Enrique estaba enamorado. No podía dejar de pensar en ella. Mientras tecleaba, mientras pedía un café en la tienda de comida preparada, mientras estaba bajo la ducha, cuando encendía un cigarrillo, cuando empujaba a su hijo de casi dos años en el cochecito, pensaba en saborearla, en cómo su cuerpo ágil se doblaba bajo sus manos abiertas como si la lujuria le hubiera derretido la columna vertebral, en cómo su piel tensa se entregaba a su lengua, en cómo todas las partes de ella, las claras y las oscuras, tenían ese sabor dulce e intenso, como si ella fuera la mismísima tierra de la Madre Tierra. Su olor cálido y fragante perduraba en sus fosas nasales allí donde iba, una brisa de perpetua primavera en medio de la nieve fangosa de Manhattan del desabrido febrero, y cuando Enrique cambiaba los pañales o vaciaba el lavavajillas, sonreía ante los destellos de la memoria táctil; cómo los labios curvados y húmedos de ella se abrían igual que los pétalos de una flor; cómo levantaba las caderas y arqueaba el vientre cuando llegaba al orgasmo. Enrique esperaba con impaciencia sus exclamaciones divertidas y descabelladas, expresadas con delicioso ingenio, burlándose de sí misma, y le entusiasmaba el que ella mostrara una actitud abierta hacia el sexo. Encontraba muy alentador que ella se pusiera vehementemente de su parte para enfrentarse a todos aquellos contra los que él se sentía impotente: el inútil de hermanastro que tenía por socio, el parlanchín e ineficaz de su agente, su productor timorato e indeciso y, sobre todo, una esposa exigente que no lo satisfacía.
Enrique estaba enamorado de Sally Winthrop. Rebosaba amor, un amor profundo, apasionado y maduro que daba la casualidad que también era ilícito. Nada tenía que ver con ese espejismo de amor que había sentido por Margaret, que poco había tardado en convertirse en la monotonía burguesa del matrimonio, en la idea de la vida de una escolar sin humor: la rutina brutal de levantarse al alba con el olor a rancio de la leche del biberón, de administrar lentamente las cucharadas del puré de verduras, y luego irse a la cama temprano apestando al alcohol de las toallitas de bebé, aliviado tan solo por las largas horas que pasaba a mediodía hablando por teléfono con su indolente y divagador hermano mientras trabajaban en unos relatos tan vacíos de auténtico sentimiento e intrincado conflicto, tan abarrotados de tramas tópicas y personajes falsos, que a veces se preguntaba qué ocurriría si ese sueño imposible se hacía realidad y uno de los siete guiones por los que le habían pagado diez veces la cantidad que había recibido por sus tres novelas descatalogadas (y eso era solo la mitad del dinero total recibido, pues lo repartía, como era pertinente, con su hermano) llegaba a rodarse de milagro, si soportaría verlo en la pantalla grande, y si, algo más improbable aún, les gustaría a unos perfectos desconocidos.
Y luego estaba la penosa e idiotizante rutina de la vida social. Cenar una vez por semana con Wendy, la vieja amiga del campamento de Margaret, y su marido izquierdista, que sutilmente intentaba convencerte de que su pequeño era superior a Gregory porque su diminuto genio ya hacía caca en el váter, un auténtico Einstein de los intestinos. Y luego estaban aquellos patéticos e interminables fines de semana en los que contemplaba con cara de sueño los cajones de arena, sus hombros caídos junto a los hombros caídos de otros padres que alardeaban de sus hijos mientras Margaret hacía piña con las madres. Mientras estaba sentado con los papis, oía cómo Margaret se hacía eco de la estridencia de la voz de su madre durante la Pascua y el Día de Acción de Gracias, perorando largo y tendido y con extraordinario detalle acerca de cuestiones tan aburridas que a veces sospechaba que se trataba de un nuevo tipo de performance artística, que Margaret hacía una sátira de sí misma durante las veinticuatro horas: «¿De verdad se cree Maclaren que esas lamentables patas de aluminio de su cochecito plegable soportarán las sacudidas de las calles de Nueva York? ¿O incluso esa cosa tan de barrio residencial de meterlo y sacarlo del maletero del coche? ¡Sobre todo con las patadas que le da Enrique para cerrarlo! En cuanto las toca se rompen. ¿Sabes qué necesita realmente Manhattan? Una gran superficie adonde ir a comprar. Pagar precios de supermercado por unos pañales es simplemente, no sé, obsceno. Y, Dios mío, ¿de verdad tengo que pedir plaza en la guardería antes de que Greggy cumpla los dos años?».
Y después de todas esas agudas observaciones sociales, después de que Enrique fuera a buscar una segunda taza de café, venían sus diatribas sobre el trabajo, sobre todo las quejas acerca de sus jefes, los mandamases de Newsweek, donde ella trabajaba como directora de arte adjunta, que si bebían mucho y siempre estaban magreando a las chicas, que si tenían un gusto horrible con las corbatas y no tenían ni idea de composición al elegir las fotos, que si los colores para los gráficos desentonaban, que si eran unos indecisos y constantemente rompían la portada en un desesperado intento de adivinar el viernes qué historia sería importante el lunes, el día que salía la revista, cuando, por amor de Dios, era evidente que intentar estar al día era absurdo, con ese nuevo canal de televisión por cable con noticias las veinticuatro horas y los periódicos. Todo lo que podían esperar las revistas de actualidad era proporcionar a sus lectores una mirada en profundidad de los titulares de la semana anterior, pero no, decían que esas portadas no vendían. La verdad, anunció por diezmilésima vez, es que lo que vende son las estrellas de cine. Deberían dejarlo y publicar solo clones de la revista People, declamaba Margaret semana tras semana, en invierno, primavera, verano y otoño.
Que ella le aburriera era malo, aunque podía tolerar el tedio, se juraba, solo que, después de dieciséis horas de monotonía física y mental, tampoco follaba con él. Ni siquiera el rápido placer de un polvo de diez minutos. No tenía la menor esperanza de que nada le aliviara de esa vida doméstica de eunuco. Ninguna expectativa de recompensa. Exceptuando un acto sexual clínico y a regañadientes una vez al mes como mucho, aunque no era raro que se espaciara a una vez cada dos meses. Y esos raros éxitos se alcanzaban solo después de horas de súplicas y persuasión. Casi cada noche, tras haber seguido todas las normas para crear una familia joven y entusiasta juntos, se iban a la cama como una pareja asexuada de ochenta años. Ese era el callado horror que sentía Enrique mientras se acurrucaban entre la ropa de cama castrada, uno en cada punta del tálamo matrimonial: esa ciruela pasa de lujuria que ella le ofrecía a la edad de veintiocho años como dieta presente y futura. Eso era lo que destruía su alma.
Y en torno a la pulpa de ese resentimiento a punto de estallar, como la gruesa piel de una fruta tropical, estaba la vergüenza por quejarse. Bromeaba con otros padres jóvenes acerca de su mutua frustración. A veces, en cenas de parejas con hijos, había chistes sobre aquellas vidas privadas de sexo que contaban tanto ellos como ellas. Eran una generación liberada, después de todo, que había follado hasta quedarse tontos, y eso era precisamente lo que abochornaba a Enrique. Ese no había sido su caso. Él solo había follado para acabar llevando una vida seria, el severo trabajo de la vida familiar, después de perderse por completo las alegrías psicodélicas de la universidad. Pero había un sentido más profundo de fracaso moral en su sensación de aflicción y cólera ante la negligencia de su mujer: estaba traicionando los imperativos políticos de su madre feminista y de la esfera feminista en la que vivía. Margaret era un paradigma de la Nueva Madre de los ochenta, un valeroso ejemplo de tenerlo todo y hacerlo todo, de tener un empleo con mucha presión, ganar tanto como Enrique en su nueva encarnación de guionista demasiado bien pagado y cuyas obras nunca llegaban a la pantalla; y Margaret, además, en comparación con casi todas sus amigas, había triunfado a la hora de conseguir que su marido compartiera los deberes domésticos. Enrique nunca cocinaba, pero limpiaba de verdad, no solo lo que ensuciaban él y el bebé, sino también lo que ensuciaba su esposa, y se encargaba él solo de Gregory los miércoles, los jueves y el viernes por la noche, y todo el sábado, a fin de que Margaret pudiera recuperarse del cierre de la revista de los viernes, que la obligaba a permanecer en la oficina hasta las dos de la mañana y a veces hasta el amanecer. Cuando su relación con Sally se transformó en amor, intentó convencerse de que Margaret también debía estar engañándolo, dada su falta de interés en tener sexo con él y las altas horas a las que volvía. De hecho, Sally, su amada, también se preguntaba en voz alta si Margaret no tenía un romance en la oficina, sin duda para espolearle a que pusiera fin a su matrimonio. Pero una investigación somera lo convenció de que, aunque a lo mejor le interesara echar un quiqui de vez en cuando, la agenda de Margaret estaba también demasiado apretada a causa del trabajo y sus obligaciones de madre como para permitirle nada parecido a lo que Enrique estaba disfrutando con Sally. Rubia, seductora, calentorra, una auténtica wasp, Sally, con sus preciosos y opulentos pechos blancos y sus pezones gruesos y marrones, su deliciosa risa ante el ingenio de Enrique, sus ojos verdes y su admiración por sus brillantes observaciones del absurdo del mundo del cine, y sus orgasmos en los que se estremecía de deseo, tan diferentes de los reacios gruñidos de Margaret desde que era madre, cuyos éxtasis casi forzados parecían fruto más de la intimidación que de la seducción.
Enrique, por otro lado, contaba con el lujo de disfrutar de Sally por la mañana y por la noche, a veces durante una semana entera, y su pasión quedaba cómodamente oculta en un hotel de cuatro estrellas de Los Ángeles pagado por la Warner Bros., la Columbia o la Universal, porque casi cada dos meses él y su hermano volaban en primera clase y asistían a cenas, invitados al elegante Spago o al clásico Musso & Frank, presumiblemente para compensarles por el bombardeo de notas del estudio durante el día. Sally se había mudado a Los Ángeles, abandonando su desastrosa carrera de asesora editorial —donde, más que descubrir best sellers, ella era el best seller que todos los hombres querían leer— para intentarlo con la droga más dura de la literatura: el desarrollo de argumentos en Hollywood.
Enrique conocía a Sally de Nueva York, y era algo natural que todos consideraban inocente, que se vieran cada vez que los dos estaban en Los Ángeles. A Margaret y a Lily, y a todos los amigos de Enrique en Nueva York y a sus conocidos en Los Ángeles, no les parecía nada extraordinario, después de todo, Sally había ido a la universidad con Margaret y Lily. De hecho, Sally era una de las mejores amigas de Margaret, y el tercer componente de un trío de jóvenes de Cornell que habían formado una falange perfumada para conquistar Manhattan. La única razón por la que Sally no había asistido a la Cena de Huérfanos era que se había ido a casa a pasar las vacaciones de Navidad. Con su profunda unión física palpitándole en las venas, Enrique a veces se preguntaba —un pensamiento que le parecía casi peor que la aventura misma, aunque solo fuera porque, de manera colateral, deseaba que su amado hijo Gregory no existiera— si, de haber estado junto a Sally en lugar de junto a la aburrida Pam en la cena de Margaret, ahora no estaría casado con la lúbrica señorita Winthrop, y el terrible error de su matrimonio con Margaret no habría ocurrido.
Esa oscura pulpa de traición emocional a su esposa, sumada a la gruesa piel de la vergüenza ideológica, convertía a Enrique, a sus ojos, en un ser tan codicioso, manipulador y tortuoso como Yago. Y también convertía el sexo con Sally —después de cenar en Beverly Hills con amigos comunes y con su hermanastro, que no sabía nada (estaba demasiado ocupado con sus constantes adulterios como para darse cuenta de la apasionada aventura de Enrique), y después de falsas escenas de despedida muy bien representadas delante del aparcacoches, y después de que Sally condujera en círculo durante quince minutos antes de dirigirse al hotel Chateau Marmont para llamar suavemente a la puerta de la suite de Enrique—, convertía el sabor de cada beso, el baño de cada abrazo líquido, en una suculenta fruta prohibida. Y durante los dos viajes que Sally hizo a Nueva York, cada día fue a ver a Enrique a su despacho de una habitación, a una manzana de donde él y Margaret criaban a su hijo. Allí se tapaban la boca el uno al otro o alcanzaban el orgasmo incómodos sobre el sofá o violentamente sobre la alfombra, a fin de que los psiquiatras y los pacientes que había en las habitaciones de al lado no sintieran la tentación de investigar otras líbidos diferentes a la suya.
Durante casi un año, Enrique disfrutó de todo el sexo que había soñado. Más incluso del que había soñado, pues ese desenfreno y esa temeridad incluyeron una noche vergonzosa e imperdonable (que él disfrutó con regocijo) en la que Margaret tomó la iniciativa del sexo —un hecho sin precedentes después del nacimiento del niño, sin duda inconscientemente provocado por las peligrosas feromonas que emitía su marido—, la misma noche en la que él se había follado a Sally por la tarde. Y lo más extraño, una invitación a volverse incluso más perverso, fue que mientras aquella noche estaba dentro de su mujer se sintió relajado, casi aburrido, sin duda porque no había tenido que esperar dos meses para alcanzar ese momento, con lo que no le importaba que después de que Margaret acabara de ejecutar su mecánico deber conyugal faltaran otros dos meses antes de poder disfrutar de nuevo de la intensa y calmante acogida que solo una mujer podía proporcionar. Como acto de intimidad física, la grotesca traición de aquella noche no le pareció nada mal: eran dos amantes follando, en lugar de dos socios comerciales repasando los libros. Y al parecer, Margaret también prefería que la lujuria de Enrique fuera menos ávida, desde luego menos desesperada. Porque como él no estaba contenido ni se refrenaba, como no sentía la ansiedad de prolongar el placer, Margaret, una rareza desde el primer año de su relación, se dejó llevar. Se relajó y gimió como hacía durante sus primeros encuentros, cuando ella lo amaba, cuando ella lo deseaba no como un papá que hace recados para su hijo, no como ese marido trofeo que descargaba el cochecito en la casa de sus padres en Great Neck, no como un accesorio necesario para una vida plena, sino como hombre.
Y sí, gracias a Dios, aleluya, ese era el motivo por el que no se odiaba lo bastante como para poner fin a su traición, a su doble traición, pues por primera vez en los interminables veintiocho años de su vida frustrante e ineficaz, por fin era un hombre de verdad con una polla de verdad que se abría paso no solo en una, sino en dos hermosas mujeres y en el mismo glorioso día de jodienda. Había fracasado como novelista, había renunciado a su sueño de ser un moderno Balzac después de que su cuarto libro no encontrara un editor dispuesto a pagar más de cinco mil asquerosos dólares, y eso solo si añadía un final feliz. ¿Qué clase de final feliz eran cinco mil dólares por dos años de trabajo? «Si lo que quieren es que haga de puta», declaró amargamente, «al menos deberían pagarme bien.» Descubrió que en Hollywood le pagaban bien.
Y había encontrado también una recompensa aún mayor, esa libertad expansiva con Sally, tanto sexual como emocional. Sally era más divertida que Margaret cuando comentaba las tribulaciones guionísticas de Enrique, aunque no se mostraba sarcástica con sus trabajos en Hollywood, no se burlaba de que tuviera que amoldarse a las ideas de los demás, no se impacientaba con los idiotas con los que trataba, no ponía un gesto de hastío y escepticismo ante la idea de que Enrique se convirtiera en productor o director, y, desde luego, no mostraba oposición cuando él se preguntaba en voz alta si, por el bien de su carrera en el mundo del cine, no debería mudarse a Los Ángeles. Margaret parecía satisfecha con la monotonía de su esforzada vida familiar, por mucho que en el parque se quejara a las otras madres, mientras que Enrique, exceptuando la libertad condicional de los brazos de Sally, se sentía en una cárcel.
A Enrique nunca se le ocurrió huir de ese campo de internamiento. Sally sí se lo propuso. Cuando se acercaban al primer aniversario de su aventura, ella se instaló en Los Ángeles para siempre después de conseguir trabajo en una serie de televisión, empleo que llevaba aparejada la promesa de escribir un episodio, y, si la cosa iba bien, ascender a guionista en plantilla. Le dijo a Enrique que alguien con su experiencia y habilidad podría conseguir muchos trabajos en televisión y que, además, él empezaría casi en lo más alto, quizá no como guionista productor ejecutivo, pero desde luego sí como coordinador de guionistas y coproductor ejecutivo, y pronto, con sus fabulosas ideas, estaría ganando millones. Otras personas menos interesadas y mejor informadas le habían dicho lo mismo: su agente, algunos productores y todos los escritores que había conocido allí. Según un aforismo de Hollywood, los guionistas tenían glamour y se codeaban con las estrellas, pero eran los escritores de televisión quienes poseían el dinero y el poder. El plan de Sally era que se divorciara de Margaret, pusiera fin a su frustrante sociedad con su hermanastro, se mudara a Los Ángeles y se hiciera rico como creador de series de televisión. Por atrevido, egoísta y deshonroso que eso pudiera parecerle al alma de Enrique, también contaba con más posibilidades de hacerse rico, famoso y feliz que de languidecer como un novelista fracasado en Manhattan. Si se quedaba, su única esperanza de éxito sería que le tocara la lotería de conseguir que uno de sus guiones se convirtiera en una película de éxito mientras cambiaba pañales y esperaba a que su esposa asexuada recuperara el sueño atrasado.
Y sí, naturalmente que, sin ninguna duda, le daría la espalda a todas aquellas cosas en las que, según su educación, debía creer: la obsoleta fe de sus padres en la novela literaria, la censura ética de estos al imperativo de Hollywood de amoldarse a los gustos del público y, por la manera en que estos se referían a sus amigos divorciados, la desaprobación moral que fácilmente podría imaginarse que sentirían Guillermo y Rose por un hijo que en una relación valoraba el sexo por encima de todo lo demás, y que abandonaba a su nieto para que lo criaran los abuelos maternos en medio de la fácil comodidad material y los timoratos valores de una de las culturas burguesas menos aventureras y más cínicas: los judíos de Long Island.
El desdén de los padres de Enrique por el mundo de los Cohen era muy anterior a su encuentro con Margaret. Guillermo y Rose habían rechazado el ideal de clase media de los que luchaban por ascender, los convencionalmente religiosos, culturalmente obedientes, intelectualmente mansos y políticamente cautos mucho antes de que Enrique naciera. En su juventud habían trabajado para defender su fe en la revolución obrera y habían arriesgado su vida por ella, y ello a pesar de que esa revolución había destruido su cómodo mundo. Las revelaciones de los horrores de la Unión Soviética cometidos a finales de la década de 1940 no les convencieron de haberse equivocado, solo de que Stalin era malvado. En la época reaganiana posterior a la guerra de Vietnam, cuando la gente se enriquecía sin rubor y los Estados Unidos se idealizaban como el Bien y el resto del mundo no eran más que los Malos y los Débiles, sus padres habían modificado su discurso extremista, aunque no su desaprobación básica de una vida regida tan solo por el egoísta beneficio material, y tampoco su desprecio por los artistas a los que les preocupaba más la aprobación del público que revelar su mundo lo más honestamente posible.
Enrique, a los veintiocho años, creía que sus padres aprobaban que se ganara la vida para poder educar a su nieto. Aunque ellos afirmaran que deseaban que volviera a escribir novelas serias, también reconocían que su hijo había trazado una línea muy clara entre lo que sería degradar sus novelas y el hecho de amoldarse a los gustos del público en los guiones que escribía con su hermanastro. Lamentaban, pero aplaudían, que se hubiera negado a cambiar el final de su cuarta novela siguiendo el gusto del editor y prefiriera escribir guiones estúpidos. Y parecían comprender que al elegir a Margaret había escogido una buena pareja, a pesar de la idea convencional que ella tuviera de cómo debían vivir: en un edificio con portero, llevando a su hijo a un colegio privado, y con la idea de que Enrique se pusiera a escribir sus novelas solo después de haber conseguido suficiente dinero para pagar sus gastos en Manhattan.
De ninguna de las maneras —que él advirtiera, al menos— le hicieron avergonzarse de haberse casado con ella. Por el contrario, su padre adoraba a Margaret, con aquellos ojos azules siempre alegres, con sus pullas a Enrique, y siempre atenta a las anécdotas de Guillermo. A su vez, Guillermo tenía la costumbre de halagar a Margaret, su habitual y exagerado elogio a cualquiera que mostrara la menor inclinación a ser creativo, y proclamaba que sus fotografías y sus cuadros revelaban un talento extraordinario, e insistía en que debería dedicar más tiempo a su arte, que un poco más de trabajo era todo lo que necesitaba para obtener la aclamación del mundo. Ignoraba oportunamente que Margaret no disponía de horas libres para convertirse en Mary Cassatt[7]; que apenas disponía de media hora para ir a la peluquería, algo mucho más importante que la realización estética para una mujer que quisiera hacer carrera en Nueva York.
A Rose también le caía bien Margaret, o al menos todo lo bien que podía caerle cualquier mujer que le arrebatara la primacía en el corazón de su hijo. Y los padres de Enrique se mostraban simpáticos, aunque siempre condescendientes, con los Cohen.
—Son inteligentes, mucho más inteligentes de lo que se permiten —decía el padre de Enrique, y este sabía que igual le daría estar hablando de educar a las clases trabajadoras para que se rebelaran—. Y como todos los judíos —era el comentario de doble filo de su padre antisemita—, son muy cultos. Van a todos los museos, ven todas las obras de teatro serias, compran todos los libros importantes. No sé si los leen, pero los compran. Dios sabe qué sacan de todo eso, pero apoyan las artes y Dios los bendiga por ello —decía con la aprobación y el afecto que uno podría expresar por un fiel sirviente de la familia.
—Son realmente generosos con Margaret —comentaba su madre con una débil sonrisa, como si hubiera quedado agotada con la búsqueda de ese cumplido—. Esa es una cualidad maravillosa. Mucha gente con tanto dinero como ellos se muestra tacaña con sus hijos. —Y no podía resistirse a añadir—: Su madre es una de esas mujeres a las que les gusta seguir siendo jóvenes, ¿sabes? Fingir que sigue siendo una chica. A mí es algo que me trae sin cuidado… —Otra débil sonrisa mientras no terminaba de rematar su caracterización—. Creo que es importante aceptar la edad que tienes —añadía con una sonrisa de compungida amabilidad, como si esa información, aunque dolorosa, fuera un regalo que hubiera que atesorar y no una expresión de su envidia por el hecho de que Dorothy no se hubiera visto obligada a colocar la talla que vestía en una cápsula del tiempo.
Enrique no atribuía la condescendencia de sus padres a ninguna inseguridad. Equiparaba la imagen que sus padres tenían de los Cohen a la fidelidad irreflexiva de un miembro del Partido Comunista. Pero cada vez que pensaba en ello, sentía que había declarada una lucha entre suegros por el alma de su matrimonio. Aunque se le podía perdonar que su esposa trabajara en Newsweek y él escribiera guiones, para llegar a ser el hijo perfecto él debía convertirse en un novelista brillante, y ella, en una pintora exquisita, un matrimonio de artistas, como Guillermo y Rose. Y también sabía que para que Margaret consiguiera ser la hija perfecta, Enrique tendría que ganar el dinero suficiente para impresionar a los amigos de Dorothy y Leonard en el club de golf, no los ochenta mil al año con los que conseguía impresionar a sus colegas escritores, sino los millones que hacían que todo el mundo se volviera para mirarte en el Templo Beth-El. Al menos le parecía que ganaba lo suficiente como para que Margaret dejara de trabajar si lo deseaba, aunque sospechaba que la socialmente convencional Dorothy superaría a todas las madres de Great Neck, feministas o no, si su hija conseguía tener otro hijo y al mismo tiempo ser ascendida a directora de arte del Newsweek.
Era Sally —la extravagante y jocunda Sally Winthrop de labios carnosos, cuya familia había llegado en el Mayflower y había pasado muchas generaciones sin que se le ocurriera cambiar la sociedad americana—, era solo ella la que parecía concebir un futuro para Enrique que satisficiera sus anhelos agostados. Le ofrecía sexo, dinero, coches rápidos y una vida libre de pañales y libre de la cantinela del comunismo y el capitalismo. Sin embargo, también estaba libre de otra cosa, y esa era su hijo Gregory. El hijo de Enrique, a sus veinte meses de edad, no abultaba mucho. No era más que un hatillo cálido de carne blanda, un bebé Michelin que masticaba un chupete, un diminuto luchador de sumo que avanzaba a amplias zancadas en el cajón de arena de Washington Square, un ser inocente de cara redonda y enormes ojos azules, un bebé que había comenzado a hablar a una edad precoz y que, de manera increíble, ya parecía reconocer las letras. Enrique tenía que reprimirse para no proclamar ante los otros orgullosos padres del parque el incipiente genio de su hijo. Pero eso era simplemente la fatuidad y el orgullo familiar de los Sabas. Y eso era algo que no quería reconocer. Y tampoco quería reconocer que experimentaba un gran consuelo cada vez que tenía a su hijo en brazos, o se apretaba contra su pecho en la mochila o se le acurrucaba en el hombro durante la siesta. Últimamente Gregory había comenzado a sentarse junto a Enrique sobre la alfombra de la sala y a jugar pacientemente con sus bloques de madera mientras su padre se enfurecía y animaba a los irritantes Knicks. Gregory levantaba la mirada llena de curiosidad hacia el televisor, y según si Enrique chillaba o aplaudía, comentaba: «No bueno» o «¡Bueno!».
Era divertido y encantador, pero para Enrique el mayor placer, algo que no le había contado a nadie, ni siquiera a Margaret, tenía lugar cuando después de otro día desesperadamente estúpido de escribir, escribir y escribir a fin de satisfacer las subterráneas simplicidades de la industria cinematográfica, al entrar cubierto de la mugre de los tópicos en un hogar de monotonía sexual, en recompensa por sus esfuerzos, le entregaban un cansado Gregory, el cual depositaba su cabeza sudorosa sobre el pecho de Enrique y suspiraba de alivio y gratitud. O cuando entraba y oía desde el dormitorio la aguda voz de su hijo resonando de alegría: «¡Papi!», seguida de los golpes de sus zancadas de sumo mientras corría hacia él para que lo cogiera en brazos. A Enrique no se le había ocurrido que ese fuera un sentimiento varonil. Le avergonzaba parecer más maternal que James Bond. Lo que entendía era que Gregory lo amaba como nadie más lo había querido ni podía quererle, y, ya puestos, lo querría nunca.
Le dijo a Sally:
—No sé si soy capaz de abandonar a mi hijo. —Pero aquel noble sentimiento no era lo que experimentaba. Había algo físico en su relación, un vínculo umbilical con ese heredero que aún andaba tambaleándose, inquieto, dulce, brillante y con pañales. Aquellas horas que pasaba a solas con Gregory, cuidándolo, incluyendo la monotonía que, le gustaba creer, excusaba su flagrante traición a Margaret, habían ido acumulando una fe en algo que no podía identificar ni explicar, y en lo que tampoco confiaba. ¿Se proponía convertirse en la encarnación viva de ese chiste judío acerca de una pareja de nonagenarios que pretenden divorciarse después de haberse pasado setenta años odiándose? Y cuando les preguntaban por qué habían tardado tanto, respondían que habían querido esperar a que los niños hubieran muerto. ¿Podía tolerar de verdad una vida sin amor ni lujuria solo para ahorrarle a su hijo el trauma de la separación de sus padres? ¿De verdad podía pasar toda la vida con una mujer a la que dejaría en ese mismo momento, sin pensárselo un instante, solo por el milagroso hijo que ella había creado?
Podía fundar una nueva familia en Los Ángeles con Sally, y, al igual que millones de padres divorciados, compartir la custodia de Gregory, cosa que sería mejor para todos, Margaret incluida, que desde luego no amaba Enrique y a la que él tampoco hacía feliz.
Pero. Pero. Pero le preocupaba que en Los Ángeles todo acabara siendo lo mismo, detrás de sus gafas de sol y el parabrisas tintado de su BMW, detrás de su aparcamiento en la Warner, y detrás de las ventanas con estores de su despacho bungaló. ¿Se hincharía Sally y expulsaría un hijo y se aburriría con los altibajos de su carrera y se obsesionaría con la fatiga del metal de los cochecitos y con qué guardería de Beverly Hills era el camino más rápido hacia Harvard? ¿Había otro escape del campo de concentración del matrimonio que no fuera permanecer soltero? ¿Algún gran artista, ni que fuera de segunda fila, había estado felizmente casado? ¿Acaso la verdad simple y oculta no era que intentaba llevar una vida que no deseaba a ninguna costa? ¿Dónde estaba el temerario joven que había abandonado el instituto y al que no le preocupaba nada más que su arte? ¿Era él —el novelista prodigio que tanto tiempo llevaba huérfano—, era él el prisionero que ahora sacudía la jaula de Enrique?
Sally le hizo enfrentarse a esas preguntas. Como siempre, ella se mostraba divertida y franca, honesta y comprensiva y codiciosa y, en cierto modo, al igual que su cuerpo, dura y blanda, dándolo y tomándolo todo al mismo tiempo.
—Para ti es fabuloso. Yo tampoco querría renunciar a nada. Tienes a dos mujeres estupendas enamoradas de ti. Cada vez que la Warner Bros. te manda un billete para que vueles en primera clase, tienes a tu amante aquí en Los Ángeles que te dice que eres un genio, y tienes a tu esposa, una mujer guapa y triunfadora, en Nueva York, donde cría a su hijo pequeño. Yo no renunciaría, si fuera tú. Pero piensa una cosa: yo no tengo autoestima, pero estoy enamorada de ti y te deseo, te deseo todo para mí o tendré que buscarme otro buen marido judío, o al menos un marido medio judío, porque estoy harta de los wasp, son todos alcohólicos y les da igual que tengas un orgasmo o no antes de correrse. ¡Son educados en todo menos en el sexo! De manera que tendrás que elegir. Quiero que te cases conmigo y me veneres del mismo modo que veneras a Margaret, y quiero que me hagas rica y me folles y me des hijos y seas un gran padre para ellos igual que lo eres para Greggy, y si tú no quieres, de acuerdo. Lo entiendo. No deberías hacerlo. Probablemente no deberías. Lo que quiero decir es: ¡fíjate, lo que estoy haciendo es horrible! Quiero a Margaret. Es una de mis mejores amigas y siempre se ha portado bien conmigo. Bueno, a veces ha sido un poco cabrona, pero eso es porque cree que soy una persona autodestructiva, y tiene razón, ¡lo soy! De todos modos, no tengo motivos para ponerme a desear que se muera. Eso es horrible. ¿Soy un monstruo? No pudo seguir sintiendo esto por ella. No puedo seguir sintiendo esto por ti. No puedo seguir sintiendo esto por mí. Tienes que dejarla. No me puedo creer que no tenga escrúpulos, siempre me consideré una buena chica, pero no lo soy. Y tanto da, nada de todo esto importa, porque la verdad es que eres desgraciado con Margaret y conmigo estás exultante. ¿No es cierto? Dímelo. ¿No es cierto?
Esta conversación era una llamada telefónica. Sally se encontraba en su nuevo apartamento de Santa Mónica y él en su despacho de Manhattan contemplando una página de diálogo acerca de nada. Quizá divirtiera a alguien. A un idiota, sin duda.
—Sí —respondió él a esa pregunta admirablemente franca. Tuvo que admitir la verdad sencilla y humana de la situación: cuando estaba con Sally siempre era feliz. A veces ella lo irritaba, pero nunca lo hacía sentir insignificante.
Y él dio el primer paso hacia el divorcio, la zancada del cobarde, aunque, sin embargo, un movimiento hacia delante. Esperó a haber acostado a Gregory después de pasarse una larga noche de sábado cuidándolo para que Margaret pudiera recuperarse del trabajo del día anterior, y entró en su dormitorio, donde su mujer estaba echada completamente vestida sobre la cama, leyendo una novela policíaca, y se sentó lo bastante cerca como para rozarle las piernas, y se la quedó mirando. Cuando ella levantó la mirada hacia él y con aquellos grandes ojos azules le preguntó: «¿Va todo bien?», Enrique suspiró. Un suspiro largo y profundo. Margaret, debajo de su superficie parlanchina y exigente, ya debía de llevar tiempo preocupada, pues dejó el libro, se incorporó hasta quedar sentada y preguntó:
—¿Qué ocurre?
Él intentó soltarle un discurso, un discurso serio y desmañado. Se sentía a punto de llorar, como si fuera su corazón el que estuviera a punto de romperse, lo cual tenía poco sentido para él, pues se consideraba el malo, el mezquino y el débil. Quizá tenía miedo de la reacción de Margaret. Solo un par de veces se había enfrentado a ella cuando esta se había puesto tozuda, y el efecto había sido sobrecogedor. Había sacudido los brazos chillando proclamaciones hiperbólicas de desarreglo emocional. Eran demostraciones de histeria totales. El reflejo inmediato de Enrique fue reformularlo todo a fin de restaurar el núcleo básico de Margaret. Tuvo la impresión de que se rompería en pedazos y sus partes saldrían volando y no podrían volver a recomponerse, de que él —de una manera muy real— la estaba destruyendo por negarse a asistir a los servicios del Yom Kippur con sus padres el primer año que vivieron juntos; por quedarse hasta tarde jugando en el club local de backgammon; o por dormir hasta mediodía día tras día cuando su cuarto libro fue rechazado una y otra vez. «¡No puedo soportarlo!», exclamaba Margaret. Lo que exasperaba especialmente a Enrique era que en todos los casos él pensaba que lo cierto era lo contrario. Era él quien no podía soportarlo. ¿Cómo esperaba Margaret que él fingiera creer en una religión en la que no creía? ¿Cómo esperaba que renunciara a algo que le gustaba solo porque a ella no le interesaba? Pero sobre todo, ¿cómo, en nombre de Dios, esperaba que estuviera contento mientras el sueño de su vida, ser novelista, quedaba destruido?
Porque eso eran concesiones que no significaban nada, afirmó ella. Todo lo que ella le pedía era que se comportara como un adulto responsable, y, además, ella sabía que serían más felices si las cosas se hacían a su manera. Margaret era egoísta de la única manera eficaz en que la gente puede ser egoísta, totalmente convencida de que su manera de vivir es la mejor y obrando en consecuencia. Todos los intentos de Enrique por modificar sus reglas ella los transformaba en derviches giratorios de sentimientos frágiles y frenéticos que no admitían discusión, y mucho menos un pacto. Y si él se enfurecía o se enfurruñaba o se consolaba, o se escondía debajo de la cama como un chucho asustado después de que la tormenta hubiera amainado; los edificios de él quedaban arrasados y los de ella se erguían más altos. Ahora a Enrique le daba miedo que ella reaccionara del mismo modo, solo que en ese momento no sería capaz de contener la rabia, pues estaba seguro de que Margaret se equivocaba: él no era más feliz viviendo a la manera de ella.
Y eso fue lo que le dijo, sentado junto a ella en la cama, con una voz ahogada, ronca, apenas audible. Le contó una mentira por omisión. No le dijo nada de Sally ni de su aventura, pero dejó claros sus sentimientos:
—No soy feliz. No puedo —las palabras pesaban tanto que tuvo que pararse y aspirar para hacerlas salir—, no puedo seguir viviendo así.
—¿Que no puedes seguir viviendo cómo? ¿De qué estás hablando? ¿Del sexo? ¿Tiene que ver con el sexo? —dijo como si la palabra misma fuera despreciable—. Estoy cansada, por amor de Dios. Tenemos un bebé, yo tengo un trabajo. No puedo encenderme y apagarme como tú. No soy un interruptor de la luz… —Enrique podía oír la desesperación que pronto comenzaría a girar y se convertiría en un tornado de «No puedos» que arrasaría sus necesidades y deseos.
—Todo esto es una chorrada —dijo Enrique sin dejarse intimidar por los cielos oscuros ni por la amenaza de unas emociones a ciento veinte kilómetros por hora.
—¿El qué? —dijo ella sobresaltada.
Él repitió sin inmutarse:
—Esto es una chorrada. No tenemos relaciones sexuales porque algo va mal en nuestro matrimonio. Y, o lo afrontamos, o va a… —Volvió a suspirar, sintiéndose tan triste y asustado que comenzó a marearse y se preguntó si no se desmayaría—. Va a terminarse —dijo con auténtico pesar.
—¿Que va a… —Margaret vaciló—… terminarse? —repitió con más incredulidad que angustia.
Él se enfrentó a sus ojos azules. A menudo parecían asustados. Solo que ahora, cuando él finalmente hacía una afirmación realmente aterradora, Margaret no parecía sorprendida. Por el contrario, sus ojos se ensombrecieron de cólera. Él no se arredró. Dijo de manera lenta y firme:
—Va a terminarse. No puedo seguir con esto. De verdad que no puedo. —Eso ya lo había decidido: al menos afrontaría la situación con franqueza.
Enrique la había asustado, desde luego. La había asustado hasta lo más hondo, y la sobriedad reemplazó a la histeria como reacción. Margaret cogió su cajetilla de Camel Lights —había dejado de fumar durante una temporada durante el embarazo, pero había vuelto después de unos meses—, sacó uno, lo encendió y se incorporó recogiendo las piernas para que no quedaran cerca de Enrique. Le lanzó una mirada furiosa, la boca apretada y la barbilla hacia delante, fría de rabia:
—¿Qué es esto? ¿Qué coño esperas que haga?
Sally —la amante de Enrique, su amor, la amiga de Margaret, su rival— había sugerido la solución, el cobarde acuerdo que, juiciosamente, estimó que Enrique tendría el valor de proponer: un consejero matrimonial. Él se había aferrado a la idea porque aplazaría al menos unas semanas el tener que enfrentarse a la terrible elección que Sally le estaba planteando. Enrique no se hacía ilusiones acerca de por qué Sally proponía esa maniobra dilatoria. Conocía las estadísticas: casi todos los que acudían a un consejero matrimonial acababan divorciándose. Era la etapa intermedia para los emocionalmente retraídos, gente como Enrique, demasiado tímida para decir la verdad sin un árbitro. Entendía que, según el cálculo de Sally, aunque aquello pospondría la decisión, supondría aumentar las probabilidades de que acabara decidiéndose por ella.
Margaret nunca había ido a ninguna terapia, pero después de todo era judía, y prácticamente no podía negarse a ir a ver a un médico para que la ayudara. Dijo:
—¿Y de qué vamos a hablar? ¿De cambiar pañales?
—Ese es el problema —dijo Enrique—. No hablamos de otra cosa.
—¿Crees que es culpa mía?
—Hablémoslo con el terapeuta —dijo Enrique, y se puso en pie dando por finalizada la conversación, la primera vez que ocurría en su matrimonio.
Por cortesía, sin embargo, Enrique dejó que fuera Margaret quien buscara el terapeuta, un tal doctor Goldfarb. Se lo recomendó una amiga de Lily que afirmaba que Goldfarb había salvado su matrimonio. Margaret debía de haber quedado impresionada por el descontentadizo discurso de Enrique y su posterior silencio, pues concertó una cita para esa misma semana, el martes, día en que solo tenía que ir a la revista unas cuantas horas.
Llegaron por separado, cosa que no parecía desentonar con la situación, y se encontraron en la silenciosa sala de espera de Goldfarb, con el ubicuo cartel de la exposición del Museo de Arte Metropolitano y el ineludible revistero de mimbre abarrotado de ejemplares de la revista del New York Times y de The New Yorker. Margaret cogió una revista y la hojeó violentamente, como si el director la hubiera ofendido personalmente. Desde su conversación en la cama lo hacía todo y lo había hecho todo con unos movimientos rígidos y furiosos, los labios en un gesto retraído y una mirada glacial en sus ojos azules. En la actitud fría y censuradora de Margaret, todo confirmaba no solo que no lo amaba, sino que tampoco lo aprobaba. A pesar de la condescendencia con que se refería a sus hermanos y de que se quejaba de que su padre era demasiado tímido a la hora de contradecir los planes y normas de Dorothy, Margaret esperaba la misma obediencia de Enrique. Se le permitía ser el artista libre con quien ella se había casado aventuradamente… menos con ella; ella lo quería siempre atado para meterlo en el horno.
Enseguida les hicieron entrar en el despacho de Goldfarb. Se sentaron incómodos en un par de sillas de capitán de barco de madera noble y sin adornos, al otro lado de la mesa del terapeuta. Goldfarb ocupaba una silla giratoria de alto respaldo y forrada de cuero que parecía considerablemente más cómoda. Las gruesas bolsas que había debajo de los ojos saltones del psiquiatra y su color gris apagado hacían que pareciera a punto de dormirse. El doctor Goldfarb les explicó que, a pesar de ser un freudiano tradicional, evidentemente la terapia de pareja no le permitía quedarse callado, por lo que llevaba aquellas sesiones de manera un poco diferente. No obstante, añadió que prefería escuchar lo que ellos tuvieran que decirle a hablar.
Anotó la información vital, incluido el seguro médico, y a continuación dirigió una mirada siniestra, primero a Enrique, mientras decía:
—¿Qué le trae aquí? —Se volvió hacia Margaret antes de que él pudiera responder y añadió—: ¿Qué ocurre en su matrimonio? —dejando que fueran ellos quienes decidieran quién debía responder.
Margaret le dirigió a Goldfarb una sonrisa amplia y falsa, una sonrisa de cóctel, y no dijo nada. Goldfarb volvió a mirar a Enrique.
—¿Cuáles son tus sentimientos, Ricky?
Margaret le corrigió antes de que lo hiciera Enrique.
—Enrique —dijo Margaret.
Eso pareció aburrir tremendamente a Goldfarb.
—Lo siento. En-Ricky —dijo, americanizando otra vez la tercera sílaba—. ¿Qué le ha traído aquí? —preguntó.
No estoy enamorado de ella, quiso decir Enrique. De hecho, ni siquiera me gusta. ¿Cómo se arregla eso? Incapaz de expresar esos sentimientos en voz alta, apartó la mirada de los ojos de pescado del psiquiatra y los dirigió al perfil de su bella y fría esposa. Esta, con sus dientes recién arreglados, perfectos en proporción y de un blanco resplandeciente, ponía una sonrisa radiante que ocultaba la desaprobación y rechazo que le producía su marido tras una actitud jovial y completamente superficial.
Hubo un largo silencio. Enrique la miró, Margaret miró al doctor, el psiquiatra los estudió a los dos.
—Al parecer, su marido quiere que empiece usted, Margaret —dijo Goldfarb, hablando con lentitud y arrastrando las palabras—. ¿Está preparada?
Con estupor, Enrique se dio cuenta de que no sabía qué iba a decir Margaret. Suponía que era desdichada, pero ¿lo había dicho? Suponía que quería quejarse de él, pero no estaba seguro. Sabía lo que ella pensaba de las obras de teatro y películas que habían visto juntos. Sabía lo que pensaba de sus amigos, de sus respectivas familias y de Gregory. Sabía lo que pensaba de Ronald Reagan y de la ley que obligaba a recoger las cacas de los perros en la calle. Pero no sabía qué iba a decir de su matrimonio. Estaba impaciente por oírlo, le daba miedo oírlo, y le daba miedo moverse o hacer ningún ruido por temor a que los auténticos sentimientos de Margaret se sobresaltaran y huyeran.
Pero Margaret no dijo nada. Se quedó mirando al vacío, como un precavido neoyorquino en el metro fingiendo que los pasajeros que van con él no existen. Enrique sintió pánico ante aquel silencio de estatua. Goldfarb, sin embargo, no se mostró impaciente. Se arrellanó aún más en su mullida butaca, al parecer preparándose para oír una larga historia, e hizo una petición que el joven Enrique no había hecho nunca: «Dime, Margaret. Dime lo que piensas de tu matrimonio».