significado en su vida. Estaba dispuesto a expresar que en sus veintinueve años juntos los dos habían cambiado, no una, sino tres veces; que él había llegado no solo a necesitarla, sino a amarla más intensamente que nunca: no como un trofeo que hay que conquistar, no como un competidor a derrotar, no como un hábito demasiado continuado como para romperlo, sino como una pareja con todas las de la ley, que era piel de su piel, la cabeza de su corazón y el corazón de su alma. Ese era su objetivo secreto, pero también creía que su tratamiento sería mejor para Margaret. Ella quería estar tranquila cuando muriera, pero no paralizada en un inactivo tormento por las drogas.
—¿Por qué no las dos cosas? —preguntó Ambinder, como si Enrique fuera un médico más veterano.
El punto que formaba Margaret bajo las sábanas había dejado de temblar. A lo mejor se había dormido.
—A mí me parece que esto es fiebre, no un delirio tóxico —dijo Enrique.
—Es difícil ver la diferencia —dijo Ambinder, recuperando la seguridad en sí mismo.
—Mi padre tuvo una infección del revestimiento del cerebro debida a una válvula cardíaca defectuosa, y lo estuve cuidando un tiempo hasta que pude conseguir una enfermera privada —informó Enrique al joven médico. Hizo una pausa, preguntándose por qué se molestaba en entrar en detalles. ¿Me estoy quejando?—. En cualquier caso, aquello parecía diferente. Papá movía los intestinos de manera incontrolable. Se retorcía diciendo locuras. Margaret tan solo tiembla, y no habla más que para quejarse o pedir agua. En este momento parece haberse dormido.
—¿Le está dando agua? —le interrumpió Ambinder.
—Lleva el GEP estomacal. Así que, sí, le doy agua.
Se le había vuelto a olvidar al médico de guardia. Lo disimuló añadiendo:
—Bueno, pasa a través del estómago. Al igual que con el Ativan, puede que absorba parte del agua. Podría prolongar las cosas.
—¿Cuánto tiempo? ¿Una hora? No quiero que tenga la garganta reseca sin necesidad. ¿De verdad tengo que dejar de darle agua porque lleve un GEP estomacal? —¿Por qué estoy discutiendo? Él no está aquí. Puedo hacer lo que quiera. De hecho, podría matarla. Debería matarla. Debería ponerle el almohadón en la cara y acabar. O meterle todo el Ativan de golpe en las venas y pararle el corazón. Eso es lo que ella quiere. Si realmente quiero cumplir sus deseos, eso es lo que debería hacer.
—Muy bien —concedió Ambinder—. Dele cefepime. Le mandaré un ciclo completo. Y el supositorio de Tylenol. Si dentro de tres horas no ha mejorado, llámeme y discutiremos qué opciones tenemos.
Enrique se fue al cuarto de baño a lavarse las manos. Mientras se las secaba, llamó a Rebecca para explicarle cómo podía ayudarlo. Se puso guantes, sacó el paquete de antibiótico de la nevera, rompió el precinto, y colgó la bolsa de cefepime. Por desgracia, Margaret se había desconectado de todas sus vías, y a fin de alcanzar el puerto de su pecho tuvo que levantar las dos colchas. Tendría que quitarle lo que llevaba puesto; no recordaba si llevaba una prenda que pudiera desabrocharse. Esperaba no tener que molestarla hasta ese punto. Antes de apartar las colchas, también preparó el supositorio de Tylenol, entregándoselo a Rebecca junto con el lubricante para que lo tuviera preparado, puesto que tendría que destapar la parte inferior de Margaret para hacer eso, y no quería someterla dos veces al doloroso aire.
Durante meses, aquellas tareas de enfermero lo habían distraído del terror que sentía. Había habido veces en que manejar los tubos y las agujas y las invasiones del cuerpo de su mujer le había repelido, pero el trabajo físico de cuidarla, el saber que podía aliviar el temor de Margaret a lo que le esperaba o proporcionarle nutrientes para mantenerla con vida y que se pudiera despedir de sus hijos, la distracción y el consuelo de aquellas tareas físicas, después de toda una vida de haber hecho tan poco que fuera útil para nadie, lo ayudaron a reprimir su espeluznante incomprensión de lo que se avecinaba.
Esa ilusión de utilidad ya no le servía como motivación mientras preparaba aquellas últimas medidas desesperadas. La verdad era que sus deberes de enfermero le proporcionaban algo más que la sensación de estar ocupado. Estaba ese pensamiento mágico no reconocido: mientras la cuidara, viviría. Su cerebro había comprendido durante nueve meses que Margaret pronto dejaría de hablar y reaccionar, su cuerpo se quedaría frío y rígido y se lo llevarían para sepultarlo bajo tierra; pero mientras estaba junto a la cama armado con aquellos fútiles paliativos, supo que su corazón no comprendía ese final irremisible, no podía comprender que dentro de tres o cuatro días algo distinto a las discusiones, la infidelidad, el aburrimiento o el odio acabarían con su matrimonio para siempre, dijera lo que dijera o hiciera lo que hiciera.
Le entregó a Rebecca el supositorio de Tylenol y un paquete de lubricante.
—Cuando te lo pida, dame primero el lubricante y luego el supositorio.
Su hermana parecía angustiada y aprensiva. No estaba acostumbrada a ejercer de enfermera. Aunque se había habituado a ver el contenido del GEP estomacal, nunca había presenciado el resto de las tareas de Enrique. Pero mantuvo el tipo, y Enrique estuvo seguro de que no le fallaría si Margaret se resistía.
Enrique vaciló un momento, estudió aquel pequeño e inmóvil arabesco que había bajo las colchas y se sintió un estúpido por perturbar su inconsciencia. Margaret quería que el sufrimiento acabara; ¿por qué no la dejaba en paz? Intento mitigar su sufrimiento, se dijo para no pensar que le daba esos remedios por él, para que pudieran hablar. Unió el extremo de la conexión intravenosa con el cefepime y levantó una esquina de las colchas para ver el torso superior de Margaret. Tenía los ojos completamente cerrados, y la cara enjuta, tan inmóvil como una máscara mortuoria. Ni se movió ni se quejó. Vio cómo el pecho le subía y le bajaba ligeramente. Estaba viva, cosa que lo alivió, aunque se dijo que eso era egoísmo. Por suerte, tenía el cuello de la camiseta lo bastante bajo como para que le asomaran como si fueran adornos los tres puertos de vivos colores. Enrique metió la frente bajo las colchas, desenroscó la tapa del puerto azul, lo limpió con la toallita antiséptica que ya había abierto, y conectó el antibiótico. Retrocedió suavemente y las colchas volvieron a enterrar a Margaret, y a continuación ajustó el ritmo del gotero y el antibiótico comenzó a fluir.
Acababa de desobedecer los deseos de Margaret. La estaba tratando para una posible infección aunque ella le había pedido que cesara todo tratamiento. Se dijo que si estuviera consciente y no delirando no se opondría, puesto que el cefepime, aunque podía aliviar sus síntomas combatiendo la infección, no le prolongaría la vida, siempre y cuando él no le añadiera un suero.
Hizo una pausa antes de dar el paso siguiente: insertar el supositorio.
—¿Todo va bien? —preguntó Rebecca.
Enrique asintió. Un pensamiento pecaminoso le había pasado por la cabeza. Le había dado el antibiótico en contra de sus deseos, entonces ¿por qué no conectarle una bolsa de suero? Tenía fiebre. Un litro podía hacer que se sintiera mejor, y no le alargaría la vida más de medio día, calculó. ¿Le echaría en cara Margaret que le concediera doce horas más?
No podía darse por vencido. Esa era la verdad, ¿o no? Aquellas maniobras eran egoístas. No podía evitar seguir apropiándose de ella. Por eso no había conseguido decirle adiós. No era por las hordas de visitantes o por la funesta llegada de esa infección o ataque tóxico, fuera lo que fuera lo que la atormentaba ahora. Se lo había repetido una y otra vez: se está muriendo, mi esposa se está muriendo, Margaret se está muriendo. El otro día ella se había referido a sí misma en pasado. «¿Recuerdas cómo me encantaba perderme yendo en coche contigo y con los niños? Me encantaba que me llamarais la Chica Aventurera, ¿te acuerdas, Enrique? Yo era tu Chica Aventurera», había dicho como si fuera un fantasma que lo visitara. «Ayúdame a hacer esto», le había suplicado en el hospital. «Eres tan fuerte, Enrique», le había dicho. «Quiero morirme en casa y en paz. Tú puedes hacer eso por mí.» No iba a desobedecerla. El antibiótico no le prolongaría la vida, pero el suero sí. A lo largo de los años había aprendido a quejarse de la autocracia de su mujer, y ella había tenido la amabilidad, de vez en cuando, de dejarle creer que podía vencerla. Aunque Margaret estaba inconsciente y agonizaba y era incapaz de oponer la menor resistencia, era casi imposible desobedecerla.
—Muy bien, ¿estás preparada? —le preguntó Enrique a Rebecca, y untó el supositorio de lubricante.
Su hermana levantó las colchas por la parte de abajo. Los pies de Margaret asomaron fuera de la cama, aunque menos de un palmo. Enrique le separó las nalgas con una mano e invadió el cuerpo de su mujer con el dedo índice de la mano derecha. «Hace mucho que me acostumbré a perder toda mi dignidad como paciente», había comentado Margaret cuando la doctora Ko le propuso los supositorios para aliviar la fiebre y sortear así el hecho de que llevaba un drenaje en el estómago. Margaret se tensó y gimió ante aquella invasión, pero al cabo de un segundo Enrique ya estaba fuera y la volvían a cubrir las colchas. Margaret se tranquilizó de inmediato y no volvió moverse. Él se inclinó hacia ella y besó la dura parte superior del bulto que debía de corresponder a la cabeza. Mejórate, amor mío, se dijo y miró el reloj. Dentro de tres horas serían las nueve. Quizá entonces, se dijo. A lo mejor entonces saldría del delirio y recobraría la conciencia. La próxima vez no vacilaría. Mi esposa se muere, se dijo en tono de reprensión. Tu esposa se está muriendo, se reprochó. Dile lo que tengas que decirle o no lo oirá nunca.
Enrique se despertó en la cama de Margaret. Asustado, casi sale de un salto. Margaret tenía los ojos muy abiertos y lo miraba fijamente. Estaban a menos de un palmo de distancia y ella llenaba todo su campo visual. Se apartó para no verla de tan cerca, pero se dio con la cabeza en la pared.
—Au —dijo ella, como si hubiera sentido el golpe por simpatía. Pero él observó algo escalofriante en sus ojos: una falta de afecto, una actitud fría y calculadora.
Se despertó rápidamente y lo comprendió. Naturalmente. Ella lo odiaba por culpa de su fracaso. Su patético fracaso sexual la había molestado. Enrique se había quedado dormido como un cordero, un bobo romántico, confiando en que después del sueño su amor estaría intacto, y en lugar de eso, a la brillante luz del sol que entraba a listas por las persianas del apartamento de Margaret, se disponían los estragos de la noche anterior: Enrique y su polla ineficaz la habían decepcionado de una manera irrecuperable.
¿Qué le diría Margaret? ¿La verdad? ¡Quiero que te largues, fantoche! O una mentira piadosa: tengo que prepararme para ir a mi fiesta de Año Nuevo; hablaremos después de las vacaciones. Y cuando llamara, ella le diría que estaba ocupada para todo lo que quedaba de siglo.
Margaret abrió la boca para hablar. A él se le ocurrió algo desesperado: bésala, silénciala y tómala, tómala enseguida y haz que se corra de verdad y tu miserable actuación de ayer quedará borrada. No lo hizo. De hecho, no tenía ni idea de qué hacer. Se quedó esperando, temiendo sus palabras. Al final ella dijo:
—Voy a preparar café. ¿Quieres una taza?
¿Era esa su manera de decirle que no quería volver a intentar copular con él? ¿O era su manera de indicarle que podía quedarse y desayunar si lo deseaba, que disponía de todo el tiempo del mundo para demostrarle que era lo bastante hombre para ella? ¿O era su manera de conseguir que se levantara y saliera de la cama, y que luego saliera de su vida? O quizá era su manera de decirle que deseaba tomarse un café.
Él dijo:
—Por supuesto —y contradijo la petición, o al menos su inmediatez, rodeándola con un brazo, acercándola y avanzando hacia sus labios. Ella esperó, ni resistiéndose ni entregándose. Él la besó inseguro, los labios apenas se tocaron, con una cautela más propia de quien besa a un tiburón que de quien abraza a una mujer con la que ha pasado la noche.
Margaret tenía los labios agrietados y secos por culpa del invierno neoyorquino y el calor del apartamento. Los de él también lo estaban. Ambos sabían a cigarrillos y café rancios. Los ojos de Enrique vieron el despertador con radio que estaba junto a la cama; eran las once y media. Habían dormido menos de cuatro horas. No era de extrañar que tuvieran la lengua pastosa y les doliera todo el cuerpo, y no por el ejercicio de la lujuria. No tenía sentido iniciar una exploración más prolongada en aquellas circunstancias. De todos modos, lo hizo. Margaret tenía los pechos firmes y cálidos sobre su torso escuálido. La mano izquierda de Enrique descendió por su espalda tersa y fuerte. La mano derecha abarcó el lateral de la tersa columna de su cuello. Estaba empalmado. Empalmado como no lo había estado nunca, aunque todas las demás partes de su cuerpo estaban agotadas y débiles. Se apretó contra ella mientras se besaban, cada vez más profunda y prolongadamente, familiarizados ya con el ritmo del otro después de las exploraciones de la noche anterior. Los olores a rancio se disiparon y fueron reemplazados por algo dulce que brotó del interior de ella y que él decidió que era su bondad natural.
Estaba cachondo como un perro, se sentía estúpido por su impaciencia, la mano izquierda agarró un globo de su trasero apretándolo de manera imperiosa. Necesito hacerlo ahora. Superarlo de una vez. Demostrarle que soy digno para no perderla. Porque eso sería un desastre. Había dormido junto a ella totalmente confiado. El olor de Margaret, entre una rociada de limón y un bollo caliente, se había infiltrado en su piel. Mientras la miraba y la escuchaba, no era consciente de su propia torpeza, de los obstáculos del mundo, de la incesante competición del género masculino, y, lo mejor de todo, de la desconcertante sensación de ir siempre a la deriva. A pesar de las etiquetas que identificaban a Enrique —judío, latino, neoyorquino, alguien que había dejado el instituto, novelista prodigio—, y a pesar de todas las formidables presencias que le habían acompañado en su infancia —un padre apasionado e intimidante; una madre inteligente y necesitada de cariño; un hermanastro codicioso y sociable; una hermanastra honesta que no le temía a nada—, le parecía que carecía de alguien que conociera su auténtica personalidad, que carecía de un lugar donde descansar, que carecía, en una palabra, de un hogar. Hasta que no conoció a Margaret no se dio cuenta de que se sentía desconocido y perdido en el mundo. Para el Enrique de veintiún años aquella sensación era inexplicable, pero sabía que mientras miraba a los ojos de Margaret se sentía a salvo.
De manera que empujó la polla hacia ella para metérsela, para unirse con ese corazón, ese espíritu, ese cuerpo, para perderse en su belleza y su certidumbre. Movió las caderas contra ella y sintió una humedad y una abertura en lo que momentos antes había estado sellado. Se vio asqueroso y desagradable, pero el deseo pudo más que el buen juicio y tensó tanto los músculos que le pareció que se le iban a partir.
—Espera —dijo ella.
Él se apartó como si le hubieran pegado un tiro.
—Tengo que recargar el diafragma.
Margaret salió de la cama, y él contempló la deliciosa visión de sus pechos saltando libremente mientras desaparecía en el cuarto de baño. Se había olvidado completamente de los anticonceptivos. ¿Qué demonios le estaba pasando? Se había vuelto tan loco que se le había pasado por alto, que era como decir que le daba igual si se quedaba embarazada. Él nunca había querido tener hijos. Para un novelista literario, tener un bebé sería un desastre completo: nunca sería capaz de mantener una familia. Además, ¿cuándo demonios se había puesto el diafragma la noche anterior? La respuesta le llegó sola: la visita al cuarto de baño a las tres de la mañana. Ella lo deseaba. Era evidente. Hasta Enrique tenía que admitir que aquella mujer lo deseaba.
Cuando Margaret volvió, correteando y metiéndose apresuradamente bajo la gruesa colcha en un destello de blanco y del triángulo negro de su sexo, Enrique olió el residuo del espermicida en la mano derecha de ella cuando le atrajo hacía sí. Naturalmente, Enrique ya no estaba empalmado, pero se dijo que unos minutos de besuqueo le harían volver a estar en forma, sobre todo ahora que se daba cuenta de que era bien recibido.
Se equivocaba. Los mismos besos, los mismos olores, el mismo tacto, la tersura y dulzura de su piel no le devolvieron esa dureza de roble que le permitiera volver a entrar en ella. Eso era más grave que la impotencia por los nervios de la noche anterior. Se estaba portando como un eunuco. Se sentía como un chaval que no tenía ni idea de lo que era una erección, para el que aquella criatura cálida y fértil era algo ajeno y aterrador.
Ella bajó los brazos y tiró de su miembro infantil. Enrique sintió débilmente sus dedos, pero aquella cosa diminuta, encogida e inútil no parecía pertenecerle. La expresión de la cara de Margaret era peor que su insensibilidad. Los grandes ojos de ella lo atravesaron expresando el fracaso de ahí abajo. De ellos manaba la consternación y el discurso. Margaret lo soltó.
—Lo siento —dijo Enrique.
—No te preocupes —contestó ella en un tono cortante que lo preocupó—. Prepararé café. —Salió de la cama agarrando las bragas y el sujetador tirados por ahí, y desapareció hacia el interior del armario que había junto al cuarto de baño. Volvió a aparecer en tejanos, camiseta y suéter para volver a volatilizarse tras la esquina de la L, rumbo a la cocina.
Enrique no se sintió abrumado por la desesperación. Sospechaba que esta aparecería más tarde. Le había fallado a Margaret, y eso había quedado claro por las prisas con que se había ido. Era un triste hecho que a los veintiún años estuviera acostumbrado al fracaso. Sus novelas no eran best sellers, ¿por qué iba a ser un hombre? Trastabilló por el parqué recogiendo su armadura negra, intentando meter las piernas dentro de los tejanos negros y los brazos por la lana de su jersey de cuello alto negro. Qué raro que no tuviera ganas de suicidarse, sabiendo que había conocido a la mujer de sus sueños y la había perdido. Durante sus largas conversaciones, Enrique había confirmado que su conexión era profunda y había conseguido convencerla de que lo invitara a su cama, y ayer había echado todo por la borda con su patética falta de virilidad.
Una reacción racional sería tirarse por la ventana. Podía hacerlo allí mismo. Coger carrerilla, saltar por encima de la mesa de cristal del comedor, hacer añicos su cristalera y caer a través del gélido aire para quedar empalado en el esquelético árbol que había abajo, y acabar con las tripas chisporroteando por culpa de las tristes luces navideñas. Cuando el New York Times entrevistara a Margaret para la breve noticia del fallecimiento de ese peculiar novelista adolescente, confiaba en que, por respeto a él, suprimiera la información de que su polla no había funcionado, y así los lectores supondrían que se había suicidado porque ella lo había rechazado como pretendiente, una causa mucho más respetable. Quizá la publicidad ayudara a vender su inminente novela. Ya no era necesario vivir hasta la fecha de la publicación, puesto que su editor de los cojones ya no le conseguía entrevistas. Desde luego, no tenía ninguna idea para una cuarta novela, y dudaba que volviera a tener alguna, ahora que se enfrentaba a toda una vida de incapacitación para poder practicar el sexo. ¿Cómo había conseguido convertirse en un héroe de Hemingway sin luchar en ninguna guerra?
—¿Quieres un bollo? —preguntó Margaret, volviendo a salir de la cocina. Su actitud era eficiente. No fría, sino cautelosa. Naturalmente, se dijo Enrique, está creando cierta distancia para que los dos podamos fingir que no soy un matado, un coche cuyo motor petardea cuando debería ir a velocidad de crucero.
La admiró por ello, la gracia y elegancia de su rechazo, su valiente intento de ignorar su humillante fracaso.
—No, gracias. Debería irme, ducharme y afeitarme para la fiesta de Año Nuevo. —Enrique se inclinó hacia ella, y Margaret pareció alarmada por ese movimiento. Probablemente le da miedo que vuelva a besarla, que le acerque la falsa promesa de mi cuerpo—. Escucha —una parte de él se comportaba con una extraña seguridad en sí mismo, mencionando lo inmencionable—, lamento no haber sido capaz de…
Margaret interrumpió su disculpa.
—No te preocupes por eso. Yo no lo lamento.
Enrique no la creyó, pero un Enrique seguro de sí mismo se abrió paso a través de su escepticismo, un Enrique que no conocía y al que no podía acceder a su antojo, un Enrique que la abrazó con una total confianza, inclinándose para besarla una vez, dos, tres veces, demorándose para susurrar:
—Me muero de ganas de hacer el amor contigo. Es algo que me ha puesto muy nervioso. Supongo que me da miedo porque te quiero.
Margaret se echó hacia atrás lo suficiente para poner en marcha sus reflectores, azules y más azules a medida que lo taladraban, como si él fuera un enigma que hubiera que resolver. Tras una larga pausa, ella habló en tono cómplice.
—No digas eso. Eso es lo que te pone tan nervioso. Simplemente nos estamos conociendo. Relájate. —Acercó su cara a la de él, besándolo una vez más, primero deprisa y luego lentamente, prolongándolo. Él volvió a empalmarse. Ella lo apartó—. No vuelvas a embalarte —dijo ella con una sonrisa traviesa—. ¿Qué haces el día de Año Nuevo?
—Nada —dijo Enrique, infinitamente aliviado por el hecho de que, al parecer, Margaret quería volver a verlo.
—¿Quieres comer conmigo y otras tres mujeres?
—Claro —dijo él. Habría dicho lo mismo de haberle propuesto almorzar con la Gestapo.
—Nada de hombres —añadió Margaret—. Solo tú y las chicas. ¿Seguro que podrás soportarlo?
—Confío en mis posibilidades —dijo Enrique, y se acercó para otro beso.
Margaret lo apartó poniéndole las dos manos en el pecho.
—Vete. Los dos necesitamos un descanso.
Se vio desterrado a la calle, el oasis de la hermosa calle Novena en medio del páramo de una Nueva York en bancarrota. Pasó lentamente junto a la gente sin hogar, los drogadictos y algún que otro trabajador cauteloso y respetable, demasiado pobre o necesitado para poder tomarse el día de Nochevieja libre.
Su apartamento nuevecito le pareció diminuto y sin alma. La imagen de su máquina de escribir Selectric encima de su escritorio de roble lo hizo sentir más como un secretario que como un novelista. Estaba tan agotado que se desvistió, se arrojó sobre su angosta cama e intentó dormir. No pudo. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Margaret y su cuerpo blanco corriendo para meterse debajo de las sábanas con él. Se masturbó como un exorcismo más que otra cosa, molesto porque su polla pareciera funcionar perfectamente solo cuando no había nadie cerca a quien impresionar. Se duchó, se afeitó y se puso unos tejanos negros y una camisa azul de trabajo, se preparó un café y esperó, con aire sombrío, a que llegara la hora de ir a una fiesta de Nochevieja en casa de un amigo de Sal, donde le habían dicho que habría mujeres libres y sin compromiso. Le parecía absurdo conocer a nadie más. Había encontrado a la mujer de sus sueños, y en la vida real era incapaz de acostarse con ella.