Enrique le contó a Margaret todo de sí mismo. Había leído la metáfora «Le abrió su corazón» en Stendhal, Dickens, Balzac y Lérmontov, y probablemente, de manera sarcástica, en las novelas de Philip Roth. No obstante, lo que salió de él no parecía ser su corazón. Enrique le vació su alma, o su yo, o lo que le hiciera creer que era único. Le reveló todos sus sentimientos y secretos, o creyó haberlo hecho; y le relató todas las anécdotas de sus veintiún años de vida.
Durante la larga noche del 30 de diciembre de 1975, mientras las horas transcurrían hacia el amanecer de un nuevo día, la densa oscuridad que había más allá de la pared con ventanas situada detrás de la hermosa cabeza de Margaret permanecía inalterable, salpicada, que no revelada, por las aureolas color ámbar de las farolas de Nueva York. En el interior no había oscuridad gracias a que Margaret, al igual que Enrique, había comprado una de esas nuevas lámparas de pie halógenas. No la atenuó para crear un ambiente romántico. No encendió velas ni se medio embriagaron de vino. A Enrique lo rodeaba una iluminación alegre y exhibicionista: la intensa luz rebotaba en las paredes blancas y desnudas en su mayor parte, penetraba en los ojos azules de Margaret y brotaba del repiqueteo de su voz. Intercambiaron historias de sus vidas como si fueran estudiantes que empollan para un examen, vaciando una cafetera y fumándose medio paquete de cigarrillos cada uno. El cuerpo de Enrique estaba rígido y tenso: alerta como un depredador y cauto como una presa. Lo que le angustiaba no era desnudar sus sentimientos ante esa atenta joven de ojos insondables y estupefactos; lo que lo tenía temblando era saber que cuando ya no tuviera nada más que decir, tendría que pasar a hacer el amor. Y no solo el amor. Tendría que saciar sexualmente a esa criatura, que le parecía más hermosa e inteligente a cada minuto que pasaba, quizá una hembra humana, pero de una categoría tan superior que una mutación de la especie tan soberbia como esa debía de pertenecer a otra clasificación.
Enrique había tenido poco tiempo para reflexionar acerca de lo que había aprendido de Margaret. Su única oportunidad llegó durante una pausa para ir al baño, excusándose poco después de las cuatro de la mañana. El retrete era diminuto incluso para Nueva York. Había dos palmos de espacio entre la ducha-bañera, el lavamanos y el retrete, todo ello apiñado en una zona no mucho más grande que un armario. En la única pared libre —el resto eran espejo, bañera y puerta— colgaba una obra de arte abstracta: cuatro gruesos y espesos brochazos de pintura negra sobre un pequeño lienzo blanco, en forma de arcos o jorobas, que componían lo que podían ser nubes flotando o un cuarteto de gatos enfadados. Lo miró mientras su vejiga parecía vaciar la orina de diez personas, un proceso cómicamente largo y ruidoso, y el cuadro no le dijo nada, la misma nada que solían decirle los cuadros abstractos: no podía evitar intentar descodificarlos, aunque sabía que lo que había que hacer con ellos era «sentirlos». Tenía la esperanza de que esa inocua pintura no la hubiera hecho Margaret, aunque estaba seguro de que sí. Sin marco y con dos fragmentos de lienzo sin pintar, parecía obra de un principiante. Le sorprendió que lo hubiera colgado.
Sylvie, su ex novia, era pintora, o eso decía. Enrique tenía sus dudas. Le faltaba una idea global de lo que quería conseguir, y tampoco deseaba elaborar esa idea. Aceptaba trabajos de secretaria con la esperanza de que la echaran después de seis meses, el tiempo necesario para conseguir cobrar el desempleo, período que durante la recesión de los setenta se extendía a casi un año. A pesar de contar con tanta libertad para practicar su arte, producía poco. Durante los tres años y medio que convivieron, Enrique escribió una novela y media, mientras que Sylvie pintó menos de diez cuadros, y no acabó casi ninguno. Enrique la consideraba una perezosa, y basándose en los pocos esbozos que Sylvie había hecho de la forma humana, sospechaba que su predilección por lo abstracto tenía más que ver con su incapacidad para conseguir dibujar a la gente con las proporciones correctas que con haber trascendido la necesidad de ser figurativa. ¿Qué descabellada mala suerte podía haber hecho que se sintiera atraído por otra expresionista abstracta (así se hacía llamar)? Intentó tranquilizarse pensando que no era posible que Margaret se tomara la pintura en serio; a esas alturas ya le habría comentado algo.
A las cuatro y diez de la mañana de su tercer encuentro y su primera cita, Enrique captó muy vagamente la ambición última de Margaret. La primera impresión que había obtenido de Bernard era que Margaret trabajaba por su cuenta para algunas revistas. Enrique había supuesto erróneamente que corregía pruebas o verificaba datos, igual que Bernard; durante aquella primera noche de conversación en el apartamento de Enrique, este se había enterado de que era diseñadora gráfica. Cuando él le preguntó: «¿Eres artista?», ella puso algún reparo y contestó: «Hago la maquetación y escojo ilustraciones. A eso no se le puede llamar arte. Aunque se lo llama. Lo denominan dirección de arte», dijo, y le guiñó el ojo como si compartieran un secreto obsceno.
Mientras Margaret se tomaba su tostada de challah, le había contado que asistía a un curso de fotografía. Durante la Cena de Huérfanos, Enrique había observado brevemente dos fotografías enmarcadas en blanco y negro que colgaban sobre el sofá, pero no había tenido la oportunidad de fijarse en ellas. En el Buffalo Roadhouse, Margaret había mencionado que asistía a clases de interpretación. Pero cuando él le preguntó si quería ser actriz, ella contestó que solo lo hacía para pasar el rato, que carecía del talento y el desparpajo necesarios. También mencionó que asistía a clases de claqué con su amiga Lily, y que pronto comenzaría un curso de litografía. Mientras caminaban hasta el apartamento de Margaret, cuando ella le contó que su madre no quería que el hermano pequeño, Larry, fuera artista, y Enrique le preguntó si su madre le permitiría a ella serlo, Margaret le contestó por segunda vez que ella no era artista. Mientras se subía la cremallera, Enrique se tranquilizó a sí mismo diciéndose que la mediocre pintura del baño había sido el producto de una de sus diletantes exploraciones.
Que uno no supiera cuál era su ambición en la vida, aunque fuera un rasgo común en la gente de su edad, era algo que desconcertaba a Enrique. Había quemado todos los puentes que pudieran desviarlo de escribir novelas, y no renunciaría a su objetivo por difícil que se pusiera su carrera. Sabía que si acababa teniendo algún colchón de seguridad, algún día se desplomaría encima de él y fracasaría en su importante misión de escribir una serie de veinte libros, al igual que Zola y Balzac, con personajes entrecruzados, una visión alternativa de la gran ciudad de Nueva York habitada por los hombres y mujeres de la familia Sabas, un deslumbrante tapiz rebosante de penetrantes retratos de las grandezas y locuras de su gente. No entendía cómo una persona lista, inteligente e imaginativa como Margaret podía vivir sin la pasión de alcanzar algo. Resultaba desconcertante y hermosamente extraño. Y precisamente por eso la perspectiva de yacer desnudo con ella asomaba tan exquisita y aterradora. Y aunque afirmaba no ser sexista, lo cierto es que si ella hubiera sido un hombre, Enrique no habría sentido más que desprecio por su falta de una ambición concreta.
Cuando le tocó a Margaret ir al cuarto de baño, Enrique estudió las dos fotografías que había sobre el sofá. Había imaginado que las había hecho ella, pero al observarlas atentamente le pareció improbable. En la primera se veían dos hombres, uno anciano, el otro un veinteañero, sentados sobre una calle adoquinada con una gran red de pescar, que probablemente reparaban, extendida sobre las piernas. Lo raro era que vestían de calle: los dos iban con chaqueta de cuero, y el joven calzaba zapatos de vestir. La expresión de sus caras era recogida y relajada y no ajena al fotógrafo, como si este fuera un viejo amigo. En la otra foto aparecían tres niños pequeños haciendo cola en mitad de la calle de un pueblo. Al igual que los pescadores, parecían europeos, y el fondo de edificios bajos y torcidos y adoquines desnivelados, también. Los niños se veían alegres y serios a la vez. Uno sonreía, otro observaba con una seria nostalgia, y el último se veía pensativo. Todos exhibían sus sentimientos sin la menor reserva. Aunque miraban a la cámara, y era evidente que sabían que los estaban fotografiando, daban la impresión de estar escrutando directamente el alma del observador. Enrique tuvo la sensación de conocerlos gracias a esa fotografía: aquel estaba siempre un poco triste, el otro era travieso, el otro un encanto.
No había duda de que la persona que había tomado las fotografías poseía no solo buen ojo y control técnico, sino también una enorme experiencia. El escenario europeo y el que se hubiera ganado la confianza de los personajes convenció a Enrique de que las había tomado un hombre de mediana edad. Le preocupó que el hecho de no reconocer esas fotografías tan conseguidas delatara su ignorancia, pues debía de haberlas tomado alguien como Robert Capa o algún genio francés o italiano. No estaba seguro de quién era famoso por ese u otro tipo de fotografías. No había atendido cuando sus padres y sus hermanos mayores hablaban de Atget y Cartier-Bresson. Oír hablar de cine y fotografía era algo que irritaba infinitamente a Enrique, aunque ambas cosas le gustaran. Ir al cine por la tarde entre semana le satisfacía casi tanto como masturbarse, aunque ¿cómo podían compararse esos trucos mecánicos —cambiar una lente, manipular la luz y la sombra— con lo que Joyce identificaba acertadamente como la más elevada y espiritual de todas las artes: la novela? La pintura, la escultura, el teatro: esas sí eran formas artísticas elevadas. Pero ¿algo que procede de una máquina? A Enrique le encantaban las máquinas, porque si aprendías a hacerlas funcionar adecuadamente al final hacían lo que tú querías. No ocurría lo mismo con su cerebro. Consideraba que por muchas horas que dedicara a escribir, no había garantía ninguna de que ese esfuerzo desembocara en una frase sólida, y mucho menos le permitiera expresar plenamente lo que había en su imaginación.
No obstante, aquellas fotografías eran excelentes. Enrique se dijo que ojalá pudiera impresionar a Margaret identificando al autor. No había duda de que ella las valoraba. El enmarcado era elegante, con el paspartú adecuado. Quizá su ambición no estaba clara, pero teniendo en cuenta dónde había colocado el cuadro y dónde las fotografías, conocía la diferencia entre la creación de un aficionado y el producto de una búsqueda perseverante de la perfección.
—Son estupendas —dijo cuando Margaret regresó del cuarto de baño, en parte para expresar lo que sentía y en parte para anticiparse a cualquier insinuación de que después de las cuatro de la mañana debería irse a casa.
—Oh… —Margaret se quedó contemplando las fotografías enmarcadas como si hubiera olvidado su existencia—. Gracias… —dijo, y añadió—: Italia es maravillosa.
—¿Italia? —repitió Enrique. Anteriormente ella le había dicho que había pasado un semestre en el extranjero viviendo con una familia italiana. Por un momento, Enrique titubeó. ¿Era ella la autora de las fotos? No, probablemente las había comprado allí. Era demasiado tímido como para admitir su ignorancia, y lanzó un globo sonda—: ¿Así qué se tomaron en Italia?
—Sí… —volvió a decir ella en un tono distante, como si soñara con la época en que había vivido allí. Retomo su posición anterior en el sofá, y él también—. Ojalá hubiera hecho más fotos.
Eran de Margaret. Enrique se quedó muy sorprendido: eran muy buenas; ella se sentía lo bastante orgullosa como para colocarlas en un lugar prominente; llevaban horas charlando y Margaret ni siquiera había mencionado que la fotografía fuera su ambición, ni siquiera una afición.
—El año pasado asistí a un curso de revelado. —Soltó una carcajada, lanzándole una mirada recelosa mientras le confesaba el motivo—. Pensarás que soy una completa diletante por matricularme en tantos cursos estúpidos, pero son divertidos. Me gusta probar cosas.
—¡No pienso que seas ninguna diletante! —mintió Enrique—. A mí también me encanta aprender. Me das envidia. —Eso era cierto. Le daba envidia que ella hubiera aprendido claqué, fotografía, litografía, francés y técnicas básicas de interpretación. Él también quería saber lo más posible de cómo funcionaba el mundo. Pero no por un motivo tan absurdo como divertirse. Quería información para impresionar a los lectores y escarbar en la vida interior de sus personajes. El trabajo era donde casi todo el mundo invertía más tiempo y mantenía relaciones más complejas; le preocupaba escribir sobre personajes sin conocer, de una manera física e íntima, qué hacían exactamente cada día en su trabajo. Deseaba tener el carácter curioso y aventurero de Margaret. Aunque consideraba que el enfoque utilitario y preestablecido de su carrera era superior a las superficiales exploraciones de Margaret, reconocía que ella tenía más posibilidades de aprender los detalles que él necesitaba para que sus personajes respiraran y sangraran.
Margaret pareció complacida cuando Enrique dijo que la envidiaba. Se llevó la mano derecha al pelo y ahuecó los rizos negros que había aplastado por encima de su oreja perfectamente perfilada.
—Es que al final me aburro e intento alguna cosa nueva —dijo—. Es absurdo. Carezco de tu disciplina. O de la de mi hermano. Me parece tan increíble que hayas escrito tres novelas. ¿Cómo lo haces?
—Me siento solo en una habitación durante horas y horas —dijo, y era la pura verdad. Se desplazó en el sofá y señaló las fotografías con la intención de asegurarse—. ¿Tú has tomado estas fotos? —Margaret asintió arrugando la barbilla en un gesto compungido—. Son fabulosas —dijo Enrique—. Creía que eran copias caras de algún fotógrafo muy famoso, y me avergonzaba no conocer el nombre del autor. Lo que quiero decir es que son estupendas. Realmente de primera. —Se interrumpió al comprobar que sus francos elogios le habían llegado a Margaret más hondo que todo lo que había dicho antes.
—Oh… —fue lo único que salió de la boca de ella. Por primera vez en la vida, se sintió aturrullada. La chica que nunca se dejaba intimidar, la fría coqueta, la mujer calculadora, la conversadora burlona, la que sabía escuchar, la exploradora independiente, la hija resignada, la hermana cabreada, la hermana maternal: Enrique había visto y oído en ella todos esos colores y notas, pero esa era la primera vez que la privaba de su condición de mujer y la dejaba sonrojada y tartamudeante de placer. El efecto fue asombroso, y se descubrió pensando: Si pudiera hacerle esto con mi pene, sería un hombre feliz.
Se consoló al recordar lo que Sylvie le había enseñado en Nuestros cuerpos, nuestras vidas —que él podía garantizarle el mismo resultado con la boca—, pero incluso un joven bisoño como Enrique se daba cuenta de que con su franca reacción ante esas fotografías le había ofrecido a Margaret una satisfacción mucho más perdurable que la que pudieran proporcionarle sus diversos apéndices corporales, por muy diestramente que él los manejara.
En un destello —la clase de iluminación reveladora que tenía que alcanzar antes de poder describir bien un personaje— se dio cuenta de que los airados comentarios de Margaret acerca de la oposición de su madre a que su hermano fuera arquitecto, así como su resignado chiste de que a ella se le permitía hacer cualquier cosa siempre y cuando se casara y tuviera dos hijos, eran su manera indirecta de declarar su auténtico deseo. Aunque lo negara, deseaba ser artista. Probablemente quería ser una grandísima artista, se dijo Enrique, atisbando su ambición más profunda precisamente porque la mantenía oculta. Margaret quería creer en su propio talento, ser igual que Enrique, alguien que permanecía fiel a sí mismo día tras día, dedicar su vida a un refinamiento gradual de su don natural hasta producir una obra que pudiera exhibir con orgullo, no en un cuarto de baño, sino en las salas de estar del mundo. Durante un momento de euforia, vio con tolstoyana claridad lo que se ofrecían el uno al otro: el hecho de que Margaret fuera una mujer satisfecha de sí misma que disfrutaba de la vida le impediría entregarse al pesimismo y el resentimiento ante las decepciones del mundo, cosas que podían envenenar su obra; y la fe terca y cotidiana de Enrique en la capacidad del arte para elevar al artista y al público por encima de la mediocridad social la inspiraría a la hora de llegar a ser esa Margaret secreta, la gran artista que había tenido que ocultar a su pragmática familia e incluso a su propia tímida personalidad. Ella poseía un encanto que él nunca conseguiría, y él, la voluntad que ella no sabía imponer.
Enrique siguió intentando dar en la diana del placer de Margaret con más elogios de sus fotos, pero ella rechazó los posteriores halagos y pasó al tema de la tenacidad de Enrique.
—Has dicho que tu segunda novela fue mal y tuviste críticas realmente terribles. Pero enseguida empezaste tu tercer libro. ¿Cómo conseguiste no desanimarte?
Por entonces, su intuición acerca de la profunda lógica de lo que los conectaba se había perdido, oscurecida por una mezcla de lujuria y ansiedad: se preguntaba si debajo del suéter de lana había pecas que descendían hasta sus prominentes pechos; si se le endurecerían los pezones; si preferiría que su lengua los rodeara o los atacara de frente y si debía utilizar primero un método y luego el otro. Y bajo todos aquellos tentadores planes y visiones lo que le preocupaba, del mismo modo que un aviador miedoso teme el despegue, era si su pene iba a funcionar. Y si no funcionaba, ¿lo perdería todo? ¿Quedaría en nada todo lo que había dicho, todo lo que habían intercambiado?
Así que se puso a hablar apasionadamente, algo que podía hacer con facilidad porque, se le levantara la polla o no, su corazón y su mente estaban llenos de pasión. Describió la sensación de poder y excelencia que le proporcionaba la escritura, el gran logro de, después de días y días, semanas y semanas, meses y meses, acabar por fin una novela, llegar al mismísimo lugar donde había planeado, una satisfacción que no palidecía ni aunque el libro no resultara como habías pretendido. Nada podía empañar su orgullo al crear algo que salía de su cabeza, que pasaba de lo inmaterial a lo concreto. Ahí, en sus manos, estaba su universo, tan vivo y lleno de vida para Enrique —a veces, al menos— como el mundo real. Confesó sin empacho lo mucho que le gratificaba el proceso de escribir. No recurrió a las quejas habituales de los novelistas: el dolor de producir, la molesta sensación de no estar a la altura, la frustrante búsqueda de sentido e innovación. Admitió que a menudo consideraba que era un mal escritor y que todavía tenía que conseguir todo lo que había pretendido lograr en sus novelas, pero recalcaba que esos fracasos no echaban a perder el placer del intento. Se encontraba muy cerca de la prisión de aburrimiento de la que había escapado: seguía levantándose cada mañana y dando gracias al destino con el mayor fervor por no tener que ir más al instituto ni a ningún trabajo aburrido. Cuando él le confesó la embarazosa verdad de que tener en sus manos el manuscrito acabado de una novela le infundía una cálida sensación de éxito, y que casi suponía una recompensa suficiente en sí misma, ella puso una radiante sonrisa de aprobación.
Enrique reunió el valor para preguntarle si el cuadro del cuarto de baño era suyo.
—Sí —contestó ella encogiéndose de hombros y esquivando sus ojos inquisitivos—. No sé qué hago con eso. —Ella le sonrió avergonzada—. Pero ojalá lo supiera. La fotografía es divertida, pero preferiría pintar. —Se quedó pensativa de una manera que él no le había visto antes, y a continuación volvió a dirigirle sus ojos grandes como si quisiera comprobar qué pensaba.
Enrique apenas podía resistir el impulso de tocar sus animados labios y rodear aquellos brazos delgados y los hombros orgullosos. Sin previo aviso y sin transición física, se le abalanzó como si se zambullera en una piscina y se besaron por segunda vez. En aquella ocasión, ella se le abrió durante más tiempo y él se hundió más profundamente. Para su alivio, mientras estaba sumergido, la parte de su cuerpo que hasta entonces había carecido de fuerza y deseo se puso en posición de firmes bajo sus calzoncillos y empujó hacia el cinturón, como si reclamara que la pusieran en libertad.
Gracias a Dios, se dijo Enrique, no voy a quedarme impotente como la última vez, cuando su ligue de una noche acabó en fiasco después de quince minutos. Aquel fracaso asomaba en su recuerdo como la traumática evocación de un accidente de coche casi fatal. Con aquella chica, todo su cuerpo de cintura para abajo había quedado insensibilizado, pero ahora no ocurría lo mismo, no con Margaret. Todo va a ir bien, se dijo.
Y con la llegada de esa tranquilizadora predicción, inexplicablemente perdió toda la confianza de que fuera a ser cierto. El pánico inundó su cerebro y no lo abandonó cuando acabó aquel beso húmedo y ella levantó las piernas, acuclillándose sobre el sofá para quedar más alta, sonriéndole con esa absoluta seguridad en sí misma mientras rodeaba con un brazo el hombro de Enrique en un gesto posesivo. Aunque este sentía que la punta de la polla seguía hinchándose, apretada por el elástico de sus calzoncillos y totalmente bloqueada por el cinturón, le preocupaba su solidez. El miedo parecía absurdo, pues aquel estado parecía irreversible. Sintió el deseo de poder meter la mano y empujar aquel trasto exigente hacia un rincón donde tuviera sitio para expandirse, pero no tuvo valor para confesarle a Margaret la existencia de aquella erección. No sabía por qué debería avergonzarse del deseo que sentía por ella, y no se lo preguntaba. Lo que absorbía su mente era la probabilidad de que la constricción del cinturón de cuero causara un daño permanente que le dejara, al igual que el triste héroe de Fiesta, incapaz de consumar con el amor de su vida; en el caso de Enrique, no a causa de una emasculación infligida por una herida de guerra, sino gracias a una no menos devastadora lesión por morreo.
Valerosamente se arriesgó a sufrir más daños y se deslizó a lo largo del brazo de Margaret, como si resbalara por un pasamanos, para besar lo que llevaba horas tentándolo: la tersa suavidad de su cuello. Ella le permitió quedarse, aunque se estremeció cuando él apretó sus labios tibios de café en aquel hueco y probó el postre de su piel con un movimiento de lengua. Ella le apartó con la barbilla, lo que provocó un momento de alarma, pero fue para dejar sitio para su propio ataque, cayendo en picado y mordiéndole el labio inferior antes de cubrirle la boca con la suya mientras sus esqueléticos brazos tiraban de él con una fuerza sorprendente, como si fuera a tragárselo entero.
Incluso para alguien tan inseguro como Enrique, aquello pareció una clara señal de que ella lo deseaba. Ahora estaba dispuesta. Además, él tenía que cambiar algo, cuando menos, hacer un ajuste en sus pantalones. La incomodidad se había convertido en dolor, y él temía de verdad que, a no ser que conquistara o abandonara el campo enseguida, acabara ocurriéndole algo más que un imaginado daño literario a la parte de su cuerpo menos comprendida y más exigente. Tenía que seguir y arriesgarse a perder todo lo que tanto le había costado conquistar con aquella chica tan hermosa, ese genio sin descubrir, esa infinita fuente de buen humor, ese pelo negro, esos ojos azules, ese regalo de un blanco de nata que un novelista que fuese mucho más generoso que Enrique con sus personajes habría dejado caer como un oasis en medio de su desolación.
Margaret se mantenía cerca de sus labios. Lo contemplaba con ese gesto característico de expectación que él achacaba a que se conocían de hacía poco: probablemente ella quería revelarle algo. Las emociones de Margaret le resultaban indescifrables y emitían dos mensajes claros y desconcertantes: que deseaba todo lo que él podía darle, y que estaba igualmente preparada para quedar horrorizada o encantada.
Enrique se sintió abrumado. Y se oyó decir, sin haber considerado si era prudente o no decirlo:
—Tengo miedo.
Ella asintió como si hubiera sabido lo que él iba a decir.
—Yo también —dijo, como si ambos tuvieran miedo de algo que nada tenía que ver con ellos, como si fuera algo que acechara en el exterior, en la inmutable negrura de Nueva York.
—¿Qué es lo que te da miedo? —preguntó Enrique. No se imaginaba qué podría temer Margaret de aquella situación. Estaba totalmente enamorado de ella, y, aunque a lo mejor no llegara a saltar por la ventana si ella se lo pidiera, desde luego lo consideraría seriamente.
—Ya lo sabes —dijo ella, frunciendo el ceño como si se burlara de él.
¿A qué demonios se refería? ¿Al sexo? A ella no podía asustarla: era él quien debía tomar el mando; ella era deliciosa y bella; todo lo que tenía que hacer era quedarse echada mientras él, atento a sus reacciones, procedía a excitarla magistralmente para humedecer su receptividad y alcanzar él mismo un abultado estado de poder, procurando, al mismo tiempo, no entusiasmarse demasiado y acabar aquella unión de manera prematura. Lo había hecho bien muchas veces con Sylvie, aunque después de diversos intentos desastrosos. ¿Y si Margaret no tenía tanta paciencia? ¿Y si descubría que la fantasía que se había construido de él, esa fantasía de que era un hombre apasionado, seguro de sí mismo y decidido, era falsa y nunca se lo perdonaba? ¿No se disgustaría al enterarse de que, a pesar de sus tres años y medio de convivencia con una mujer, en el fondo seguía siendo virgen?
—No lo sé —dijo él—. Sé por qué estoy asustado, pero no por qué lo estás tú.
Enrique se rió. Se estaba comportando de un modo increíblemente estúpido, y eso se le hacía divertido.
—¿Qué es lo que asusta a todo el mundo?
Margaret puso una mueca como si él la hubiera pinchado con un palo puntiagudo.
—Bueno… —dijo indecisa—. ¿Qué te asusta a ti?
Enrique quiso decir: «Que no me funcione el pene o que me funcione demasiado rápido», pero tampoco estaba tan comprometido con la verdad.
—Yo primero, ¿eh? —Se hizo el remolón.
A ella eso le hizo mucha gracia.
—Sí. Tú primero.
—Que yo no te guste… ya sabes… —Y, abrumado por la vergüenza, asintió hacía la base de la L, ocupada casi por completo por el tálamo tamaño imperial de Margaret.
Margaret parpadeó asombrada. No una vez. Ni dos. Sino tres veces, como si su cerebro fuera una caja registradora incapaz de hacer sonar las palabras.
—¿Te refieres al sexo? —Su cara se sumió en la incertidumbre ante la respuesta que acababa de descubrir.
Al parecer, aquella posibilidad estaba tan alejada de su mente que Enrique tuvo que concluir que había cometido un tremendo error al colocarla ahí, y más de manera tan prominente.
—¿Por qué? —preguntó Margaret con su capacidad de pasar en un momento de la comprensiva delicadeza al frío sarcasmo—. ¿Hay algo repugnante en ti? —Pareció lamentar lo antipático de esas palabras—. Tus besos no me han repugnado —añadió, y para amortiguar aún más el golpe, lo besó, demorándose sobre sus labios y emitiendo un leve ronroneo de placer antes de echarse para atrás y reformular la pregunta—: ¿Qué te da miedo de ir a la cama?
Margaret había disimulado su sorpresa y consternación, pero el atisbo de una auténtica reacción de menosprecio asustó a Enrique. Su mente buscó frenética una mentira plausible. Lo que expresó, paradójicamente, fueron sus auténticos sentimientos.
—Estoy tan nervioso por el hecho de que sea nuestra primera vez y por estar tan enamorado de ti que me da miedo no tener una erección y que me eches a patadas y no volver a verte nunca más, y eso sería —le tembló la voz ante la triste perspectiva— terrible de cojones.
Como él había temido, Margaret palideció. Nunca le había ocurrido algo tan terrible. En su cara se leían claramente la sorpresa y la decepción. Lo había elogiado hacía solo unas horas por ser un hombre entre muchachos, y ahí estaba él, admitiendo, con una voz aguda y quejumbroso —y era una magnífica palabra para expresarlo, precisa y resonante—, su impotencia. Enrique la miró a los ojos, vio su mirada fulminante, de asombro, y se dio cuenta de que había cometido un error fatal.
—Creo que es mejor que me vaya —farfulló y bajó la vista al parqué, abrumado por la vergüenza.
Margaret se le echó encima antes de que pudiera levantarse. Se deslizó entre sus brazos, le besó el cuello, los labios, el párpado derecho, que él cerró a tiempo para evitar la ceguera, hasta la frente y en torno al ojo izquierdo, la mejilla izquierda, volvió a los labios, donde se detuvo y le sopló unas palabras boca a boca, una brisa cálida.
—No digas eso.
Los ojos de Margaret estaban tan cerca de los suyos, grandes y con un sentimiento que lo anegaba todo, que Enrique dejó de sentir su propio cuerpo y cayó dentro de ella, hablando como si ella y él fueran uno y esos fueran sentimientos que compartían.
—Pero es cierto —dijo él. Sería terrible no volver a verla, pensó, y no supo si lo había pronunciado en voz alta, así que dijo—: Sería terrible no volver a verte.
—Volverás a verme —susurró ella, y a continuación lo besó con furia antes de inclinar la cabeza y morderle el cuello con tanta fuerza que Enrique casi chilló. Margaret regresó a su campo de visión, lo llenó y dijo—: Pero tienes que hacerme un favor. No vuelvas a decir eso a no ser que lo pienses. Que lo pienses de verdad.
El cuerpo de Enrique estaba enardecido, pero su mente seguía confusa.
—No lo entiendo —soltó, incapaz de pensar mientras lo inundaba la luz de los ojos de Margaret.
—Nos seguiremos viendo. No te preocupes por eso. Y no te preocupes por el sexo. Pero no digas eso —recalcó la palabra con el desprecio que merecía la impotencia— a no ser que lo pienses de verdad.
Enrique, totalmente perdido, le preguntó perplejo:
—¿No quieres que diga que voy a estar impotente a menos que vaya a estar impotente de verdad?
En toda la noche, Margaret no se había reído ni de una sola de sus ocurrencias; con esa pregunta inocente y franca, Enrique dio en el blanco. Margaret echó la cabeza hacia atrás, reveló el hueco que había entre sus dientes, desnudó su vulnerable cuello y gorjeó durante su carcajada:
—No… no… no… —Suspiró de alivio, y sus labios picotearon los de él mientras susurraba—: No digas que me amas a no ser que sea cierto.
—Es cierto —se quejó él, ofendido. No entendía que habían estado hablando de cosas diferentes.
Margaret afirmó en un decidido tono corrector:
—Te gusto.
—¡Sí! —exclamó Enrique, sin comprender la distinción.
—Tú me gustas —dijo ella.
—Bien —contestó Enrique, todavía obtuso—. Me alegro —añadió.
Margaret se apretó contra él, llevó la boca cerca de su oreja derecha mientras con la mano izquierda cubría el bulto de sus tejanos negros. Susurró:
—De momento no digamos más que eso. —Y la idea pareció inyectarse directamente en la conciencia de Enrique. Todo lo que comprendía en ese momento, mientras ella lo acariciaba y resonaba en su cabeza la extraña confesión de que a ella le gustaba, pero no lo amaba, era que esa distinción significaba algo para ella. No obstante, para él no tenía ningún sentido, pasar de que Margaret le gustara a amarla había sido un proceso sin transición alguna.
De todos modos, estuvo un rato sin pensar mientras se besaban torpemente y se palpaban la carne a través de las obstrucciones de lana, algodón y tela de tejanos. Enrique se dejó flotar en las ondulaciones del tacto y el fascinante descubrimiento de dónde ella era dura y dónde era blanda, de cuándo se le abría y cuándo le molestaban sus manos. Con los ojos cerrados y los brazos entrelazados, Enrique había olvidado su nombre y dónde se encontraba cuando ella le cogió de la mano y se levantó.
Enrique debía de llevar mucho tiempo con los ojos cerrados, pues la opaca oscuridad de Nueva York se había convertido en un esperanzador azul oscuro, y hacia el este se veía el resplandor naranja del fuego del sol. Vio el bloque desierto: la calle desierta de coches y gente, los árboles sin hojas, las ventanas a oscuras. Un camión de la basura se aclaraba la garganta en la esquina, el canto del gallo que anunciaba que la ciudad estaba a punto de despertar. Totalmente vestida, Margaret lo arrastró hasta la cama y se tendieron por primera vez el uno junto al otro, y los pies de ella le llegaban a las rodillas, y los de él sobresalían del borde de la cama. Sus zapatillas de deporte colgaban en el aire. Se las quitó de una patada mientras seguían besándose.
El desplazamiento hacia la cama había reavivado en Enrique la conciencia de lo que estaba a punto de hacer. Le angustiaba la perspectiva de estar desnudos y quería que ocurriera lo antes posible. Tiró del suéter de Margaret y buscó por debajo, rozando con la punta de los dedos la sedosidad de su vientre. El tacto de Enrique la hizo susurrar y le abrió las caderas cubiertas de tejanos lo bastante como para apresarle la pierna, empujando el sexo contra el duro poste del esquelético muslo de Enrique. Se frotó contra él con el deseo y la independencia de un gato, arqueándose y emitiendo débiles sonidos, utilizándolo y deseándolo, aunque de alguna manera tampoco necesitándolo. Cuando las manos de Enrique alcanzaron la tenue tela de su sujetador y se colocaron debajo sin esfuerzo para poder deslizar las palmas rápidamente sobre sus pezones endurecidos, ella soltó un gruñido como si hubiera dado un puñetazo. Margaret apretó los labios, la entrepierna y el estómago contra él, como si pretendiera atravesar su piel y hundirse en él, y de repente ya estaba incorporada, sacándose el suéter y de pie para quitarse los tejanos, ya los tenía fuera y tiraba de la manta y las sábanas, bajándolas de manera que a Enrique no le quedó más opción que ponerse en pie y quedarse en calzoncillos. Se apresuró como si tuviera que ir a alguna parte, sin dejar de pensar que ojalá pudiera ir más lento.
Margaret tembló al meterse bajo las mantas en sujetador y bragas, y se enroscó en torno al escuálido cuerpo de Enrique, y a continuación se arqueó para colocar sus pies fríos sobre los muslos de él.
—Estás tan calentito —dijo ella hundiendo la cabeza contra su pecho y subiéndola hasta el cuello, mordiéndole otra vez y subiéndola hasta la boca mientras enroscaba los muslos en torno a la pierna derecha de Enrique para montarla. A través de la delgada tela de las bragas, él se daba cuenta de que estaba húmeda y completamente casada con su deseo. Enrique, sin embargo, estaba divorciado de su cuerpo, el cual, para su sorpresa, seguía duro en toda su extensión, y su erección parecía enorme contra la fina membrana de algodón que la separaba de la fría piel de Margaret.
Puesto que ella podía sentir el placer felizmente, Enrique bajó la cabeza y comenzó a viajar y explorar, pero no llegó muy lejos. En cuanto alcanzó sus pechos y comenzó a desabrocharle el sujetador, Margaret se incorporó, lo desabrochó ella misma y lo dejó caer sobre el parqué, y a continuación bajó las dos manos, se quitó las bragas y las arrojó lejos de la cama como si lanzara un sombrero. Él hizo lo mismo con los calzoncillos, y se sintió tremendamente desnudo. No recordaba si alguna vez se había sentido tan desprovisto de protección. Cuando ella volvió a acogerlo en sus brazos, apretando, deslizándose, apremiándolo para que se apretara contra su piel ahora cálida, colocando sus dedos delicados en torno a su polla tensa y dolorida, él se sintió tan perplejo y vulnerable como un recién nacido.
Enrique volvió a bajar la cabeza para hacerle el amor con la boca, pero ella lo apartó como si estuviera ya demasiado excitada como para soportar más excitación, y rodó hasta quedar boca arriba, atrayéndolo para que se le colocara encima. Él estaba duro como una piedra, tan rígido allí como en el resto del cuerpo, con lo que la cosa parecía lógica. Pero en cuanto se le colocó encima perdió toda sensibilidad ahí abajo; no sentía su sexo. Empujó porque se suponía que tenía que hacerlo, pero donde se suponía que había una abertura, él rebotó como una pelota lanzada floja. No fue un rebote infalible, sino más bien mustio.
La tristeza le abrumaba. Sintió pena por lo que perdería debido a ese inexplicable fracaso. Justo en el momento en que parecía que todo el trabajo duro estaba hecho, que había encontrado el puerto, resultaba que no era capaz de atracar. Qué desesperante haber estado tan próximo a la satisfacción y comprender, angustiado, que estaba condenado a no penetrar nunca ese misterio. Volvió a empujar. Pero supo, incluso antes de verse aplastado por la pared del cuerpo de Margaret, que fracasaría.
Margaret frunció el ceño, perpleja. Bajó la mano y le agarró el pene. Se estaba aflojando, cada vez más blando ante la evaluación de su mano. Y Enrique estaba seguro de que era desagradable al tacto.
—Lo siento —dijo Enrique, y lo sentía. Lo sentía más que nunca en su vida, un profundo pesar ante toda esa vida de felicidad que había perdido.
Ella se colocó de lado apartándose del decepcionante cuerpo de Enrique, quien salió de ella con un golpe seco, un pescado que boquea, perdiendo contacto completamente con Margaret. En ese rechazo, Enrique experimentó lo doloroso que era y sería ese abandono: quedaría más huérfano que cualquiera de los personajes de Dickens.
Pero ella no le dejó ir. Volvió a deslizarse en sus brazos, lo besó suavemente y le susurró al oído.
—Durmamos. —Con los dedos le acarició la espalda tensa, calmándolo—. Quedémonos echados y durmamos.
—Lo… —comenzó a decir él, sumido en un tremendo dolor, para excusar su fracaso. Solo consiguió pronunciar esa palabra: el sonido que produjo fue como el aullido de una criatura extraviada. Margaret enseguida lo interrumpió.
—Shhh… —dijo para calmarlo, pasándole la mano plana arriba y abajo del lomo—. Cierra los ojos —dijo Margaret, y él pasó del frío terror a la cálida fatiga. Le dolían los músculos como si hubiera corrido una maratón y le ardían los ojos como si hubiera caminado por un incendio. Los cerró, y eso supuso un alivio.
Sus pensamientos también se calmaron. Abandonaron el temible paisaje de la cama y pintaron una playa. Se hundió profundamente en la arena cálida y contempló un mar ondulante que se extendía hacia un horizonte azul e infinito.
—Durmamos —murmuró Margaret, y él se abandonó. Abandonó sus expectativas y se abandonó a sí mismo. Por primera vez en todas las horas que había pasado con Margaret, quizá por primera vez en su larga vida de veintiún años, dejó de pensar en un futuro de ambición y preocupaciones.