17. Un matrimonio feliz

Enrique se despertó junto a su mujer de una manera gradual y tranquila. Se puso boca arriba y se estiró, amodorrado como si hubiera estado tomando el sol, contemplando cómo la luz azul previa al alba entraba por la ventana abierta. Escuchó cómo el agua chapoteaba contra los pilares del hotel Danieli. Desde luego, se dijo, Venecia es una ciudad que se hunde. Entraba el aire suave de octubre, y a Enrique no le preocupó que penetrara por la ventana más cara por la que nunca había pagado. Se sentía totalmente sereno. Esa feliz ausencia de expectativas o preocupaciones era extraña, casi insólita en su vida, y durante un mes había sentido tan solo lo contrario.

Durante las semanas anteriores al viaje de Margaret desde Nueva York hasta el aeropuerto de Fráncfort, donde se encontró con él para ir juntos a Italia, Enrique había dormido en una encogida posición fetal, como si estuviera sometido a un bombardeo en una trinchera. Cada mañana, al despertar, le dolían las mandíbulas y las encías, cosa que, según le había advertido seriamente el dentista, significaba que hacía chirriar los dientes. También sentía el habitual dolor de estómago por la angustia que le causaba su carrera. Pero no experimentó nada de eso durante su primera noche en Venecia, durante ese amanecer en el Danieli.

Había pasado tres días en la Feria del Libro de Fráncfort para promocionar la edición alemana de su octava novela, que había sido publicada sin el menor éxito en los Estados Unidos un año y medio antes. El origen de todas aquellas noches de mal dormir era el habitual desánimo ante cómo el mundo recibía su literatura, la profunda reverberación del fracaso. Y mientras pensaba de esa guisa en su carrera, podía oír la queja de su buen amigo y colega Porter:

—No es ningún fracaso, Enrique. Confundes el dinero con la calidad.

Porter Beekman, bastión de la santurronería y el cinismo de Nueva Inglaterra en el campo de la literatura, acertaba sin duda al trazar esa distinción, aunque eso no le sirviera de consuelo. Cierto, años atrás Enrique se había sentido un fracasado absoluto cuando la mala acogida comercial de sus novelas le obligó a enfrentarse al oculto temor de que no fueran buenas. Pero las escasas ventas de su último libro no habían hecho mella en su satisfacción por el trabajo. No, su fracaso a la hora de conseguir un amplio público lo desesperaba precisamente porque creía haber conseguido su mejor obra. No se trataba de la emoción trascendente y melodramática —voy a suicidarme— de sus decepciones juveniles. Se parecía más bien a vivir la sentencia de un tribunal después de la última apelación, la aceptación sumisa del envejecimiento y la muerte.

Había envejecido; tenía cuarenta y tres años. Había vivido la muerte de alguien a quien amaba, que representaba para él todo lo que era vigoroso en la vida: su padre. Había visto aquel rostro apuesto y vibrante inmóvil y sin sangre. Había oído cómo aquella voz resonante, colérica o eufórica, callaba para siempre.

Y ocho meses después de la pérdida de su progenitor, Enrique había experimentado la muerte de su ambición al ver cómo su novela más ambiciosa aparecía y desaparecía sin dejar huella. Sabía que lo que pudiera alcanzar en el futuro nunca se acercaría a sus sueños de juventud.

Durante más de un año se dijo que su desesperación general no era algo permanente, sino el proceso natural de llorar a su padre y un libro que le había exigido demasiado. La novela le había ocupado dos años de investigación y había tardado casi el mismo tiempo en escribirla, y en medio había habido otro año de interrupciones para escribir guiones, que eran los que pagaban el proyecto literario. Incluso más importante que la inversión de cinco años en el libro era lo fatigado que se sentía: las novecientas páginas se acercaban más a tres novelas que a una, y parecían haber agotado todo lo que sabía de la gente y el mundo. Ten paciencia, se dijo, y superarás tanto la pérdida como la derrota.

Sin embargo, aquellos sentimientos de abandono y desánimo no fueron temporales. Supo por qué mucho antes de volar a Fráncfort. La pérdida de su padre, el motor de su carrera, fue permanente e irreparable. Cuando menos, Guillermo había sido un padre incondicional. Cuando Enrique, en un esfuerzo por ahorrarle a su padre esas trivialidades, dejó de relatarle sus reuniones de guionistas, Guillermo se quejó de inmediato.

—Crees que solo es cosa tuya. Pero yo creo que tú y yo somos la misma persona —dijo con un guiño cómplice a su narcisismo—. Al no decirme lo que ocurre en tus reuniones, me apartas de mi carrera. —Y aunque se sentía orgulloso de su larga novela, Enrique creía que era su fracaso supremo. Que cuando una novela tan ambiciosa no consigue que su autor resulte crucial para su generación, se convierte, sobre todo para él, en la prueba definitiva de los límites del talento de ese escritor.

Se preguntó cómo podría seguir viviendo y mantener la inspiración, la esperanza, el interés por la vida. Naturalmente, podía vivir a través de sus hijos, y presumiblemente destruirlos, pues, había concluido por propia experiencia, no hay mayor probabilidad de decepción que verse colonizado por la ambición de un progenitor. Quizá eso era culpar a su padre de sus propias carencias. Después de todo, Freud había observado que «el hombre que es el indiscutido favorito de su madre siempre lleva en su interior la sensación de que puede conquistar el mundo». Evidentemente, Enrique había sido alentado por el progenitor equivocado.

A primera vista, no debería haberse sentido angustiado por la feria, pues su editor alemán simplemente tenía la gentileza de pagarle un vuelo para que promocionara un poco el libro; no se esperaba gran cosa ni de él ni de su novela. Por desgracia para Enrique, el viaje le había hecho revivir la decepción de la publicación en Estados Unidos, como si fuera un veterano de guerra destrozado que evoca sus recuerdos más traumáticos, y sentía agudamente la ausencia del apoyo en cuerpo y alma de su padre, sobre todo cuando intentaba dormir. Y peor aún, cualquier esperanza reprimida que Enrique hubiera podido albergar de que en Alemania recibieran su libro mejor que en su propio país había quedado desinflada por la reseña destacada y desdeñosa que apareció el día de su llegada. Durante tres días tuvo que hacer frente al desastre, peroró monótonamente en entrevistas absurdas para pequeños medios de comunicación, y esperó a reunirse con Margaret para celebrar su vigésimo aniversario de boda en Venecia.

Llegaron la mañana de aquel día, el 15 de octubre. Enrique pensaba que no sería una compañía ni agradable ni divertida, y tampoco esperaba pasárselo bien. Se equivocaba.

Se echaron una siesta después de instalarse en una suite enorme y de techos altos: había una sala de estar ostentosa y absurdamente elegante, un sofá y un sillón de orejas de bordes dorados, recubiertos por metros y metros de terciopelo marrón; un dormitorio tranquilo y enmoquetado en gris dominado por un gran espejo de vidrio de plomo que colgaba sobre una modesta chimenea, y una romántica y clásica vista del Golfo de Venecia. Cuando despertaron, ella lo sorprendió cuando pasó de estar acurrucada a hacer el amor de manera desenfrenada. Años atrás habían comentado muchas veces que lo único que conseguía la permanente avidez sexual de Enrique era apagar la libido de Margaret. Enrique sabía que no era prudente proponerle relaciones sexuales cuando la cosa flotaba en el aire, sobre todo el día de su aniversario. Había supuesto que ella esperaría hasta después de cenar, porque las siestas la envolvían en una niebla refunfuñona hasta que se había tomado un café y había permanecido una hora a solas. Aquel lujurioso despertar fue un regalo.

Y tampoco hizo el amor como era habitual en ella. Margaret suspiró, se estiró y se arqueó como un gato, mientras que habitualmente sus movimientos eran más tensos y atléticos, fruto de su resistencia a entregarse al placer. El cuerpo de Margaret fue líquido y receptivo hasta el orgasmo, que no se elaboró lentamente sino que esta vez llegó sin avisar. Ella le agarró como si fuera a inmovilizarlo, le clavó las uñas en la espalda y le mordió el hombro derecho antes del clímax, y sin embargo en mitad del éxtasis todavía encontró un momento para lanzarle a su marido una sonrisa de soslayo y comentarle como si estuvieran dando un paseo: «Creo que tengo hambre», en lugar de permanecer solemne y silenciosa durante la relación. Y para él fue diferente. Su descarga no fue tan espasmódica, sino más como un grifo que se abre y fluye. Mientras Margaret y Enrique retozaban en la cama del Danieli, se sentían extrañamente serenos en mitad de la excitación.

Y luego tomaron un expreso en la Piazza San Marco, como se supone que han de hacer los turistas, y procuraron, junto con otras decenas de parejas, no perderse cómo el reloj de la torre daba las horas, y recorrieron las antiguas, estrechas y bonancibles calles hasta el restaurante donde su agente en Los Ángeles, Rick, lo había dispuesto todo para celebrar su aniversario. Margaret le había advertido a Enrique que Venecia tenía fama de ser una ciudad donde se comía mal. Rick les había dicho que conocía al chef y propietario de un estupendo restaurante en Venecia y que les organizaría una comida especial para ellos.

Cuando llegaron, aquel restaurante supuestamente elegante le pareció a Enrique demasiado modesto. Era poco más que un escaparate vacío: diez mesas pequeñas, y ni siquiera contaba con una persiana que protegiera a los clientes de las miradas curiosas. El suelo desnudo de madera y las paredes pintadas de blanco encajaban perfectamente con el gusto de Margaret, precisamente porque la sala era informal y se mezclaba con la estrecha calle adoquinada adonde habían llegado siguiendo la ruta que les había dibujado el conserje en el mapa del hotel. El restaurante estaba lleno de clientes y había cola, lo que rápidamente transformó el escepticismo de Enrique en angustia por su reserva.

Pero su preocupación era infundada. Los hicieron pasar delante de los demás y los sentaron a una mesa libre, en el rincón más tranquilo del bullicioso restaurante. El chef, un hombre de cara redondeada y mejillas sonrosadas, salió a estrecharle la mano y a besar la de Margaret antes de anunciar, en un inglés a trompicones, que no tenían que elegir ningún plato, que todo estaba arreglado. ¿Podría elegir el vino?, le preguntó Enrique, y el propietario asintió como si pensar lo contrario hubiera sido absurdo.

Que los platos y el vino aparecieran y desaparecieran al ritmo de su apetito y del flujo de la conversación, y que se les tratara sin ninguna formalidad, les dio la impresión de haber entrado a cenar en casa de un amigo. En ningún momento se sintieron forasteros. Y el que fueran los únicos comensales que hablaban inglés le otorgó a la velada un sentimiento de intimidad, de estar en familia, una combinación mágica e imposible.

La camarera, la esposa del propietario, les lanzaba sonrisas radiantes entre plato y plato y consiguió convencer a Enrique de que el espectáculo de una pareja de mediana edad portándose de manera romántica no era risible. Regresaron cogidos de la mano, meciendo los brazos a un ritmo infantil, hasta que llegaron a la Piazza San Marco, donde una brisa congeló a Margaret. Él la apretó contra sí, y como un solo cuerpo cruzaron la plaza escuchando los ecos de un grupo de jóvenes que gritaban y cantaban, una música de cámara que salía de una ventana, el viento susurrando a través de los túneles de callejas laterales más estrechas y el agua lamiendo el malecón. Era la estación de la acqua alta, la marea alta. Sobre los adoquines se habían colocado unos tablones de madera, elevados dos palmos, que conducían al hotel Danieli, y sus zapatos resonaron como si fueran a caballo.

En el hotel los esperaba un fax. Era de Rick, y les informaba que había una oferta de un estudio para que reescribiera una adaptación de lo que cuando Enrique era pequeño se denominaba un cómic, pero que a medida que se acercaba el milenio había ascendido a la categoría de novela gráfica. Margaret no frunció el ceño como habría hecho normalmente ante la falta de líneas divisorias de la industria del cine. Era 1997, y Enrique ni siquiera disponía de un móvil que pudiera utilizarse en Europa; de haberlo tenido, Rick hubiera interrumpido su cena de aniversario. Naturalmente, Enrique era un adulto y podía ignorar la llamada o, ya puestos, arrojar ese fax a la basura, pero Margaret y Enrique comprendían que era un adicto a la escritura y que adaptar un cómic para hacer una película que podía llegar a rodarse o no era lo único que le quedaba para alimentar su adicción.

—Lo siento —dijo cuando en recepción un hombre distinguido le entregó el fax y la llave antigua de bronce.

—No pasa nada —concedió Margaret—. La cena ha sido estupenda. Rick tiene todo mi reconocimiento.

Enrique abrió el fax mientras subían las escaleras alfombradas en color dorado, pasaban bajo los arcos góticos que subían a la tercera planta, ascendían casi al techo de cristal de aquella parte del hotel, la más antigua, un palacio del siglo XIV reformado. Enrique había leído en el folleto del hotel que la novelista francesa George Sand se había alojado en él con su amante Alfred de Musset. Aquellos cuatro días en Venecia iban a costarle más de diez mil dólares, un dispendio al que Margaret, esa chica ahorrativa de Queens, había puesto bastantes objeciones.

—Podemos ser rancios y tacaños mientras estamos allí —dijo Enrique—, pero no me he pasado todos estos años escribiendo mierda para viajar en tercera y alojarme en un Days Inn.

Margaret se rió y dijo:

—Venecia Days Inn —como si le encantara la idea. Aceptó todos los derroches de Enrique y aportó los suyos propios, incluyendo un almuerzo al día siguiente en Locanda Cipriani, en la isla de Torcello, donde solían ir Lady Di y Hemingway, así como otras personas que parece inverosímil relacionar con el viejo Ernest y la realeza, como Madonna o Stephen Hawking, no se acordaba muy bien.

Cuando llegaron a su habitación, leyeron el fax atentamente. El estudio había acordado pagarle su última tarifa, su «cotización», tal como se le llamaba en el negocio, a condición de que dijera sí o no el lunes y pudiera volar a Los Ángeles a final de semana para comenzar a trabajar con el director y las notas del estudio. Notas antes de escribir una sola línea de guión. Esa era una de las brillantes innovaciones de Hollywood, criticar al escritor antes de que empiece. Necesitaban el guión deprisa, afirmaba, para poder empezar a rodar antes del Año Nuevo. Eso no impresionó a Enrique. Los estudios siempre exigían que el escritor se diera prisa porque el rodaje era inminente, y luego, tras recibir el guión, el proyecto avanzaba a paso de tortuga.

—Han aceptado mi precio —dijo Enrique en tono lúgubre.

—Bien —dijo Margaret, comprimiendo la palabra en poco más que un gorjeo, señal de que no quería discutirlo.

—Quieren que vaya a Los Ángeles el próximo fin de semana para una reunión el lunes.

—El miércoles volvemos. —Margaret se encogió de hombros—. Tendrás mucho tiempo para hacer las maletas.

—¿Crees que debería hacerlo? —preguntó Enrique.

—Haz lo que quieras.

—Vamos —suplicó Enrique—. Dime. ¿Qué piensas?

Margaret no le hizo caso. Se quedó en el centro de la sala marrón, mirando a un lado y a otro entre un diván cómodamente pequeño y un suntuoso sillón de orejas, como si no tuviera claro cuál elegir.

—Es ridículo, pero voy a darme otro baño —anunció, dejando claro que importunarla con su carrera no era romántico. Pero Enrique detestaba tomar esas decisiones sin consultarla.

—¿Debería darme un baño contigo? —preguntó Enrique, sin decirlo en serio.

—No cabrías, Bombón —dijo ella riendo—. ¿No has visto qué bañera tan pequeña? Si apenas quepo yo. —Se le acercó y le acarició la mejilla—. Pobre chiquitín —dijo para tomarle el pelo—. Este mundo se te queda pequeño.

Enrique se desvistió, se puso el grueso albornoz del Danieli y se apoltronó en el sillón de orejas. Escuchó cómo el agua chapoteaba suavemente en torno a su mujer y volvió a leer el fax. Era un pequeño pecio que la corriente de su carrera había depositado a sus pies desnudos. No sentía lástima por sí mismo; se sentía avergonzado. Durante tanto tiempo había sido un ejemplo por haber publicado una novela a los diecisiete años, que a pesar de las palabras de consuelo de Porter y otros familiares y amigos, lo que le fastidiaba, lo que le molestaba de verdad, era la sospecha de que se había ganado su destino.

Guardó el fax con su pasaporte, para no verlo pero tampoco perderlo hasta el lunes. Debo disfrutar de este fin de semana, se ordenó, y se encaminó al cuarto de baño para echarle un lento y detenido vistazo al cuerpo desnudo de su mujer en la bañera.

Margaret tenía cuarenta y siete años. Tenía la piel blanca y salpicada de pecas por debajo de la clavícula. Había una línea regular que a él le gustaba seguir que le cruzaba los pechos y seguía por sus brazos tersos y sin vello, difuminándose hacia las delicadas depresiones de sus codos y el color crema de sus antebrazos. También le salpicaba aquí y allá la parte interior de sus muslos suaves y delgados. Enrique recordó la sorpresa de Margaret la primera vez que le confesó cuánto le gustaban sus pecas; a ella siempre le habían incomodado. Margaret era más vanidosa que ninguna otra mujer que él conociera, actrices aparte. A menudo salía después de una sesión en el cuarto de baño amenazando con operarse los ojos porque le estaban saliendo las bolsas de su padre. Parecía decirlo en serio, y Enrique se asustaba al pensar que algún día lo haría, y operación tras operación se convertiría en una de esas mujeres de expresión asombrada e impertérrita y cuerpo tan descarnado que la cabeza parece más ancha que los hombros. Hasta ese momento Margaret había hecho ejercicio casi cada día y había mantenido su figura sin silicona ni bisturí. Y aún así, Enrique sabía que estaba insatisfecha con su cuerpo. Y su cuerpo no era, naturalmente, el mismo que él vio, veintidós años atrás, al contemplarla desnuda por primera vez. Los pechos, que habían amamantado sus hijos, eran más pequeños, los pezones más oscuros y ya no resistentes a la gravedad; su barriga, aunque todavía lisa, era más ancha y blanca; y había una fina cicatriz blanca producida por la cesárea sobre la cresta de su vello púbico todavía negro. Cuando aquella tarde Enrique le agarró las nalgas para penetrarla hasta el fondo, estas le habían llenado las manos sin derramarse, pero eran almohadones, no una fruta firme. Enrique no lo admitiría ante ningún amigo masculino, pero el cuerpo maduro de Margaret le excitaba precisamente porque no era la misma carne que había deseado cuando era joven y estúpido. Ahora la deseaba porque lo que antaño había despertado su lujuria ahora estaba marcado por el paisaje de la historia de su vida juntos; y aunque era algo que él no sabía y no podía saber mientras ella viviera, la deseaba porque, mientras estaba en sus brazos, se sentía a salvo.

—¿Me estás mirando? —preguntó Margaret. No miraba hacia la puerta, sino hacia una ventana cubierta de terciopelo.

—Eres hermosa —dijo Enrique.

—Deja de mirarme —contestó ella.

—¿Por qué? —preguntó él, para poder decirle, cuando ella confesara que se avergonzaba de su cuerpo envejecido, que seguía siendo hermosa.

—Porque no te conozco lo bastante —dijo ella.

Margaret no solía ser ingeniosa. De acuerdo con la tradición y actitudes de las mujeres asquenazíes que se habían trasladado de Polonia a Queens, su conversación era de tipo práctico. Rara vez exhibía la inteligencia que había trasmitido y alentado en sus hijos. Enrique volvió a la cama. Saber que ya habían llevado a cabo su cópula de aniversario resultaba muy relajante. Hasta la llegada del fax, el viaje había sido mágico. Enrique estaba decidido a no permitir que su carrera le echara a perder una vez más la diversión.

La oyó salir de la bañera y avanzar sobre el suelo de mármol. Imaginó su entrepierna húmeda y negra. Se preguntó por qué el chiste que había hecho acerca de que la mirara desnuda perduraba en su mente. Cuando Margaret apareció con el canesú de seda blanco que había comprado para esas vacaciones sexys, él observó la gran peca que había sobre su rodilla derecha y que siempre había disfrutado al contemplarla durante los meses de verano, cuando ella llevaba pantalón corto, y entonces se dio cuenta de qué le había sorprendido de su comentario: Me conoce, eso es lo que es divertido. Me conoce perfectamente; soy yo el que no la conoce a ella.

Se besaron larga y profundamente, y él tuvo otra erección, pero cuando ella le preguntó, con cierta renuencia: «¿Quieres hacerlo?», él mintió y dijo: «Estoy bien». Ella le dio un beso de buenas noches con evidente gratitud y se quedó dormida a los pocos segundos. Él se quedó echado de lado, escuchando el chapoteo del agua, y se dijo: Estoy enamorado de Margaret. Saboreó ese sorprendente hecho con honda satisfacción y decidió que sacaría a relucir el tema inmencionable al día siguiente durante el elegante almuerzo en Torcello.

Sabía que evocar recuerdos desagradables supondría poner en peligro su disposición romántica, pero creía que nada terrible podría ocurrir en un sitio con un nombre tan musical. Torcello. Torcello. Quería saber más de la herida que Margaret llevaba consigo y nunca comentaba, y curarla si podía. Decidió que en Torcello se atrevería a hablar de ello.

Durmió relajado y sin sueños, la primera vez que descansaba de verdad en meses. Durante el lánguido y expansivo despertar antes del alba, Margaret suspiró y se volvió hacia él sin decir palabra, retomando una respiración lenta y rítmica, como si durmiera profundamente. Su brazo, perfumado con aceites de baño, se enroscó por su espalda, y unos dedos pequeños y fríos descendieron por su barriga hasta agarrarle la polla, algo que no había hecho al despertarse desde su primer año juntos. Hicieron otra vez el amor de manera relajada y adormilada, algo poco habitual, y él se olvidó de su determinación a mantener una conversación sincera. Tampoco la recordó mientras tomaban café y pan en un local no más grande que un quiosco de periódicos, ni tampoco cuando buscaron el museo Peggy Guggenheim en otro palacio veneciano reformado del Gran Canal.

Mientras avanzaban lentamente arrastrados por el flujo de turistas junto a los pintores de la escuela cubista y futurista, Enrique se acordó. No prestó atención a los cuadros. Contempló a Margaret mientras esta los estudiaba, un espectáculo que le pareció fascinante. Se quedó encantado con su método lúcido y misterioso de analizar el arte, sin detenerse junto a Braque y luego parándose ante un Kandinsky durante dos largos minutos, entrecerrando los ojos como si estuviera desenfocado, y abandonándolo con un suspiro de nostalgia.

—¿Te ha gustado? —preguntó Enrique.

—No está mal —contestó Margaret. Eso le hizo reír.

Enrique sabía por la ropa de Margaret, por la decoración de su apartamento, por sus fotografías y cuadros, que ella poseía una mirada exigente y creativa. Leía mucho, mucho más que él, y tenía criterio con los libros. Pero a Margaret le daba igual que fueran originales o profundos; leía para entretenerse. Con las imágenes, sin embargo, buscaba algo más que placer o relajación. Poseía un don que le resultaba misterioso incluso a ella. Para Enrique, la prueba de su talento innato era que él era incapaz de reconstruir el proceso de cómo Margaret había sabido que su elección del color y la composición funcionarían. A menudo, lo que ella intentaba parecía condenado al fracaso. Pero desde la elección de la ropa hasta la composición del cuadro, siempre acababa acertando. Para Enrique, esa era la diferencia que distinguía el oficio del talento, el aprender lo que quedaba bien y el poseer la inspiración de un gusto impecable.

Margaret le resultaba un misterio. De hecho, ella era un misterio incluso para sus amigos. Desde luego, estaba infravalorada. De entre las personas que conocían, pocas eran las que la consideraban la persona con talento del matrimonio. Casi todos sabían que, aunque ella era sociable y simpática, él era el que diría algo que provocaría irritación o goce, un diálogo que recordarían. Y cuando uno de sus amigos tenía una crisis, acudían a él en busca de comprensión y ayuda; Margaret a veces los reprendía o insistía en que siguieran su consejo. En los primeros años de su matrimonio, que él fuera más popular la sorprendía, y a él también, porque Enrique sabía, y suponía que ella también, que Margaret era tan inteligente como él, y sin duda más culta; que ella juzgaba a las personas que conocían de una manera menos cándida que él, por lo que su consejo sería probablemente más sensato. Lo que les diferenciaba en la consideración que les tenían sus amigos era que, a pesar de la amplia sonrisa y amistosa conversación de Margaret, ella, a diferencia de Enrique, con sus autocompasivas confesiones íntimas y sus críticas a la sociedad de Enrique, permanecía impenetrable a todo el mundo: conocidos, familia y amigos íntimos. Había una parte de ella que mantenía clausurada, en un lugar secreto que ni siquiera Enrique conocía.

Margaret lo informó de que a la Locanda Cipriani de Torcello se podía llegar en la embarcación privada del restaurante, lo que resultaba caro —supuestamente la manera en que habían viajado Hemingway, Madonna, Lady Di y Stephen Hawking—, pero ella quería tomar el vaporetto, el barco público, porque sería más divertido. Enrique contempló con envidia la hermosa lancha con paneles de madera, pero Margaret tenía razón en que ir en vaporetto sería más animado. Qué alegría estar hombro con hombro en un bote lleno de joviales turistas que no parecían decorosos y tristones en su espléndido aislamiento, igual que esos ricos viajeros, sino que parloteaban y señalaban y comían cualquier cosa y se quejaban y reían, todos llenos de vida, excepto un joven que se había puesto verde. Y Margaret se lo pasó bomba, como si fuera una niña, fotografiando a los dos jóvenes venecianos fornidos y de piel olivácea que manejaban el barco, gallardos con sus camisetas a rayas azules y blancas y sus pantalones azules acampanados, sus cabezas de tupido pelo negro rematadas con un elegante gorro rojo.

—Estás enamorada —la acusó Enrique cuando convenció al más apuesto de los dos para que posara para ella en la proa tirando de la maroma del muelle.

Su mujer le contestó con una maliciosa sonrisa.

—Se parecen mucho a ti, Bombón —le susurró, y le dio un beso veloz y suave en los labios, los de ella húmedos, fríos y salados de las salpicaduras del Golfo de Venecia. Enrique hizo un gesto de escepticismo—. Ese es el aspecto que tenías cuando te conocí —corrigió ella.

Margaret quería ser amable. De joven él era escuálido y desgarbado, nunca había tenido el cuerpo enjuto y musculoso de un marinero. Pero antaño su cabeza había estado poblada de una mata de pelo negro como el azabache.

—Podrías demandarme por publicidad engañosa —dijo Enrique señalando su cabeza medio calva.

Ella puso una sonrisa compungida.

—¿Crees que un tribunal me devolverá mi cintura de avispa?

Llegaron al restaurante cuarenta y cinco minutos antes de la hora de la reserva. Margaret ya lo había previsto y llevó a Enrique a un paseo recomendado en la guía, tomando un sendero que seguía el perímetro de la isla.

—Tendríamos que tomar champán —le dijo Margaret—. Es un almuerzo muy decadente. Probablemente ya ni cenaremos.

—Yo siempre necesito cenar —dijo Enrique, y se detuvo en un lugar despejado del camino que dominaba una amplia vista. Extendió el brazo derecho y le hizo señas a Margaret para que entrara. Ella le obedeció, aunque se dio cuenta de que quería seguir caminando. Había un pequeño arbusto con unas diminutas flores amarillas que se mecía entre ellos y el agua y la ciudad que flotaba a lo lejos. Hacía calor. Zumbaban las abejas y por todas partes parecía haber flores. Enrique se preguntó cómo era posible que fuera octubre. Quizá la isla estaba emplazada en alguna latitud mágica donde siempre era primavera y donde solo vivían los muy ricos. La abrazó con fuerza y a continuación la soltó.

—¿Quieres seguir andando?

—Deberíamos volver. Quiero llegar un poco antes para poder escoger una mesa en la sombra. Hoy hace muchísimo calor. Como si fuera verano. Me encanta.

Dieron media vuelta y regresaron al edificio verde de poca altura que habían identificado como la Locanda. Enrique suspiró profundamente.

—¿Estás pensando en lo del guión? —preguntó Margaret.

—Sí —mintió él.

—No lo hagas si no quieres. Si quieres escribir otra novela, tenemos dinero suficiente.

Eso fue una sorpresa. Complacido, la cogió de la mano y mecieron los brazos tal como solían hacer cuando salían a pasear con sus hijos pequeños. Llegaron al final del camino y enfilaron el sendero de gravilla que conducía hasta la Locanda.

—¿Así que crees que debería escribir otra novela?

Margaret no contestó. Le dirigía el perfil, sin mirarle a los ojos. El silencio se hizo demasiado largo. Ella no quería hablar, pero al igual que él, se dijo Enrique, aquel día deseaba decir la verdad.

—Puedes decirme lo que piensas —insistió él.

—No, no creo que deba —contestó ella, ya que le preguntaban. Margaret lo miró a los ojos y puso un puchero de arrepentimiento, señal de que creía haber herido sus sentimientos.

Él no dijo nada mientras entraban en el restaurante y recorrían un pasillo con fotografías de Hemingway y el príncipe Carlos hasta llegar al jardín exterior, donde las mesas estaban puestas con gruesos manteles, una vajilla centelleante y una cubertería de plata reluciente.

Siguiendo las órdenes de Margaret, Enrique se había vestido de punta en blanco, con un blazer azul, unos pantalones grises, y una camisa a rayas blancas y azules. Se había negado a llevar corbata. Ahora se decía que ojalá se la hubiera puesto. Se sentía desnudo en comparación con los camareros de traje negro y pajarita y con los dos hombres mayores de cara rubicunda y ataviados con trajes de raya diplomática sentados a la mesa de al lado, acompañados por un par de mujeres enjoyadas con vestidos floreados. Por otra parte, aunque los habían acomodado en una mesa en sombras bajo un dosel de parras, en aquel jardín sin aire hacía calor, y le alegraba no haberse puesto nada en torno al cuello. Quería quitarse la chaqueta, pero le daba miedo de que lo echaran del restaurante por desvestirse de manera tan escandalosa. A pesar de que le incomodaba la formalidad, cuando contempló a su sonriente esposa, guapa y alegre como una jovencita con su vestido de seda negra con un dibujo abstracto rojo y curvo bajándole por un pecho, cruzándole la cintura y desapareciéndole por la cadera, se sintió relajado y libre de todas las preocupaciones mundanas.

Asintió cuando el camarero le sugirió que comenzaran con champán, y Margaret puso una sonrisa radiante cuando el camarero lo descorchó, vertiendo las burbujas doradas en las copas flauta.

Primero, Enrique brindó por ella.

—Te quiero.

A lo que ella contestó:

—Te quiero.

Y luego volvió a lo que habían hablado antes.

—Así que no quieres que escriba una novela. —Ella pareció avergonzada y preocupada—. No pasa nada —dijo Enrique—. No estoy enfadado. No te asustes. Dime la verdad.

—No estoy asustada —insistió ella. Suspiró—. Lo digo por egoísmo. No tiene nada que ver con lo que tú quieres. Si quieres escribir novelas, debes hacerlo, pero para mí no es divertido. Tampoco creo que sea muy divertido para ti, pero es tu oficio.

—¿No es divertido porque me pongo de mal humor?

—¡No! —Margaret negó con la cabeza en un gesto de irritación, como hacía siempre que él no entendía enseguida lo que quería decir—. No te pones de mal humor por escribir novelas. Ya no. No creo que debas escribir libros porque el público que hay para las novelas serias es muy pequeño. A la gente le encantan las películas. A todo el mundo le encantan las películas. Sobre todo a la gente del mundo editorial. De todos modos, lo digo por egoísmo. Tus proyectos cinematográficos para mí son divertidos. Te visito en los platós de Praga, de Londres, de París, y conozco a estrellas de cine y directores y voy a los estrenos y tomo caviar en Air France y —levantó la copa, y por poco no chocó con una abeja que, procedente del espaldar de arriba, zumbaba hacia un rosal que atenuaba el borde del edificio principal— puedo almorzar con mi marido en Torcello.

Mientras elegían los tres platos del menú a precio fijo y contemplaban cómo las mesas se llenaban de clientes bien vestidos y guapos o viejos y ricos, Enrique se preparó para abordar el tema espinoso. Después de todo, ella había dicho algo que le había resultado difícil: que la gran ambición de Enrique en la vida para ella era un latazo y preferiría que no siguiera por ahí. Él tenía derecho a plantear algo peliagudo.

—Margaret. —Se enderezó en la silla de mimbre y la miró a la cara—. Hay una cosa que quiero decirte.

—¡Oh, oh! —dijo Margaret, poniendo cara de niña asustada. Perplejo, él la miró a los ojos, vio un terror adulto, y no supo qué decir. No tenía claro cómo abordarlo.

—No es nada terrible. Solo quería preguntarte si soy el causante, al menos en parte, de que hayas dejado de pintar.

Ella parpadeó, confusa. Enrique no había formulado la pregunta de manera adecuada. En el vaporetto y durante su paseo había estado repasando lo que había ocurrido hacía tres años, cuando Margaret por fin encauzó su energía en la pintura sin distracciones. Cada día pasaba muchas horas en el estudio, por las noches mostraba esa mirada abstraída de un artista cuya obra reside permanentemente en su cabeza. Contrariamente a sus intentos anteriores, en esa época acababa cuadro tras cuadro. Y lo más sorprendente fue que llevó a casa cuatro y los colgó para que todos los vieran. Eran obras hechas con gran seguridad, cuadros inmensos de sus hijos a partir de fotografías que ella había tomado. En los cuadros se reflejaba de manera clarividente la ilusión y el deseo de atención de los niños, ampliados de tal manera que podías ver que, en su jovial y conmovedor narcisismo, ya asomaba la edad adulta, incluyendo la decepción que acompaña a esta.

Los amigos quedaron impresionados y quisieron encargarle retratos de sus hijos. Ella sonrió pero nunca aceptó. Solo después de que Enrique le insistiera hasta el punto de irritarla se lo explicó. No quería pintar por encargo, dijo. Con el tiempo, una amiga de un amigo, que llevaba una de las principales galerías de Nueva York, fue a ver los cuadros que Margaret exhibía en su apartamento, y luego fue al estudio a ver los demás, y le dijo que su trabajo era excelente y comercial y que debería hacer una exposición. Tampoco podía esperar comenzar por lo más alto, así que esta galerista recomendó a Margaret a una docena de pequeñas galerías de moda en el SoHo y en el Lower East Side. Le aconsejó a Margaret que mandara un portafolio de diapositivas de sus cuadros, y fue con ella al estudio por segunda vez para ayudarla a elegir los mejores. Margaret le hizo caso enseguida, y no mostró señal alguna de su habitual renuencia y cautela a la hora de enseñar su obra. Mandó las diapositivas a las galerías lo antes posible. La energía y entusiasmo que eso infundió a su cuerpo durante la semana que estuvo esperando respuesta fue asombrosa y significativa para Enrique. Mientras escuchaba sus entusiastas planes para pintar una serie nueva y totalmente distinta, concluyó que había pasado todos aquellos años sin decidirse a ser una artista simplemente para protegerse. Estaba claro que quería ser reconocida tanto como él.

Los rechazos llegaron lentamente al principio. La segunda semana tuvo tres. Eran, como bien sabía Enrique, el tipo de rechazos que anhelan los artistas principiantes. No cartas formularias, sino meditadas explicaciones de por qué su serie, aunque provocativa y bien ejecutada, no encajaba con su idea de lo que buscaban sus clientes. Algunos le proponían recomendarla a otras galerías; uno le sugirió que aceptara encargos para hacer retratos y poco a poco se construyera un público. Todos le pedían que si cambiaba de tema, por favor les enseñara los cuadros a ellos primero.

—Alguien los aceptará —la animó Enrique.

El martes de la semana siguiente, Enrique llegó a casa para almorzar con ella. Margaret ya había recogido el correo. La encontró echada sobre la chaise longue que había bajo las escaleras, donde le gustaba leer novelas policíacas por la tarde. Tenía la cara bañada en lágrimas. Desperdigadas por el suelo había ocho cartas de rechazo. Cuando él le preguntó: «¿Qué ocurre?», ella las señaló. Enrique las leyó todas. Todas la animaban, expresaban su pesar, le sugerían otras galerías, y muchas repetían el consejo de que aceptara encargos para pintar retratos de niños a fin de crearse un público. Todas le pedían que cuando intentara pintar algo que no fueran retratos, por favor acudieran a ellos los primeros.

—Margaret —dijo Enrique poniendo el corazón en cada palabra—, si yo hubiera recibido estas cartas de rechazo cuando empezaba, habría estado entusiasmado. Les gusta tu obra de verdad. Se han tomado la molestia de escribir estas cartas. Si creyeran que estás perdiendo el tiempo y haciéndoles perder el suyo, enviarían una carta formularia. No se ven capaces de vender tus cuadros, pero quieren que sigas pintando, y con el tiempo te aceptarán. No te desanimes. Sé que parece que estoy diciendo una bobada, pero son unos rechazos estupendos.

Margaret había parado de llorar. Sus ojos estaban tristes y desconsolados, y extrañamente cariñosos. Durante un instante no dijo nada. Enrique temía que se hundiera en su clásica reticencia y se negara a revelar sus pensamientos. Pero habló.

—Te he estado observando —dijo Margaret, y calló.

—¿Qué? —preguntó Enrique, confuso.

—Durante veinte años he observado cómo lo aceptabas —señaló las cartas de rechazo— y seguías adelante, y no sé cómo lo haces. Yo no puedo. No pudo hacerlo. Lo siento. No soy lo bastante fuerte.

Enrique la levantó de la chaise longue, los brazos de ella inertes y derrotados, la abrazó y le susurró:

—Entonces simplemente pinta. No enseñes tu obra. Si no puedes aceptarlo, simplemente pinta.

Margaret lo aceptó. Durante un tiempo pintó, y comenzó una nueva serie que, para sorpresa de Enrique, fue mejor, más lograda, realizada con más confianza, como si los rechazos la hubieran reforzado. Pero no había sido así; u otra cosa había minado su fuerza. La energía para luchar fue efímera. Llevó a casa menos lienzos, y pronto ninguno. Al cabo de seis meses dejó de ir al estudio de manera regular, y en agosto, mientras estaban en Maine, mencionó que en diciembre no pensaba renovar el contrato del estudio.

La mirada de terror de Margaret ante lo que él pudiera decir había abandonado su cara. Tomó la copa de champán y puso una sonrisa de suficiencia.

—¿Tú? No dejé de pintar por tu culpa. ¿Por qué tendría que haber dejado de pintar por tu culpa? No tiene nada que ver contigo.

En lo espinoso de aquel asunto o de cualquier otro que ella tuviera en cuarentena residía el temor de Enrique a la hora de abordarlo.

—Espera. Frena. No lo entiendes.

—¿El qué? —El arbusto espinoso se movía en su dirección—. ¿Qué es lo que no entiendo?

—He sufrido muchos reveses en mi carrera. En multitud de ocasiones he querido abandonar y tú me has animado a seguir adelante. Incluso cuando hice que nos endeudáramos me apoyaste. Pero cuando tuviste esa decepción porque las galerías no aceptaron tu serie y lo dejaste, yo no…

Ella le cortó en seco.

—No tuvo nada que ver con eso. —Llegó el entrante y se quedaron callados mientras el camarero manipulaba los platos delante de ellos. Enrique lo había estropeado todo: la sonrisa juvenil de Margaret, su carcajada traviesa, el relucir de sus ojos había desaparecido. Aquello había sido un error. El dolor era demasiado profundo. Cuando el camarero se marchó, ella dijo—: No hablemos más de esto.

—Siento haber sacado al tema, pero intentemos hablarlo ahora que…

—No quiero —le espetó ella, negándose a mirarlo.

Enrique quedó derrotado. ¿Realmente amo a esta mujer?, se preguntó. La necesito. Ella es mi vida. Pero ¿la amo con su intimidad y su carácter quisquilloso y controlador? Detesto que no quiera ceder un ápice. Hurgó el primer plato con el tenedor, ravioli de atún —suficiente para una comida completa— y se sintió apesadumbrado. Oyó el zumbido de una abeja al pasar y el murmullo en inglés de los ancianos que tenían al lado. Y entonces oyó hablar a su mujer en un tono dulce y conciliador:

—Yo no soy como tú. No necesito pintar para ser feliz. —Enrique levantó la vista hacia los ojos azules de Margaret, más pálidos de lo habitual bajo el deslumbrante sol de la perpetua primavera de Torcello, que lo contemplaban rogándole abiertamente que la comprendiera—. Y lo que me molesta es que siempre pienso que no seré lo bastante buena para ti a no ser que me convierta en artista. A veces creo que no me amarás a menos que sea un artista.

Enrique se quedó estupefacto. No tenía ni idea de que la hiciera sentirse así. Pero no lo negó de buenas a primeras.

—En tu familia hay esa especie de obsesión por los artistas. Todo el mundo tiene que ser artista o no es lo bastante bueno. Me gusta pintar. Me gusta hacer fotos. Pero no quiero hacer carrera con eso. Cuando intenté emprender una carrera artística me sentí desgraciada. No soy como tú. Tardé un poco en averiguarlo. No necesito pintar para ser feliz. Soy feliz. Aquí. Contigo. Haciendo esto. —Con un gesto señaló el jardín, la anciana pareja de ingleses, las abejas, los arbustos en flor en octubre, los camareros con sus trajes negros y, por último, a Enrique—. Soy feliz —dijo, y la alegría convirtió su alegato en una sonrisa—. Si eres feliz conmigo, así, entonces yo soy feliz.

Enrique supo que la imputación de Margaret era merecida. Enrique había pasado años haciendo terapia para librarse de los prejuicios, quejas, esnobismos e ignorancia de sus padres: ella debía de haber sufrido durante esa lucha. Pero no puso esa excusa. Le juró, hasta que estuvo seguro de que Margaret le creía, que le daba igual si no volvía a tocar un pincel o una cámara en su vida, que ella era todo lo que quería.

Y por un momento, en la amnistía de su aniversario, Enrique comprendió su matrimonio. Aquella soleada tarde en Torcello se dio cuenta de que respetaba de un modo reverencial la manera con que Margaret aceptaba su lugar en el mundo; que ella encarnaba lo que para él era perdurable: ahora que su padre había desaparecido, que su vanidad había desaparecido, que su fe en el arte había desaparecido, lo que él había extraído de auténtico valor de la vida era la vida que ella le había dado.