11. El primer beso

Cuando Enrique pagó la cuenta con una firmeza que había aprendido de su padre —tras un gesto de rechazo con la cabeza, disuadiendo a Margaret con un ademán de la mano que daba a entender que les iba a ahorrar a ambos cometer un error mayúsculo—, supo que si aquella noche no la besaba, nunca podría perdonárselo. Había procurado que no se notara. Enrique había contestado a las preguntas de Margaret, había escuchado el relato de su vida, había fijado sus ojos en ella sin desviarlos hacia sus graciosos labios, su cuello terso y blanco, sus pechos recubiertos de lana. La miraba a los ojos más por miedo que por buena educación; la única vez que se la imaginó desnuda en sus brazos se olvidó de todo lo que habían hablado.

La verdad es que no podía imaginarse yendo de la mano con ella, y mucho menos follándosela. Cuando ella se giraba hacia un lado o hacia el otro para deslizar sus delgados brazos dentro de su chaqueta de plumas, Enrique echaba otro vistazo a sus piernas y nalgas bien torneadas. Parecía un sueño imposible, no una meta. ¿Cómo era posible que ningún hombre en la historia de la humanidad hubiera reunido el valor suficiente para besar a una mujer? Desde luego, no recordaba cómo había conseguido él esa proeza. Ya a los doce años había inclinado los labios para dirigirlos hacia una chica, aterrizando sin daño alguno sobre la formidable parrilla de su ortodoncia, pero el hombre hecho y derecho de veintiún años que salía del restaurante y regresaba hacia su barrio se sentía como si nunca hubiera hecho el amor, como si fuera tan ignorante y asexuado como un recién nacido.

Aunque ni se le pasaba por la cabeza atreverse a tocarla, su mente iba desbocada y calculaba cómo hacer frente a esa oportunidad. ¿Debía invitarla a su casa? ¿Con qué excusa? ¿Debería mirar hacia otro lado cuando pasaran por delante de su edificio, atreverse a acompañarla a su casa? De ese modo tendría que ser Margaret quien diera el paso. «¿Quieres subir?», le preguntaría. O no.

Y si no se lo preguntaba, ¿entonces qué? ¿Debería besarla delante del esnob del portero? Imposible. Que él mismo y Margaret estuvieran de público ya le parecía demasiada gente. De poder hacerlo, preferiría besarla sin que ni él mismo estuviera presente. Desde luego, eliminar aquellos ojos azules hacía que ese temible reto fuera mucho más fácil.

—¿Volvemos por el camino más corto? —preguntó Margaret cuando llegaron a la Séptima con Grove.

—Por donde quieras —dijo él con el estómago revuelto. ¿Cómo iba a llevarla al éxtasis si apenas podía caminar? Que Margaret se mostrara asequible, que su cita no fuera una aventura quijotesca, le parecía una señal de mal agüero, peor, en cierto modo perverso, que no tener ninguna oportunidad. La pelota estaba en su campo, y tenía que golpearla con fuerza para conseguir un punto ganador, suponía, cuando lo cierto es que no tenía fuerzas ni para levantar la raqueta.

—Te has tomado muy bien haberte equivocado —dijo ella. Igual le hubiera dado que le hablara en farsi; la mente de Enrique estaba bloqueada de miedo.

—¿Qué? —dijo paralizado.

—Haberte equivocado. Cuando te lo señalé, pareció que te daba igual.

—Pero si… fuiste tú quien… —comenzó a decir lentamente, como si se esforzara en comprender lo que ella quería decir. Lo pilló: «Pensaba que ir por Christopher era más rápido».

Tuvieron que intercambiar algunas frases antes de aclarar el malentendido de antes de la cena. Después de varios «Pero si tú dijiste», se dieron cuenta de que habían estado completamente de acuerdo acerca de qué camino era más rápido. Margaret había tomado el impreciso gesto de Enrique con la cabeza en dirección a Grove como una indicación de que quería ir por Christopher, y había decidido no insistir por educación. Cuando ella fue a coger por Christopher, Enrique, creyendo que Margaret quería guiar por tozudez, había decidido no protestar, también por educación.

—¡Caramba! —Margaret golpeó su cadera con tejanos contra la chaqueta militar—. Más vale que dejemos de ser tan amables el uno con el otro o nunca llegaremos a nada.

Enrique se inclinó hacia la hermosa cara de Margaret, tentándose.

—Cuanto más tardemos en llegar a donde vamos, más nos divertimos.

Después de tres veladas charlando con Margaret, Enrique estaba convencido de que había un campo en el que ella nunca lo igualaría: la conversación. Ella era inteligente, mucho más de lo que él había pensado en su primer encuentro, y sin duda más culta. Pero su atenta manera de escuchar lo que se decía le impedía preparar una respuesta inteligente, y su cautela a fin de no decir ninguna inexactitud —por dos veces se había parado a pensar si el detalle que iba a dar era correcto— hacía que el ritmo de sus intervenciones fuera atropellado y echaba a perder el ingenio de su observación. No había comprendido el secreto de hacer que una conversación resultara amena: cómo se dicen las cosas es más importante de lo que se dice. De manera que le sorprendía verse envuelto en un diálogo ingenioso con ella, y desde luego estaba seguro de que no iba a perder en ninguna lid de agudezas, como ocurría ahora. Margaret contempló sus labios cuando se le acercaron. Cuando se detuvieron a un paso de distancia de donde querían ir, ella le soltó una puñalada trapera:

—¿Y qué te hace pensar que alguna vez llegaremos a donde vamos?

Enrique casi soltó un grito ahogado, pero ella no alargó su sufrimiento. Apartó amablemente el estoque añadiendo:

—A lo mejor permaneceremos perdidos juntos para siempre.

Esa era la señal para actuar. Margaret tenía la barbilla hacia arriba, los labios entreabiertos cerca de los suyos. La luna no bañaba las casas del Village con su luz plateada, pero el amarillo de las farolas podría considerarse un resplandor romántico. El aire, en lugar de transportar el habitual aroma de orina y basura podrida, llevaba el aroma del humo de leña de las chimeneas cercanas. Tras la chispeante cara de Margaret, luces blancas de Navidad colgaban de una hilera de árboles. Los ojos de ella eran joviales, le ofrecía la boca. Y qué otra señal podía darle, aparte de coger su cabeza y ordenarle: «¡Bésame!».

Enrique sonrió, una sonrisa débil. Margaret lo había dejado sin voz. Tenía el cuerpo congelado de miedo. Los veinticinco centímetros que separaban sus labios parecían un abismo imposible de cruzar. Él no era el héroe romántico de su propia vida. No se habría sentido tan decepcionado consigo mismo si Margaret le hubiera dicho que era indigno de ella, que más le valía permanecer encerrado dentro de un sótano sin aire y que nunca se le permitiría hacer vida social. Enrique habría estado de acuerdo con ese veredicto. Allí y entonces, en su corazón y en su mente aceptó que nunca iba a tocar a esa mujer. Al igual que el desventurado Bernard, solo serían amigos. Y en ese espíritu dijo:

—Odio perderme.

Probablemente cualquier otra chica habría tomado esa réplica como un rechazo. Desde luego, en cuanto las palabras hubieron salido de sus labios, lamentó no habérselas guardado. Aquello no pareció desalentar a Margaret. Levantó la mirada al cielo y dijo con una expresión nostálgica:

—¿De verdad? A mí me encanta perderme. —Se volvió hacia Grove, el camino más corto, y echó a andar hacia su casa—. Adoro la aventura.

Él anduvo a su lado, aliviado de que la cuestión del sexo hubiera quedado resuelta, aunque fuera de manera insatisfactoria, y dijo:

—Me alegro por ti. Ojalá yo fuera en esa dirección.

—¿Y no vas? —exclamó ella. Se movía a paso vivo, con tanta prisa que Enrique estaba seguro de que quería separarse de él cuanto antes—. Vamos, dejaste el instituto. Te fuiste de casa a los dieciséis años. Has convivido —ella sonrió al decir la palabra— con una mujer mayor que tú. Eres mucho más aventurero que yo.

—La verdad es que no —insistió él. Siguió un espeso silencio que lo llenó de pánico. Lo asustaba que no tuvieran nada más de que hablar. Eran amigos, y esa idea lo relajaba, ya no tenía que preocuparse por cómo y cuándo saltar el abismo. Pero sin esa preocupación subyacente, su mente parecía haber perdido el rumbo. ¿Tenía algún sentido proseguir aquella velada? Le parecía que toda la empresa, todas aquellas semanas maniobrando para estar a solas con ella, eran una pérdida de tiempo. Por vergonzoso que fuera, teniendo en cuenta su confesa fe en el feminismo, tuvo que admitir que, aparentemente, su único interés por ella era sexual. No echaba de menos la presión para actuar, pero sin ella tanto le daba volver a casa a ver la tele.

—¿Y tus hermanos? —se oyó decir Enrique, aunque no tuviera conciencia de haber formado ese pensamiento—. ¿Son aventureros?

Ella soltó una risita que sonó melodiosa en su garganta, una complicada mezcla de afecto y desdén. Era una nota musical que ningún hombre podía dar: cómplice y sarcástica, cariñosa e irritada al mismo tiempo.

—Mis hermanos… —dijo Margaret—. Son los jóvenes más convencionales que puedas conocer. Qué chicos tan obedientes. —Exhaló un suspiro—. Mi madre les enseñó a portarse bien.

Enrique observó que ser obediente no era una cualidad que admirara en un hombre. En ese momento decidió que ese era el problema. Margaret imaginaba que Enrique era un chico malo. No sabía que si pudiera encontrar un líder en quien confiar, lo que a él le gustaría sería obedecer.

—¿Son más jóvenes que tú?

—No, Rob es mayor que yo. Cuatro años mayor y ha entrado prematuramente en la mediana edad. Se comporta como si tuviera la edad de mi padre. —Soltó una carcajada, otra melodía complicada, esta vez de decepción y perdón—. Cuando yo era pequeña se portaba muy mal conmigo. Me hacía rabiar a todas horas. —Negó con la cabeza, enmudecida por el recuerdo—. Una noche mis padres me dejaron a solas con él. Pedimos una pizza, cosa que me emocionó mucho. Mi favorita, con champiñones. Mientras esperábamos a que la trajeran, jugamos a indios y vaqueros, y Rob me engañó para que le permitiera atarme. Y cuando llegó la pizza no me soltó. Se la comió toda delante de mí, burlándose todo el rato. —Su cólera por lo sucedido no había perdido fuerza, como si hubiera ocurrido ayer.

—¿Cuántos años tenías?

—¿Seis? Espera. ¿Siete? No estoy segura. Veamos, eso fue…

Enrique no la dejó pensar. Había aprendido que su obsesión por la exactitud no la permitiría equivocarse ni por un par de meses, y esa precisión no le interesaba.

—Entonces tu hermano también era un niño, ¿no? Él también era un muchacho travieso. ¿Ya no es así? ¿Ya no ata a las chicas?

Ella soltó una carcajada.

—¡Ojalá! Si fuera así, le perdonaría. No, era un malvado, no un pervertido. Ahora tiene una plaza fija de profesor en Yale. Es un carca de veintiocho años.

—¿Tiene una plaza fija a los veintiocho?

—Probablemente ya tiene ganas de jubilarse. —Desvió la mirada y le dijo a los peldaños de una casa—. Es brillante. Un genio. Pero es un genio de la microeconomía. ¿Y a quién le importa eso? —Soltó una risotada y se volvió de nuevo hacia Enrique para añadir—: Lo lamento. Soy muy mala. Pero es cierto. ¿A quién le importa?

Para ella soy algo exótico, se dijo Enrique. Por eso le gusto. Pero no soy exótico. Soy tan del montón como su hermano, solo que mucho menos inteligente.

—¿Cuál es la diferencia entre un microeconomista y un economista normal?

—Bueno, son muy diferentes. No cometas este error en mi familia. Ellos desprecian a los macroeconomistas.

—Lo siento, pero yo no acabé el instituto. ¿Cuál es la diferencia entre macro y micro?

—Un economista es, ya sabes, alguien que emite opiniones acerca de si la bolsa subirá o bajará, o sobre si las tasas de interés suben o bajan, alguien que hace, bueno, eso dirían mi padre y Rob, predicciones acerca de la economía. Es algo que ellos no hacen de ninguna manera…

—¿Tu padre también es economista?

—Mi padre, Rob… E imagino que también quieren llevar a Larry por ese camino.

—Entonces, ¿qué calculan los microeconomistas?

—Si AT&T o Con Ed tienen que pedirle al gobierno un aumento de los tipos de interés o si tú has de calcular cuánto tienes que cobrar por tus productos a fin de cubrir los costes y otros posibles desastres y seguir teniendo beneficios, entonces contratas a un microeconomista y recurres a la ciencia —hizo una pausa para sonreírle a Enrique y dejar claro que ese énfasis era cosa de su padre y su hermano— y das con la cifra correcta. De todos modos, mi hermano da clases, mi padre antes daba clases y ahora tiene una empresa consultora, y mi hermano pequeño también estudia… es el negocio familiar.

—Entiendo —dijo Enrique. No había tomado vino con la cena, pero de haber ingerido una botella entera aquello le habría dejado sobrio de inmediato. Qué increíble abismo entre el negocio de su familia y el de él. El que el padre de Margaret trabajara para AT&T y Con Ed equivalía, para los padres de Enrique, a colaborar con el gobierno de Vichy. Y por amor de Dios, ¿qué pensarían los padres y hermanos de Margaret de esa lunática e izquierdosa familia de novelistas en bancarrota perpetua?

Hubo otro silencio. El portal de Enrique se hallaba tan solo a una manzana y media. Temía que el silencio le recordara a Margaret que pronto tendrían que decidir cuándo y dónde se despedían.

—Seguro que tu hermano lamenta lo de la pizza —dijo Enrique sin haberlo reflexionado mucho—. Tiene que estar muy apenado por lo que te hizo. Seguro que se avergüenza. —No estaba seguro de por qué defendía al hermano de Margaret. ¿Para intentar estar en desacuerdo con ella acerca de algo? ¿No es eso lo que hacen los amigos? ¿Disentir amigablemente?

Cuando se detuvieron en la esquina de la Sexta, Margaret hurgó en su bolso en busca de un cigarrillo.

—A Rob le gusta meterse con la gente. Es sarcástico. Muy sarcástico con todo. Pero le quiero. Y cuando era pequeña, le adoraba. Me parecía el mejor. Era mi hermano mayor y lo sabía todo. Pero era malo conmigo. No es culpa suya. Toda la vida tuvo a mi madre atosigándolo para que fuera perfecto y lo hiciera todo a la perfección. Plaza fija a los veintiocho. Qué barbaridad. De manera que lo entiendo. —Encendió el cigarrillo.

—¿Y tu hermano pequeño? —preguntó Enrique manteniendo el sesgo asexual de la conversación: como si acabaran de hacerse amigos en el campamento y hablaran de sus hermanos.

—Ah, Lawrence. Mi pequeño Larry. Larry el pequeñín. Es un encanto. Y como yo soy su hermana mayor, seis años mayor, él tiene que adorarme a mí.

Estaban cruzando la Sexta, acercándose al probable final de una velada que acabaría en un completo fracaso.

—Y tú le cuidabas mucho, naturalmente —dijo Enrique.

Ella soltó una carcajada que le salió de las tripas, una carcajada de las que puede producir un hombre.

—De hecho, yo era peor que Rob cuando me quedaba a solas con Larry. Una vez le causé una conmoción cerebral. Y en otra le rompí un brazo. Dos veces, después de dejarlo a solas conmigo, mis padres tuvieron que venir a buscarnos al hospital. —Se rió con una alegría contagiosa.

—¿Cómo le causaste la conmoción? —preguntó Enrique—. ¿Lo tiraste de cabeza?

—No… —dijo ella, hablando de manera entrecortada entre risa y risa—. Le estaba enseñando a montar en bicicleta.

—¿Y lo del brazo?

—Yo no le rompí el brazo.

—Venga, vamos. Confiésalo. Le arrastrabas del brazo a comprar drogas y se lo partiste…

—No, no, no. Le estaba enseñando a patinar…

Se estaban aproximando a la esquina de la Octava y la Sexta. Para ir al apartamento de Enrique tendrían que girar hacia el este. Si continuaban una manzana hacia el norte, rumbo a la Novena, se encaminarían al apartamento de ella.

Para despistarla cuando pasaban por la calle Octava para que la elección de ir al apartamento de ella tuviera lugar sin ninguna discusión, Enrique persistió en su broma:

—¿Patinar? Admítelo: querías heroína. ¿Qué hiciste? ¿Retorcerle el brazo para que te diera el dinero de su almuerzo?

Margaret se puso solemne. A Enrique le preocupó que fuera a protestar por su artera maniobra.

—Pobrecillo, Larry. Me encantaba quedarme con él —dijo Margaret con nostálgico afecto. Cruzó la calle y se dirigió hacia la Novena—. Era un chico tan dulce.

—¿Era? ¿Ahora es un asesino en serie?

—No, sigue siendo un encanto. Es solo un poco…

Se puso a pensar y se quedó pensativa. Enrique disfrutó de esa pausa en la conversación. La Novena, a pesar de los ruidosos taxis que pasaban, era mucho más tranquila que la estruendosa Octava. En algunos árboles de las casas se veían luces de Navidad, aunque en aquellos días de bancarrota y vandalismo lo más habitual era su ausencia. A Enrique le llegaba el olor de los troncos que ardían en las chimeneas, y se imaginaba la acogedora felicidad de las familias. Ya no sabía para qué quería seguir conociendo a Margaret. No tenía valor para conquistarla, eso estaba claro, pero no quería que fueran amigos. La verdad es que no sabía qué haría con una amiga como ella. ¿Ir a museos? ¿Aprender a hacer ganchillo? Pero caminar en silencio entre las casas y los edificios de piedra marrón donde Henry James, Mark Twain, Eleanor Roosevelt y Emma Lazarus y docenas de psiquiatras y sus desdichados pacientes habían hablado hasta decir basta, esperar a que Margaret le contara algún secreto de su corazón, ese caminar con calma a su lado, todo aquello eran cosas que podía hacer con satisfacción.

—Larry debería ser arquitecto —dijo ella por fin.

—¿También es economista?

Margaret frunció el ceño.

—Todavía no. Mis padres, mi madre sobre todo, le pinchan para que se haga economista. Ella cree que ser arquitecto es demasiado arriesgado.

—¡Qué! —Enrique soltó una carcajada. Para él, que no había acabado la secundaria, los arquitectos encontraban trabajo tan fácilmente como los economistas. Además, su amigo Sal, que sobrevivía diseñando oficinas y lofts, afirmaba que carecer de un título de arquitecto era lo que le impedía amasar una fortuna.

—Bueno, es mucho más difícil ganarse la vida como arquitecto. Pero cuando Larry era pequeño le gustaba dibujar. Aún le gusta. En la cena de Acción de Gracias dijo que la asignatura de plástica, era su preferida. Y sus dibujos eran buenos, buenos de verdad. Eso hace que mi madre se ponga muy nerviosa. Él tiene una auténtica sensibilidad y talento para el dibujo, pero eso… —Negó con la cabeza y dijo en voz baja—. Pero eso implica ser artista. Y en mi familia no está bien visto. Al menos, no para los hombres.

Llegaron a la elegancia de la Quinta Avenida y contemplaron detenidamente una amplia vista desde el Arco de Triunfo de Washington Square hacia el sur, las luminosas cajas de las torres del World Trade; hacia el norte, la antena del Empire State parecía ansiar que le prestaran atención, como si fuera incapaz de aceptar que ya no era el edificio más alto de Manhattan.

—¿Pero a ti no te parece mal ser artista? —preguntó Enrique. Ella se volvió y observó a Enrique con decepción.

—Se supone que tengo que casarme y tener hijos —dijo con un tono de «¿Es que no es evidente?» impregnando cada palabra.

De repente Enrique se sintió como si fuera el villano de la novela, el malo potencial de la historia de Margaret, el destructor de las esperanzas de realización de una jovencita. Su melodramática mente contempló la trama: Margaret, que pensaba haber encontrado un artista que la mantendría al liberarse de la opresión de unos padres burgueses tipo los Buddenbrook, se enamora de un melenudo niño prodigio; en lugar de escribir ella su gran novela, se convierte en poco más que una fregona con pretensiones que lleva una vida de agobio en un apartamento del Lower East Side y se dedica a criar a los hijos mientras Enrique escribe libros que son un fracaso y le pone los cuernos con actrices y poetisas. Con el tiempo, ese egoísta fracasado abandona a Margaret cuando ella es ya una mujer madura y no tiene un céntimo, y se va con una joven heredera del Upper East Side que cree que el eternamente joven Enrique es un genio por descubrir. Después de esa calamidad, Margaret escribe una virulenta obra de teatro acerca de las dificultades por las que pasan las chicas judías obedientes que gana el Pulitzer, el Tony y el Nobel.

Habría seguido elaborando ese serial, pero tuvo que responderle para evitar la impresión de que era un idiota.

—Naturalmente —dijo—. Se supone que tienes que casarte con un buen chico judío y tener tres hijos.

—¡Dos hijos! —exclamó Margaret—. Dame un respiro. Creo que incluso mi madre se quedaría satisfecha con dos. —El semáforo se puso verde y ella cruzó la calle, definitivamente rumbo a su apartamento. Enrique se preguntó si Margaret se había dado cuenta de que habían pasado de largo el edificio de él y lo informaría de que no tenía por qué acompañarla a casa, pero no fue así. Avanzaron hacia University Place al veloz paso de ella, tan llena de energía que a él, a pesar de sus largas piernas, le resultaba difícil mantenerse a su lado sin esforzarse. Enrique también se apresuró, dando gracias de no tener que tomar la decisión de alargar la velada. Sería ella quien lo invitaría a subir o no.

—¿Y? ¿Has decidido tenerlos?

—¿Si he decidido tener el qué? —preguntó Margaret como si no hubieran estado hablando de nada en particular—. ¿Niños? —añadió bruscamente sin el menor asombro—. Bah, no pienso en eso. No pienso en ello ni un momento.

—¿Te da igual? ¿No te preocupa no satisfacer las expectativas de tu madre?

—Bueno, me importa. Un poco. Supongo. No sé. No pienso en ello. Sé que, haga lo que haga, voy a decepcionarla y preocuparla.

A Enrique eso le pareció un comentario muy triste. Le parecía que, aparte de la indignación de sus padres porque no tuviera más éxito, aparte de que nunca estuvieran satisfechos por las alabanzas que los críticos dedicaban a la obra de Enrique, aparte de afirmar que su editor era un incompetente y que por eso no había conseguido vender más ejemplares de sus novelas, lo que había permanecido inalterable era la admiración de ambos por la calidad de su obra y su inflexible insistencia en que debía seguir escribiendo por muy desalentadora que fuera la reacción del mundo ante sus libros. Se dijo que de no haber tenido el apoyo de sus padres, ser artista le habría resultado demasiado difícil. Pero sabía que también ocurría lo contrario. Y así lo dijo.

—Bueno, casi todos los grandes artistas del mundo tuvieron padres que no querían que fueran artistas.

—Yo no soy una gran artista —objetó Margaret sin vehemencia—. Ni siquiera soy una artista. No sé qué soy —observó. Parecía una niña que contemplara un futuro misterioso y posible a la vez—. ¿Siempre supiste que querías ser escritor? Supongo que sí. Empezaste muy joven.

—No, no lo supe desde siempre. Había otras cosas que quería ser antes de escribir mi novela. Hasta los once años quise ser presidente de los Estados Unidos. —Margaret se rió. Enrique se inclinó hacia ella para recalcar su sinceridad—. Te lo digo de verdad. Me suscribí al Congressional Record y me presenté al consejo estudiantil, y no se me fue de la cabeza hasta que el padre de un amigo mío me dijo «Nunca te elegirán presidente. Ni en un millón de años. Eres medio hispano y medio judío. En este país no te elegirían ni para empleado de la perrera». Ahí fue cuando abandoné.

Margaret le tocó el brazo.

—Eso es terrible —exclamó, como si la herida siguiera sangrando. Enrique dejó de caminar. Se hallaban a media manzana del temido adiós, en el campo visual del crítico portero. Él estaba de cara a ella, disfrutando del peso pluma de su mano en su brazo. Allí permaneció antes de que Margaret lo apartara lentamente y comentara—: Menudo comentario tan desagradable. ¿Por qué fue tan desagradable con un niño?

—Tenía razón —contestó Enrique—. Podría haber llegado a senador por Nueva York, como mucho. Y con las ideas políticas de mis padres, ni siquiera a eso. Los exiliados cubanos me matarían antes que elegirme.

Estaba a punto de burlarse de su fantasía de triunfar en el mundo de la política cuando Margaret, tan comprensiva hacía un momento, se encargó de ello:

—Antes de que se molestaran en asesinarte, tendrías que acabar la secundaria.

—Por eso lo dejé. ¿Por qué acabar la secundaria si no puedes ser presidente?

Los labios de Margaret formaron una sonrisa de labios cerrados que él ya había observado dos veces después de decir cosas que a ella le habían hecho gracia. Esta vez fue más pronunciada: una sonrisita maliciosa, unos ojos alegres, la cabeza inclinada en un gesto de apreciación, lleno de ironía y afecto; y en su actitud había un delicioso vestigio de orgullo de propietario, como si Enrique fuera una fuente de distracción para ella sola, no disponible para nadie más. De nuevo supo que debía besarla, pero se quedó petrificado hasta que ella dijo, recalcando cada palabra:

—¿De verdad querías ser presidente?

—Creía que podía cambiar el mundo —contestó Enrique.

Ella dejó escapar una solitaria carcajada de satisfacción.

—Lo veo. Veo perfectamente al chaval que pensaba eso.

Se volvió para recorrer la última mitad de la manzana, la que, creía él, lo decidiría todo.

Enrique le hizo otra pregunta, qué hacía exactamente su padre para AT&T con la esperanza de que eso los distrajera a ambos de la decisión de despedirse. Mientras Margaret le explicaba que su padre a menudo testificaba en los tribunales y ante el Congreso en nombre de la compañía, cosa que al izquierdista Enrique le sonó muy corrupta, ella le soltó:

—¿Quieres subir y tomar un café? ¿O vino, cualquier cosa?

—Claro. —Enrique no dejó escapar la propuesta. Inmediatamente, en su cabeza, aquello volvía a ser una cita, y el estómago comenzó a revolvérsele.

Margaret no dejó de hablar mientras subían en el ascensor, entraban en el apartamento y se quitaban la chaqueta. Le preguntó si quería café, y él dijo que sí. Ella desapareció en su diminuta cocina.

La sala de estar o, mejor dicho, la zona donde se sentaban en su estudio en forma de L, la definían tres muebles: un pequeño sofá a rayas blancas y negras, un sillón de cuero negro de los Eames, y una sencilla mesita baja. En longitud, el sofá era más bien un confidente, y si él se sentaba allí y ella decidía colocarse a su lado, prácticamente se besarían cada vez que se miraran. El sillón de los Eames era una alternativa tentadoramente cobarde, pero él se armó de valor y se colocó en el sofá. Lo encontró muy incómodo, demasiado bajo para sus piernas largas y escuálidas. Tampoco tenía sitio para los pies, porque la base de la mesita tenía un estante casi de la misma extensión del tablero que le impedía estirarlas. En consecuencia, las rodillas le quedaban muy altas. Se sentía como una mantis religiosa o como una marioneta abandonada que se hubiera derrumbado en una incómoda confusión de extremidades. Quería ponerse de lado y colocar una rodilla sobre el sofá a fin de tener más sitio para extender las piernas, pero eso obligaría a Margaret a sentarse muy lejos, en el sillón de los Eames, cosa que, a la hora de besarse, podía equivaler a cruzar el océano Atlántico.

Entonces se le ocurrió que su elección del sofá no suponía el fin de la cuestión: ¿Y si ella ocupaba el sillón de los Eames? En aquel momento, Margaret apareció para decir:

—El agua solo tardará un par de minutos. ¿Quieres leche? —Puso cara de preocupación—. No me queda.

—¿No tienes leche? —Enrique se quedó sorprendido. Lo único que había en su nevera era leche.

—Tomas leche con el café —dedujo Margaret, y volvió a meterse en la cocina. Enrique oyó el shhoshh de la nevera al deshacer el vacío—. Mierda. Lo siento. Tengo un poco de helado de vainilla. ¿Quieres que te ponga en el café? —Volvió a aparecer la mitad superior de Margaret, asomándose con una botella de Breyers en la mano, una chica de ojos azules y cara pecosa dispuesta a complacerle.

—Tú tomas el café solo —le dijo Enrique. Ella asintió con recelo—. Eres un machote. Eres una chica machote. —Enrique se rió de su frase, complacido en general y consigo mismo. El tono de Margaret y cada uno de sus gestos le indicaba lo cómoda que se encontraba a solas con él. Enrique se relajó y disfrutó contemplando a sus anchas la cara alegre y perpleja de Margaret. Pensaba que no se atrevería a probar si ella retrocedería horrorizada ante el tacto de sus labios, pero, en cualquier caso, se sentía más calmado.

—Eso no tiene ningún sentido —dijo Margaret—. ¿Una chica machote? —Sacudió la botella—. Se me congelan los dedos. ¿Quieres helado?

—Tomaré el mío también solo. Puedo ser tan duro como tú.

Margaret volvió a desaparecer y regresó sin helado, y puso fin al suspense de dónde se sentaría. No escogió ni el sillón de los Eames ni el sofá, junto a él. Se colocó sobre el brazo libre del pequeño sofá, el que estaba más cerca de la cocina, supuestamente para poder levantarse más fácilmente y acabar de preparar el café. O quizá le gustaba la novedad de poder contemplar a Enrique desde una altura superior a la suya. En cualquier caso, optimista como se sentía ahora, Enrique soltó una carcajada ante sus absurdos cálculos acerca de algo que supuestamente tenía que llevarse a cabo con romántica elegancia.

—¿He dicho algo divertido? —preguntó Margaret.

—No. —Enrique confesó la simple verdad—: Me lo estoy pasando muy bien.

Durante un momento prolongado e inquietante, ella lo miró boquiabierta, con sus grandes ojos redondos y perplejos. Aquel silencio se prolongó tanto que a él no le habría sorprendido que Margaret le anunciara que lo cierto era que no se estaba divirtiendo. Enrique había olvidado lo que había aprendido de ella; su conversación no sería un toma y daca. Tras pensárselo atentamente, ella dijo:

—Yo también. La verdad es que es muy fácil hablar contigo. —Silbó el hervidor—. Y eso es bastante raro —añadió al marcharse.

Regresó con una cafetera y tazas, y finalmente se colocó donde Enrique había esperado y temido, junto a él en el sofá, a distancia de beso. Siguieron charlando con la facilidad y fluidez de antes. Cuando ella le preguntó por su pasado, a él, como escritor autobiográfico que era, le resultó fácil repetir un discurso ya memorizado mientras su mente se concentraba en lo que le fascinaba de verdad: la hilera de pecas casi invisibles que Margaret tenía debajo de cada uno de sus exquisitos ojos, el leve puchero que formaban sus labios rosa pálido, la manera con que su barbilla rápidamente suavizaba su ángulo severo con una sonrisa. Cuando ella se volvió para sorber el café, hablando antes y después del pequeño trago de tan ansiosa como estaba por decirle algo, Enrique casi sintió que sus labios ávidos se posaban en el suave hueco de su cuello blanco y ascendían, beso a beso, hasta aquellos traviesos labios suyos para aquietar su impaciente manera de hablar.

Por su parte, Enrique tenía una última pregunta que hacer. No era una pregunta que pudiera formular con palabras. La inquietud por recibir una respuesta errónea fue aumentando hasta que, aunque no tenía sentido teniendo en cuenta de qué hablaban —ella le contaba que los Panteras Negras habían tomado el Straight de Cornell, y Enrique, que había asistido al juicio de Bobby Seale y Erica Huggins[5] en New Haven—, hubo un silencio, él desplazó todo el cuerpo sobre el sofá, se acercó a Margaret unos centímetros hasta que sus muslos se tocaron, y se inclinó.

Enrique se detuvo a mitad de camino de su meta. Margaret quedó en silencio. Una sobria oscuridad inundó sus luminosos ojos azules. Ella se quedó mirando los labios de Enrique como si calculara a qué podían saber. Este había llegado demasiado lejos como para retirarse. Se acercó un poco más, demasiado asustado como para respirar. Ella no le alentó. No hizo ningún gesto que delatara si separaría los labios para recibirle o los abriría para chillar.

Enrique los tocó para tantear el terreno y con exquisita suavidad, como si pudieran atacarlo. Cerró los ojos, abrumado al verse tan cerca de los océanos insondables de Margaret, y se acercó más al no percibir ninguna resistencia violenta. El cuerpo de Margaret cedió, sus labios se separaron, el líquido de su boca bañó la de Enrique en una breve inmersión, solo para unirse de nuevo y apretar. Él se acercó más y uno de sus brazos maniobró en torno al delgado hombro de Margaret, sus narices se rozaron mientras se abrían el uno al otro al unísono, y en una maravillosa ilusión, durante una fracción de segundo, pareció que ya no tenían ni principio ni fin. Sus bocas se cerraron, satisfechas por esa breve unión, y él se apartó mientras le brotaba una sonrisa en la boca. Ella no sonreía. Lo contemplaba de una manera solemne. Él esperaba una respuesta a su pregunta: ¿Puedo continuar?

Margaret extendió el brazo con ensimismada indolencia, el antebrazo derecho en equilibrio sobre el hombro de él, una mano delicada rozándole la mejilla. El pulgar y el índice de Margaret le cogieron el lóbulo de la oreja y lo apretaron ligeramente, como si fueran antiguos amantes con todas las preguntas respondidas y todo el tiempo del mundo. En esa posición ella retomó su relato de cómo la habían decepcionado los grupos radicales negros en el campus, soltándole la oreja tras algunas frases, satisfecha con lo que habían conseguido, incorporándose, sin más besos, como si pareciera no desear nada más de él que proseguir su interminable conversación.