—Esto no es un matrimonio. No somos más que dos personas que hacemos recados y compartimos un apartamento. Nos pasamos a Greg. Este es el contacto más íntimo que tenemos. Llego a casa, él me entrega el bebé…
—Yo no te entrego el bebé cuando llegas a casa. —Enrique no pudo evitar interrumpir, aunque supuso que el doctor Goldfarb objetaría que, tal como se le había pedido, Margaret estaba expresando sus sentimientos acerca de su matrimonio—. ¡Llegas a casa a las dos de la mañana! No te entrego al…
—Me refiero a los miércoles. —Margaret no le miró. Su cara soleada derramaba su resplandor solo sobre el consejero matrimonial—. Y los escasos jueves que Enrique no va a alguna proyección con Porter. —Añadió—: Le gusta mucho más estar con Porter que conmigo.
El psiquiatra le lanzó una mirada a Enrique. ¿Qué quiere decir esta cara avinagrada?, se preguntó Enrique. ¿Es que este tipo se cree que soy gay? Porter tampoco folla conmigo, pero al menos me habla de algo que no sea la durabilidad de los cochecitos para niño.
—¿Quién es… Paula? —preguntó el psiquiatra con una lúgubre voz de bajo.
—Porter —le corrigió Enrique.
—Porter Beekman. El crítico —proclamó Margaret, como si estuviera presentándolo en una cena. Estaba sentada y tiesa como un palo, y sus dientes (que, tras un procedimiento de ortodoncia mostraban un blanco reluciente y un tamaño de proporciones correctas) se exhibían gracias a una sonrisa de reina de la belleza—. El crítico de cine del New York Times…
—Crítico de cine suplefaltas —la corrigió Enrique—. Y también es novelista.
—¿Suplefaltas? —dijo Goldfarb—. Sé quién es. Pero no sé qué significa… suplefaltas.
Enrique le explicó someramente que el crítico principal elegía lo que quería reseñar y que el suplefaltas se quedaba con los restos, al tiempo que no dejaba de preguntarse qué demonios hacía pagando ciento veinte dólares la hora para explicar las complejidades de la jerarquía del periodismo.
Mientras tanto, Margaret seguía sentada de manera elegante, sonriéndole al sombrío psiquiatra como si este fuera el director de la junta de propietarios de un edificio y necesitara su aprobación para mudarse al apartamento de sus sueños. La alegría que fluía de ella y desaparecía en el agujero negro de aquel silencio freudiano parecía heroica, y también descabellada, como la carga de la Brigada Ligera. Cuando el psiquiatra le preguntó:
—¿Por qué cree usted que En-Ricky prefiere estar con Porter antes que con usted?
Ella le contestó con una voz entusiasta, como si anunciara que había ganado la lotería:
—Prefiere estar con cualquiera a estar conmigo.
Enrique le negó con la cabeza al doctor Goldfarb. No quería volver a interrumpir, pero no podía dejar pasar eso. Era ella la que no quería estar con él, y la prueba era que nunca quería tener relaciones sexuales. Pensándolo mejor, le alegró no haber aportado aquella prueba, pues sin duda Margaret no consideraba que tener relaciones sexuales y pasar el tiempo con alguien fueran cosas equivalentes. A lo mejor aquello no convencía al psiquiatra de ojos de pescado, pues mucha gente parecía creer que follar era algo menos íntimo que cenar en un restaurante de tres estrellas. Cómo detestaba la cárcel burguesa a la que se había condenado. Cómo detestaba lo que estaba haciendo en aquel momento: estaba sentado en la consulta de un psiquiatra de Park Avenue esperando el momento adecuado para decir: «Mira, ni siquiera pido que me la chupen. ¡Este matrimonio iría bien solo con que ella se abriera de piernas más de una vez cada dos meses!». Pero su vanidad nunca le permitiría ser tan crudo ni tan franco. Además, estaba seguro de que le caería un reproche, o feminista por parte de Margaret o freudiano por parte del psiquiatra. Considerando lo importante que es la relación sexual para la continuación de la especie, parecía extraordinario el poco apoyo público de que gozaba el acto sexual.
—¿Está usted celosa de este tal… Porter? —preguntó el analista, titubeando con aquel nombre anglosajón tanto como con el nombre latino de Enrique. Imagino que solo sabe pronunciar nombres judíos, se dijo Enrique amargamente, convencido de que aquel tipo plúmbeo era una pérdida de tiempo. Pero aquella era una queja perversa: era Enrique el que había solicitado la mediación de un consejero como método pasivo e hipócrita para escapar de su matrimonio; la incompetencia podría resultar útil.
Por un momento, Margaret vaciló. ¿Celosa de Porter? ¿Es que ella se cree que soy gay?, se preguntó Enrique, comenzando a indignarse ante esa idea. Primero deja de follar conmigo. Luego decide que soy maricón. Pues una de tus mejores amigas desde luego no piensa que soy gay, le espetó mentalmente a Margaret.
—No. No es eso. Me da igual quiénes sean sus amigos. Es que tengo la impresión de que Enrique nunca quiere estar conmigo. Prefiere salir con nuestra amiga Lily y escuchar las historias de sus citas desastrosas…
¿De qué habla?, se preguntó Enrique. Si Lily prácticamente está prometida; ya no tiene citas desastrosas.
—Se pasó un año entero, justo después de que nos fuéramos a vivir juntos, jugando hasta altas horas en un club de backgammon y durmiendo todo el día, de manera que no lo veía.
—¡Lo dejé! —chilló Enrique, con una estridente voz prepubescente—. Eso fue hace seis años. Antes de que nos casáramos.
—Solo lo dejó porque amenacé con marcharme. —Aunque no miraba en dirección a Enrique, hizo una pausa lo bastante larga como para dejar claro que él no podía contradecirla—. Siempre había algo que le gustaba más que estar conmigo —dijo reemprendiendo su acusación—. Cuando estamos en casa, se queda hasta tarde mirando la televisión. Nunca se va a la cama conmigo…
—No estoy cansado, y tú nunca quieres hacer el amor. ¿Qué quieres que haga? ¿Quedarme echado en la oscuridad?
Margaret puso una amplia sonrisa, pero su voz se hizo más sonora y estridente. Era igual que su madre cuando intentaba dominar la conversación en la larga y abarrotada mesa de Pascua.
—Me parece que eso es lo único que Enrique quiere de mí. Sexo. Si quiere hablar, llama a Porter o a su hermano o a su padre. Prefiere hablar con Lily que conmigo. —Goldfarb levantó las cejas ante esa segunda mención de Lily. Margaret se lo explicó—: Es mi mejor amiga. A Enrique le encanta llamarla para que le aconseje acerca de su carrera…
—Lily es editora, yo soy escritor… —comenzó a objetar Enrique, pero Margaret lo interrumpió.
—No se me ocurre nada que le guste hacer conmigo. Nunca quiere que vayamos a ningún sitio los dos solos. Y cuando por fin vamos a una fiesta (y nunca, nunca quiere ir a ninguna parte), Enrique se aparta de mi lado inmediatamente y se pone a hablar con los demás. Cada día come con algún amigo y se lo cuenta todo. Sus padres vienen de visita constantemente, y le encanta hablar con ellos. Se llevan muy bien con el niño, y no me importa que vengan, pero tengo la impresión de que tiene más intimidad con sus padres que conmigo. No creo que quiera pasar un rato conmigo, ni hablar conmigo, ni que le importe lo que yo siento. Lo único que le interesa es follarme.
La cólera y la vergüenza habían anudado la lengua de Enrique. Estaba indignado por la manera en que ella había presentado los hechos. Sin embargo, tampoco podía negar que tuviera razón. Naturalmente, después de siete años viviendo juntos, no quería pasar todo el tiempo con ella. Naturalmente, le gustaba estar con sus amigos y su familia y hablar con ellos de sus sentimientos. Naturalmente, quería tener relaciones sexuales con su mujer antes que con su padre. Le era profundamente fiel a Margaret, pensaba, olvidando que en aquel momento estaba teniendo una aventura con una de las mejores amigas de su mujer. Quería rebatirla. Quería señalar que llevaban años casi sin mantener relaciones, y que él había aceptado esa privación casi sin rechistar. Había sido mucho más paciente que, por ejemplo, su infiel hermanastro, que se iba a follar por ahí cada semana, cosa que él no había hecho ni una vez en siete años. Pero esa distinción entrañaría reconocer su aventura. Y lo que hizo fue quedarse mirando al psiquiatra con la esperanza de que él le aclarara las cosas a Margaret.
—Margaret —comenzó a decir el adusto analista. Ella asintió con gran interés, sentada al borde de la silla, como una alumna atenta—. Has explicado muy claramente lo que sientes. Y te has expresado con gran claridad. Pero hay algo que me desconcierta —ah, se dijo Enrique con cierta satisfacción, ahora le soltará que no está siendo razonable—, y es que hablas de lo infeliz que te sientes con una gran sonrisa en la cara y de una manera entusiasta, como si fuera una buena noticia. ¿A qué obedece? Son sentimientos tristes. ¿No te hacen sentir triste?
Enrique se volvió hacia ella. Estaba de acuerdo. La actitud casi frívola con que se había desahogado era extraña. Lo cabreaba que casi hubiera fanfarroneado de sus quejas. La sonrisa de Margaret había desaparecido. El psiquiatra la había desconcertado. Enrique estaba contento. Perdía las discusiones con su mujer por culpa de aquel truco que ella dominaba: transformaba las críticas que él le hacía en lo que a ella no le gustaba de él. Fíjate en el jiu-jitsu del que acababa de echar mano: el problema de su matrimonio es que Enrique quiere mantener relaciones sexuales con su esposa. ¡Qué asco! Es posible, solo es posible, que este consejero matrimonial que parece un pescado perezoso le enseñe que esa es una manera de pensar muy extraña.
Margaret se volvió hacia las ventanas. A una manzana de distancia, el sol caía sesgado sobre Central Park y recorría los tejados de la Quinta Avenida, llenando sus ojos azul marino. Los rayos del sol se remansaron en su cara, la desbordaron y comenzaron a caer: azules y amarillos resbalando por sus mejillas. Enrique tardó un momento en comprender que eran lágrimas, no rayos de sol.
—Estoy triste —dijo Margaret, y su voz ya no fue ronca ni ansiosa. Fue la voz cariñosa que utilizaba con el pequeño Gregory para consolarlo o para susurrarle a Enrique apelativos cariñosos cuando estaba contenta con él—. Estoy muy triste —repitió, y las lágrimas se agarraron a su barbilla antes de caerle en el regazo—. Amo a Enrique y creo que él ya no me ama. Somos unos desconocidos. Ya no me quiere, no quiere conocerme, no le importo, soy solo una carga para él. —La cara le brillaba de pena, y sollozó. Como si empujara unas fichas de póquer, el doctor Goldfarb utilizó dos dedos para acercarle la caja de Kleenex que tenía a su lado. Margaret se secó la cara y dijo—: Gracias. —A continuación se sonó la nariz.
Enrique sintió deseos de abrazarla. Quería asegurarle que la amaba. Pero no se movió ni habló. ¿No había venido para eso? ¿No había venido con la esperanza de que a lo largo de aquellas sesiones ella aceptaría que él ya no la amaba? Entonces él se sentiría libre para abandonar ese matrimonio y vivir feliz con Sally, que abría sus labios carnosos cada día para besarlo y que le decía que lo amaba sin la ayuda de un psiquiatra. Sally era divertida y exigente y se entregaba y le contaba cualquier pensamiento que le pasaba por la cabeza. De una manera esencial, era mucho más fácil de amar que Margaret. Aunque él se sentía miserable e indigno —un villano de esos que merecen que les silben en una película, un vigilante insensible en un campo de concentración, el muchacho materialista y superficial del que la heroína dejará de estar enamorada para poder encontrar al hombre adecuado, afectuoso y que la cuide—, aunque sabía que era malo e indigno y que debería disculparse, no dijo nada.
Margaret también se quedó en silencio. Siguió llorando, menuda e inmóvil en su silla, una muchacha con el corazón roto. Que él siguiera sin decir nada, ni una palabra para tranquilizarla, lo dejó aún más consternado. Enrique suponía que Margaret también debía de estar indignada y muy dolida porque él no hubiera dicho que la amaba. El doctor Goldfarb, como un rinoceronte, maniobró su enorme cabeza calva y clavó sus ojos apagados en Enrique. No de manera acusadora. Ni con repugnancia. Con una leve curiosidad.
—¿Y qué piensa usted de todo esto, En-Ricky? —preguntó—. ¿Cómo le hace sentir lo que está diciendo Margaret?
—Bueno, naturalmente amo a Margaret —dijo en un tono ofendido—. Me casé con ella. —Su mujer emitió otra serie de sollozos. Agarró más pañuelos de papel y se los llevó a la boca como refuerzo, para contener los sentimientos heridos. Lanzó una mirada en dirección a Enrique, y él vio sus ojos, la primera mirada directa que intercambiaban desde que se encontraran en la sala de espera. La mirada habitualmente descarada de Margaret era ahora un caos de dolor agudo. El gesto de sufrimiento y la herida que provocó ese contacto visual fueron asombrosos. Margaret no pudo seguir aguantándole la mirada. Apartó la cara de él, dirigió los ojos a un rincón, a una alfombra vacía y una papelera de mimbre. Se aclaró la garganta y recuperó el control de sí misma. Mientras Enrique observaba esa lucha, se dio cuenta, por primera vez en los siete años desde que la conocía, de que su actitud fría (esa voz entrecortada y estridente, esa postura juvenil y vigilante) era un escudo y un disfraz—. No sé por qué se siente así —le dijo Enrique al analista. Se volvió sobre la dura silla de madera para dirigirse hacia el digno perfil de Margaret—. No sabía que yo te importaba tanto.
—¡Qué! —le soltó Margaret, recuperando su tono de profesor de segundo curso que reprende a los alumnos, el hielo apareciendo en sus ojos—. Eso es ridículo.
—No lo sabía —le dijo Enrique. Margaret seguía sin volverse hacia él. Se defendió dirigiéndose a Goldfarb—. No lo sabía. Mi impresión es que ya no quiere estar conmigo. En parte es el sexo, sí. Pero creo que ya está aburrida de oír cómo me quejo de mi carrera y aburrida de… —Relató una letanía de datos: que al parecer Porter no le caía bien; que parecía irritarla que él mantuviera una relación tan estrecha con sus padres, tan diferente de la de ella con los suyos, de los que estaba distanciada; que estaba harta de oírle protestar por tener que escribir guiones a medias con su hermanastro; que llevaba años sin querer hacer el amor con él, no solo desde que naciera Greg.
Enrique le contó al analista que desde el principio de su relación ella había intentado controlar todos los aspectos de su comportamiento.
—Todo lo que hacemos, los amigos que vemos, las fiestas a las que asistimos, si mantenemos relaciones sexuales o no, lo decide ella.
Margaret había cambiado el comportamiento cotidiano de Enrique durante los años anteriores al nacimiento de su hijo insistiendo en que debía dejar de comportarse como un crío, dejar de jugar hasta altas horas de la noche, de pasarse medio día durmiendo, de tirar la ropa por el suelo, de amontonar platos sucios en el fregadero, de quedarse en casa enfurruñado, mirando el baloncesto por la tele en lugar de salir y disfrutar del mundo. Le había hecho de madre mientras pasaba de la adolescencia a la edad adulta, y en el proceso lo había controlado. Cualquier perspicaz detective que le investigara tendría que corroborar la afirmación de Enrique. No obstante, él tenía la sensación de que aquel testimonio equivalía a una mentira monumental. De hecho, estaba contento de que ella le hubiera estado encima para que creciera. De lo contrario, ¿cómo habría logrado convencer a Sally de que se enamorara de él?
Al parecer, fue una mentira convincente. Margaret parecía querer creer que él se sentía muy infeliz con su trabajo y que pensaba que, con su desesperación, la estaba saturando. Y cuando Enrique se quejó del comportamiento controlador de Margaret, el psiquiatra también pareció querer creerlo. Pero Enrique no se había engañado a sí mismo. La verdad era que ya no la amaba. El problema de aquel matrimonio no era ella. Era él. No era ella la causa de que él se sintiera agobiado por las expectativas de sus padres, por la falta de talento y la irresponsabilidad de su hermanastro. Ella no era responsable de que él se mostrara demasiado pasivo con su carrera, a diferencia de Porter y otros escritores que conocía. Ella no era la única causa de que, en todos los aspectos de su vida —la familia y el trabajo—, sus días no fueran gratificantes. No era culpa suya que solo en los brazos de Sally se sintiera vivo. Si podía escapar de la celda de su existencia en Nueva York, de su familia, de su carrera, de sus propias expectativas, podría ser feliz. Dejar plantada a Margaret y todo su pasado, y huir al sol y los placeres de Los Ángeles, lo solucionaría todo. La verdad es que todo resultaría muy sencillo, si no fuera por Greg.
El doctor Goldfarb volvió a centrarse en Margaret.
—¿Por qué no quiere mantener relaciones sexuales con su marido? —le preguntó.
—Sí que quiero —protestó Margaret—. Es solo que no estoy excitada constantemente como él. Y no puedo pasar de los pañales a las mamadas tan fácilmente.
—¿Por qué no? Más o menos es la misma zona —dijo Enrique y se rió… solo. Margaret ya ni se dignaba al sexo oral, quiso decir. Era parca en su afecto. Eso tenía que significar que él ya no le gustaba. Y eso se lo estaba ocultando al psiquiatra. A lo mejor lo amaba, pero no le gustaba. Y a él Margaret ni le gustaba ni la amaba. Esa era la verdad. Ese matrimonio era un error.
—Yo no le doy a un interruptor y de repente tengo ganas —insistió Margaret—. Tiene que haber un poco de romanticismo, un poco de intimidad.
—Eso es ridículo. Tenemos una intimidad absoluta —dijo Enrique, y mientras lo decía, se lo creyó.
—¿Y qué me dice de ustedes como padres? —preguntó Goldfarb, una pregunta extraña, se dijo Enrique, como caída del cielo—. ¿Qué tal padre es Enrique? —le preguntó a Margaret.
—Oh, es un buen padre. —No lo dijo como un cumplido, sino como algo despreciable.
—Margaret es una buena madre, de verdad, una madre realmente cariñosa —concedió Enrique en un tono que sugería que su talento maternal era una especie de truco carente de mérito.
Ese fue todo el terreno que cubrieron en la primera sesión. Enrique miró al psiquiatra en busca de una respuesta. Margaret también. Quería un veredicto. El dictamen fue que les convendría seguir con la terapia a ciento veinte dólares la hora, y que si tenían seguro, la próxima vez trajeran los papeles.
Cogieron un taxi en la Quinta y volvieron a casa en silencio. Cuando se detuvieron en un semáforo de la Cincuenta y nueve, él apartó la mirada del hotel Plaza y vio que a Margaret las lágrimas le rodaban por las mejillas. Cuando ella se dio cuenta de que Enrique la miraba, se las secó con la palma de la mano. Cuando sus delicados dedos se posaron sobre el vinilo del taxi, él puso la mano sobre la de ella. Margaret no se opuso ni la retiró, pero tampoco reaccionó. Se quedó mirando al frente, su mano quedó yerta bajo la de él.
Llegaron al apartamento y escucharon el informe de la niñera acerca de cómo había pasado el día Gregory. Había sido un día duro. Se había caído corriendo por el parque y se había raspado una rodilla, una ristra de al menos una docena de cortes que le cruzaban la articulación y que se veían en carne viva. También le había entrado arena en el ojo derecho, que estaba inyectado en sangre e hinchado. Greg tampoco se había echado la siesta, y estaba muy cansado e inquieto. Y para colmo de males, en cuanto el agua le había tocado la rodilla dañada, no había querido bañarse. Tenía el pelo enmarañado y el cuello sucio.
—Estás hecho un desastre —dijo Margaret con triste afecto, abrazando su torso rollizo. Greg la abrazó arrojando sus brazos regordetes en torno a su cuello y cerrando los ojos de alivio—. Pues no hay baño, cariño. Si no quieres bañarte, no pasa nada —murmuró Margaret, besándole la frente sudorosa.
La niñera se fue. Margaret y Greg se aposentaron en el sofá con la manta amarilla del niño, cuyo borde de satén estaba deshilachado y prometía una desastrosa erosión en los meses siguientes. Eso ya había incitado a Margaret a comprar una segunda manta amarilla e introducirla poco a poco como sustituta. Greg aceptaba agarrarse a la nueva solo si la primera estaba presente. Con los dos fetiches entrelazados, solo su cabeza asomaba de esa tienda de campaña amarilla, fragante y cálida a causa de la panadería que era su piel de veinte meses.
Enrique se acomodó en el sillón Eames que había al lado y se los quedó mirando, concentrándose en cuándo decirle que quería divorciarse. Faltaba una semana para la siguiente sesión con Goldfarb. Después de la dureza de la sesión de aquel día, no le apetecía otra. Todavía no se había disculpado ante ella ni le había dicho que la amaba con el tono serio y tranquilizador que ella merecía. «Naturalmente que amo a Margaret», le había lloriqueado a Goldfarb. «Me casé con ella», había sido su prueba. Al revivir en su cabeza ese importante momento de la sesión mientras contemplaba cómo Margaret consolaba a su hijo, aquellas palabras tan poco generosas le dibujaron una mueca de disgusto. Muy bien, se dijo, contemplando a madre e hijo, ¿soy capaz de hacerlo? ¿De verdad soy capaz de hacerles esto?
Era un tópico de su clase social y de la época, el Nueva York de 1983, que un mal matrimonio era peor para un niño que un divorcio. Casi todos sus amigos, así como sus medio hermanos Leo y Rebecca, eran hijos de divorciados. Aunque todos eran neuróticos e infelices, muchos lo eran menos que Enrique, producto de un hogar donde se discutía mucho pero que no se había roto. Sin la menor duda, un divorcio sería lo mejor para Enrique. Al escuchar a la rechazada Margaret, tenía que concluir que también sería mejor para ella. La verdad siempre es mejor era el mantra de la generación que había soportado la administración Nixon. Lo que él sentía —que ya no le gustaba a Margaret— y lo que ella sentía —que él ya no la amaba— daban como resultado, lo miraras como lo miraras, la misma suma: no debían seguir juntos. Si yo tengo razón y ella es demasiado controladora, entonces necesita un hombre a quien eso no le importe. Y si ella tiene razón y yo no sé ser feliz con ella, entonces ella necesita un hombre que sepa serlo. En última instancia, quién tenía razón y quién se equivocaba a la hora de recapitular las pruebas era irrelevante para el veredicto.
—Se ha dormido —dijo Enrique al observar que los pesados párpados de Greg se habían cerrado y que su pecho cubierto de amarillo subía y bajaba de manera lenta y profunda.
—Lo sé —dijo Margaret.
—¿No crees que no es momento de hacer la siesta ahora que falta poco para acostarse?
Margaret se encogió de hombros y puso una mirada como diciendo: ¿Qué más da? El mundo se está acabando.
—Tengo que ir a hacer pis —anunció.
—Dámelo.
Ella le lanzó una mirada furibunda.
—No lo despiertes —le advirtió.
—Naturalmente que no lo despertaré —dijo él indignado.
Margaret se levantó suavemente. Greg abrió los ojos un momento y emitió una suave queja. Margaret lo arrulló, le besó la frente y lo dejó en el regazo de Enrique. Greg colocó su cálida cabeza en el hueco del hombro de su padre y volvió a un plácido sueño.
Margaret se detuvo antes de salir. Miró la cabeza serena del niño sobre su padre y sonrió complacida ante esa combinación, pero ante nada más.
—¿Pedimos algo de comer? —preguntó Enrique.
—Chino —dijo ella, y se alejó.
Enrique miró por la ventana de la sala. Aunque vivían en la calle Décima, a una manzana al norte del antiguo apartamento de Margaret, aquella vista estaba once plantas por encima de un patio que daba al sur. El patio no estaba completamente cerrado; a través de una abertura se veía la calle Novena. No recordó que una vez había caminado ansioso entre aquellos árboles matando el tiempo antes de la Cena de Huérfanos de Margaret. Contempló sin memoria cómo las mismas ramas se mecían a una brisa suave y olió el aroma a bollo de su hijo, y se vio a sí mismo en un BMW descapotable color Burdeos conduciendo por Sunset Boulevard mientras el pelo rubio de Sally ondeaba su lado, y se dijo: ¿A quién cojones estoy engañando?
Comentó su decisión con Porter y con nadie más. Solo su hermanastro, un hombre tan infiel a su mujer que su consejo no serviría de nada, estaba también al corriente de su aventura. Porter no le dio ningún consejo. Suspiró y se quejó de su miserable matrimonio, pródigo en niños y parco en sexo.
Dos días más tarde Enrique telefoneó a Sally, que estaba en Santa Mónica. Le dijo que la amaba, que ella era buena para él, pero que había cometido un error. Había tenido un hijo con Margaret, y aunque no la amaba y nunca la amaría, creía que sería peor para todos —para Margaret, para Greg y para él— si la dejaba.
Sally discutió, desde luego, pero se quedó frustrada por la falta de argumentos de Enrique. Este coincidió en que su vida era miserable y en que lo seguiría siendo para siempre. Aceptó que Margaret acabaría siendo más feliz si él se marchaba. Incluso concedió que era posible que un divorcio fuera lo mejor para Gregory. «Pero soy incapaz de hacerlo» fue la única explicación que dio, y era toda la verdad que él entendía de sus sentimientos.
Sally no cedió hasta después de más de una semana de conversaciones tristes y dolorosas. Ella sufría, desde luego, pero durante aquellas angustiosas llamadas telefónicas él nunca la consoló diciéndole lo desolado que se sentía por la ruptura de su relación. Después de unas cuantas deshonestas sesiones más con Goldfarb, Enrique les anunció a él y a Margaret que iba a seguir una terapia individual, que tenía problemas que necesitaba resolver antes de que su matrimonio pudiera mejorar. No le parecía que aquello fuera del todo una mentira, y tampoco que se acercara siquiera a una mentira. Se sentía infeliz con todos los aspectos de su vida. No podía ser que su matrimonio fuera la única causa. Margaret y él decidieron mantener la hora que tenían pedida para la terapia para verse a solas, un oasis de intimidad en su matrimonio abarrotado de gente. También contrataron los servicios de una canguro los martes por la noche para pasar una velada juntos y solos. Sus relaciones, incluidas las sexuales, mejoraron, aunque sin pasión.
Y él comenzó su propia terapia, el único alivio al duelo privado por lo que había sacrificado. Aparte de a su nuevo psiquiatra, no le habló a nadie más de su aventura, y les hizo jurar a Porter y a su hermanastro que guardarían el secreto. Durante un año, aquella tremenda pérdida ensombreció sus días. Caminaba con aire cansino hasta su despacho a las ocho y media cada mañana y regresaba a las cinco cada tarde, yendo y viniendo con unos pasos que se hacían eco de su desesperación, con la cabeza doliéndole de nostalgia, el corazón encogido de dolor. A cada paso tenía la certeza de que estaba condenado a vivir sin amor, y sin esperanza de amor, el resto de su vida.