El día después de que los padres de Margaret consintieran en respetar el funeral y el entierro que ella deseaba, la familia Cohen volvió a aparecer en masa en su apartamento. Los hermanos y sus esposas tuvieron audiencias separadas con Margaret, es de suponer que para despedirse. Las cuñadas se fueron antes que sus maridos a fin de que cada hermano pudiera estar un poco a solas con ella. Dorothy y Leonard también subieron solos, aunque a Enrique le pareció que sin haber planeado tener una última charla con ella. De hecho, parecían dar a entender que pensaban venir desde Great Neck cada día hasta el final. Enrique le expresó a Margaret su preocupación por ello durante un momento en que estuvieron los dos solos. Ella levantó una de sus cejas pintadas y declaró:
—Qué va. No te preocupes por eso.
Pero se preocupó. Y a cada minuto que pasaba le preocupaba más el poco tiempo que le quedaba para pasar con su mujer. Dedicarle otro día a su familia significaba que, exceptuando unas pocas palabras de afecto susurradas antes de que Margaret tomara la dosis de Ativan que la ayudaba a dormir, habría pasado otro día y otra noche sin poder estar a solas con ella. La noche anterior habían venido cuatro viejos amigos para tomar una última copa de champán y un poco de caviar con Margaret, y se habían quedado hasta tarde. Aquella noche vendrían Lily y Paul, otra despedida emotiva y difícil que agotaría a Margaret y la haría desear un sedante para dormir. En efecto, aquel sería otro día, uno de los apenas ocho que les quedaban, en el que estaría cerca de su mujer aunque, en realidad, separado.
Y al final resultó que se encontró a solas con el hermano pequeño de Margaret, Larry, ahora un hombre de mediana edad y medio calvo. En dos ocasiones, mientras su hermana lo cuidaba en casa, había resultado herido: una conmoción cerebral a los seis años, cuando ella intentaba enseñarle a montar en bici, y un brazo roto por culpa de un desventurado patín en la carretera de acceso a Utopia Parkway. Enrique creía que cuidar a Larry, por muy calamitosamente que lo hubiera hecho, le había enseñado a Margaret a ser una madre alegre y llena de energía. Cuando descubrió el espíritu de monitor de campamento que la animaba mientras jugaba a pelearse con sus hijos pequeños y lo fácilmente que hacía reír a los chicos, a veces adustos, Enrique había fantaseado con que estaba conociendo a la chica adolescente a la que su hermano pequeño, que la idolatraba, había perdonado todas las heridas. Temía el dolor que les esperaba a sus hijos y le daba miedo no ser capaz de consolarlos. Lo aliviaba la esperanza de que el depósito permanente de aquellas horas plácidas durante las que habían jugado en el suelo con su madre —no un recuerdo de felicidad, sino la asimilación no recordada de la dicha de Margaret por haberlas creado— pudiera proporcionarles un optimismo duradero que, con el tiempo, animara los corazones de sus hijos y les hiciera olvidar la crueldad de perderla.
A Enrique lo había criado una mujer desdichada, angustiada y miedosa. Se preguntaba si se habría enamorado de Margaret con el fin de proporcionarles a sus hijos una madre que los criara mejor. A su imaginación literaria le resultaba atractiva la idea de que la había elegido no solo por su piel blanca y pecosa, ni por sus luminosos ojos azules —señales de que tendría inmunidades distintas de las que proporcionaban la tez olivácea y los ojos castaños—, sino también porque su afectuoso relato del desastre ocurrido mientras cuidaba a su hermano Larry y la facilidad con que lo había aceptado le había llamado la atención. En los interminables Seders[6] y días de Acción de Gracias de los Cohen, había observado la permanente lealtad y amor de Larry hacia Margaret. Se preguntaba si aquel Larry de mediana edad comprendería que, sin saberlo, había aportado su grano de arena a la progenie de Enrique. Y se preguntaba si el hermano pequeño de Margaret podría comprender más fácilmente que él lo que supondría para sus hijos perder una madre tan vigorosa, sociable y valiente.
Enrique intentó dar con alguna pregunta que Larry pudiera responder sin demasiado esfuerzo, y que también reconociera el importante papel que había desempeñado en la vida de su hermana.
—Y dime: ¿has perdonado a Margaret por romperte el brazo y provocarte una conmoción cerebral? —preguntó, y le pareció una solución poco convincente.
Por un momento, Larry pareció incapaz de contestar. Pero enseguida lo hizo con toda franqueza.
—Fue una gran hermana mayor para mí. Era tan divertida. —Le rodaron las lágrimas por la cara como si aún fuera un niño y el acceso a sus sentimientos, un hecho rutinario—. Sé que bromeábamos acerca de esos accidentes, pero no fueron culpa suya. La verdad es que me sentía seguro cuando estaba con ella. Tanto daba lo que hiciera. Simplemente me encantaba estar con ella —dijo, y su cara se deformó de dolor. Enrique lo abrazó con fuerza, dándole unas palmaditas en la espalda hasta que Larry se hubo calmado lo suficiente como para respirar regularmente.
También el padre de Margaret protagonizó una escena muy emotiva media hora más tarde. Leonard, con los hombros caídos, cruzó la sala de estar con apenada lentitud hasta acorralar a Enrique en la cocina, algo muy fácil en aquel espacio pequeño y sin ventanas. Enrique, luchando con la fatiga y el dolor de cabeza, se estaba tomando su sexta taza de café a la una y media del mediodía. Leonard apareció a su lado, junto a los fogones, y puso la mano en el antebrazo de Enrique, señal de que iba a decirle algo importante.
—No quiero entrometerme, pero ¿cuánto cuesta una tumba en Green-Wood?
—¿En Green-Wood? —dijo Enrique para ganar tiempo y prepararse para lo que pudiera venir. ¿Iba a objetar que era demasiado cara? ¿Iba a ofrecerse a pagarla? Tendría que decir no a ambas cosas, aunque sin infligirle otro golpe a ese hombre herido. Leonard era el patriarca, y eso no lo cuestionaba ni su hijo mayor, que había sobrepasado a su padre en eminencia. Pero la inminente muerte de su hermosa hija lo había afectado mucho; a cada hora se le veía más pálido y débil, como si la pena lo consumiera.
A veces, mientras Enrique estudiaba la desolada cara de su suegro, le preocupaba que Leonard no sobreviviera a Margaret más que unas pocas semanas. En aquellos dos días, la intensidad del sufrimiento de los padres de Margaret se le hizo más física y vívida que en cualquier momento de los dos años y ocho meses que llevaba durando la enfermedad, y no solo porque Margaret se acercara al final. Hasta entonces sus visitas se habían visto cuidadosamente limitadas, por parte tanto de Margaret como de sus padres, a una duración que todos pudieran tolerar. Enrique a veces se había sentido molesto y desdeñoso con Leonard y Dorothy por lo escaso de su consuelo, una queja poco razonable, pues Margaret prefería mantenerlos alejados. Pero Enrique tuvo que admitir que ahora les daba gracias a ambos por haberle ahorrado el tener que contemplar de cerca su dolor mientras se les iba secando el corazón.
No había sido el caso de la madre de Enrique, que exigía que prestaran atención a su dolor. Cada sábado por la mañana, cuando visitaba a Rose en Riverdale, en su residencia, se veía obligado a darle la mano mientras ella lloraba por la enfermedad de Margaret, y a tranquilizarla diciéndole que él y los chicos se encontraban bien.
—¿Cómo vas a estar bien? —comentaba Rose, empecinada en su tristeza. Confortar a la inconsolable Rose era algo rutinario, el papel que había desempeñado toda la vida con su depresiva madre. Durante aquella crisis, sin embargo, el esfuerzo lo hizo chillar en el aislamiento de cristal de su coche mientras volvía a casa, desesperado por encontrar un momento para echar una cabezada antes de regresar con su esposa agonizante y dar gracias por conseguir estar de buen humor con ella. El contraste de aquellas reacciones parentales permitió que Enrique apreciara que la familia de su esposa lo había ayudado, a su manera, indirecta, a proporcionarle a Margaret la clase de consuelo que ellos no podían darle. Dorothy y Leonard —al igual que sus padres para él— no habían sido lo que Margaret hubiera deseado, pero habían encontrado una manera de mandarle la ayuda que precisaba a través de las fronteras embargadas de sus corazones.
—No es mucho dinero —le dijo a Leonard con la esperanza de evitarle cualquier inquietud a aquel hombre destrozado. Durante toda la vida, Leonard se había encargado de los problemas de su esposa y sus hijos y sus nietos. Y ahora no podía solucionar nada.
—¿Cuánto? —Leonard dijo muy serio.
—Diez mil —lo informó Enrique.
—¿De verdad? ¿Solo eso? —se preguntó en voz alta el microeconomista—. ¿Aunque haya tan pocas tumbas disponibles?
Enrique, aunque por lo general tenía un punto satírico, no encontró divertido que Leonard se preocupara por la oferta y la demanda. Era su manera de enfrentarse al mundo. Si no podía aliviarse con consideraciones de ese tipo en aquel momento, ¿cuándo lo haría?
—Bueno, supongo que la gente quiere comprar parcelas grandes, no una tumba suelta aquí y allá —le explicó Enrique, pensando en Dorothy, a la que jamás se le ocurriría elegir una tumba solitaria con la única compañía de gentiles del siglo XIX.
Leonard se quedó pensativo, estudiando el tema de los precios, supuso Enrique. En circunstancias normales, su suegro habría querido ver un folleto o la página web, y habría reflexionado sobre el coste relativo de los espacios para mausoleos en la parte nueva de Green-Wood en contraste con las parcelas disponibles que se apretaban entre las tumbas de la parte antigua, que eran monumentos históricos; y luego habría podido especular acerca de las desventajas de Brooklyn para los compradores procedentes de lugares prósperos como Long Island y otros factores. Enrique se imaginaba a Leonard concluyendo que los gerentes de Green-Wood deberían subir los precios. Desde luego, proclamaría con orgullo que su hija había encontrado una ganga. Pero Enrique había malinterpretado la manera de pensar de su suegro.
—No quiero ser indiscreto —afirmó Leonard finalmente—, pero ¿diez mil es mucho para ti?
Dorothy apareció sin avisar, hablando mientras entraba en la abarrotada cocina.
—¿Estáis tomando más café? ¿No es demasiado? Supongo que lo necesitas. —De manera insólita, besó a Enrique en la mejilla—. ¿Has dormido algo?
—¡Dorothy! —dijo bruscamente Leonard.
—¿Qué? —dijo ella, sabiendo, después de cincuenta años de matrimonio, que ese tono significaba que la había interrumpido. Ella fingió que no era cierto—. Solo quería saber de qué hablabas. Tampoco soy ninguna cotilla —añadió con la risa alegre de alguien que se conoce.
—Le estaba preguntando a Enrique por el precio de la tumba. Ha dicho que son diez mil…
—¿Diez mil? —dijo con la misma ambigua sorpresa que había expresado al oír que el rabino de Margaret era budista. ¿Estaba de acuerdo con que diez mil parecía poco, o, dado que ella nunca elegiría una tumba tan solitaria, demasiado?
—Le preguntaba a Enrique si era demasiado dinero para él.
—¡No queremos ser entrometidos! —exclamó Dorothy, como si la hubiesen acusado de serlo—. Es que no queremos que gastes demasiado. Queremos ayudar.
—No, no es demasiado —dijo Enrique. En muchas ocasiones, después de que se rodara su primera película y por fin fuera solvente, Enrique había deseado informar a Leonard y a Dorothy de que ya no era un escritor arruinado. Pero Margaret le había prohibido hablar de dinero con sus padres. Cuando él le preguntó por qué, ella le contestó:
—No lo entenderán. —Cosa que le pareció ridícula, teniendo en cuenta que Leonard entendía más de dinero que casi ninguna otra persona sobre la faz de la tierra, y que Dorothy también parecía comprender excepcionalmente bien las consecuencias de la política monetaria sobre el mercado de valores. Pero Margaret insistió—: No entenderán que para ti no hay término medio, ni que lo que acaba de ocurrir con algo que has escrito nada tiene que ver con lo que podrías escribir posteriormente. Son como todos los demás, Enrique, no entienden la locura a la que te enfrentas, no entenderán que no tiene nada que ver con lo bien que escribes. —Suspiró, como agotada por haber vivido en tan estrecho contacto con su carrera—. ¡Y en cualquier caso, no es asunto suyo! —concluyó en un tono exasperado que sabía que Enrique no desobedecería. Eran sus padres, y su relación con ellos se llevaba a su manera.
No obstante, aquel mandato se había dado cuando Margaret se encontraba bien y viva; ahora que se estaba muriendo no podía permitir que sus padres pensaran que diez mil dólares era más de lo que se podía permitir.
—Escuchad —anunció—, dejad que os explique mi situación financiera…
Dorothy soltó un grito de pánico.
—¡Nada de detalles! ¡No nos cuentes los detalles! No queremos entrometer…
—Me da igual —dijo Enrique, sin creerla. De hecho, ella enseguida cayó en un silencio profundo y atento, cosa inhabitual en Dorothy—. Tenemos poco más de dos millones de dólares en acciones y bonos. La casa de Maine vale más o menos un millón, y no está hipotecada. Llevo un tiempo sin trabajar, y probablemente a partir de ahora me costará ganar mucho dinero, porque casi todos los escritores, una vez pasados los cincuenta, ganan mucho menos dinero a no ser que sean famosos, lo que por desgracia no es mi caso. Pero a los sesenta y seis cobraré una pensión de la Asociación de Escritores… —Se interrumpió para observar sus caras silenciosas. Tenían los labios sellados, los ojos atentos y el cuerpo inmóvil, como si los hubiera hechizado—. Tendré una pensión de unos cien mil dólares al año, así que con lo que hemos ahorrado, aun cuando no ganara dinero nunca más, podría vivir cómodamente. Sobre todo si dejo de vivir como un rey.
Hubo un largo silencio. Leonard parpadeó y suspiró. Dorothy por fin rompió el silencio:
—Dos millones…
—Un poco más de dos millones en acciones y…
Ella le interrumpió.
—Dos millones no es mucho dinero. Ahora ya no es mucho dinero. Y no tienes ni idea de cuáles van a ser tus ingresos. Hollywood no es de fiar —declaró, y volvió a besarlo en la mejilla, un acto inusitado de afecto espontáneo. Con su tono apresurado de tengo-que-coger-un-tren, Dorothy añadió—: No te preocupes. Margaret nos hizo prometerle que cuidaríamos de ti, y yo le dije que te consideramos como un hijo. Naturalmente que cuidaremos de ti. —Se volvió bruscamente y llamó—: ¿Rob? ¿Todavía estás arriba? —Salió de la diminuta cocina gritando—: Cuando acabes, quiero hacerle una pregunta a Margs. Rob, ¿todavía estás arriba?
Desconcertado, Enrique le dirigió una mirada a Leonard, quien a su vez lo estaba estudiando. Sus ojos pálidos parecían esperar a que Enrique hablara. Enrique tenía más en común con su suegra de lo que le gustaba admitir, y concedía una gran importancia al tema del dinero, sobre todo en lo que se refería a los demás; estaba convencido, por ejemplo, de que el precio de la tumba era más importante para Leonard que para él mismo, aunque no hubiera prueba de ello. Supuso que Leonard seguía queriendo que lo tranquilizara acerca del precio de la tumba, con lo que afirmó lo evidente:
—En todo caso, los diez mil no suponen gran cosa para mí. Margaret me pidió que le comprara la tumba, y eso sí significa mucho para mí. Quizá sea una distinción insignificante, pero me gustaría pagarla.
Leonard asintió con una gravedad tan solemne que Enrique pensó que se mostraba reacio a darle la razón.
—Sabes —comenzó a decir Leonard, pero le costó pronunciar las palabras. Se aclaró la garganta antes de proseguir—. Uno de nuestros amigos me preguntó: «¿Ya te has resignado?». —Calló y miró a Enrique a los ojos. En los de Leonard apareció una emoción que Enrique rara vez había visto en su suegro: cólera.
—¿Resignado? —preguntó Enrique, y tardó un momento en asimilar ese cambio de tema—. ¿Resignado? —repitió la palabra en un tono de perplejidad, aunque sabía qué significaba—. ¿Resignado a qué? ¿A la muerte de Margaret? —añadió con desdén.
Leonard asintió con una sonrisa amarga.
—«¿Estás resignado?», me preguntó mi amigo. «¿Lo has aceptado?», me preguntó. —Los ojos de Leonard se llenaron de lágrimas mientras fruncía el ceño con indignación—. Y yo le contesté: «No tengo elección. Tengo que aceptarlo. Pero ¿estoy resignado?». —Negó con la cabeza, como un toro que intenta desembarazarse de la espada del matador—. No —declaró como si pronunciara un juramento ante un tribunal—. «No», le dije a mi amigo. —Pronunció la palabra amigo como si significara «enemigo»—. «No estoy resignado.» —Se tambaleó hacia atrás hasta dar con la cocina, temblando mientras tartamudeaba su desafío sin esperanza—. No estoy resignado a la muerte de mi hija. —Enrique lo abrazó, casi tanto para mantenerlo en pie como para consolarlo. Aquel gesto físico le pareció una intrusión, y estaba casi convencido de que Leonard lo apartaría, pero el anciano se dejó abrazar, y su pecho se hinchó dos veces con unos fuertes sollozos que desahogaron su absoluta desesperación. Cuando lo hubo soltado, Leonard se apartó, buscando su pañuelo—. Ya basta —declaró. Discretamente se limpió las lágrimas y se sonó la nariz—. Ya está bien —decidió—. Me he desahogado. Lo siento —dijo.
—No tienes por qué decir que lo sientes —lo tranquilizó Enrique.
El padre de Margaret asintió.
—No sé cómo has podido encargarte de todo. Yo no habría sido capaz. —Y como siempre que sus amigos o familiares le hacían ese cumplido, Enrique se preguntó, por milésima vez, si había en él alguna crítica oculta.
¿Debería haberse derrumbado? Muchas veces había querido hacerlo, y lo había hecho en secreto, en su despacho, en el coche, y dos veces en medio de una multitud de desconocidos en una calle de Nueva York. Pero tenía hijos. Al igual que Dorothy y Leonard, tenía unos hijos a los que acabar de criar. Siempre había supuesto que Margaret se encargaría de ello, que le sobreviviría y estaría encima de ellos mientras fueran adultos. Pero todavía le quedaba esa tarea por delante. Para su sorpresa, hasta ese momento consolar a sus hijos había sido algo sencillo, una cuestión de transmitir la información con franqueza y dejar que se sintieran tristes y asustados. Sus emociones, por doloroso que fuera ver cómo les pesaban sobre sus jóvenes hombros, eran puras, carecían del narcisismo de la gente más próxima en edad a Margaret, quienes se sentían más cerca de la bala que la había herido mortalmente. Max y Gregory estaban muy afectados, perplejos ante la enfermedad de su madre y aterrados por aquella muerte inminente. Enrique estaba seguro de que lo peor aún tenía que venir: cuando perdieran la cartera y ella ya no respondiera al teléfono; o ya no contestara a sus e-mails pidiéndole consejo para una importante entrevista de trabajo; o cuando nadie les advirtiera que tuvieran una americana a mano cuando visitaran a sus abuelos en el club de golf; o cuando ya no pudieran llamarla para oírle decir lo guapos y encantadores que eran después de que alguna chica zahareña los rechazara, o para oír cómo chillaba de alegría ante algún triunfo en su carrera; cuando se dirigieran al altar para casarse con su amada y no la vieran en primera fila; cuando tuvieran en sus brazos a los nietos de Margaret y no pudieran entregarle el futuro a ella: sería entonces cuando necesitarían a Enrique. Si se hubiera derrumbado durante la enfermedad de Margaret, le habría fallado a ella y habría asustado a los chicos, y después de un desastre como ese, ¿cómo habría podido coserles las heridas? ¿Y cómo podrían sentirse tranquilos Dorothy y Leonard de no haber sabido que había alguien relativamente sensato y cariñoso cuidando de sus nietos? Al final, después de años de confusión, se daba cuenta de que lo que él había considerado su punto fuerte, la escritura, no era lo que más había aportado a la gente que amaba. Su verdadero talento consistía en poder aceptar lo que sentían, por distinto que fuera de su verdadera naturaleza.
Se llevó el café al sofá repasando mentalmente el programa de Margaret. Mañana era el día de Greg, y también debía ser la última conversación privada de Max con ella. Greg llegaba aquella noche de Washington D. C., donde había estado trabajando desde que se licenciara en la universidad dos años atrás. El plan era que pasara el día a solas con su madre. Max, que se había visto obligado a presenciar día tras día la enfermedad de su madre durante sus últimos años de instituto, todavía tenía que manifestar cuándo quería pasar sus últimas horas con ella, si es que quería pasar alguna. A mediodía, Max había aparecido después de haberse emborrachado la noche anterior en un intento de cerrar los ojos ante lo que estaba pasando. Echó un vistazo a las caras largas de abuelos y tíos, y salió para encontrarse con alguien, o eso dijo. Enrique le detuvo en el ascensor para recordarle que si quería pasar unas horas a solas con su madre debía ser pronto, puesto que al día siguiente abandonaría los esteroides, y entonces tendría mucho sueño o estaría inconsciente.
—Te lo diré luego —dijo Max.
—¿No quieres pasar un rato a solas con ella? —le insistió Enrique, y deseó no haberlo hecho incluso antes de que los ojos inyectados en sangre de Max pusieran una mueca de dolor.
—No lo sé —dijo Max—, deja de preguntármelo. —Y se fue corriendo hacia el ascensor.
Enrique tuvo que concluir que Max estaba sopesando seriamente la posibilidad de no despedirse de su querida madre. Aquello le parecía absurdo. Él la adoraba. Durante la peor fase de la enfermedad, Max solía pasar bajo los cables del gotero para encaramarse al lecho y acurrucarse contra el cuerpo herido de su madre apoyándole la cabeza en el hombro. Cuando ella se sentía más débil, él le colocaba la cabeza en el hombro y le acariciaba la mejilla. Enrique creía que esa renuencia a despedirse de su madre era fruto de su cólera contra la muerte. Max estaba furioso por el fracaso de todos los esfuerzos por detener la enfermedad, aunque lo que más parecía enfurecerle era que lo único que parecía importarle a su madre fuera a qué universidad iría y qué trabajo tendría durante el verano en que ella muriera.
Enrique intentó salvar a Max del último intento de Margaret por controlar la vida de su hijo pequeño.
—No le quiero holgazaneando cuando yo me muera, tristón y bebiendo demasiado —declaró Margaret. Observó la cara de desaprobación de Enrique y suplicó sin aliento—. Tengo que seguir dándole la tabarra, Bombón. Puedo renunciar a todo lo demás, pero no puedo dejar de darles la tabarra a mis chicos. —Eso abortó su intento de proteger a Max. Durante todo su matrimonio, Margaret había esgrimido esa especie de imperativo emocional para conseguir lo que quería. Enrique le rebatía afirmando que no entraba en razón, cruzaba espadas verbales de desafío, y a veces la reprendía, la intimidaba o gimoteaba y suplicaba. Daba igual. Todas las tácticas fallaban. Quizá en una o dos ocasiones durante los veintinueve años de matrimonio, tras anunciar: «No puedo», ella cedió, pero en esta ocasión Enrique no podía esperar ganar. Se sentía igualmente impotente contra la negativa de Max a programar una hora con su madre. Y temía las consecuencias. Enrique sentía pena por los sentimientos de Max, agitados y a flor de piel, pero una intempestiva negativa a decirle adiós a su madre sería algo que lamentaría toda la vida.
¿Y cuándo le llegaría el turno de despedirse a él? A Margaret solo le quedaba un día más de esteroides. Greg lo consumiría, y luego el último grupo de amigos ocuparía otro día, y Enrique esperaba que Max también tuviera su momento. Le preocupaba que Margaret entrara en declive más rápidamente de lo que estaba previsto y él perdiera su preciosa oportunidad. Tenía que dejar pasar primero a los otros, pues era el anfitrión de esta lúgubre fiesta y Margaret había insistido en que la ayudara. De acuerdo. Pero tenían tantas cosas que decirse. ¿Habría tiempo suficiente?
Rob, el brillante y distinguido hermano mayor de Margaret, bajó las escaleras después de su audiencia y cruzó a pasos decididos la sala para sentarse al lado de Enrique, que tomaba otra dosis de cafeína en el sofá.
—Margaret y yo hemos hablado —dijo con un aire amable y una sonrisa divertida—. Me ha pedido que la ayude a descansar un poco de nuestros padres. Me los llevaré un par de días. De todos modos, tampoco es bueno para ellos. Deberían estar con sus amigos. Son ellos quienes pueden consolarles.
—¿Estás seguro? —dijo Enrique, preguntándose por el amigo «resignado» de Leonard.
Rob estaba seguro.
—Sí. Janice y yo nos quedaremos en Great Neck con ellos. Los mantendremos ocupados. Eso os dará a ti, a Margaret y a los chicos un poco de tiempo para estar solos.
Enrique dijo: «Gracias» de la manera más lenta y sentida que fue capaz.
Rob asintió.
—Le he prometido a Margaret que tú y yo estaremos en contacto. Sé que tú pasarás página, naturalmente, deberías hacerlo, todos lo sabemos y queremos que lo hagas. Pero si necesitas ayuda con lo que sea, con Max o Gregory, le he dicho que puedes contar conmigo. No quiere que vaciles en llamarme. Lo harás, ¿verdad?
Enrique se quedó un momento desconcertado. Todavía no era viudo, y en un primer momento no entendió que «pasar página» se refería a enamorarse de otra mujer. Él también suponía que con el tiempo viviría o se casaría con otra mujer, pues a él le gustaban tanto las relaciones como las mujeres. Pero aquello le pareció raro, como si te dijeran que todos los objetos, tanto da lo que pesen, caen a la misma velocidad. Eso se podía demostrar, pero parecía imposible. Tras un segundo de vacilación, entendió lo que significaba «pasar página». Había considerado lo suficiente la cuestión de tener otra relación como para haber decidido que, por sus hijos, dejaría pasar al menos cuatro años antes de presentarse con una sustituta de su madre, por muy inofensiva que fuera. Los cuatro años de Max en la universidad parecían un intervalo adecuado. Estaba a punto de contarle su idea a Rob cuando se dio cuenta de que esa conversación con el hermano mayor de Margaret era absurda y de mal gusto. Lo que hizo fue contestar a la pregunta, o a lo que él pensaba que le preguntaban:
—Naturalmente que estaremos en contacto. Los chicos y yo os veremos por Pascua y Acción de Gracias. Iremos a todas las reuniones familiares.
Ahora fue Rob quien pareció perplejo. Frunció el entrecejo y ladeó la cabeza como si intentara desentrañar lo que Enrique acababa de decir:
—Claro, lo que quiero decirte es que si hay algún problema yo puedo ayudarte. Margaret quiere estar segura de que seguiremos en contacto. Por si necesitas algo.
Solo entonces Enrique, demasiado reconcentrado en sí mismo, se dio cuenta de lo que debía de haber ocurrido arriba. Había supuesto que en las últimas conversaciones de Margaret con sus familiares hablarían de sus cosas. Margaret, por el contrario, intercedía por Enrique y sus hijos, asegurándose de que todo aquello de lo que ya no pudiera encargarse quedaba a cargo de sus apoderados. Por amor de Dios, se dedicaba a hablar de él.
Enrique se apresuró a tranquilizar a Rob prometiéndole que le llamaría si necesitaba algo, y manoseó diversos seguros y otros papeles de Green-Wood al pie de las escaleras. Esperó a que todos los Cohen, exceptuando a Dorothy, se hubieran reunido en la sala. Subió las escaleras para sentarse en su despacho, delante del dormitorio, haciendo cola para ser el siguiente después de la madre de Margaret. Mientras se acercaba al descansillo, las oyó hablar. Amortiguó las pisadas con la esperanza de poder escuchar aquella supervisión post mórtem que su mujer estaba planeando. ¿Qué les estaba encargando a cada uno que hicieran por él? ¿Que lo vieran felizmente casado de nuevo? ¿Que supervisaran cómo cuidaba de los chicos? ¿De qué era él incapaz de encargarse, según ella?
La puerta que separaba su despacho del dormitorio estaba completamente abierta, pero una pared le impedía ver el lecho conyugal. Mientras se acercaba a la puerta, se preguntó si debería entrar e interrumpir caso de que Dorothy le estuviera dando la lata a Margaret. Escuchar resultó fácil. No habían oído sus pasos, probablemente porque sus voces no eran solo fuertes, sino exaltadas. En lugar de su crispación habitual, Dorothy era todo afecto y dicha mientras canturreaba una fuga de elogios.
—Les cuento a mis amigos lo estupenda madre que eres, mucho mejor de lo que fui yo. Max y Gregory son dos chicos tan brillantes, tan cariñosos, tan listos y seguros de sí mismos porque tú has sido para ellos una gran amiga, una gran madre. Confían en ti y te aman, y son tan buenos y serios que harán algo bueno en el mundo. Estoy tan orgullosa de ti, Margs, tan orgullosa…
Y Margaret, con una voz límpida de amor, también hablaba, no sobre la voz de su madre, sino en armonía con esta.
—Tú eres la responsable, mamá. De ti aprendí a ser madre…
—No, no —decía Dorothy—. Tú les educaste a tu manera. Yo creía que estabas loca por quedarte en Manhattan y llevarlos a esos colegios, a ese absurdo colegio de la iglesia cristiana que me daba miedo, pero tú…
—Mamá, mamá, mamá —llamó Margaret, como si Dorothy le hubiera dado la espalda y necesitara su atención—. Mamá, escúchame, por favor. Escucha. Escucha.
—¿Qué, cariño? —Dorothy parecía haber conseguido que su voz fuera más amable, toda la estridencia de su angustia había desaparecido, y la sustituía un ardor sin aliento—. Te estoy escuchando —dijo, no a la defensiva sino como una promesa.
Hubo un silencio. Enrique oyó un frufrú de sábanas y la curiosidad le pudo. Se inclinó y se asomó por el vano de la puerta. Desde allí vio a madre e hija reflejadas en el cristal de una fotografía enmarcada de Max y Greg cuando eran pequeños que colgaba de la pared de delante de la cama. Margaret había conseguido incorporarse y abrazaba a su madre, y aquel no era uno de esos eficientes y rígidos abrazos de distanciamiento, sino que la apretaba y la mantenía contra el pecho, como si Dorothy fuera su niña. Margaret susurraba, más allá de la rígida curva del peinado con laca de su madre, a una oreja tan pequeña y perfectamente formada como la suya:
—Lo aprendí de ti. Como madre, todo lo que sé lo aprendí de ti. Eres mi heroína, mamá. Siempre fuiste mi heroína.
Dorothy, con la cabeza apoyada contra el corazón de su hija, sollozó la respuesta como si fuera un niño agradecido:
—Eres mía, eres mía, eres mía.
Embargada por la emoción, fue incapaz de decir más, y Enrique, avergonzado, con la cabeza palpitándole de las lágrimas que se habían quedado atascadas en algún lugar de su cráneo, retrocedió hacia la zona sin ventanas de su escritorio para que tuvieran intimidad. De pie en las sombras, se acordó de la esposa contenida de la que a menudo se había quejado, de la mujer sermoneadora de la que a veces había anhelado desesperadamente librarse, y en su cabeza resonaban unas palabras que golpeaban su alma como tambores, como si Dios le clavara en el suelo: Ella es buena. Es tan buena y dulce, y yo tan mezquino y amargado. Ella está llena de amor y yo estoy vacío sin ella.