10. El regalo perfecto

De pie sobre la tumba de un rico neoyorquino, Enrique se dio cuenta de que tendría que llevar a cabo esa elección estética para Margaret, la más permanente de todas, sin consultarla. La amarga experiencia le había enseñado que era una necedad intentar imaginar por sí solo cuál sería su preferencia. Resultaría romántico poder decir que en los veintinueve años anteriores no había tomado ninguna decisión sin el consejo de su mujer, pero eso sería una absurda exageración. Generalmente le preguntaba qué opinaba de lo que escribía y de sus acuerdos comerciales, aunque en ocasiones, en mitad de una reunión o con las prisas por entregar, no podía, y otras veces no quería. Y se habían dado otras situaciones en las que preguntarle a su mujer qué debía hacer habría resultado cruel. Pero aquella elección precisaba la intervención del gusto de Margaret. Enrique no tenía ni idea de si ella preferiría estar en la parte oriental u occidental de un cementerio del siglo XIX donde, para dejar sitio a las nuevas tumbas, se habían eliminado los senderos de piedra que discurrían entre elaboradas lápidas que habían sido concebidas para las familias ricas de la época de Henry James. Quería preguntarle a Margaret si ella preferiría yacer en una parcela descubierta entre dos arces frondosos o bajo las ramas de un anciano roble.

No había tiempo para sacar fotos —aunque Lily las sacara de todos modos—, regresar al lecho de muerte de Margaret para enseñárselas, averiguar cuál era su preferencia y, a continuación, volver otra vez para firmar los documentos que le darían a Enrique la titularidad de la tumba que ella hubiera elegido. Enrique ya estaba allí físicamente, dispuesto a pagar una de las dos parcelas disponibles entre aquellas lápidas antiguas y elegantes. Otros compradores potenciales se paseaban en aquel momento entre los muertos. El deseo de Margaret de estar en la zona del cementerio más antigua resultaba más importante que la elección entre el sol y la sombra. Ahorrar tiempo era incluso más importante. Comprar una tumba entrañaba redactar la escritura de una porción de tierra específica estrecha y profunda. A Margaret le quedaban apenas once días. Conseguir la escritura sin perder aquellas preciosas horas yendo y viniendo entre Manhattan y el cementerio de Green-Wood de Brooklyn implicaba decidir aquel mismo día qué lugar sería más de su gusto sin la ayuda de Margaret, un solitario anticipo de la pérdida que le esperaba.

Mientras iba y venía entre las dos alternativas, comenzaba a irritarle su propia vacilación. Llevaba muchos años sin experimentar la zozobra de fracasar a la hora de elegir algo del agrado de Margaret, y no le hacía feliz volver a sentirse un inepto. Cuando Margaret cayó enferma, sus papeles se intercambiaron. Durante los primeros años de matrimonio, ella le eximía de tomar cualquier decisión. De joven, Enrique se quejaba de que ella se hubiera arrogado ese derecho con la brutalidad de un imperialista colonial. Nada de lo que compraban para su casa, ni la elección del colegio para los hijos, ni con quién hacían vida social, ni adónde iban a cenar, ni qué película iban a ver —nada, incluso su propia ropa, si tenía que ser franco—, era decisión de Enrique. Todas las negociaciones con el mundo las llevaba a cabo su esposa jovialmente agresiva, de mirada luminosa y negociante inflexible, a excepción de sus contratos como novelista y guionista. E incluso para esos importantísimos documentos, también la consultaba.

De vez en cuando Margaret utilizaba a Enrique para tratar con el mundo, como cuando los de la compañía de mudanzas intentaron abandonar el trabajo antes de llevar sus posesiones a su apartamento en un día. A las seis anunciaron que regresarían al día siguiente, dejando a la joven pareja casada y a su bebé con solo un colchón y una cuna en los que pasar la primera noche. Margaret mandó a Enrique al camión para que le plantara cara al capataz y con mano dura le obligara a tensar de nuevo sus bíceps tatuados hasta que hubiera acabado el trabajo. Enrique tenía que volver a casa con el cuchillo de trinchar en la mano o clavado en el pecho. Pero eso no significaba que renunciara a su liderazgo; tan solo enviaba a su brazo armado.

En cuanto se puso enferma, sin embargo, enfrentarse al mundo exterior se convirtió en una tarea exclusiva de Enrique, y los dos descubrieron que era más que competente a la hora de sortear la bizantina burocracia de hospitales y compañías de seguros. Enrique supo que se había ganado la confianza de Margaret cuando el cáncer entró en remisión. Durante aquellos felices diez meses, que se contaron entre los más cariñosos y gozosos de su matrimonio, Margaret podría haber retomado su papel de comandante en jefe, y sin embargo permitió que Enrique siguiera encargándose de sus asuntos médicos. La victoria de Enrique no fue total: la confianza de Margaret se extendió solo a la asistencia médica. Evidentemente, las cuestiones de vida y muerte resultaban triviales en comparación con la decoración hogareña o con lo que iba a ponerse Enrique para ir a una cena, porque ella seguía gobernando aquellas decisiones. No obstante, él había ganado terreno en algunas áreas. Poco a poco ella comenzó a consultarle las decisiones domésticas. En una transferencia de control especialmente halagadora, Margaret le pidió que tomara la decisión final entre el verde y el blanco o el marrón y el blanco como combinación para un nuevo juego de toallas. Para alguien de fuera, eso podría haber parecido una concesión de sufragio cómicamente pequeña, pero para Enrique supuso una tremenda ampliación de su derecho a la toma de decisiones estéticas. La glasnost de Margaret le infundió el valor suficiente para tomar sus propias decisiones. Quince meses atrás Enrique había jurado que el regalo de cumpleaños de Margaret lo escogería él solo.

Durante años había intentado comprarle un regalo de cumpleaños que le gustara y le hiciera ilusión confiando en su propio gusto, y cada una de las veces había fracasado miserablemente. El primer año que vivieron juntos intentó copiar la táctica de su padre, que consistía en comprarle joyas a su mujer y regalos que estuvieran más allá de sus posibilidades. Pero no compartía la confianza de su padre en su gusto por las joyas, de manera que recurrió a las marcas más costosas y se dirigió a Tiffany’s.

En aquella tienda, con su pelo largo, sus tejanos negros y unas deportivas blancas, se sintió totalmente fuera de lugar. Le costó que le prestara atención la joven aparentemente afable y de su misma edad que estaba detrás del mostrador de los pendientes. Las mercancías que estaban a cargo de la joven lo atrajeron, sobre todo los pequeños pendientes en forma de estrella con un solitario diamante en el centro que Enrique consideró que casarían perfectamente con las delicadas orejas de Margaret. La dependienta de Tiffany’s les lanzaba una sonrisa radiante a los varones con traje y a las mujeres de más edad, incluida una tan encorvada por la osteoporosis que parecía a punto de meter la nariz en el cristal de la vitrina. Con buena disposición y energía, la dependienta fue sacando bandejas de relucientes objetos para aquellos compradores, y atendió a dos clientes que habían llegado después de Enrique. La dependienta hizo caso omiso de su pelo largo y su cara pálida y ansiosa, como si fuera invisible, hasta que no hubo nadie más que él delante de ella. Por entonces Enrique estaba totalmente sudado dentro de su camisa de trabajo arrugada. La dependienta lo miró y dijo: «¿En qué puedo ayudarlo?», con una voz que proclamaba que aquello era imposible.

Y acertó en su intuitivo esnobismo. Resultó que los pendientes de los que Enrique se había enamorado costaban cuatro mil trescientos dólares, más de la mitad del adelanto de su tercera novela. Cuando el precio lo echó para atrás, la hiriente sonrisa de desdén que ella le dedicó lo devolvió a la Quinta Avenida sin más preguntas.

Deambuló hasta el Diamond District, la mayor zona comercial de venta de joyas del mundo, sintiéndose más cómodo con un dependiente que fuera judío ortodoxo y reconociera que un joven desesperado en busca de un regalo con el que complacer a una chica era un comprador ideal a quien endilgarle algo barato a un precio abusivo. Un vendedor devoto que hablaba muy deprisa convenció a Enrique de que comprara unos pendientes tras explicarle la política de precios de las Cuatro Ces en la clasificación de diamantes, que era algo más deslumbrante que cualquier cosa de las que vendía. Afirmó que podía ofrecerle a Enrique los pendientes de diamantes en cuestión a buen precio porque su calidad por lo que a color, consistencia, quilates y corte respectaba —las Cuatro Ces, pues quilates es carats en inglés— quedaba justo debajo de donde la tasación se disparaba. Le aseguró a Enrique que la diferencia entre esa calidad inferior y la superior, donde los precios se triplicaban, era demasiado sutil como para que nadie se diera cuenta, ni siquiera los expertos en diamantes que lo rodeaban en ese mismo momento. Levantó los brazos enfundados en un traje negro, mostrando las mangas blancas y los puños almidonados, como si abrazara todo el distrito.

—¡Nadie! —prometió—. ¡Ni un alma puede ver la diferencia! ¡Va! Pregúnteles. Si alguien puede ver la diferencia, le devuelvo el dinero.

Aquellos pendientes eran mucho más baratos que el par de Tiffany’s, pero los ochocientos dólares que costaron supusieron una dolorosa merma para la cartera de Enrique. Así que cuando le ofreció el regalo a su amada con unas manos temblorosas y llenas de orgullo, estaba casi paralizado por sus deseos de impresionarla y por el sustancioso porcentaje de sus ingresos anuales que representaba.

Margaret lo intentó. Se esforzó por llevar una sonrisa a su boca y consiguió formar una especie de mueca de satisfacción. Aunque Enrique era un consumidor crédulo, también era un amante escéptico, y quiso saber qué había de malo en el regalo. No tardó en lamentar su afán de saber la verdad. Tuvo que acallar el doloroso recitado de los muchos defectos de los pendientes. Aprendió algo importante para futuros regalos: para Margaret, los diamantes no eran el mejor amigo de una chica; de hecho, le desagradaban.

—¿Es que no te has dado cuenta de que no tengo? —preguntó. Lo dijo en un tono de asombro, como si hacer inventario de las joyas de una chica fuera un acto de supervivencia esencial.

Margaret intentó ser amable. Lo besó y lo tranquilizó y le dio las gracias por ser tan considerado, pero a medida que pasaba el tiempo a Enrique le pareció que ella se mostraba sarcástica e insensible con el regalo. Dos meses más tarde escuchó sin querer cómo Margaret bromeaba con Lily a propósito de los pendientes, y le escoció la vergüenza. Su humillación no mejoró cuando se dio cuenta de que nunca los llevaba, de que no se los había puesto ni una vez. Le contrarió el rechazo de su regalo, una sensación amarga que almacenó en la caja secreta donde guardaba las magulladuras de su orgullo que nunca se curaban y donde se volvían más oscuras y represivas. Creció su determinación de conseguir impresionarla algún día.

Para el siguiente cumpleaños evitó las joyas. Copió otro de los ardides de su padre en cuestión de regalos y le compró un caro utensilio para animarla como artista. Enrique admiraba las fotos de Margaret, al igual que mucha otra gente, sobre todo su padre el economista. Leonard le dijo a Enrique que él había dejado de hacer fotos en cuanto vio las instantáneas que había tomado Margaret en su viaje de estudios a Europa, fotos que había obtenido con una cámara automática heredada de Leonard. Hasta ese momento este nunca había considerado que la fotografía fuese un arte, pues con las cámaras automáticas y la película sin límites tarde o temprano hasta un mono captaría una imagen fascinante. El primer rollo de treinta y seis fotos que sacó Margaret refutó de inmediato su opinión. Más de la mitad tenían una hermosa composición y eran exquisitas. La facilidad de Margaret le convenció de que la fotografía sin duda era un arte y de que su hija «tenía ojo». Que las fotos de Margaret superaran la resistencia de su práctico padre fue suficiente para que Enrique deseara animarla, dejando aparte el entusiasmo de ella por la fotografía. Cuando se conocieron, él descubrió que Margaret había terminado hacía poco un curso de revelado y positivado. Su interés continuó durante el primer año que vivieron juntos. Margaret pasaba su tiempo libre (era artista gráfica y trabajaba por su cuenta) paseándose con una Olympus de 35 milímetros por el barrio cada vez más pequeño de Little Italy, por el floreciente SoHo, por el sucio mercado de la carne y por los ruinosos edificios de Union Square, captando las calles de una Nueva York en bancarrota que por entonces, en los años setenta, empezaban a cotizarse al alza.

Enrique volvió a confiar en un judío ortodoxo, esta vez en la tienda de cámaras B & H, donde Margaret compraba su material. Comentó largo y tendido qué comprarle con un joven dependiente que parecía mayor debido a su poblada barba. Se le bamboleaban las mejillas regordetas y pálidas mientras le sugería qué cámara entusiasmaría a un fotógrafo serio. La respuesta le resultó atractiva a Enrique: una Rolleiflex de los años cincuenta. La caja de metal negro con pequeñas abolladuras tenía ese elegante aspecto retro y voluminoso de las cámaras de la segunda guerra mundial, una época romántica en la imaginación de Enrique. El devoto dependiente le explicó que las «Rolleis» poseían unas lentes de pulido fino que proporcionaban el tipo de detalle que anhela un fotógrafo artístico; y puesto que la cámara ya no se fabricaba, una lente de esa calidad solo podía obtenerse comprando una cámara de segunda mano.

Todo eso a Enrique le pareció una chorrada. Las cámaras eran una tecnología moderna. Según la experiencia de Enrique, la tecnología siempre progresaba. No se creyó demasiado las afirmaciones del hombre del sombrero negro, que con los rizos cayéndole a los lados de la cara, su traje y su delantal también parecía salido de la segunda guerra mundial, aunque más de Le chagrin et la pitié que de La gran evasión. Justo hasta el momento en que Margaret abrió el voluminoso paquete que Enrique había envuelto con papel de regalo, le preocupó que se riera de él por ser tan crédulo.

Pero no. No lo habían engañado. Aquella vez no hizo el ridículo, Margaret no se quejó de que no hubiera adivinado lo que le gustaba. Hubo una gratificante expresión, unos ojos desorbitados de agradable asombro, seguidos de «¡Oh, Dios mío, una Rollei!», como si se tratara de un tesoro que había codiciado con tanta intensidad que había considerado prudente mantenerlo en secreto. «¡Bombón!», exclamó Margaret, utilizando el apodo que había acuñado recientemente para él. «¡No deberías haberlo hecho!», exclamó con un brillo en los ojos, y se puso en pie de un brinco, alzándose de puntillas para besarlo con los labios frescos y húmedos.

Un triunfo. Todo lo contrario de la humillación del año anterior. Durante unos días Enrique quedó impregnado de una sensación de éxito varonil, frustrado tan solo por el ceño que ella puso cuando le preguntó por qué seguía sacando fotos con su Olympus y no con la fabulosa Rollei. «Es que todavía tengo que aprender a usarla», dijo Margaret con pinta de agobiada, como un estudiante que ha de redactar un trabajo difícil. Durante las semanas siguientes él le fue detrás. ¿Se había apuntado al curso que según ella necesitaba para aprender a utilizar correctamente la Rollei? ¿Quería que Enrique le comprara el trípode que, le habían dicho varias personas, necesitaba para esa cámara? ¿Había hecho limpiar la lente, puesto que Margaret afirmaba que en B & H se la habían vendido sin el trabajo necesario de restauración? ¿Podía llevársela al dependiente y quejarse? Y así sucesivamente, le iba haciendo preguntas con la intención de animarla, pero ella parecía tomárselo como si le diera la lata.

Ante el asombro y la irritación de Enrique, que con el tiempo se transformaron en una dolorosa herida, Margaret nunca utilizó la Rollei que tanta ilusión le había hecho, ni una sola vez.

—Es demasiado esfuerzo —dijo cuando vio que él no paraba de insistirle, ocho meses después de su cumpleaños—. Tengo que aprender y comprarme todo este material… y además hay que limpiar la lente. Buf —resopló—. Prefiero salir con mi pequeña compacta.

Por aquel entonces ya se habían casado, por lo que ya no se podía poner en entredicho su compromiso con Enrique, pero aquel rechazo renovó, con una intensidad que mantuvo oculta a Margaret, la cuestión de si su amor le proporcionaba algo aparte de la lealtad y el consuelo de una mascota. ¿Para qué lo necesitaba?, se preguntó Enrique. ¿Por qué iba a amarlo Margaret? Los sentimientos que experimentaba hacia él, ¿eran algo más que un reflejo biológico y burgués?

No mucho después de su decepción con la Rollei, Enrique le dijo en broma que era el marido perfecto para una guapa chica judía que quisiera escapar de su típico hogar de Queens: un hombre de piel olivácea y nombre español al que ella podía llevar a la celebración de la Pascua y anunciar encantada: «¡Es judío, mamá!». La manera en que ella asintió con la cabeza y la vibración de su cínica carcajada resonaron a lo largo de los años. Él poseía esa fe de novelista en la naturaleza reveladora de tales momentos, y durante mucho tiempo fue incapaz de oír la música de los sentimientos de Margaret hacia él sin que repicara la campana de la sátira.

Cuando llevaban ya casados un par de años, probó otra cosa. Se convenció de que el romanticismo y el arte eran un error con una chica tan práctica y hedonista. En diversas ocasiones la había oído comentar que le gustaría tener una licuadora, pues había roto el recipiente de cristal de la que tenía y luego perdido la base con el motor. Le compró una Osterizer reluciente confiando esta vez en que era algo que le gustaría y utilizaría. Y aquel regalo que prometía ser infalible resultó el más desastroso de todos.

—¿Una licuadora? —le soltó—. ¿Una licuadora? —repitió, poniendo una nota cómica en su consternación y su horror al pronunciar la palabra en un estridente gallo—. ¿Me regalas una licuadora por mi cumpleaños? No hay duda de que eres todo un romántico. ¿Qué me vas a regalar el año que viene? ¿Una plancha para hacer gofres?

Le repitió esa ingeniosa ocurrencia a Lily, que también consideró aquel regalo lo bastante hilarante como para contárselo a los comensales durante una cena en presencia de Enrique. Este sonrió con un avergonzado buen humor, pero por dentro hervía de bochorno, y le entraron deseos de estrangular a las dos chicas hasta que se volvieran tan moradas como uno de los batidos de fruta fresca que a Margaret le gustaba licuar en su tan desdeñado regalo.

Al año siguiente realizó otro heroico intento de regalarle algo que ella nunca se compraría. Margaret había vuelto a pintar durante sus vacaciones en la casa de los padres de Enrique en Maine. Estaba encantada por el entusiasmo que demostraba el padre de Enrique por dos paisajes de la costa rocosa que había pintado. Cuando regresaron a la ciudad, Margaret no perdió aquel renovado impulso por pintar y alquiló un espacio con una mujer que había conocido en clase de dibujo. Durante una visita que hizo Enrique a su estudio de una habitación desde el que se veía Union Square a vista de pájaro, observó que utilizaba dos cajas de cartón apiladas y una de las tapas como caballete. ¿Cómo no iba a gustarle a Margaret que aliviara ese déficit? Fue andando hasta Utrecht, en la Cuarta Avenida, donde Margaret compraba su material artístico, y adquirió un caballete de madera, caro pero de ninguna manera elaborado, un regalo útil y bonito.

Cuando sacó el regalo de su escondite en la escalera de incendios, tuvo una premonición de fracaso. Oyó cómo un Enrique más perspicaz le susurraba desde el sótano de su inconsciente que nada que fuera útil le gustaría a Margaret. Lily y su novio de entonces, probablemente gay, estaban felicitando a Margaret y brindando con champán mientras tomaban caviar canadiense. Los tres se volvieron hacia el ruido que hizo Enrique al entrar con una expectación efervescente. Este pudo contemplar las reacciones del trío mientras permanecía en la puerta con el caballete doblado y apoyado en el hombro como si fuera un rifle de juguete. Lily y su amigo gritaron entusiasmados y levantaron sus copas como saludo a su reflexiva magnanimidad. Margaret puso una cara larga de rechazo, como si Enrique hubiera entrado del brazo de otra chica.

Aquella reacción fue un misterio durante años. Su explicación del momento, la de que el caballete resultaba «demasiado práctico», no era cierta. Cuando en su vigésimo aniversario de bodas compartieron confidencias acerca de su matrimonio, ella finalmente se lo explicó.

Aunque el enigma se había resuelto, y aunque sabía que la reacción de Margaret no había tenido nada que ver con su gusto, en aquel momento, de pie sobre lo que podía acabar siendo la tumba de Margaret, y probablemente también la suya, seguía teniendo poca fe en ser capaz de elegir el lugar en el que ella preferiría descansar. A lo mejor tanto daba. Aquellas elegantes parcelas, tuvieran de vecinos a los arces o al roble, permitían tres entierros uno encima del otro. Enrique estaba eligiendo su última morada juntos. Puesto que él iría de visita durante algún tiempo antes de unirse a ella, quizá era lógico que reflejara más el gusto de él que el de ella. Y si por casualidad era el mismo, mejor, esa era la gracia del matrimonio.

Regresó de nuevo hacia los arces.

—¿No te decides? —le preguntó la siempre un tanto ansiosa y afectuosa Lily—. Yo creo que prefiero esta vista —le propuso ella mirando a la tumba de Peter Cooper[4] que quedaba a lo lejos, un reluciente templo blanco entre los frondosos árboles de junio. Le preguntó a su marido no gay con el que llevaba veinte años casada— ¿Qué te parece?

—Es una vista estupenda —dijo Paul y la rodeó con el brazo—. Y Peter Cooper nos cae bien, ¿no es cierto? —Se quedaron abrazados y miraron a Enrique desde la ternura de su posición: la barbilla compungida, los hombros relajados, la cabeza inclinada con aire de interrogación.

—Esta vista la tienes desde las dos tumbas —señaló Enrique—. Solo depende de cómo te coloques.

—Vaya —suspiró Lily, dándose un golpe en la sien—. Pues sí que… —En aquellos días, sus ojos castaños habitualmente alegres se veían grandes y preocupados, como los de un niño el primer día que va a un colegio nuevo. Sus padres aún vivían; no se había muerto nadie cercano, y, de esa manera que solo se da en mujeres que han sido amigas toda la vida, Margaret era la persona con quien mantenía un vínculo más estrecho—. No sé —dijo la siempre dogmática Lily—. No me decido. No puedo ayudarte.

—Estás aquí. Eso ya es una ayuda —dijo él, y lo dijo en serio. Regresó al arce. Intentó disipar las preocupaciones de su cabeza y considerar qué lugar era más bonito.

Quince meses atrás, para el cumpleaños de Margaret, se lo había tomado con calma para ver si por fin era capaz de elegir solo un regalo que ella pudiera apreciar. Fue apenas unas cuantas semanas antes de que se enteraran de que el cáncer había entrado en metástasis y, aunque podían intentar frenar la enfermedad, ya no tenía cura. Durante años, el día del aniversario de Margaret había seguido la misma rutina, un acuerdo negociado de las neurosis de ambos. Acompañaba a Margaret a una tienda donde ella había visto algo que le gustaba: un sombrero, una pulsera, un vestido, unos zapatos, y en una ocasión, una mesita de centro. Enrique interpretaba la farsa de comprar y envolver lo que ella había escogido para sí misma y ofrecérselo como si hubiera sido idea de ella. «Qué buen gusto tienes», decía Margaret con bastante convicción, para que los amigos que no estaban al corriente de la circunstancia a veces la creyeran y comentaran la suerte que tenía al contar con un marido con tanto criterio. Invariablemente, Margaret le besaba delante de todo el mundo, genuinamente encantada y satisfecha de su propia elección. Pero lo que consternaba más a Enrique era que las elecciones de su mujer nunca le parecían predecibles. La lección que aprendió fue que satisfacer a su esposa no era algo que pudiera memorizar leyendo un capítulo de Nuestros cuerpos, nuestras vidas. Sin embargo, por desalentadora que pareciera la tarea, la enfermedad de Margaret y su entereza en el sufrimiento lo llevaron a intentar por última vez encontrar algo que le hiciera ilusión.

Decidió dedicar algo más que unas cuantas horas a buscar el regalo. Se concedió un mes. Volvió a decidirse por unos pendientes. Le gustaban las orejas pequeñas y sin mácula de Margaret, y los momentos en que ella le permitía acurrucarse a su espalda y saborear ligeramente sus recovecos con la punta de la lengua, cosa que la hacía estremecerse de placer. Quería adornarlas.

Varias veces por semana iba a mirar tres joyerías de antigüedades de su barrio. Margaret había comprado regalos para ella y para sus amigas en esas tiendas. Enrique sabía ahora que ella prefería la plata antigua, de un color casi peltre, al relucir del oro, y que prefería una sola piedra engastada en un diseño que fuera complejo pero de pequeña escala. A la segunda semana, los dependientes se acostumbraron a sus visitas de una hora.

Una dependienta intuitiva observó las cosas que solían interesarle y le enseñó un par de pendientes de plata antiguos. Le dijo que eran de la década de 1880. Había documentos que lo demostraban, pero a él eso no le importaba, pues los pendientes poseían todos los elementos que él deseaba y uno que temía: un círculo de pequeños diamantes rodeaba el solitario rubí que había en el centro de cada pendiente. Eran más titilantes estrellas que diamantes, pero seguían siendo diamantes. Cuando la dependienta dijo: «¿Qué le parecen estos? Yo los encuentros delicados y preciosos», él contestó: «Yo también. Pero son diamantes. A mi mujer no le gustan los diamantes».

La dependienta se rió.

—A su mujer no le gustan los diamantes —repitió, como si fuera una broma.

—No —dijo Enrique—. No le gustan. —De todos modos, los estudió. Se los acercó casi hasta la nariz. Pero a pesar de los diamantes que rodeaban a los cálidos rubíes rojos, eran del gusto de Margaret. No los compró. Regresó a la tienda dos veces a la semana siguiente, cada vez más tentado. Eran los pendientes que quería comprarle, pero temía cometer otro error, otro ejemplo de su terca incapacidad para ver el mundo a través de los ojos de ella.

En la misma tienda había unos pendientes parecidos sin diamantes, pero el diseño que rodeaba sus solitarias piedras rojas era menos atractivo. En su opinión, en el par que a él le gustaba los diamantes estaban de más. Eran atractivos debido al trabajo en miniatura, una yedra esmeradamente entretejida de plata antigua tan bien trabajada que parecía orgánica. Sabía que a Margaret le gustaría el diseño. Pero ¿y los diamantes? ¿Le molestarían? ¿Y qué, si no le gustaban? Habían pasado tantas cosas en los veintinueve años transcurridos desde su primer y desastroso regalo. Se habían disipado muchas ilusiones. Se habían hecho muchas exhibiciones de fuerza. Ella le había dicho cosas tan crueles como nadie le diría nunca; y en más de una ocasión él había sido más cruel con ella. Se habían jurado amor; habían soportado el odio. Como hijos que eran, habían engendrado hijos, uno de los cuales ya era un hombre, y el otro iba camino de ello demasiado deprisa. Por entonces ella debía de saber que él sabía que a ella no le gustaban los diamantes. Si de todos modos se los compraba, porque estaba seguro de que el resto del diseño era de su gusto, tenía que creer que ella comprendería que lo había hecho con la mejor intención. Quizá no le gustaran, quizá nunca se los pusiera (tampoco le quedaba mucho tiempo para llevarlos), pero no podría ofenderse si, de nuevo, siguiendo la constante de su matrimonio, él fracasaba a la hora de elegirle un regalo sin ayuda. Tenían gustos diferentes, y a veces querían cosas diferentes el uno del otro, y sin embargo habían llevado una feliz vida juntos: él debía creer que ella lo comprendería.

Enrique los metió en su cajita de terciopelo y los envolvió con el papel de seda azul liso que a ella le gustaba, y le compró una tarjeta divertida de las que a ella le gustaba comprar para él. Enrique era más serio que ella, de manera que debajo de la línea chistosa de la tarjeta escribió unas palabras sentidas: «Para la única joya de mi vida».

—Uau —dijo Margaret cuando leyó la nota. Levantó la mirada hacia él, limpiándose la nariz para asegurarse de que no moqueaba a causa del protocolo de la nueva quimioterapia. Sonrió lánguidamente—. Bombón, ¿no has gastado mucho? Sería ridículo gastar mucho en mí a estas alturas.

—No digas eso —repuso Enrique.

—Bueno —dijo Margaret abriendo la cajita, esa chica ahorrativa de Queens—. Se los dejaré a Gregory o a Max para que se lo regalen a sus mujeres… —Se apagaron sus palabras al ver los pendientes. Los contempló un momento como si no supiera qué eran. Los observó entreabriendo ligeramente los labios y mirándolos con honda perplejidad.

La que me va a caer, se dijo Enrique preparándose, por no haberme acordado de que odia los diamantes.

—Endy… —susurró Margaret. Sacó los pendientes y los sostuvo en la palma de la mano bastante rato para decir—: Son hermosos. —Fue como si él no existiera. No hubo beso, ni objeción por el dinero, ni las artimañas habituales. Se acercó al espejo colgado en el vestíbulo delantero, el que utilizaba para echarse un último vistazo antes de atreverse a salir. Se los puso con un profundo aire de concentración y luego se quedó mirándose, con la peluca, las cejas pintadas, colocándose de un perfil, luego del otro. Repitió en voz baja—: Son hermosos. —Dos hileras de diminutas lágrimas transparentes le rodaron por cada mejilla, pero Enrique se dijo que probablemente eran lágrimas de quimioterapia. Aquel aparente éxito despertaba sus suspicacias, le daba miedo aceptar la enhorabuena de Margaret. Desde su diagnóstico, ella lo amaba y lo necesitaba con tanta intensidad que Enrique temía que fuera demasiado poco exigente con él.

Enrique se acercó para decir:

—No necesito cumplidos; me aseguré de poder devolverlos, de manera que si no te gustan, solo tienes que decirlo. —Para su sorpresa, ella siguió sin hacerle caso. Mantuvo los ojos húmedos fijos en su imagen del espejo y siguió poniendo ahora un perfil, ahora el otro. Y para que a Margaret le resultara más fácil rechazar su regalo añadió—: Hay otro par de pendientes sin diam…

—¡Son hermosos! —le soltó ella, enojada. Ni siquiera se volvió hacia él. Reculó, apretando la peluca para ajustarla—. Bombón, me encantan —dijo apasionadamente, dando media vuelta y avanzando hacia sus brazos. Margaret se puso de puntillas y apretó sus labios contra los de él susurrando entre beso y beso—: Son perfectos. Simplemente perfectos.

—¿Aunque tengan diamantes? —le susurró él, y esperó durante dos besos más antes de que ella dijera:

—Me encantan. Gracias.

Enrique no la creyó hasta que no los hubo llevado durante una semana entera, exceptuando la tarde en que fueron a hacerle una tomografía. Incluso se tomó la molestia de explicar esa omisión, diciendo que le daba miedo que se perdieran.

Enrique seguía sin estar absolutamente seguro de que esa victoria hubiese sido posible sin la ayuda de la enfermedad. Pero se recordó que por fin había conseguido comprender el gusto de Margaret, de manera que tenía derecho a tomar esa decisión. Cruzó la pequeña colina que iba de la parcela hasta el roble y se quedó allí, donde iría la lápida de Margaret y, algún día, la suya. Estudió lentamente el terreno, girando en un arco de trescientos sesenta grados y grabando en su memoria los árboles frondosos, las lápidas como centinelas, la imagen lejana del puerto de Nueva York, la pretenciosa tumba con columnas jónicas, y el camino gris y serpenteante que dividía las cuidadas parcelas y que pronto recorrería el coche fúnebre que habría de transportar hasta allí su cuerpo sin vida.

—Esta —les dijo a Lily y a Paul.

—Es hermosa —dijo Lily, aunque hacía un momento había sugerido que eligieran la otra—. Esta es la adecuada —añadió, conociendo la intensidad de su angustia.

—Es posible —contestó él.