16. Últimas palabras

A las cinco de la tarde del tercer día después de que Margaret dejara de tomar esteroides y suero intravenoso, Enrique acompañó al piso de arriba al último de sus amigos. Diane, miembro del grupo de apoyo contra el cáncer avanzado de Margaret, no era una amiga en sentido estricto, pero Margaret opinaba que no podía negarle a una compañera de armas la oportunidad de ver aquello a lo que pronto se enfrentaría. Enrique regresó inmediatamente a la sala de estar, pues después de haber escuchado la conversación de Margaret con Dorothy había decidido respetar totalmente la intimidad de sus despedidas. Como mucho, le quedaban cinco días de vida. Su familia, sus amigos más íntimos y sus hijos ya se habían despedido. Aquella noche sería la primera que pasarían solos desde que ella le anunciara a Enrique que deseaba morir lo más rápidamente posible dentro de lo que permitía la ley. Se la veía sensiblemente más débil y somnolienta que el día anterior; pronto entraría en coma. Enrique se acomodó en el sofá a la espera de que Diane se marchara al cabo de media hora, cuando su turno llegaría por fin.

Durante la semana anterior, Enrique había hecho lo que ella le había pedido: ayudarla a coordinar las dolorosas despedidas de su familia y amigos. Exceptuando un breve desahogo en lágrimas, no había obligado a Margaret a consolarlo, y esperaba evitar que viera el miedo que sentía a vivir sin ella. Desde luego, esperaba no decir nada que pudiera herirla, aunque se preguntaba si podrían despedirse de manera satisfactoria sin que los dos asumieran ese riesgo. Se dijeran lo que se dijeran, sería el final de las conversaciones que habían comenzado cuando él tenía veintiún años y se habían prolongado, para bien o para mal, hasta sus cincuenta. Anhelaba penetrar el misterio de cómo habían conseguido llevar una vida juntos siendo tan diferentes en su carácter y en lo que cada uno esperaba del otro. Y aunque no encontrara ninguna respuesta en la última conversación que mantuviera con su mujer, al menos quería decirle lo que ella había significado para él, y oírle decir a Margaret lo que él había significado para ella, porque pronto solo quedaría la soledad del monólogo.

Muchas de las cosas que lo habían preocupado aquellos días habían salido bien. Gregory y Max se habían despedido de su madre. Ambas despedidas habían sido características de las diferentes relaciones que había mantenido con ellos y de la manera distinta con que ambos habían vivido su enfermedad. Cuando le diagnosticaron el cáncer, Gregory tenía veinte años y estaba en la universidad. Cuando se licenció un año más tarde, mientras su madre estaba en remisión, aceptó un empleo en una revista liberal de Washington D. C. A los pocos meses ya era una joven estrella del periodismo político, sobre todo como bloguero, y al poco ya hablaba en la radio y en la televisión, de manera que sus orgullosos padres pudieron disfrutar de su éxito precoz desde la cama del hospital de Margaret. Como Gregory tenía que viajar para ver a su madre, casi todas sus audiencias se programaban con antelación. Ella tenía tiempo de prepararse, disimulaba todo lo posible los estragos de la enfermedad y de los extenuantes tratamientos que había soportado para seguir con vida. Había sufrido dos crisis lo bastante graves como para que Gregory tuviera que ir a Nueva York, y entonces este había visto a la paciente sin adornos: sin peluca, sin que el camisón del hospital la cubriera del todo, demasiado febril o demasiado débil como para poder conversar con su energía habitual, demasiado triste al saber que no viviría para ver cómo su primogénito se convertía en un hombre grueso, calvo y eminente. Gregory se quedaba estupefacto cada vez que su madre cortaba en seco la conversación, pero Enrique comprendía por qué. A medida que se desvanecía la esperanza de una cura, a Margaret se le hacía imposible mirar a sus hijos prolongadamente sin que las lágrimas ensombrecieran sus luminosos ojos; quería ahorrarles de su muerte lo único que estaba en su mano: el dolor que sentía al abandonarlos.

Greg se había mostrado valiente al ver a su madre en sus momentos más bajos en aquellas dos emergencias. Y también su hermano, Max. Pero como Max había vivido con sus padres a lo largo de toda la enfermedad, se había visto obligado a afrontar con estoicismo aquellas visiones, y espectáculos mucho peores, mucho más a menudo. Las diversas infecciones y las crisis cada vez más graves de los bloqueos del aparato digestivo de Margaret habían obligado a Enrique a llevarla a la UVI del Sloan-Kettering en plena noche al menos una docena de veces, abandonando a su hijo adolescente prácticamente sin previo aviso. Cada vez, Enrique le dejaba una nota a Max por si se despertaba o le susurraba una rápida explicación junto a la cama si aún tenía la luz encendida, o se decía que le daría tiempo a volver antes de que el despertador de Max sonara a las siete. Gregory había tenido una madre saludable durante sus deprimentes años de secundaria. Para bien, y algunas veces desde luego para mal, había recibido la completa atención de Enrique y Margaret durante el extraño nerviosismo y excitación de solicitar plaza en una universidad e irse de casa. Max había perdido la atención de su madre durante aquellos años, y también la mayor parte de la de su padre.

Ninguno de los dos chicos se había quejado a Enrique del deterioro de su madre. Lo que habían dicho fue breve e irrebatible: «Tiene mala pinta. Espero que se mejore pronto». Le habían formulado algunas preguntas sencillas y directas acerca del tratamiento: «¿Pueden hacer algo los médicos para que pueda volver a comer o beber?». Y la más difícil de responder con precisión: «¿Va a ponerse bien?», hasta septiembre pasado, cuando Enrique les explicó que, por lo que se refería a la ciencia, no podía curarse.

Los dos hijos reaccionaron de manera diferente en forma y en fondo ante la enfermedad de su madre. Gregory había sido un chico obediente, tan intimidado por Margaret que solo con que ella pronunciara su nombre en tono brusco, él ya pegaba un salto. Cuando la desobedecía, lo hacía igual que cuando Margaret desobedecía a su madre. «No sé si eso es una buena idea», decía, y se enfurruñaba negándose a seguir discutiendo. Siempre que le era posible, recurría a un acto invisible de desafío o a la inacción a fin de evitar al máximo la confrontación, aunque negándose a rendirse. Cuando decidía doblegar su voluntad y hacer lo que su madre le pedía, lo hacía con la misma expresión de rabia que cerraba la cara de Margaret cuando se sentía sojuzgada por su madre. Gregory deseaba que las relaciones con su madre fueran pacíficas y cariñosas, lo mismo que había deseado Margaret con la suya.

Parecía normal que el día anterior, después de haber pasado cinco horas y media a solas con su madre, Gregory bajara lentamente las escaleras y apareciera con una expresión pacífica en la cara. Se quedó de pie en la zona del comedor, a buena distancia de la posición de su padre en el sofá, contemplándolo detenidamente a través de sus gafas rectangulares a la moda. Enrique, aliviado al verle tan sereno, se le acercó para abrazarlo. De cerca, vio que se había equivocado. Los ojos azules de su hijo, aunque secos, estaban anegados de dolor.

Greg los desvió al suelo y exhaló un suspiro de absoluta desesperación. Queriendo mandar a la porra el dolor, Enrique intentó abrazar a su hijo. Greg era casi tan alto como su padre, más ancho de pecho y hombros de lo que nunca había sido Enrique. A Margaret le gustaba llamarlo «mi Osito» cuando no era más que un bebé, una especie de bollo caliente, pero en aquellos días su aspecto tenía algo de oso: grande, amable y pensativo. También era capaz de rugir, lo había demostrado como escritor. Pero ahora Gregory apretaba la coronilla torpemente contra el pecho de su padre, como si deseara refugiarse en su interior. Sus fuertes brazos rodearon a Enrique y miró más allá de su espalda, no tanto abrazando a su padre como pegándose a él.

En ese medio abrazo, Enrique no podía ver la cara de su hijo ni darle palmadas en la espalda, pero podía besarle la coronilla, tal como solía hacer cuando de pequeño lo llevaba en la mochila de sirsaca. Lo besó dos veces y susurró: «¿Estás bien?», aunque era evidente que nada de todo aquello estaba bien ni lo estaría nunca. Había formulado esa pregunta desesperada tantas veces que una noche que no podía dormir pensó en por qué seguía preguntándoles a sus hijos algo tan imposible. Decidió que era porque, a pesar de que todas las pruebas apuntaran a lo contrario, algo debía de poder hacer para que todo estuviera bien. Enrique se despreciaba a sí mismo por permitirse tanta fatuidad. ¿Qué desesperada vanidad le hacía pensar que podía transformar la muerte de su mujer en algo bueno… o malo? Él era increíblemente irrelevante. Intentaba encontrar la llave que le permitiera entrar en la puerta de la pérdida de sus hijos e, incapaz, se quedaba fuera trastabillando. Él, como padre, debería ser la persona que mejor pudiera consolarlos, pero Enrique creía ser de mucha menos ayuda que los amigos de sus hijos, y Dios sabía qué buscaban ellos como bálsamo, el alcohol, desde luego, y —esperaba Enrique, y rezaba por ello— el consuelo en los brazos de alguna joven hermosa. Cada vez que intentaba consolarlos, parecían sentirse peor. Repetidamente intentaba tranquilizarlos diciéndoles que estaban llevando muy bien la enfermedad de su madre, y que Margaret estaría orgullosa de ellos.

Y aunque nunca había sido más cierto, cada una de sus palabras sonaba hueca y falsa. En su vida Enrique se había sentido estúpido, necio, inepto y torpe muchas veces, pero nunca tan completamente inútil.

Gregory farfulló algo con una voz llorosa.

—¿Qué? —le susurró Enrique al oído de su hijo. Greg irguió la cabeza y al hacerlo le dio un golpe a su padre en la barbilla tan fuerte que lo hizo retroceder un paso.

—Lo siento —dijo, extendiendo un brazo hacia Enrique y masajeándole el hombro.

—Estoy bien. —Enrique se rió de la torpeza de ambos antes de volver a preguntar—: ¿Qué has dicho? No te he oído.

Greg negó con la cabeza, moviendo la barbilla. Enrique echó un brazo en torno a su hijo y maniobró hasta que quedaron hombro con hombro, apoyándose el uno en el otro.

—Cuéntame —le suplicó.

—Es tan triste —susurró Greg antes de que se le cerrara la garganta y tuviera que cerrar también sus ojos azules con gafas para contener las lágrimas.

—Sí —murmuró Enrique, y ya no tuvo nada más que decir.

Gregory era incapaz de enfrentarse a aquella pérdida; lo superaba. Enrique acercó a su hijo a sus brazos y abrazó completamente su gran dolor. Quería empaparse de la pena de su hijo hasta la última gota. Se dio cuenta de que eso era lo que debería poder conseguir un padre: erradicar físicamente la infelicidad de un hijo. Después de todo, él y Margaret habían creado la tragedia del dolor de Gregory. Su sufrimiento les pertenecía a ellos. Enrique se dijo, mientras a Greg le temblaban los brazos, que el dolor de su hijo debería ser algo que pudiera borrar con un amor inexpresado.

Cuando Gregory se fue a dar una vuelta, Enrique subió las escaleras esperando encontrar a su esposa sollozando. Margaret estaba incorporada. Se había quitado la peluca y la había dejado sobre la cama, donde parecía un animal peludo con la espalda rota. A través de las ventanas, Margaret contemplaba el cielo azul de junio del sur de Manhattan con una expresión de contento. Le relucían las lágrimas en la cara, pero en aquellos días eso era una constante, y casi todas se debían a la quimioterapia.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Enrique.

Margaret se volvió hacia Enrique, y en su cara había una mezcla de nostálgica tristeza y satisfacción.

—Me ha dejado que lo mimara —confesó, como si fuera un placer del que se sintiera culpable—. Me ha dejado coserle un botón de la camisa, y decirle que se cortara el pelo, y en general portarme como una madre tonta, y no ha protestado por nada. Ha sido tan dulce. —Le caían gotas de agua por las mejillas, pero no había aflicción en su voz.

Enrique se metió en la cama junto a ella, procurando sortear los diversos tubos médicos, y la apretó contra su pecho. Ella había sido siempre físicamente mucho más pequeña que él, aunque en todos los demás aspectos pareciera más grande, sobre todo en espíritu. Ahora se la veía más pequeña que nunca, pesaba menos de cuarenta y cinco kilos, y los delicados huesos de su cara asomaban como palos de una tienda de campaña que sostenían su piel casi traslúcida. Se estaba apagando. No de una manera elegante, como un fundido en una película de Hollywood; pues la elegancia la echaba a perder el tubo que extraía el contenido de su estómago inoperante y los catéteres que llevaba encima del seno derecho. Pero ahí estaba la inmensa belleza del intenso azul marino de sus ojos, más grandes ahora que su cara había adelgazado. Se la veía bastante distinta, pero era fácilmente reconocible como la misma belleza de cuando era joven y saludable: perduraban los fantasmas de su vigoroso buen humor en sus pómulos altos y en el chispear de su risa, unos ojos azules sobre un fondo de piel blanca y pelo negro.

—Estás tan calentito —susurró ella, colocando la cabeza, con su fina capa de pelusa por la quimioterapia, en la curva de su hombro. Margaret cerró los ojos llorosos. Fuerza, comprendió Enrique mientras sentía la fragilidad en toda la longitud de aquel cuerpo, fuerza era lo que siempre había obtenido de aquella mujer menuda. Y era algo que la enfermedad le había arrebatado, invirtiendo la polaridad de su matrimonio.

Cinco semanas atrás, Margaret le había dicho a Lily en presencia de su marido:

—Enrique es fuerte. Es capaz de llevar cualquier carga. —Se lo había dicho después de relatarle que le había ordenado que se enfrentara a los médicos para que estos consintieran en llevar a cabo una operación sin esperanza, y que le había pedido que les explicara el motivo a sus agitados y confusos padres.

—Eso es mucho pedir —le había comentado a Margaret la comprensiva Lily, que era su manera amable de decir que quizá le estaba pidiendo demasiado a Enrique.

—Es capaz de llevar cualquier carga que le imponga —contestó Margaret, y las dos mujeres se lo quedaron mirando como si fuera un monumento conocido y bonito. Enrique sospechaba que Margaret no había estado tan segura de su fuerza antes de la enfermedad. Y desde luego, él no lo había estado.

Después de haber permanecido en silencio y abrazados, Margaret exclamó:

—Me encanta estar contigo y con los chicos —como si estuviera confesando una aventura—. Es lo que voy a echar de menos. No me da miedo morir. —Levantó la cabeza y lo miró. Le caían las lágrimas, pero sonreía a través de ellas, increíblemente libre de amargura o pesar—. Sé que parece una locura, pero no tengo miedo. Lo más duro, lo que más echaré de menos es estar contigo y con Greggy y con Maxy. Me lo paso muy bien con vosotros. Voy a echaros mucho de menos —susurró, sin darle una importancia filosófica a la vida y a la muerte, pero sí mucha al mundo de sus sentimientos—. Eso es lo que me entristece. Tener que renunciar a ti y a los chicos —dijo con dulces notas de amor incondicional.

Enrique estaba sin habla, consolado hasta lo más hondo al oír que estar con él y sus hijos era la alegría más grande de la vida de Margaret. Si un desconocido le hubiera preguntado, en cualquier momento de su matrimonio, aquel día incluido, qué le había dado a Margaret como marido, jamás se le habría ocurrido mencionar el placer de su compañía. Imaginaba que tampoco era nada descabellado, pues Margaret había decidido pasar la vida con él, pero nunca se le había ocurrido. Él era una persona difícil, y muy a menudo se sentía irritado e infeliz con su carrera, o preocupado por la actividad social más sencilla, o indeciso por si estaba bien con ese suéter o aquellos pantalones, y se escarbaba los dientes después de las comidas, y nunca olvidaba la menor afrenta del menor amigo, y a veces, cuando se hablaba de política, despotricaba contra gente que amaba como si fueran miembros del Partido Nazi. Tenía la impresión de ser una compañía desagradable, y quién iba a saberlo mejor que él, que pasaba las veinticuatro horas del día a su lado. ¿Cómo era posible que Margaret, que había vivido con él durante casi tres décadas, hubiera pasado por alto el hecho de que era un pelmazo?

A lo mejor se le había olvidado lo amargado que solía estar. La enfermedad de Margaret había cambiado algo básico en el mecanismo de la cabeza y el corazón de Enrique. Después del impacto del diagnóstico, cuando ella ya estaba lo suficientemente bien para ir al cine o al teatro, ya no le importaba si la película o la obra eran buenas o no, o si algún majadero que ganaba diez veces más que Enrique había conseguido colar un diálogo inepto, una trama malísima, unos personajes de cartón piedra y una historia tramposa. Ya no se sentía resentido con los amigos que le habían suplicado que les regalara un ejemplar de una de sus novelas y nunca le habían hecho ningún comentario. Casi todos ellos habían sido amables y cariñosos con Margaret en su enfermedad, y él no cambiaría esa compasión por ningún exagerado halago de una novela que ya no estaba a la venta.

Por fin, después de décadas de darle vueltas, tras haber visto morir a su padre lentamente y ahora ver cómo la madre de sus hijos se consumía poco a poco, estaba convencido de que la muerte era algo más que la mejor manera de resolver la historia de un personaje, que la muerte era, de hecho, real. Ahora comprendía, en el mismísimo núcleo de todas las células de su cerebro, que él y todos los que estaban sobre la tierra pronto desaparecerían. Y con esa comprensión acompañándolo día y noche, sonaba a falso enfadarse por nada, ni siquiera por la muerte, pues la muerte era, después de todo, la consecuencia más ecuánime de la vida.

Se quedó tendido junto a Margaret, deleitándose en el brillo de su elogio, contento de que su frágil esposa se calentara con su cuerpo como si fuera un fuego reconfortante, y se sintió preparado para comenzar a despedirse de ella. No era un gran momento para mantener su última conversación, pero él había preparado un discurso preliminar. En primer lugar, quería darle las gracias por decir que lo que más echaría de menos de la vida sería estar con él y con sus hijos. Y luego quería decirle algo que quizá sonara cruel al principio. Quería decirle que, hasta la semana que le diagnosticaron el cáncer, no había estado seguro de si estaba enamorado de ella. La había conocido tan joven, habían tenido hijos tan jóvenes, se había sentido desdichado consigo mismo cuando eran tan jóvenes, que no había tenido manera de saber hasta qué punto aquello era amor o tan solo el indolente transcurrir de la vida cotidiana. Había asumido que la amaba, pero no lo había sabido con certeza hasta que no se enfrentó al terror, al hecho y a la monotonía de su enfermedad. Solo entonces supo, cuando se le presentó la realidad inmediata y física, que haría lo que fuera necesario para mantenerla con vida, incluyendo renunciar a su queridísima escritura, y al sexo, y al dinero, y a lo que le quedaba de vanidad. Habría renunciado a todo, excepto a sus hijos, para que ella siguiera con él.

—Mugs —susurró Enrique, y aspiró profundamente, dispuesto a ser franco y a arriesgarse a asustarla por un momento hablándole de la ignorancia en la que había vivido. Pero entonces oyó que su hermana, Rebecca, lo llamaba desde abajo.

—¿Enrique? Lo siento, ¿Enrique? ¿Estás arriba?

—Estoy aquí —dijo él—. ¿Qué ocurre? —Rebecca los había cuidado estupendamente durante la enfermedad, sobre todo en aquellas últimas semanas. Había permanecido en la habitación de invitados, hablado con Enrique y consolado a Margaret, y con su compañía había confortado a Max y a la familia de Margaret. La consideración que había mostrado hacia sus sentimientos había sido precisa y meditada. No los interrumpiría a no ser que ocurriera algo malo.

Se trataba de su hermano, le explicó Rebecca desde el pie de las escaleras, o más bien el hermano de ella y hermanastro de él. Leo había llamado para decir que pasaría dentro de quince minutos con su hijo, Jonah, el primo de Max y Greg, que tenía diecisiete años, para poder despedirse de Margaret.

—Oh, Dios mío —farfulló Margaret desesperada.

Enrique se separó lentamente de su esposa procurando no tirar del GEP del estómago. Fue a lo alto de las escaleras.

—¿Qué? —preguntó, mirando en dirección a su hermana—. ¿Para qué demonios viene?

Rebecca, avergonzada, tartamudeó:

—Lo siento. No he podido impedirlo. No aceptaba un no por respuesta. Incluso le he mentido y le he dicho que hoy era el día que Max iba a estar con Margaret, pero me ha contestado que solo se quedaría diez minutos.

—Leo ya se ha despedido de ella —se quejó Enrique—. Todo el mundo se ha despedido una vez, ¿y él quiere despedirse dos veces? ¿Qué es esto, una especie de competición? A ver quién visita más veces el lecho de muerte… y el ganador es Leo Rosen.

Rebeca se rió de la manera en que Enrique se burlaba del engreimiento de su hermano. Enrique oyó cómo Margaret soltaba una carcajada en estacatto desde la cama. En todo su matrimonio rara vez había conseguido sonsacarle ni siquiera una débil sonrisa ante sus ocurrencias. Solo había conseguido provocarle auténticas carcajadas dándose sonoros batacazos. En una ocasión había resbalado en el suelo recién encerado de la sala mientras llevaba en la mano un vaso de Coca-Cola Light. El vaso había salido volando y él había aterrizado sobre la espalda. Desde aquella posición había conseguido agarrar el vaso, algo impresionante de no ser por el hecho de que lo había pillado al revés, y el burbujeante contenido le había caído en la cara. Ahora Margaret se había reído igual que entonces.

Como siempre, Rebecca intentó ver el lado bueno de aquella situación.

—Creo que Leo considera que es importante que Jonah se despida de Margaret. Ya sé que es algo sentimental, pero así es él, muy sentimental…

—Jonah apenas nos conoce —se quejó Enrique—. Nos ve una vez al año. Como mucho.

—No pasa nada —exclamó Margaret.

—¿Prefieres que no lo deje subir? —repuso Rebecca—. Puedo decirle que Margaret duerme o que Max está con ella.

—¡Sí, dile que se vaya! Dile que Margaret está con Max —contestó Enrique. Quería volver junto a su esposa y decirle lo mucho que ella había mitigado las decepciones de su vida, cuántos placeres cotidianos le había proporcionado y cuántas cosas había hecho por él sin que se lo reconociera; y que, en la última década, sobre todo durante aquellos años en los que ella estaba mejorando y también mientras estaba enferma, había llegado a amarla más intensamente que nunca; que junto con sus hijos, era lo que más apreciaba en la vida.

Sonó el interfono.

—¿Ya está aquí? —preguntó Enrique, casi llorando de frustración.

—Dijo que tardaría quince minutos en llegar. —Rebecca dio una patada en el suelo—. Pero ya conoces a Leo. ¡Siempre llega media hora tarde! No me pude creer que esta vez no exagerara. —Se puso en posición de firmes—. Le diré lo que tú quieras.

—Por amor de Dios —gimoteó Enrique como si fuera un niño—, en tres años nos ha visitado dos veces en el hospital. —Proclamó esa queja como si fuera una noticia terrible, aunque tanto Rebecca como Margaret lo sabían perfectamente—. ¿Y ahora vienen dos veces en dos días a despedirse?

Margaret apareció en la entrada de su dormitorio. Recorrer los tres metros que la separaban de la cama la había agotado. Se apoyó en el marco de la puerta y dijo respirando con dificultad: «Bombón. Deja que suba». El interfono volvió a sonar. Quería discutir con ella por lo que estaba pasando. El hermano de Enrique los había abandonado cuando más lo necesitaban, al igual que había hecho durante otros períodos de la vida de Enrique, aunque no tan dolorosos; y ahora le robaba a Enrique los preciosos minutos que le quedaban con ella. La manera en que Margaret se enfrentaba al narcisismo de Leo —solía mostrarse fría y excesivamente cortés— era ineficaz. La gente realmente egoísta, como su hermano, no percibía las sutiles indirectas de rechazo; necesitaban un puñetazo en la nariz.

Además, faltando apenas unos días para su muerte, ¿por qué iba a molestarse Margaret en ser educada?, se preguntaba Enrique. La miró —ya no tenía cejas, su pelo era un estropajo, los huesos de los codos casi le sobresalían de la piel, su mano izquierda transportaba una bolsa con el contenido de su estómago, la mano derecha se apoyaba en la pared como si apenas se sostuviera en pie— y se sintió, como se había sentido tan a menudo, totalmente incapaz de contradecirla.

—Me libraré de él enseguida, Bombón —dijo ella para tranquilizarlo—. Esta vez no me esconderé. Me quedaré de pie para que pueda verme de arriba abajo. No se quedará mucho, te lo prometo. ¿Vale? —Margaret suspiró, agotada, mientras el interfono sonaba una tercera vez.

Enrique le dijo a Rebecca que los dejara subir. Se quedó a un lado, como un centinela en un rincón. Por lo impresionado que pareció Leo, quedó claro que Margaret le había engañado completamente cuando se había arreglado para su primera despedida. Leo desvió la mirada del torso lleno de pinchazos de Margaret mientras soltaba el sentimental discurso que obviamente había preparado hacía horas, y que, también obviamente, le enorgullecía pronunciar. Enrique se dio cuenta, por la manera en que Leo se hinchaba para hacer su declaración, que lo que pretendía era poder contar a los demás las conmovedoras frases que había pronunciado delante de su cuñada agonizante, y lo cariñoso y considerado que había sido Jonah al acompañarlo. Leo le contó a Margaret que le había estado diciendo a Jonah lo mucho que admiraba la manera en que Margaret había criado a sus primos; que, de todas las madres que conocía, ella poseía el estilo más coherente y estimulante, y que había permitido que Greg y Max aprendieran a pensar por su cuenta y de una manera atrevida. A Leo no le preocupó que al reconocer la superioridad de Margaret pudiera socavar la confianza de su hijo acerca de cómo lo había educado su madre. Por el contrario, esa era su táctica: se daba mérito al elogiar a una mujer que agonizaba al tiempo que emprendía un ataque encubierto contra su ex mujer.

A Enrique le habría divertido contemplar la enrevesada ruindad de Leo de no haber estado tan cansado: en los huesos, en la carne, en la cabeza, en el corazón y en el alma. Tan cansado estaba que se le olvidó qué pretendía decirle exactamente a Margaret, aparte de lo mucho que la amaba, y que no se había dado cuenta de lo mucho que la amaba hasta que estuvo a punto de perderla. ¿Realmente era eso lo que quería decir? De repente le pareció estúpido y cruel.

Margaret escuchó cortésmente a su cuñado, levantando y tirando suavemente de la bolsa de fluido estomacal verde y naranja para acelerar el proceso de vaciado, llamando así la atención hacia el repulsivo líquido. El verde de la mezcla procedía de la bilis, el naranja de un polo de fruta, y parecía un residuo radiactivo. La manera en que los ojos de Leo se apartaban de la bolsa era tronchante, pero lo único en que Enrique era capaz de pensar —en lugar de en reconstruir el hermoso y sincero sentimiento que anteriormente había querido proclamar ante Margaret— era en que eso era lo que tendría que esperar a partir de ahora: un mundo sin su esposa controlada y controladora, hermosa y valiente, divertida y exigente, cariñosa y reservada; un mundo rebosante de narcisistas limitados como su hermano, que incluso ante la inminente muerte de Margaret estaba demasiado ocupado ajustando cuentas como para expresar unas palabras de cariño sinceras.

¿Era eso lo que fallaba en lo que quería decirle a Margaret?, se preguntó mientras aceptaba un torpe abrazo de su hermano y su sobrino, los acompañaba abajo y mantenía abierta la puerta para asegurarse de que se marchaban. ¿Acaso él también participaba de la pose rebuscada y autorreferencial de su inteligente pero inútil familia? ¿Por qué no decir sencillamente te quiero, te echaré de menos más que ninguna otra cosa en la vida, y gracias por amarme, por amar a una persona difícil, infantil y deforme como yo, gracias, gracias, gracias…?

No consiguió decir ninguna de las dos cosas. Sonó el teléfono. Rebecca intentó cogerlo, y entonces Max salió de su dormitorio. Enrique pensaba que estaba fuera, y le sorprendió doblemente comprobar que lo acompañaba una joven. Se presentó con el nombre de Lisa. Max se había referido a menudo a ella últimamente, siempre como parte de un grupo con el que salía. Enrique nunca le había preguntado si eran pareja. Después de aquel saludo ya no tuvo que preguntarlo. Lisa miraba a Enrique con unos ojos azules muy grandes en el centro de una cara amable y jovial. Quiso decirle «Enhorabuena» a su hijo. Pero, como el latoso rezongón en que se había convertido últimamente, preguntó:

—Mañana a mediodía te he reservado un rato con tu madre. ¿Te va bien?

Max asintió. La falta de sueño le había puesto unos ojos de mapache, y en aquellos días llevaba la espalda siempre encorvada, como si un perpetuo viento frío la recorriera.

—Ahora tenemos que irnos —farfulló Max, y tiró de la mano de Lisa, la cual giró alegremente, encantada de ser su pareja de baile. Se fue detrás de su hijo.

—Encantada de conocerle —le gritó a Enrique con una sonrisa que parecía ser de disculpa por la brusquedad del dolor de Max.

En su corazón, Max todavía combatía la enfermedad de su madre, pero al final había aceptado decirle adiós. Enrique se había dado cuenta de que aquello seguiría siendo una derrota que su hijo nunca podría asumir.

Enrique había hecho todo lo que había podido para que Margaret no se diera cuenta de que su hijo no lo aceptaba, aunque ella lo había intuido. Enrique lo supo por la manera en que Margaret le comentó un día con alivio:

—Bueno. —Y había susurrado—: Espero que todo esto no me separe de Maxy. Para él es muy difícil, porque no he podido acabar… —se le quebró la voz—… porque no he podido aguantar hasta que fuera a la universidad, no he podido hacer nada por él. Ha sido muy duro.

—Has hecho muchísimo por él —dijo Enrique, besándole la frente.

—Tú has hecho mucho por él, Bombón. Lo has cuidado mucho.

—Yo no he hecho una mierda —dijo Enrique—. Lo ha hecho él. Lo ha hecho todo por su cuenta. —Padre e hijo habían mantenido una franca charla un mes después de que su madre enfermara, una conversación de la que nunca le había hablado a Margaret. Max no era un chico obediente como su hermano mayor: discutía y se metía con su madre hasta irritarla profundamente cuando ella le daba la lata; y no le daba ningún miedo el genio de su madre. Cuando iba a noveno parecía que se estaba preparando para convertir en un infierno sus años de instituto. Las líneas de combate ya se habían formado. Margaret sabía que Max era tan inteligente como su hermano mayor, que sacaba sobresaliente en todo, y Max sabía que Margaret poseía la fe común a todas las madres judías en que sacar las mejores notas era la mejor medida de una buena educación. Max le propinó una serie de tremendos golpes a su madre durante el tercer trimestre: recibió dos notables, poniendo en peligro su futuro a la hora de ingresar en la Ivy League[8]. Luego, cuando llevaba un mes en décimo curso, les llegó un aviso de que Max había descuidado sus deberes en dos asignaturas: no había entregado un trabajo de inglés y no estaba preparado para el examen de matemáticas. Una semana después, a Margaret le diagnosticaron la enfermedad.

Durante la segunda semana del primer tratamiento de quimioterapia de su madre, Max cogió a su padre por banda y le preguntó en qué podía ayudar.

—Muy bien —dijo Enrique—. Te seré franco. Quiero a tu madre, tú quieres a tu madre, pero los dos sabemos que está obsesionada con las notas. Cree que si sacas solo sobresalientes, todo te va estupendamente. Podrías estar inyectándote heroína o emparedando cadáveres en el cuarto de baño, pero mientras ella lucha por vivir, si sacas sobresalientes ella creerá que todo te va de primera. Si quieres ayudarme a cuidar de ella, haz los deberes lo mejor que puedas. —Ese fue el final de los notables de Max. Enrique creía que una de las razones por las que Margaret soportaba enfrentarse a la muerte con serenidad y elegancia era que Max había entrado en Yale.

La existencia de Lisa fue otra de las noticias que Enrique le llevó a Margaret después de contestar la llamada telefónica de la enfermera de pacientes terminales, que deseaba adelantar su visita para ver cómo le iba a Margaret y preguntarle si le faltaba material. Enrique no le dijo a Margaret ninguna de aquellas cosas altisonantes que le rondaban por la cabeza. Le habló de la novia de Max. Durante un rato, charlaron como si la vida fuera normal, y Margaret sonrió cuando Enrique la informó de que Lisa tenía los ojos grandes y azules. Consiguió provocarle la segunda carcajada del día al añadir:

—No son tan bonitos como los tuyos.

—¿Pero es guapa? ¿Es dulce con él?

—Sí —dijo Enrique, aunque no sabía nada de ella, y no estaba seguro de que fuera la novia de Max. Llegó la enfermera. Y luego Rebecca tuvo que irse a casa a pasar la noche y quiso despedirse solo por si acaso. Y luego volvió Greg. Y luego Enrique le administró a su mujer una dosis de Ativan intravenoso y la preparó para dormir. Mientras Enrique echaba una cabezada delante de otro partido que los Mets perdieron, Greg lo despertó y le dijo:

—Es mejor que te vayas a la cama, papá.

Se metió en la cama junto a su mujer, que dormía profundamente, y la besó suavemente en la frente para no despertarla. Y no tardó en despertarse, como siempre, a las cinco de la mañana, con la sensación de que no había dormido nada. Se duchó, se afeitó y se comió un cuenco de cereales y dejó entrar a Lily para su visita matinal. Durante aquella última semana, Lily se había pasado por su casa cada vez que iba y volvía de trabajar. Enrique salió a tomar un café y a dar un paseo.

Mientras estuvo fuera, Margaret escogió la ropa con la que quería que la enterraran. A Enrique no se le había ocurrido que Margaret desearía elegir su vestimenta para su último acontecimiento social, pero debería haberlo pensado. Margaret había elegido el cementerio, el templo, el rabino y la música. Lily, que la conocía desde hacía mucho tiempo, la ayudó. De jóvenes habían ido de compras juntas, se habían aconsejado acerca de sus respectivos vestidos de boda, y Margaret le había pasado la ropa de sus hijos al hijo y la hija de Lily. Antes de cualquier acontecimiento social importante, se consultaban acerca de qué llevar. Incluso habían comentado qué debían ponerse sus maridos. Así pues, para aquellas dos buenas amigas era una lógica colaboración final.

Cuando Enrique volvió, Lily ya se había marchado, y encontró a su esposa sentada en una silla, aún en camisón, contemplando una caja grande que estaba sobre la cama.

—Mi última tarea —dijo Margaret. Señaló la caja, que no tenía tapa, y que antaño había contenido su par de botas negras preferido, que había comprado mientras la enfermedad estaba en remisión, a un precio bochornoso y enamorada de aquella piel lujosa. Las botas estaban erguidas en el suelo. En la caja había una blusa de seda blanca, una falda negra larga que solía ceñirle las caderas delgadas y sus elegantes piernas, y una chaqueta de lana gris texturizada con motas amarillas y negras, una de sus preferidas.

—Me gustaría que me enterraran con esta ropa. ¿De acuerdo, Bombón? —Margaret sonrió—. Y las botas. —Enrique asintió. La vio tímida—. Y una cosa más, espero que no te importe. Sé que es un gran derroche, sé que has gastado mucho dinero, pero ¿te parecería bien que me enterraran con los pendientes que me regalaste? —Abrió la mano y mostró la cajita de terciopelo que contenía el primer regalo que le gustó de todos los que le hizo—. Los adoro. Sé que es una locura, un auténtico despilfarro, pero ¿te asegurarás de que los lleve?

—Naturalmente que me parece bien —soltó Enrique antes de que fluyera un río de agua en su cabeza—. Me aseguraré. No te preocupes.

—Gracias —dijo ella—. Muy bien. Ya está. —Margaret le entregó la caja. Enrique se acercó a la silla, arrodillándose para quedar a nivel de ella, como si le propusiera matrimonio, y cogió la caja—. Ya está —comentó ella encogiendo los hombros y poniendo una sonrisa recatada de jovencita, como si buscara la aprobación de su marido—. Mi última tarea ha terminado. —Apoyó la cabeza en el hombro de Enrique y quedaron un largo rato así abrazados. Enrique quería hablar, pero era incapaz de pronunciar palabra. Mientras rodeaba con sus gruesos brazos aquel cuerpo frágil, no pudo evitar hacer lo que había prometido que no haría. Se permitió sentir que la estaba perdiendo, y sollozó en los brazos de su mujer.

—Lo siento, lo siento —farfulló.

Margaret le acarició la mejilla derecha con la mano y eso lo hizo llorar más. Se cubrió los ojos hasta que Margaret dijo algo dulce y ridículo.

—Gracias, Enrique. Gracias por hacer que mi vida fuera divertida. En Queens, o en cualquier otra parte, mi vida habría sido estúpida y aburrida. Una vida boba, sin ti habría tenido una vida estúpida y aburrida.

—Eso no es cierto —dijo él, porque no era cierto.

—Sí, lo es. Tú la has hecho muy divertida.

Enrique dejó de discutir con ella. Sabía que lo decía para que se sintiera mejor, que le perdonaba todo aquello que él no podía perdonarse, todas las veces que no había conseguido que la vida fuera divertida para ella.

—¿Me ayudas a vestirme y arreglarme para Maxy? —preguntó.

Enrique la ayudó a ducharse, metiendo los tubos en una bolsa para protegerlos del agua. Le trajo un sujetador y una camiseta blanca, la ayudó a meterse en los tejanos que le sobraban por todas partes y le puso un cinturón para ajustárselos.

Enrique permaneció sentado en el piso de abajo durante las tres horas que su hijo pequeño pasó con su madre, y se dio cuenta de algo muy triste, tan triste y tan inadvertido que casi subió corriendo las escaleras para interrumpirlos antes de que su cansado cerebro lo olvidara. Margaret acababa de despedirse de él. Pedirle si podía llevar aquellos pendientes para siempre era su manera de decirle que había quedado satisfecha con él como marido. En lugar de ponerse a llorar, debería haberle dicho entonces lo que tenía preparado. Bueno, no pasa nada, se dijo. Me queda mañana. Tengo todo el día de mañana.

Apareció Max, que bajó corriendo las escaleras y se apresuró hacia la puerta de entrada mientras le gritaba a Enrique:

—Tengo que irme.

Enrique corrió detrás de él antes de que se fuera.

—¿Cómo ha ido?

—¡Cómo ha ido! —contestó más como si aquella pregunta fuera digna de un lunático. Aquello era el reflejo de la lucha, su resistencia a perderla.

—Lo siento. —Enrique se dio cuenta de que le estaba causando dolor a su hijo.

—Supongo que ha ido bien —dijo Max—. No lo sé. —Dijo ahogando un sollozo—: No sé qué decir. —Enrique intentó abrazarlo—. Estoy bien, estoy bien —dijo Max, apartando a su padre, aunque el pecho le temblaba y las lágrimas manaban de sus ojos azules—. Tengo que irme. He quedado con Lisa. Ha estado bien, hablar con mamá ha estado bien, pero tengo que irme.

Enrique lo soltó. Vio la oportunidad de preguntarle a Margaret cómo había ido. Esta le dijo que Max se había mostrado físicamente cariñoso con ella, como siempre, que se había acurrucado su lado y no había mostrado temor a su cuerpo enfermo. Pero no había sido capaz de decir gran cosa, el dolor lo había dejado mudo.

—De todos modos, me ha hablado de Lisa —dijo Margaret—. Me ha alegrado que estuviera dispuesto a hablarme de ella. Y he podido tenerlo abrazado durante mucho rato —susurró, agradecida.

Y entonces llegó Diane, la última persona en despedirse. Enrique regresó al comedor, para esperar durante aquella última interrupción. Observó cómo el reloj de la televisión por cable daba las 17.26 y se dijo: Cuatro minutos más y es mía.

Y entonces Diane lo llamó:

—¿Enrique? ¿Puedes subir? No se encuentra bien.

Presa del pánico, Enrique subió las escaleras de dos en dos. Cuando entró en el dormitorio, no vio a Margaret. Diane estaba inclinada sobre la cama, pero se volvió al oírlo entrar.

—Será mejor que me vaya —dijo, y desapareció.

Margaret estaba acurrucada en posición fetal, sepultada de pies a cabeza bajo una colcha que Enrique había dejado doblada a los pies de la cama, ahora que estaban en junio. Debía de haberle pedido a Diane que la tapara.

Antes de poder apartar la colcha lo suficiente para verla, lo supo. Lo supo por las otras infecciones graves y la fiebre alta, lo supo por el temblor de la colcha y lo supo por sus gritos desesperados cuando intentó apartarla.

—No, no, no —dijo ella a través del castañeteo de los dientes—. No me la quites. Estoy congelada —suplicó. Enrique no le hizo caso y bajó la colcha para meter dentro su cuerpo larguirucho, porque ella siempre decía que estaba muy calentito. Todo lo deprisa que pudo, subió la colcha hasta la barbilla dejando fuera solo la coronilla de Margaret. La rodeó con sus brazos, se apretó contra su cuerpo tembloroso y rezó para que se apagaran aquella sacudidas. En caso contrario, se vería obligado a llamar al médico para preguntarle qué medicamento debía administrarle. Pero esperaba no llegar a ese punto. Margaret había prohibido cualquier medida que le alargara la vida. Si llamaba, la doctora Ko le daría orden de impedir que Margaret fuera consciente de lo que estaba ocurriendo: que la hiciera entrar en coma si era necesario. Las drogas la harían sentir mejor, cosa que, naturalmente, él quería, pero ya no habría más conversación, Enrique ya no podría decir unas últimas palabras de agradecimiento.

Margaret gritó:

—¡La manta, la manta! —Enrique cubrió sus cabezas con la colcha, encerrándolos en una cueva de calor. En la oscuridad, ella dijo a través del castañeteo de sus dientes:

—Me siento muy mal. Me siento muy mal.

—Lo siento —susurró él, y la apretó con fuerza—. Te quiero. —Y aunque era un hombre sin Dios, rezó para que aquellas no fueran las últimas palabras que ella le oyera decir.