Durante cinco días con sus noches un continuo flujo de personas entró en la casa de Enrique y Margaret y subió las escaleras que normalmente solo ellos, sus hijos o la mujer de la limpieza subían. Aquellos últimos visitantes cruzaron el pequeño estudio donde Enrique escribía los fines de semana y una pequeña entrada que daba a un dormitorio casi tan grande como el antiguo apartamento de Margaret, donde se besaron por primera vez. Su dormitorio estaba lleno de una luz que procedía de su amplia vista del sur de Manhattan, que solía estar dominada por las cajas rectangulares y relucientes de las torres del World Trade y cuyo vacío quedaba marcado aquellos días por la cima de un cuarteto de grúas. Enrique trajo sillas extra para los grupos más grandes, como por ejemplo cuando el padre y la madre de Margaret, sus hermanos y las mujeres de estos fueron a comer.
El último almuerzo de la familia Cohen con Margaret fue precedido por una confrontación que, en un aspecto, Enrique había temido durante todo su matrimonio. Margaret le pidió a Enrique que les dijera a Dorothy y Leonard que quería que su funeral se celebrara en la sinagoga del siglo XIX del Lower East Side, donde el ateo Enrique la había acompañado desde que le diagnosticaran el cáncer; que quería que el funeral lo presidiera su excéntrico rabino budista; y que deseaba ser enterrada no en la parcela de la familia en Nueva Jersey, sino en las colinas el cementerio de Green-Wood, en Brooklyn, desde donde se veía el sur de Manhattan, donde Margaret se había corrido sus juergas de joven, amansado a Enrique y criado a sus hijos, y donde moriría.
Margaret, al ver la expresión de temor en los ojos de su marido ante la perspectiva de tener que enfrentarse a sus padres sin ella, se aprestó a tranquilizarlo:
—Una vez se lo hayas dicho, yo confirmaré que eso es lo que quiero, pero no soporto tener que discutir con ellos, así que explícaselo. Así se harán a la idea, y luego me los mandas. —Enrique no contestó. Si Margaret no hubiera estado enferma, él habría intentado escaquearse del asunto, pero ¿cómo iba a hacerlo ahora? En cualquier caso, ¿no era esa la oportunidad para empezar a aprender algo nuevo? Los Cohen eran los abuelos de sus hijos; tendría que aprender a tratar con ellos sin ayuda—. Puedes hacerlo —dijo ella ante su silencio—. Protestarán, pero harán lo que yo quiera. Solo que no tengo ganas de escuchar sus tonterías.
Algo fallaba en su manera de plantear la situación, aunque Enrique no era capaz de señalar el qué, pero tenía poco tiempo para reflexionar sobre ello, ni siquiera media mañana. Sus padres llegaron a las diez de la mañana. Max, tras haber acabado la secundaria una semana antes, probablemente estaría durmiendo la mona después de haber ingerido una preocupante cantidad de alcohol. Margaret seguía arriba, inmersa en el largo proceso de vestirse. Tenía que sortear los tubos y puertos que no podían ocultarse completamente, la aplicación de maquillaje con los ojos llorosos y la falta de cejas, y el pelo postquimioterapia, que era frágil y ralo, aunque ya lo bastante tupido como para dificultar el proceso de ajustarse la peluca. Aquellos preparativos dejaron a Enrique a solas con Dorothy y Leonard en la sala de estar, una excelente oportunidad para informarlos de cómo iba a ser el funeral.
No tuvo mucha elección; fue la segunda pregunta de Dorothy.
—¿Max aún duerme? —preguntó inmediatamente después de que ella y Leonard se aposentaron en el sofá. Casi atropelló el sí de Enrique para preguntar, como era típico en ella, no una sola pregunta, sino todo un párrafo de interrogantes, emparedados entre suposiciones, consejos y respuestas a sus propias preguntas—. ¿Y qué me dices del funeral y todo eso? ¿Qué vais a hacer? Me refiero que, ¿por qué ibas a saber tú nada de todo eso? De funerales y cementerios. Nunca has tenido que hacer nada parecido. Menos en el caso de tu padre, pero tú no tuviste que organizar nada, ¿verdad? ¿No fue tu hermana quien se encargó de todo en Florida? Suponemos que quieres celebrar una ceremonia conmemorativa en Nueva York para tus amigos. Y a Margs le gusta su rabino. Lo sabemos. Así que su rabino podría hacerlo aquí, en Manhattan, no pasa nada. Pero ¿y el templo? ¿Vuestro templo es lo bastante grande para todo el mundo? Mucha gente querrá venir. Tenemos muchos amigos. Y vosotros tenéis muchos amigos. ¿No será demasiada gente para ese pequeño templo? Es tan pequeño. ¿Qué te parece lo que he pensado? Podríamos celebrar el funeral en nuestro templo para que viniera todo el mundo, y luego vosotros podríais celebrar la ceremonia conmemorativa en la ciudad, para vuestros amigos. Eso sería una solución. En muchos casos se celebra un funeral y una ceremonia conmemorativa. Pero ¿y la tumba? No tenéis tumba, ¿no? Margs y tú no lo habíais previsto. ¿Y por qué tendríais que haber pensado en ello? —Puso un gesto de incomodidad y bajó la voz, como si comentaran algo pornográfico—. En la tumba de nuestra familia hay mucho sitio. Cuando llegue el momento, y sabemos que falta mucho para eso, tú también podrías estar. No sé dónde quieres ir, si quieres estar con la familia de tu padre, pero nosotros te consideramos parte de nuestra familia, así que… —Negó con la cabeza, como si todos aquellos pensamientos fueran moscas que la rondaran. Exclamó—: Es terrible, es terrible… —Y el caparazón de su cara se agrietó de angustia al pensar en cómo iba a controlar la última ceremonia social de su hija. Aunque Dorothy se sentía obligada a organizarla, Enrique se daba cuenta de que aquel hecho era demasiado doloroso para que ella pudiera planificarlo.
Enrique dijo suavemente, depositando en la palabra todo el afecto de que fue capaz:
—Dorothy…
Pero ante el sonido de ese tono de consuelo, Dorothy abandonó el dolor, las arrugas se alisaron bajo el peso del maquillaje, y su voz regresó al estridente tono de la planificación:
—Es terrible, pero tenemos que pensar en estas cosas. El aparcamiento, por ejemplo. ¿Hay parking en tu templo? Y tu rabino. Tendríamos que conocerlo. Él no nos conoce. —Se interrumpió bruscamente, el aluvión de palabras se cortó sin más. La mente de Enrique le daba vueltas a cómo desenredar ese matorral de hechos erróneos y puras suposiciones. Dorothy se sentó recta como un palo en el sofá mientras el pánico emanaba de sus ojos azul pálido al tiempo que Leonard se hundía en el asiento y sus tristes ojos violeta nadaban en la desesperación.
Enrique se aclaró la garganta de la obstrucción de veintinueve años de objeciones que había tenido que tragar, del malestar por la manera de hacer las cosas de Dorothy, siempre adelantándose a todos, y del miedo que le constreñía ante la idea de ser incapaz de hacer lo que Margaret quería sin ofender al mismo tiempo a su madre. Y entonces se dio cuenta, mientras contemplaba la confusión y el dolor de los padres de Margaret. La dificultad que le presentaba aquella situación consistía en que mediar entre Margaret y su madre exigía una diplomacia extraordinaria, y Enrique no era nada diplomático. Los hijos de los Cohen eran maestros de la insinuación al tratar con su madre, a la hora de expresar sus deseos sin dejarlos explícitos, de rechazar una petición sin decir que no, de estar de acuerdo sin estarlo, de luchar sin golpes. Enrique siempre decía las cosas a la cara, gritaba los noes y canturreaba los síes; era una criatura que amaba los cielos despejados pero que también exigía los inevitables mares tempestuosos, las nubes negras y los vientos que aullaban en el huracán de todos los años para crear en la atmósfera de afecto un azul más intenso que antes. Nunca había desatado una tormenta Sabas sobre Dorothy, y hacerlo ahora, de todas las ocasiones en que se había sentido tentado, sería una catástrofe que no podrían reparar ni todos los voluntarios del mundo.
Y sin embargo, sin crear vientos huracanados, ¿cómo podía estar seguro de que el nudoso roble de preocupación y control de Dorothy se doblegaría ante la brisa de los deseos de Margaret? ¿De qué otra manera podía derrocar la poderosa necesidad de familiaridad de Dorothy? Ella quería sentarse en el mismo edificio anodino al que había ido durante treinta y cinco años, sabiendo que poseía un gran aparcamiento. Quería que la rodearan los amigos de toda la vida mientras ella se sentaba en el mismo banco de madera donde año tras año había expiado pecados que harían reír a cualquiera, y escuchado a su viejo amigo rabino que repetía lugares comunes que consolaban precisamente porque ya no significaban nada. Quería conducir por la misma carretera que había tomado una y otra vez para honrar las tumbas de su madre y su padre, y de la madre y el padre de su marido; sentirse segura en ese contexto nuevo y desgarrador repitiendo las mismas palabras y mirando la misma tierra levantada.
¿Cómo podía explicarle Enrique que, aunque Margaret estuviera muerta en el funeral, para poder irse en paz necesitaba imaginarse separándose de la gente que amaba en lugares que amaba? Necesitaba decir adiós en el evocador templo de piedra y madera levantado por artesanos europeos en medio de la miseria de las calles del Lower East Side, que no tenía aparcamiento porque estaba demasiado poblado por inmigrantes que intentaban ganarse la vida. Necesitaba imaginarse que la lloraban en un símbolo de la ascendencia judía que Margaret prefería considerar suyo, más que en la anónima casa donde había pasado su infancia en Queens, o en los céspedes y centros comerciales de Long Island, escenario de la posterior prosperidad de sus padres. Que sobre su cuerpo sin vida un rabino budista pronunciara un confuso discurso de consuelo que intentara reconciliar el tribalismo y la furia descarados del Antiguo Testamento con los modernos anhelos de aceptación y armonía. Como último gesto de mujer obligada a abandonar a su marido y a sus hijos demasiado pronto, deseaba yacer para siempre lo más cerca posible del lugar donde los había alimentado, y en el lugar más elegante y acogedor que pudiera encontrar. Que, incluso en la muerte, Margaret deseaba seducir más que exigir; que la lección que había aprendido de su madre era que a su familia le pedía emoción, no obediencia.
Enrique comprendió cuál había sido el obstáculo en sus veintinueve años de convivencia con esos creadores mitocondriales de hijos: para vencer a Dorothy o a Margaret, si es que alguna vez había ganado una batalla con esas mujeres, debía insistir sin discutir, desobedecer sin debatir. Siempre que había entablado una negociación, había perdido. Tras sus tumultuosos primeros años de matrimonio, solo unas cuantas veces le había exigido algo a gritos a Margaret, y nunca a Dorothy. Y tampoco de manera directa. Una o dos veces había utilizado a Margaret para pedirle algo a Dorothy, pero en aquellas ocasiones Margaret estaba de su lado: ella lo había utilizado como un matón entre bastidores. Pero anteriormente habían contradicho los deseos de Dorothy por cuestiones triviales, como por ejemplo si pasarían sus vacaciones escolares en la residencia de los Cohen en Florida. La triste circunstancia que les ocupaba ahora no podía decidirse por decreto. Necesitaba reconciliar lo irreconciliable.
Comenzó, como imaginó que haría un diplomático, colocándose en el sofá al lado de Dorothy, tan cerca como haría un amante. Le habló con voz serena.
—Margaret y yo lo hemos hablado todo. Margaret ha dejado muy claro lo que quiere. No sé si te acuerdas de que dejamos de asistir al pequeño templo, el templo del Village donde Max y Gregory celebraron su Bar Mitzvah. Nos pasamos a una sinagoga grande y antigua del Lower East Side. —Dorothy se aprestó a interrumpirle, pero Enrique siguió hablando—. Es una sinagoga del siglo XIX parcialmente restaurada. De hecho, es el templo más antiguo que sobrevive en Nueva York…
—Margaret me estuvo hablando de él —dijo Leonard, enderezándose en el sofá mientras su curiosidad natural por la historia judía le sacaba de su dolor—. Ahora no funciona, ¿verdad?
—Nuestra congregación lo alquila un viernes sí y otro no, y en las grandes festividades. Nuestro rabino, que es budista…
—¿Es budista? —dijo Dorothy, y su cara se ensanchó en lo que bien pudo ser sorpresa u horror. En cualquier caso, ese detalle no le inspiraba confianza.
—Dice ser budista, pero fue un rabino tradicional durante muchos años, y llevamos casi dos asistiendo a su servicio, un viernes sí y otro no y en las festividades importantes. Margaret lo adora. Dice que es el primer rabino que le gusta. —Dorothy y Leonard comenzaron a hablar al mismo tiempo para recordarle que ya habían oído todo eso, pero Enrique sabía que ambos pensaban que les estaba proponiendo celebrar el funeral de Margaret en el pequeño templo de la calle Doce, donde ella solía llevar a sus hijos sola, cuando gozaba de buena salud y Enrique la desafiaba con el orgullo de su ateísmo. No esperó a que callaran para decir—: Lo conservan deliberadamente como un templo del siglo XIX que no hubiera tenido un buen mantenimiento. Ahora este aspecto ruinoso está de moda. Pero es un lugar totalmente seguro, limpio, tiene mucho sitio para vuestros amigos y los nuestros. No sé si tiene parking. Estoy seguro de que hay uno cerca. Pero es donde Margaret quiere que se celebre el funeral. Y quiere otra cosa. No desea ser enterrada en Nueva Jersey. Desea estar más cerca de Nueva York. Hay un cementerio en Brooklyn, es un monumento nacional, pero permiten que haya unas pocas tumbas nuevas, y lo he dispuesto para que…
Eso fue demasiado para Dorothy.
—¡No quiere que la entierren con nosotros! —exclamó, arrojando una bomba de histeria y culpa en el sereno discurso de Enrique. El deseo de Margaret de que la enterraran en un lugar que admiraba se acababa de convertir en un rechazo a su madre. Durante gran parte de su vida de casado, Enrique había querido chillarle a Dorothy que ese era su punto flaco, que no tenía idea de hasta qué punto su hija respetaba sus deseos. Quería gritarle ahora que debía intentar ver el mundo a través de los ojos de su hija. Esperó pasivamente a que su cólera estallara, como si fuera un transeúnte. Estaba seguro de que no sería capaz de reprimir su frustración, teniendo en cuenta lo fatigado que estaba y su necesidad de descargar la tensión. Se quedó esperando a que el Enrique de siempre, el joven confuso y desaforado a quien Margaret había rescatado, tuviera una pataleta y aumentara la desolación de aquella circunstancia ya de por sí desdichada.
Pero en su corazón no había ninguna tormenta. Cogió las manos de Dorothy, cosa que no había hecho nunca. Ella se quedó perpleja e intentó retirarlas pero él no se lo permitió. Los dedos y las palmas de las manos de Dorothy, rígidos, se relajaron. Enrique pronunció: «Dorothy» en el tono amable que había imaginado que utilizaría con una hija que tuviera el corazón roto. Le apretó las manos, y ella se las apretó a su vez, y los ojos asustados y angustiados de Dorothy se clavaron en los suyos.
—Dorothy, Margaret te quiere. Desea ser enterrada en Green-Wood no porque no desee estar contigo, sino porque le encanta Green-Wood. Una amiga de su grupo de apoyo está enterrada allí, y verla en ese cementerio la ayudó a superar la pérdida. No hay nada más. Se dispone a dejarnos, y eso se le hace muy cuesta arriba. Necesita saber que todo lo que tiene que ver con su muerte va a ocurrir como a ella le gustaría. Lo necesita para poder aceptar que va a ocurrir. Es todo lo que nos pide. Green-Wood está cerca, mucho más cerca que Nueva Jersey. Puedes visitarla allí.
Los ojos pálidos de Dorothy parpadearon hasta adquirir un tono de azul más oscuro, como si levantaran una persiana para permitirle mirar en sus profundidades. A Enrique le pareció —y se preguntó si ella sentiría lo mismo— que por primera vez miraban los ojos de otra persona. Lo que vio no fue a la exigente matriarca que tanto le molestaba, ni a la burguesa que nunca lo vería como un triunfador, ni a la madre criticona que nunca elogiaba a su hija lo bastante. Vio a una muchacha solitaria que buscaba la aprobación de sus padres.
—Dorothy —le suplicó con toda la amabilidad que pudo—. Hagamos esto por ella. Es muy difícil para todos. Muy, muy difícil para ti, quizá más que para cualquiera de nosotros, pero pongámoselo lo más fácil que podamos a Margaret. Por ella, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo ella con emoción, pasada ya la histeria—. Claro que quiero ponérselo fácil. Soy su madre. La amo. Se me rompe el corazón —dijo, y le brotaron las lágrimas—. Claro que haremos lo que ella quiera.
Avergonzada por mostrar su dolor, intentó taparse la cara con las manos, y él se las soltó. Dorothy buscó un pañuelo de papel en el bolsillo. Esa actividad le frenó las lágrimas. Necesitaba aparentar ser fuerte para sentirse fuerte, concluyó Enrique, y se volvió hacia Leonard. El anciano tenía los ojos anegados en lágrimas, pero no hacía nada para secárselas. Dijo con el tono solemne de un juramento:
—Haremos lo que Margaret quiera. ¿Necesitas ayuda con los preparativos? —Enrique negó con la cabeza—. ¿Estás seguro? —preguntó el patriarca.
—Estoy seguro —dijo Enrique y suspiró, respirando tranquilo. Por un momento, sintió un arrebato de felicidad, hasta que recordó cuán triste era lo que había conseguido.
Los hermanos de Margaret y sus esposas aparecieron en masa a eso de las once y se quedaron hasta última hora de la tarde. A petición de Margaret, trajeron el almuerzo de la tienda de delicatessen de la Segunda Avenida, un famoso restaurante kosher. Ella tomó dos perritos calientes con mostaza y sauerkraut, y una patata rellena. Comieron en la mesa del comedor, pero luego Margaret se sintió cansada y le pidió a Enrique que subiera el gotero arriba, y los invitó a seguirla. Los atendió desde la cama, rompiendo la habitual formalidad de la familia en cuanto a emplazamiento, pero no en cuanto a la vestimenta. Todos iban muy arreglados, los hombres con pantalón sport, camisa con botones en el cuello y americana. Dorothy y las cuñadas llevaban vestido, como si fuera Acción de Gracias o Pascua. Pero en lugar de hablar de naderías como hacían habitualmente, se entregaron a emotivas evocaciones de la infancia, y elogiaron a Margaret como madre. Dorothy no alabó a Margaret de manera directa, sino que reprodujo comentarios halagadores que habían hecho amigos de Margaret. Esos encomios fueron poco convincentes, puesto que ese contacto con Margaret se limitaba a un rápido saludo al pasar por el club de campo, la verdadera fuente era Dorothy.
Esta manera indirecta de elogiar a Margaret en su lecho de muerte decepcionó e irritó completamente a Enrique. Sabía que Dorothy no pretendía ser mezquina. Finalmente comprendió que Dorothy y Leonard eran emocionalmente retraídos, no fríos; su reserva no significaba que amaran menos. No obstante, en todas las cosas había un momento en que había que armarse de valor. Enrique quería más de ellos que su timidez crónica. Su resentimiento crecía a medida que iba transcurriendo aquel día de evocaciones. Pero lo que más lo decepcionó fue que Dorothy no dijera nada acerca de la obra artística de su hija. Finalmente, después de horas de estar sentada delante del gran cuadro de Greg y Max que colgaba sobre la cama de Margaret, Dorothy dijo:
—Nunca había visto este cuadro.
Enrique esperó a que dijera que era hermoso, o al menos que sus nietos estaban muy guapos. Pero lo único que hizo fue repetir:
—No, no lo había visto nunca.
—Hay muchos cuadros suyos que no has visto —replicó groseramente Enrique.
—¡Nunca me invitó a verlos! —chilló Dorothy como si la hubieran pinchado con una aguja, y en cierto sentido, así había sido—. Nunca me invitaste. —Se volvió para acusar a Margaret—. Yo quería venir. ¿Te acuerdas? Dije que quería ver tu obra y que luego podíamos ir a comer. Por donde está tu estudio hay muchas galerías de arte, ¿no es cierto, Margs? ¿Te acuerdas? Dije que quería venir a ver tus cuadros y almorzar contigo y que podrías enseñarme esas nuevas galerías. Pero no me invitaste nunca —repitió Dorothy, como si fuera una niña desatendida y Margaret una madre que no da nada. Dorothy se puso de puntillas, erguida y alerta como un pájaro en su percha. Apoyaba una mano en la butaca de orejas en la que se había desplomado su marido y miraba apesadumbrada a su frágil hija. La progenie masculina de Dorothy ocupaba unas sillas plegables al pie del lecho de Margaret. Los dos hijos habían llegado a lo más alto en su profesión, eran hombres de mediana edad ricos y eminentes. Mantenían la barbilla baja en un gesto penitente, como si el fracaso de Margaret a la hora de acoger a su madre en su mundo también los acusara a ambos. Atónita por la queja de Dorothy, Margaret miró a su madre desconcertada. En aquella cara consumida por la enfermedad, sus ojos parecían más grandes, y su cuerpo era más pequeño que nunca. La cualidad traslúcida de su piel rivalizaba con la de los tubos de plástico que se adentraban en los puertos de su pecho. Por un momento nadie dijo nada.
Fue entonces cuando Enrique se dio cuenta de hasta qué punto era extraña aquella relación entre madre e hija. Dorothy esperaba que Margaret le diera una explicación en lo que todo el mundo sabía iba a ser la última conversación que madre e hija mantendrían. Dorothy era una mujer discreta, y ese era un asunto muy privado, y sin embargo se lo pedía en una habitación llena de gente, aunque todos eran miembros de la familia. ¿Acaso temía que, sin público, Margaret le dijera algo ofensivo? Cierto era que, durante su enfermedad, Margaret había mantenido a su madre a distancia, pero Enrique sospechaba que toda la familia, Dorothy incluida, lo había agradecido. El disgusto de aquella madre al verse impotente para detener lo que estaba ocurriéndole a su hija solo empeoraba las cosas. Margaret comprendía ese rasgo dominante de la naturaleza de su madre: necesitaba controlarlo todo para sentirse segura, pero nadie podía controlar la enfermedad.
Pero ¿por qué se había mantenido Margaret apartada de Dorothy cuando estaba sana? Enrique creía que esa era la cuestión que Dorothy quería ver respondida. Diez años atrás se había quejado amargamente de que Margaret y ella no mantuvieran una relación tan estrecha como las amigas de Dorothy y sus hijas, y llegó hasta el punto de acusar a Margaret de no poseer «sentimientos familiares». Margaret, una hija cumplidora en comparación con sus amigas, se sintió ofendida e irritada por la acusación. «Mi madre no sabe ser amiga mía», se quejó a Enrique, a quien eso le pareció un diagnóstico exacto. Pero no creía que Dorothy quisiera ser amiga de su hija. Creía que estaba ofendida porque Margaret ya no le pedía consejo.
Margaret había aceptado en una ocasión la opinión de su madre. Cuando Gregory y Max eran bebés, buscó el consejo de Dorothy acerca de toda clase de temas relacionados con la crianza de los hijos. Y cuando ya llevaba diez años casada, le pidió ayuda a su madre durante su crisis económica más grave, poco después de abandonar su trabajo para concentrarse en criar a los niños. Fue una época en que la carrera de Enrique, que de todos modos apenas daba para ir tirando, se derrumbó, y estuvo durante un año casi sin ingresos. En aquella época Dorothy aportó más que dinero. Ayudó a Margaret a encontrar una nueva niñera cuando la que tenía sufrió un accidente de coche. Alentó a Margaret a no volver a trabajar, contradiciendo el consejo de todas sus amigas, que opinaban que debía encontrar un empleo para aliviar la presión que sufría la carrera de Enrique. Dorothy insistió en que Enrique, con su ayuda económica, sobreviviría a ese «problema», tal como Dorothy calificaba su incapacidad para ganar con sus novelas el dinero suficiente para mantener a la familia. «Es una persona creativa», dijo entonces. «Los ingresos de las personas creativas suben y bajan. Y son gente que no sabe nada de dinero», añadió, cosa que indignó a Enrique, aunque eso no viniera al caso. Dorothy se daba cuenta de que él intentaba ganarse la vida. No era la falta de esfuerzo lo que le censuraba. Su hija había decidido amarle, y los Cohen la apoyarían siempre, para lo bueno y para lo malo. Dorothy, con su tiempo y con el dinero de Leonard, apuntaló todas las fracturas de fatiga que agrietaban el desesperado intento de Margaret y Enrique de recrear el modelo de familia nuclear tradicional de los años cincuenta hasta que Margaret consiguió lo que deseaba: la libertad para criar a sus hijos al tiempo que conservaba el lujo de tener a alguien que la ayudara a tiempo completo.
Una vez que Margaret, en su papel de madre joven, admitió que necesitaba ayuda, Dorothy la ayudó sin ningún problema y la rescató de que sus hijos tuvieran que compartir una habitación pequeña, de tener que mandarlos a una escuela pública y de otras mil calamidades que acechaban a los jóvenes neoyorquinos de buena familia. Pero Dorothy no se conformó con estos éxitos. Quiso cambiar la manera en que Margaret llevaba la casa, desde decidir cuánta ropa sucia había que llevar a la lavandería hasta insistir en que Greg, un niño sin ninguna aptitud musical, asistiera a las clases de violín de la academia Suzuki, algo que en aquella época hacía furor entre las hijas de las amigas de Dorothy de Long Island. Se quejaba de que no entendía por qué veraneaban en Maine, donde no había «gente como ellos». No aprobaba que Margaret decidiera trabajar en una pequeña revista que acababa de ponerse en marcha sin cobrar, y posteriormente no entendió por qué alquiló un estudio para pintar sin asistir al mismo tiempo a clases de dibujo. Al fin y al cabo, eso era lo que había hecho la amiga de Dorothy que había decidido empezar a pintar.
Dorothy metía las narices en cualquier nimia decisión que su hija tomaba, y lo mismo hacía, y de una manera igual de afectuosa e irritante, con sus amigas. Dorothy ignoraba que ni siquiera a Enrique se le permitía encender una luz en los recovecos de la mente de Margaret en los que ella decidía empezar o abandonar lo que fuera. De adolescente, Margaret ya había tenido que apartar a su madre para hacerse un sitio y poder crecer. Dorothy no entendía ese rasgo dominante en la naturaleza de su hija: Margaret necesitaba controlarlo todo, y no podía controlar a su madre. Ni cuando Margaret era adolescente, ni posteriormente, cuando ya era una esposa y una madre madura, comprendió Dorothy la necesidad de su hija de apartarla, y la segunda vez no se sintió menos herida. Enrique entendía que Margaret no había experimentado aquellas dos fases de la relación con su madre de ese modo. Margaret consideraba que había sido una hija obediente y cumplidora, y que cuando intentó hacerse colega de su madre, sus distintas personalidades colisionaron con demasiada fuerza como para que ninguna de las dos se sintiera a gusto.
Después de que a Margaret le diagnosticaran el cáncer, durante esa tercera y última fase de su relación, Dorothy y Margaret prometieron estrechar el contacto. Pero durante los primeros meses del tratamiento de Margaret, en un momento especialmente inoportuno, se toparon con un obstáculo. Margaret llamó a Dorothy para decirle que tenían que practicarle una operación de nueve horas durante la cual, entre otras modulaciones extraordinarias, le extirparían la vejiga y se la sustituirían por otra construida con una parte de su intestino delgado. Enrique escuchó cómo su mujer se metía en lo que acabó siendo una discusión porque Dorothy sugirió, basándose en el comentario de una amiga, que su médico era un inepto. En aquella época Dorothy probablemente sabía muy poco de la gravedad de la dolencia de Margaret —y probablemente no necesitara saber más—, por muy claramente que le explicaran las cosas. Como resultado, aquella amiga de Dorothy había malentendido la valoración que había hecho esta del cáncer de Margaret. La amiga de Dorothy le dijo que conocía a alguien que padecía cáncer de vejiga, posiblemente un cáncer de vejiga superficial, y que no había hecho falta que se la extirparan, con lo que a lo mejor tampoco era necesario que se la extirparan a Margaret.
—¡No me estás escuchando, mamá! —Enrique oyó cómo Margaret, frustrada, levantaba la voz—. Por eso no entiendes lo que ocurre. ¡Porque no me escuchas! Tengo cáncer de vejiga en fase tres. Eso significa que me la tienen que extirpar. Si quiero vivir, es lo que han de hacer. No hay elección. ¡No quiero seguir hablando de esto! Ahora tengo que irme. —Y le colgó el teléfono a su madre.
De manera sistemática, cada vez que Margaret se enfurecía con Dorothy, unas horas más tarde Enrique recibía una llamada de Leonard en la que este decía:
—No sé si sabes qué ha pasado. Esta mañana Margaret le ha faltado el respeto a su madre. Dorothy está muy afectada. Demasiado afectada para hablar con Margaret. Yo también estoy muy afectado. Estoy seguro de que sabes que esto es muy difícil para Dorothy. Naturalmente, ahora Margaret no es la de siempre, y lo entiendo, pero debe ser indulgente con su madre. Su madre la quiere y solo desea lo mejor para ella. Pretende ayudarla. Eso es todo.
Enrique, furioso por dentro, emprendió una tímida defensa de su esposa.
—La que tiene cáncer es Margaret, Leonard. ¿No crees que es con ella con quien hay que ser indulgente? —La torpeza de su expresión le reveló a Enrique lo inseguro que se sentía con su papel de diplomático pacificador dentro de la familia Cohen. Ese tipo de negociación interpuesta era desconocida entre los Sabas. De haber estado en el lugar de Margaret, Enrique le habría gritado a su madre y esta habría llorado y, a través de los cables de fibra óptica, le habría lanzado miles de pulsos verbales cargados de culpa. Si su padre se metía, lo más probable era que, más que ponerse a hacer de abogado de su esposa, se riera del episodio o lo comentara desde la distancia del observador. Pero el matrimonio de Guillermo y Rosa había terminado en divorcio después de cuarenta años. Ese hecho, entre otros, hacía que Enrique se lo pensara antes de concluir que la lealtad que Leonard le demostraba a Dorothy era equivocada. Decidió imitar a Leonard y defender a su mujer con la misma firmeza. No le salió muy bien. Leonard reivindicó la primacía de los sentimientos de su esposa como si anunciara una emergencia que todos los afectados debían concentrarse en aliviar; Enrique preguntó dócilmente si los sentimientos de Margaret no deberían ser prioritarios. El verdadero objetivo de la llamada de Leonard —y eso fue lo que tanto enfureció a Enrique— era hacer que este presionara a Margaret para que se disculpara ante su madre.
En su cabeza se desató una discusión llena de resentimiento. Su mujer se enfrentaba a la muerte y a una operación tan amedrentadora que los áridos términos médicos mareaban a Enrique por muchas veces que los leyera, y sin embargo, Margaret tenía que disculparse. ¿De qué? ¿De decir lo que pensaba cuando su madre era tan poco considerada? Naturalmente que Dorothy tenía buenas intenciones. Pero las buenas intenciones, en el mundo real —no en el planetario de los clubs de campo de Long Island y las comunidades valladas de Florida, no en una clase social en la que las mujeres podían pasar casi toda la vida sin trabajar, no en un agradable mundo de privilegios, donde los hijos e hijas adultos manejaban cuidadosamente la información para mantener en secreto los hechos más inquietantes, no en ese paraíso burgués que los Cohen se esforzaban en mantener para Dorothy, sino en el mundo real en el que vivía Enrique— las buenas intenciones simplemente no bastaban. Tenían que llevar aparejadas buenas obras. Que Dorothy estuviera demasiado asustada para enterarse de los detalles de la enfermedad de Margaret era algo comprensible, pero entonces que no se opusiera a las decisiones médicas de su hija, fruto de una meticulosa investigación.
Se dijo que quería que Margaret decidiera si llamar a su madre sin sentir la presión de Leonard. La verdad era que Enrique deseaba que fuera Dorothy quien se disculpara ante su hija. Por absurdo y cruel que le pareciera, quería que Dorothy, de ochenta años, mostrara sensatez y admitiera que se había equivocado. Seguía dándole vueltas al asunto cuando Margaret anunció:
—Por cierto, he hecho las paces con mi madre. Me sentía mal y la he llamado.
—Pero no habías hecho nada malo.
—Ya lo sé, pero ella se comporta como una idiota y no me escucha, nunca, es increíble lo poco que me escucha, pero también es… ya sabes. Piensa en cómo debe de sentirse, Bombón. Soy su hija. Imagínate que esto le ocurriera a Maxy o a Greg. Y cuando me he disculpado, ha ocurrido algo simplemente encantador. Ella ha dicho algo maravilloso. Histérico, pero maravilloso. —Margaret lo informó que Dorothy le había anunciado que a partir de ahora era importante que al final de cada conversación se acordaran de decirse que se querían, y que aquello inauguraba una nueva etapa en su relación. Serían francas y se dirían lo que pensaban—. Ha sido tan encantadora —dijo Margaret, y añadió con una sonrisa compungida—: Espero que sea verdad. Ya veremos.
A partir de entonces todas sus conversaciones finalizaron con un «Te quiero», pero mientras luchó por su vida Margaret fue incapaz de convertir a su madre en su confidente. Su madre tampoco se quejó por quedar al margen. La enfermedad no pudo curar sus diferencias, pero al menos llevó paz a su guerra.
Quizá por eso Margaret, en su lecho de muerte, parecía confusa por la pregunta de su madre en referencia a por qué no la había invitado a su estudio; pensaba que todo aquello había quedado aclarado. Toda la familia esperaba su respuesta en silencio. Cuando contestó lo hizo con una desarmante verdad:
—No me siento muy segura de mis cuadros, mamá. No me gusta enseñárselos a la gente. No eres tú. Es que no me gusta enseñarlos. —Hizo ademán de incorporarse mientras le decía a Enrique—: Es absurdo, pero creo que el tubo de mi estómago se ha atascado por culpa de los perritos calientes. Están dando media vuelta. —Se apartó las sábanas. Su GEP estaba lleno del material rojizo y marrón procedente del delicatessen de la Segunda Avenida. Los Cohen se dispersaron ante la crudeza de esa imagen.
Enrique y Margaret se retiraron al cuarto de baño. Era la primera vez que estaban solos desde que Enrique rechazara el funeral que Dorothy y Leonard tenían pensado. Llevaron a cabo la última autopsia de los sentimientos de los padres de Margaret. Enrique le relató su reacción mientras estaba de pie junto al lavamanos, ayudando a Margaret a succionar los trozos de comida sin digerir que resultaban demasiado voluminosos para salir por el angosto extremo del GEP. Era algo que ya tenían por la mano. Hubo una época en que ese grotesco procedimiento les había provocado náuseas. Cuando pareció que estaba saliendo más cantidad de perrito caliente y patata rellena de la que había entrado, los dos se pusieron a reír, y rieron aún más fuerte cuando Margaret dijo:
—Es como si me salieran todos los perritos calientes que me he comido en la vida. —Enrique succionaba y Margaret apretaba, y él le contó que Dorothy había dejado escapar una exclamación de pesar al enterarse de que Margaret no quería que la enterraran con su familia—. Has hecho un buen trabajo, Bombón —fue el dictamen de Margaret.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque no me ha comentado ni una palabra de eso.
La autocensura no duró mucho. Dorothy sacó el tema inmediatamente después de que hubieran eliminado toda la comida judía y repuesto el tubo y la bolsa de drenaje en sus escondites. Los Cohen volvieron a reunirse en torno al lecho matrimonial. Ocuparon las sillas, a excepción de Dorothy, que se quedó detrás de su hijo mayor, el Rob que jugaba a indios y vaqueros y que ya no era malo, y anunció:
—¿Sabes qué, Margs? Me molestó que no quisieras estar en la tumba familiar con todos nosotros y se lo estaba diciendo a Rob, ¿y sabes qué? —Rió encantada—. ¡Resulta que él se ha comprado una tumba en New Haven!
Rob le guiñó el ojo a Enrique, como si los dos participaran de una conspiración.
—¿Quién quiere que le entierren en Nueva Jersey? Todo el mundo quiere ser enterrado cerca de donde vive. Excepto mis padres. Prefieren ser enterrados en un estado en el que nunca han vivido y que no les gusta.
Leonard dijo afectuosamente:
—No te pases de listo.
Dorothy protestó:
—El abuelo Sam compró la tumba porque era grande y una ganga. Ya sabéis cómo le gustaban las gangas. Y a mí me pareció bonito que estuviésemos todos juntos. ¡Y práctico! A solo una parada. —Dorothy se rió de su ocurrencia—. Pero eso no es importante. Nos queremos, eso es lo importante.
—Escucha, mamá, ¿quieres que te entierren conmigo? —dijo Margaret con una sonrisa traviesa—. No hay problema. En Green-Wood tienen otra tumba disponible. —Margaret levantó el brazo con fingida generosidad—. Estaremos todos juntos para siempre.
Dorothy se acercó a la cama por fin: parecía haberse pasado el día evitando cualquier contacto. Se sentó junto a su hija y le cogió la cara entre las manos.
—No creo que quieras ser mi vecina por toda la eternidad. —Besó a Margaret fuerte y deprisa, con su brusquedad habitual, y se volvió hacia sus nueras para informarlas de que—: Cuando Margaret era adolescente, me ordenó que no le hablara antes del desayuno.
—Y tampoco durante ni después del desayuno —dijo Margaret, lo que provocó una carcajada general—. No me gusta que me hablen hasta mediodía, ¿no es cierto, Enrique?
—Ajááá —dijo este, prolongando la palabra. La familia soltó una carcajada cómplice ante ese tono de miedo fingido. Pero su comedia era una mentira. Sabía cómo conseguir que su esposa hablara en cuanto había engullido su primera taza de café. A menudo Margaret prefería estar callada y sola. Muchas veces, durante los veintinueve años que habían pasado juntos, él había comprendido que su sola presencia, y el ruido y los problemas de los niños, y los altibajos de su carrera, y los melodramas de sus padres, la habían hecho desear estar en otra parte. Pero incluso cuando el matrimonio la agotaba profundamente, en los momentos en que la pareja a la que había decidido amar más la desesperaba, incluso entonces sabía Enrique cómo atraerla a la conversación. Siempre lo había sabido.