9. Primera cita

Considerando la alta temperatura que alcanzó la ansiedad de Enrique las horas anteriores a su cita con Margaret, resulta una prueba de los límites físicos de la emoción que no se incendiara y saliera volando, como una cáscara chamuscada, hacia el cielo gris de Nueva York que amenazaba con nieve. Una caldera de miedo y deseo le impulsaba arriba y abajo del lustroso suelo de poliuretano de su estudio mientras rugía un debate sobre qué ponerse. ¿Debería llevar su Levi’s negro, su Levi’s azul claro, su Levi’s azul oscuro, o su prenda más cara: unos pantalones italianos beis ajustados a su cintura de chaval de veinticuatro años y acampanados? El corte de los pantalones de Milán encajaba perfectamente con la moda de los setenta, cosa que parecía lógica, pues estábamos en 1975. Lo que ya no parecía tan lógico era llevar una fina mezcla de algodón y lino el 30 de diciembre. Y luego estaba la cuestión de lo apretados que le quedaban en la entrepierna, pues estaban pensados para resaltar un abultamiento viril. El exhibicionismo le asustaba en ambos extremos de la inseguridad: por no tener suficiente abultamiento y porque exhibir lo que uno tenía resultaba vulgar.

Jamás se habría comprado esos pantalones de no ser por la influencia de su amigo Sal, mandón y sexualmente más seguro de sí mismo. En muchos aspectos, Enrique no emulaba a Sal —y desde luego no en la ropa—, pero puesto que durante el año anterior su amigo había conseguido follar más a menudo que él (tampoco un gran logro, pues con una vez ya le superaba), había dejado que Sal le convenciera para comprarse esa prenda. Durante toda aquella tarde gris, en el resplandor halógeno de su apartamento, titubeó entre su surtido de tejanos y aquellos pantalones vistosamente genitales sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria.

Exceptuando las cuestiones referentes a Margaret —naturalmente—, la vacilación no era una característica de Enrique. Generalmente, tomaba las decisiones deprisa y con facilidad, respaldado por una fiable técnica de investigación. Enrique disfrutaba del conocimiento y le tranquilizaba la seguridad de actuar basándose en la fundada sabiduría de hombres y mujeres más inteligentes y valientes que él. Pero convivir con Sylvie durante más de tres años le había enseñado muy poco acerca de qué buscaban las mujeres a la hora de salir con un hombre de veintiuno, y tampoco se le había ocurrido consultar la ingente cantidad de revistas para mujeres que ofrecía información sobre las facultades críticas femeninas. Sabía mucho acerca de las necesidades sexuales de las mujeres, puesto que Sylvie había insistido en que leyera el capítulo pertinente de Nuestros cuerpos, nuestras vidas, y había sido exigente, explícita y específica acerca de la estimulación oral del clítoris y otras informaciones sexuales avanzadas acerca de qué le gustaba y qué no. Gran parte de aquello probablemente podía aplicarse a otras mujeres, pero la cuestión de qué pantalones llevar en una primera cita que en realidad era un tercer encuentro, por no mencionar la confusión que también le causaba el hecho de que la cita tuviera lugar en un sitio informal como Greenwich Village, aunque un sábado por la noche… ¿Dónde estaba el texto sagrado, el manual de instrucciones, el manifiesto que respondiera a ese acertijo?

Los asesores masculinos no abundaban. Bernard, su enemigo en lo concerniente a Margaret, vestía siempre tejanos negros y una camisa de trabajo azul. Su hermanastro, Leo, ocho años mayor que él, nunca había pasado más de dos días sin tener novia desde los quince años y probablemente se habría reído de él por preocuparse tanto por la ropa. «Si te preocupas por lo que llevas, ya estás perdido», supuso que diría Leo. Eso le dejaba solo a Sal, fanáticamente fiel a los pantalones italianos. Este insistió en que, a pesar del frío del invierno, la delgadez de la tela conduciría, inevitablemente, al calor humano.

—Señor Ricky, con esas piernas tan largas te sientan estupendamente los italianos. Te los arrancará a pedazos. Con ellos pareces Mick Jagger, tío.

—¿No parezco un heroinómano?

Sal insistió inexorable.

—Llevas pantalones de Milán, señor Ricky. Se le hará la boca agua.

A Enrique le parecía improbable que Margaret se dejara impresionar por cualquier cosa que pudiera llevar un joven, incluyendo la ropa. Si encontró el valor suficiente para pedirle esa cita fue porque, al final de la Cena de Huérfanos, Margaret se había puesto a despotricar contra los hombres.

Poco después de que se hubieran acabado el café, el postre y los cigarrillos, Enrique estaba a punto de escabullirse para siempre. Solo le detenía el hecho de no encontrar palabras corteses para despedirse de Pam, la mujer que creía que Margaret había elegido para él, cuando oyó que su anfitriona exclamaba:

—Los hombres siempre dicen que van a llamarte y luego no lo hacen. Evidentemente, de alguna manera me encuentran espantosamente poco atractiva o espeluznante. No me importa. —Rió encantada—. Pero ¿por qué te molestas en decir que vas a llamar, si no vas a hacerlo?

Phil y Sam, muy chulos y grandilocuentes toda la noche, se quedaron mudos ante ese reto. Se quedaron mirando boquiabiertos a Margaret, aquella mujer de ojos azules y mejillas pecosas, como si fuera un dragón que escupiera fuego.

—¿No es verdad? —le preguntó a Lily, que inmediatamente le contestó con una voz jovial y sonora:

—A mí nadie se molesta en prometerme que me llamará.

Margaret recorrió toda la longitud de la mesa hasta Pam para que esta mostrara su acuerdo, pero Pam no contestó y pareció alarmada, como si sospechara que aquello era una trampa. Margaret dirigió su sarcasmo hacia el perplejo Phil.

—Y de todos modos, ¿quién os pide que llaméis, chicos? ¿Por qué tenéis que mentir? ¡A lo mejor yo no quiero que llaméis!

—A lo mejor por eso no llamamos —dijo Phil, saliendo de su momentánea pérdida de sutileza dialéctica y utilizando la propia declaración de Margaret en contra de ella.

—¿Y por eso no me has llamado? —preguntó ella.

Un profundo silencio siguió a ese brusco paso de los defectos generales de los hombres al defecto concreto de Phil, que miró a Sam en busca de ayuda, y al no encontrarla, tartamudeó:

—¿Yo? ¿Cuándo?

—¡Cada vez que me encuentro contigo desde que nos licenciamos! En nuestro primer reencuentro, en la fiesta de Mary Wells en Brooklyn, en la fiesta de la playa en East Hampton. «Te llamaré» —dijo Margaret imitando el habla declamatoria de Phil, como cuando MacArthur declaró que volvería—. Cada vez. Nunca te lo he pedido. Nunca he dicho nada de llamarnos ni de encontrarnos. Pero tú siempre dices que llamarás y nunca llamas. ¿Puedes explicarlo, jovencito?

Enrique debería haberse sentido solidario con su sexo, pero le alegraba el sesgo que había tomado la conversación. Sabía perfectamente por qué un hombre es capaz de prometer en falso que llamará a una mujer que está libre y sin compromiso. Él había planeado farfullar algo acerca de que esperaba volver a ver a Pam, desde luego. Eso cuando menos, para no provocar una expresión de ofensa o decepción, pues, sobre todo para un hijo de judíos, esa expresión en una mujer llevaba aparejada toda una serie de malos recuerdos. No era hipocresía. En aquel momento lo sentía de verdad. Una vez liberado del siempre cautivador hechizo de una mujer, decidía no telefonear. Pero ese comportamiento era típico de una persona sosa como Pam y de un carácter tímido y sexualmente no agresivo como el de Enrique. Con su barba bien recortada y su voz grave de orador, Phil iba incluso detrás de las faldas que no le interesaban, y, en cualquier caso, Margaret era su presa principal. ¿Y Phil no la había llamado? Enrique se sentía confuso. Habían estado chocando las caderas y jugando al tira y afloja con el sacacorchos en la diminuta cocina de Margaret. Enrique estaba seguro de que Phil tenía que haber marcado el número de Margaret al menos una vez.

Sam rió ante el disgusto de Phil. Margaret cambió de frente de ataque.

—¿Y tú, qué? Tú también decías que me llamarías cada vez que te encontrabas conmigo, en la fiesta de Mindy, en la de Joel. Decías que me llamarías y no me llamabas. ¿Qué te ocurrió? ¿La compañía telefónica te dejó sin línea?

—Yo… esto… yo… esto —tartamudeó Sam, y a continuación consiguió reírse de sí mismo cuando el resto de la mesa soltó una carcajada. Añadió en tono grave—: Te llamaré y lo discutiremos.

Todos se partieron de risa. Margaret sonrió como si desde el principio hubiera planeado animar la cena justo cuando comenzara a languidecer.

—¡No, no! —protestó, y dejó colgando la pierna derecha por encima del brazo de la butaca, en la misma postura que había adoptado en el apartamento de Enrique—. ¡No me llames! Escribe una carta. Eso es lo malo de los hombres y mujeres de hoy en día. Que no se escriben cartas. Tenemos que volver a como se hacían las cosas en la época de Jane Austen.

—Pero en aquella época las cartas se cruzaban o se perdían, y había una confusión terrible —objetó Lily.

—¡Bueno, siempre es mejor eso que el que no te llamen! —arguyó Margaret—. A lo mejor solo es un problema de los hombres de Cornell —dijo, y miró a Enrique, que estaba al otro lado de la mesa—. ¿Es ese el problema? —le preguntó. ¿Le estaba advirtiendo que no le prometiera a su amiga Pam que la llamaría a no ser que estuviera dispuesto a hacerlo? ¿Acaso no había hecho que la situación fuera aún más incómoda al airear esa queja? Enrique le lanzó una mirada a Pam y descubrió que su cara sombría se iluminaba de satisfacción ante lo que Margaret había conseguido: avergonzar a los jóvenes leones. Pam estudió a Enrique, y sus ojos negros relucieron a la espera de lo que él pudiera decir.

Phil expresó en voz alta lo que Enrique sentía:

—Bueno, ahora sí que nos habéis hecho la picha un lío. ¿Tenemos que llamar, o escribir, o decir que no vamos a llamar, o decir que vamos a escribir pero no llamar?

Margaret, en lugar de contestar directamente, alargó el brazo hacia el paquete de cigarrillos que había en la mesa. Tuvo que extender el tronco, cosa que consiguió con la seductora agilidad de un gato. Se colocó el Camel Light entre los labios y esperó a que Phil le encendiera una cerilla, una escena que a Enrique le recordó, para su consternación, la coreografía de los amantes estilosos de las películas de los años treinta. Al tiempo que soltaba una bocanada de humo, Margaret dijo:

—Deberíais decir que no vais a llamar —hizo una pausa para incrementar el suspense—, ¡y entonces llamar!

Eso fue lo que Enrique hizo al marcharse, abandonando el campo por delante de los demás varones. Le dijo a Pam: «Encantado de conocerte», sin ninguna otra promesa. Se dirigió hacia su cruelmente generosa anfitriona, a quien le gustaba lo bastante para su amiga pero no para ella. Margaret estaba junto al armario de la puerta de entrada, ofreciéndole a Enrique su enorme chaqueta militar mientras seguía bromeando con el apuesto Phil, que la había seguido como su perro favorito con una correa. Enrique no siguió el consejo de su amigo Sal de besar a Margaret en los labios. Le tendió la mano. Ella la cogió con un aire de sorpresa, como si se tratara de un ritual que nunca había probado antes.

—Yo no te llamaré —dijo Enrique—. Pero gracias por la cena. Ha sido deliciosa.

Lily exclamó a su espalda:

—Tienes que escribirle una nota de agradecimiento.

—Ni hablar —dijo Enrique, volviéndose hacia la jovial Lily y tendiéndole la mano—. Soy un escritor profesional —dijo—. No pongo los dedos en la máquina de escribir a no ser que me paguen. —Lily hizo caso omiso de la mano de Enrique, se acercó de puntillas y besó la mejilla de Enrique mientras Margaret paraba el golpe.

—Te hemos dado de cenar —dijo—. Y no has tenido que cantar para ganártelo.

Enrique se marchó sintiéndose desconsiderado y abatido. Pero mientras caminaba hasta su casa en medio del frío —pasando junto a los árboles pelados de la calle Novena, las bolsas de basura de las tiendas cerradas de University Place, la basura desperdigada de la calle Octava—, decidió que, a pesar de todos los signos desalentadores, llamaría a Margaret. Las francas quejas de esta acerca de los hombres le habían dado la fatalista esperanza de que, aunque probablemente fracasaría, era un fracaso del que no había que avergonzarse. Había publicado dos novelas autobiográficas y revelado muchas verdades embarazosas acerca de sí mismo. Había sido ridiculizado en los periódicos y las revistas, y cara a cara por los lectores. Y puesto que Margaret se había burlado de un hombre que evidentemente le gustaba —el descarado Phil—, ¿qué mal podía causarle quedar de nuevo en ridículo?

Ese valor condenado al fracaso fue lo que lo impulsó a marcar el número de Margaret y pedirle que saliera con él. Ahora que se acercaba el momento de su cita, los nervios volvieron a fallarle. La decisión de qué ponerse la tomó el estado de ánimo que le provocaba su perspectiva de éxito con Margaret. A medida que esta se ensombrecía, ocurría lo mismo con su pantalón. Escogió unos Levi’s negros y un jersey negro de cuello cisne. Lo habría rematado con un abrigo negro, pero fue fiel al verde de combate de la tienda de la Marina.

Margaret llamó al portero automático a las 7.43 para que bajara. Irían andando al restaurante, tal como habían acordado. Enrique se había tomado con escepticismo ese plan. Margaret se había negado a que él fuera a buscarla, como si eso resultara una estupidez. Una mala señal, decidió Enrique. Aquello olía a que solo quería que fueran amigos, aunque geográficamente el plan de Margaret tenía más sentido, pues habían acordado ir a comer al Buffalo Roadhouse, cerca de Sheridan Square, y el edificio de Enrique quedaba de camino. Hacía trece minutos que Margaret debería haber llegado. Enrique había leído muchas novelas que explicaban que siempre había que esperar una pequeña tardanza de las mujeres; no obstante, a las 7.35 ya había asumido que le había dado plantón, de manera que cuando oyó el zumbido del interfono le pareció que su suerte había cambiado de manera radical.

Bajó corriendo los cinco tramos de escalera. Una pátina de sudor apareció en su frente a pesar del aire invernal. La saludó un tanto turbado. Intentó eludir la cuestión de si besarla o no, aunque fuera castamente en la mejilla, poniendo rumbo hacia su destino.

—Pongámonos en marcha enseguida antes de que Bernard nos vea —dijo Enrique para disimular la ausencia de un saludo de verdad.

—¿Y por qué no queremos que Bernard nos vea? —preguntó Margaret, caminando a paso vivo a su lado. A pesar de que era veinticinco centímetros más baja que Enrique, a los pocos pasos ya le había tomado la delantera. Enrique se dio cuenta de que tenía que apretar el paso hacia la chaqueta acolchada de Margaret, aunque no sin antes fijarse en cómo sus ajustadísimos tejanos abrazaban estrechamente sus posaderas. Todo aquello no frenó el ritmo de su corazón, ya acelerado por el rápido descenso. Dijo algo que no tenía planeado y que no habría dicho de haberlo pensado, pero el impulso de revelarlo todo acerca de sí mismo, pudiera resultar embarazoso o no, era algo característico de él.

—Bernard no aprueba que salga contigo. —Le lanzó una mirada y vio que los redondos y azules ojos de Margaret tenían más forma de plato de lo habitual, y que sus labios se entreabrían de asombro—. Se negó a darme tu número de teléfono. —Aquello la paró en seco. De todos modos, ya habían llegado a la esquina de la Octava con la Sexta, pero el semáforo estaba en verde. Ella no hizo ademán de cruzar.

—¡Qué! —exclamó Margaret con un énfasis que consiguió ser al tiempo indignado y divertido.

—Dijo que yo no estaba a tu altura. —Enrique puso una sonrisa—. A lo mejor por eso hay tantos hombres que no te llaman. Bernard no se lo permite.

Margaret objetó.

—¡Estás bromeando! Eso es histeria. —Hizo una pausa, como para analizar la información, e insistió—: Tienes que estar bromeando.

—De ninguna manera. Joder, se negó en redondo. Fue inflexible. Tuve que buscar tu número en el listín. Gracias a Dios que sabía dónde vivías, o no habría podido deducir cuál de las dos docenas de M. Cohens eras. —Enrique señaló el semáforo en rojo—. ¿Caminamos otra manzana y luego cruzamos? —Mientras lo hacían, Enrique prosiguió con su imprudente plan de sincerarse—. Es evidente que a Bernard le gustas, pero le da miedo tomar la iniciativa. A lo mejor eso es lo que ocurre con los demás hombres de quienes te quejas. Los intimidas.

—¿Yo? —preguntó Margaret en un tono que pareció de auténtica sorpresa.

—Sí, intimidas bastante.

—Tú no pareces nada intimidado —contraatacó ella.

Habían llegado a Waverly con la Sexta. El semáforo estaba en rojo. Enrique se volvió hacia ella y la miró a los ojos.

—Pues sí. Me aterras. Sería mucho más fácil fingir que no me interesas nada que tener que actuar como si salir contigo no me afectara. Eso es lo que ocurre con Bernard, Phil y Sam. Por eso no te llaman: no quieren arriesgarse a que los rechaces. De manera que, cuando están contigo y se sienten eufóricos, dicen que van a llamar, se dan cuenta de que eso significaría averiguar si tienen alguna oportunidad contigo, y entonces se acobardan. —Tras exponer la locura de su sexo, y plenamente consciente de sus absurdos criterios de posición social (¿qué delirio le había hecho considerar, ni aunque fuera por un segundo, ponerse los pantalones italianos?), se relajó. Observó cómo esos insondables ojos azules como el océano se empapaban de sus desasosegados pensamientos.

El semáforo se puso verde. Ella no se movió. Enrique esperó paciente, pues se dio cuenta de que, contrariamente a casi todas las personas que conocía, Margaret estaba asimilando lo que él había dicho sin decidir al mismo tiempo qué debía responder. Enrique se la había imaginado como otra aficionada a las justas verbales, pero ahora se daba cuenta de que sus silencios durante la larga noche de conversación con Bernard no eran fruto de su incapacidad de ofrecer una respuesta ingeniosa. Se imaginó capaz de seguir, como una carretera en el mapa, el avance de la meticulosa disección de Margaret, que en aquel momento descartaba de sus palabras el halago y la posible exageración. ¿Cómo podía saber si Sam se sentía atraído por ella? A lo mejor a Phil le gustaba coquetear y no la consideraba una conquista seria. El mezquino de Bernard a lo mejor quería impedir que Enrique se hiciera con una novia guapa y vivaz, deseara o no a Margaret para sí. Cuando el semáforo en verde pasó a un parpadeante rojo, ella había reconstruido su bomba de fragmentación de halago, confesión, seducción y entrega.

—¿Bernard? ¿Sam? No, hay algo más en la cabeza de esos alocados —insistió Margaret—. Y yo no te doy miedo —dijo ella con una maliciosa sonrisa una vez desactivado el explosivo de Enrique, y pisó la Sexta Avenida apresurando el paso.

La meticulosa respuesta de Margaret volvió a acobardarlo por completo. Por un momento había conseguido dominar los nervios mediante la confesión de sus intenciones, pero las angustiosas corrientes de miedo y anhelo regresaron en toda su plenitud. Se sentía demasiado inseguro y excitado como para expresar su confusión con palabras. De haber sido capaz de hacerlo, le habría preguntado qué podía desear ella de él, aparte de admiración y deseo. ¿Qué otra cosa podía proporcionarle?

Enrique cruzó a paso vivo la Sexta Avenida y siguió hacia el oeste junto a ella en silencio, o más bien en un estado de habla frustrada. Consideró varias respuestas. La primera: «Me aterras», pero el terror no parecía describir su comportamiento, pues más que huir, hacía todo lo posible por seguir junto a ella. Podía insistir en que Phil, Bernard y Sam la deseaban, pero ¿por qué convencerla de que la deseaban algunos hombres mejores que él (bueno, al menos dos de ellos eran superiores)? ¿Y si ella acababa dándole la razón? Por otro lado, estar de acuerdo en que sus rivales no eran rivales, en que ella no los atraía, no parecía, para Margaret, un giro agradable en la conversación.

Margaret parecía complacida de haberlo dejado desconcertado y mudo. Le echaba un vistazo cada par de pasos y se permitía unos petulantes asentimientos de aprobación. Enrique intentó devolverle una sonrisa de aplomo, pero sintió que le temblaba la barbilla. Cuando llegaron al complicado cruce triple de Waverly, Grove y Christopher, al este de la Séptima Avenida, Enrique creyó que ella hacía amago de ir hacia Christopher, y dijo:

—No, por aquí es más rápido —asintiendo en dirección a Grove.

Margaret puso ceño.

—¿De verdad? —dijo—. Creo que este camino es más directo.

Durante su desayuno previo al amanecer en Sandolino’s, Enrique había fingido estar de acuerdo con ella acerca de algo en lo que sabía que se equivocaba, como la existencia de dos escuelas llamadas P. S. 173. Aquella vez no fue así, aunque seguía reacio a ofenderla, e intuyó que ella se jactaba de su sentido de la orientación. Enrique negó con la cabeza de una manera amable pero firme, en lugar de discutir en voz alta.

Margaret estudió las opciones que se presentaban. Tras encogerse de hombros, en un gesto que parecía darle la razón a Enrique, acabó echando a andar hacia la calle Christopher. Esa silenciosa y absoluta contradicción, que le obligaba a ir por donde ella quería, o a ir solo por donde él quería, fue de una seguridad en sí misma tan elegante y contundente que, en vez de irritar a Enrique, lo convenció más que antes de que ella era demasiada mujer para él. Le fue detrás, avergonzado, y cuando llegaron a la Séptima y tuvieron que girar hacia el centro (con lo que resultaba evidente que ir por Grove era más rápido), esperó que Margaret admitiera que se había equivocado.

Como no lo hizo de inmediato, Enrique no pudo evitar levantar los ojos hacia el cartel con el nombre de la calle y luego bajarlos hacia ella. Margaret entendió el gesto, porque dijo con una risita, una risita de te-lo-dije:

—Grove era más directa.

Aquello desconcertó aún más a Enrique. ¿Por qué la complacía tanto que le demostraran que se había equivocado?

Enrique respondió con una sonrisa —¿cómo no iba a sonreír?— a aquella jovial admisión de un error.

—Sí —dijo Enrique, y añadió, para ser cortés con su error—: No hay mucha diferencia, pero es un poco más corta.

Ella contestó en un tono cantarín:

—Desde luego es una ruta más corta. Es la que deberíamos haber cogido.

Puesto que Margaret quería ser tan severa consigo misma, Enrique se encogió de hombros y asintió.

—Supongo que en diciembre todos los atajos son bienvenidos.

Por alguna razón que no consiguió desentrañar, aquel comentario pareció impresionarla. Margaret se le arrimó, y su hombro negro y acolchado rozó la chaqueta militar verde de Enrique. A pesar de lo abultado del material que separaba sus carnes, a la piel de Enrique le llegó una agradable sensación de tacto. Margaret reemprendió su alegre parloteo.

—No sé, es una tontería, pero la culpa es de Cornell. Ahora odio el frío. Antes de ir a la universidad, no recuerdo que me molestara tanto. Pero ahora… En cuanto estamos a menos de 10°, brrr —dijo Margaret, y fingió temblar, de nuevo rozándose contra él. Enrique supo que James Bond tomaría esa fingida incomodidad como una señal de pasar al ataque, la rodearía con el brazo y fingiría darle calor. Todo lo que Enrique consiguió fue una maniobra cuya intención resultó recóndita incluso para él. Se inclinó hacia ella, de manera que sus chaquetas chocaron más a menudo durante la media manzana que les quedaba hasta la entrada del Buffalo Roadhouse.

Cuando entraron, Enrique se sintió excitado y cauto, como si los anunciaran en el baile parisino de una novela de Balzac y una élite crítica y sofisticada los juzgara como pareja. Estaba orgulloso de salir con Margaret. De hecho, casi esperaba que la encargada del comedor, a la que consideró mucho menos guapa que Margaret, le preguntara qué demonios estaba haciendo con un memo escuchimizado como él. Su incomodidad no lo abandonó, aunque una rápida observación de los que le rodeaban le dijo que la clientela de un restaurante de precio moderado en el Nueva York en bancarrota de la semana que iba entre Navidad y Año Nuevo, cuando todas las personas ricas y elegantes estaban en el Caribe, tampoco podía considerarse el equivalente parisino de Balzac en el momento culminante de la temporada social. Pero eso no socavó el entusiasmo que le provocaba estar con ella, el intenso alivio de que esa no fuera otra de esas tediosas noches que pasaba comiendo con Bernard en un restaurante italiano barato, o yendo a buscar unas hamburguesas con otros amigos antes de ir a ver una película, o probando algún nuevo garito vegetariano del East Village con Sal y su novia. Le alegraba, sobre todo, no tener delante un envase de comida china mientras veía cómo los Knicks perdían otro partido.

Se dio cuenta, gracias a la asombrosa mezcla de consuelo y excitación que resonaba en su cuerpo y en su alma, que había estado viviendo con un terrible dolor que no era, como había imaginado, meramente sexual. Su apartamento reformado en un quinto piso no podía calificarse de buhardilla sin calefacción; su escuálida figura se debía más a una dieta de Camel y café que al hambre; e incluso en sus momentos de más cafeína dudaba que la novela que iba a publicar fuera comparable a Rojo y negro, aunque compartía la aguda soledad de los jóvenes y ambiciosos héroes de Una educación sentimental, Ilusiones perdidas y La obra. Poseía el mismo corazón ávido que aquellos conmovedores protagonistas, voraces de afecto, comprensión y amor. Aquella chica llena de vida, con sus labios graciosos y sus ojos como gemas, dispuesta a escuchar lo que él tuviera que decir, era una compañía de lo más agradable, tanto que casi deseaba que la obligación de seducirla que tenía como varón no formara parte del lote. Sobre todo porque, mientras observaba cómo se quitaba su chaqueta acolchada y liberaba sus hombros delicados y elegantes, mientras oía cómo Margaret le decía a la camarera que quería un vermut seco —una bebida que sonaba adulta y sofisticada— y observaba su aplomo y seguridad para desenvolverse en el mundo, pensaba: No le llego ni a la suela de los zapatos.

—Tomaré… —comenzó a decir, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué tomar. Pensó vagamente en pedir un whisky o quizá una cerveza, aunque eso parecía más bien una bebida para una salida de chicos. ¿Se suponía que tenía que pedir el vino? Solo sabía por los libros cómo se suponía que debían comportarse los hombres cuando salían con una chica, y dicho comportamiento existía en un universo paralelo que a Enrique le parecía que nada tenía que ver con el suyo ni con el de Margaret.

—No hace falta que bebas nada —dijo Margaret, leyendo sus pensamientos de manera imprecisa, pero ofreciéndole ayuda de todos modos. Soltó una carcajada—. No me importa que estés sobrio.

Él también se rió; había algo en la palabra sobrio, en especial aplicada a él, que parecía absurdo.

—Tomaré una Coca-Cola —dijo Enrique, y el camarero se marchó con lo que, decidió Enrique, era una expresión de desagrado.

Tras haberle incitado a dar una respuesta franca, Margaret pareció horrorizada por el resultado.

—¡Una Coca-Cola! —repitió.

—Muy bien —dijo Enrique de buen humor—, tomaré una copa de verdad.

—No, no. Estoy celosa de que tomes una Coca-Cola de verdad. No he tomado ninguna desde que iba a la universidad. —Y añadió pensativa—: Aunque claro, tú aún eres lo bastante joven como para ir a la universidad.

Eso parecía un problema. Enrique no consideraba que los tres años y medio que los separaban fueran de ninguna manera significativos. Margaret era seis años más joven que Sylvie.

—Pero tienes que pensar que me fui de casa a los dieciséis. Soy independiente desde hace casi tanto tiempo como tú —dijo Enrique. Sabía que eso no significaba nada. Los hechos estaban de su parte; pero estaba claro que Margaret era más madura, desenvuelta y adulta.

—No puedo creer que te fueras de casa tan joven —dijo ella con un tono comprensivo distinto de la típica aprobación que su generación le concedía por salirse de las estadísticas: a la hora de abandonar la secundaria, de irse de casa, de juntarse con una mujer de veinticinco años. «Eso es cojonudo», decían casi todos los hombres. «Uau. Bien por ti», decían las mujeres. Margaret fue más allá y mostró interés—: ¿Te fue bien? Ojalá yo pudiera haberlo hecho. Cuando tenía dieciséis años mi madre me sacaba tanto de quicio que no soportaba el sonido de su voz. Pero debe de haber sido duro.

Aquel tema podía haberse convertido fácilmente en una conversación plagada de minas. ¿Cómo iba a relatar la historia de su relación de tres años y pico con Sylvie? En lo más profundo de su corazón, Enrique creía que él había sido la causa subyacente del fracaso de la relación. Podría haberse presentado como la víctima y revelar que Sylvie había cortado la relación engañándole con otro, aunque eso tampoco pareció una alternativa más halagüeña. Además, sabía que no era esa la verdadera causa de la ruptura. Durante el último año y medio que permanecieron juntos, Enrique había sido una compañía colérica, huraña y desagradable, hasta el punto de que habría comprendido que Sylvie lo matara a golpes de sartén. Buscar el amor y el orgasmo en brazos de otro había sido una reacción relativamente suave. Se hacía difícil decir qué versión de los hechos lo abochornaba más, aunque cualquier cosa que sugiriera que era una persona sexualmente inepta —al menos en una primera cita— parecía un mal movimiento estratégico.

—Lo que resultó duro —dijo para eludir el tema— fue tener que ganarse la vida escribiendo una segunda novela.

—¡Apuesto a que sí! —dijo Margaret con admiración, como si fuera un veterano de guerra. Enrique se sintió avergonzado por haber suscitado una falsa simpatía con aquella identidad inventada, aunque sin darse cuenta le había contado la verdad, solo que era una verdad que él no comprendería hasta años más tarde. Lo más duro de aquella situación no había sido solo el trabajo en sí mismo, que ya era bastante como para sobrepasarlo, sino la presión adicional del dinero y la realidad de que a los diecisiete había emprendido una carrera cuyo éxito dependía totalmente de él, de una obra cuyo valor ante el mundo nacería, o no, totalmente de su voluble talento. Margaret pareció comprender mucho más rápidamente que Enrique lo arduo que era el camino que había emprendido—. Tener tanta disciplina siendo apenas un adolescente. Y escribir novelas parece muy difícil. A cualquier edad.

—Sí, es difícil. —Intuyendo que estaba creando un engaño, cambió de tema—. Dime, ¿cómo conociste a Bernard, exactamente? Habla mucho de ti, pero nunca entra en detalles.

—Lo sé —dijo Margaret—. Bernard es muy raro con sus amigos. Compartimenta todos sus pequeños mundos. —Formó un cuadrado con los delicados dedos de cada mano hasta dibujar una caja, y a continuación los separó, para ilustrar sus palabras. Sus muñecas apenas eran más anchas que una caja de cerillas—. Eres el primero de sus amigos que me presenta que no ha ido a Cornell.

Llegaron las bebidas, la Coca-Cola de Enrique acompañada de una pajita, lo que lo hizo sentir aún más como un niño. Quizá por ello, o por temor a regresar al angustioso tema de su anterior relación, se puso a satirizar a Bernard largo y tendido. Recordó cómo había conseguido que Bernard los presentara fingiendo no creerse la existencia de Margaret. A ella le encantó esa historia. Le agradaba que aquellos dos hombres le prestaran tanta atención. Y también —y a él eso le pareció tranquilizador y conmovedor— se mostró auténticamente sorprendida. Cuando Enrique hubo acabado su relato, empezando por la discusión en la cafetería y pasando por la negativa de Bernard a darle su número de teléfono, habían terminado sus ensaladas y comenzado el segundo.

—Es absurdo —dijo Margaret, cortando un hígado de ternera de aspecto muy poco apetecible—. ¿Por qué me llevó a tu apartamento si iba a molestarle tanto que me llamaras?

—Lo he estado pensando. He tenido mucho tiempo para pensar en ello, y hay muchas posibilidades, pero me he decidido por esta: no se esperaba que yo te gustara.

Margaret puso un ceño más acentuado que antes.

—No —dijo, rechazando esa conclusión. Enrique no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción ante esa tácita admisión de que le gustaba. Y esa no fue la única sorpresa agradable. Margaret añadió—: Nos presentó porque está orgulloso de ti.

—¿Qué? —Enrique se quedó atónito. Estaba tan acostumbrado a pensar mal de Bernard, a indignarse por sus desplantes literarios, a hervir de indignación ante sus discusiones acerca de los méritos del realismo, que la idea de que Bernard lo admirara lo suficiente como para exhibirle como amigo le llegó como una descarga. Que la descarga la causaran los halagos intensificó su electricidad.

—Eres un novelista de verdad. Has publicado. Y tus padres son los dos escritores. Bernard está orgulloso de conocerte. Eso les demuestra a todos los escépticos de Cornell que no está fuera de juego. Tú te lo tomas en serio. No aceptarías a un farsante. Me llevó a tu casa para presumir de tu amistad.

Enrique apartó la mirada de sus grandes ojos, que centelleaban a la luz amarilla y parpadeante de la vela de la mesa, para descansar de su hechizo. Las palabras de Margaret resultaron un bálsamo para su ego agitado y maltrecho. Si le hubieran preguntado, habría dicho que cuando él no estaba presente Bernard lo menospreciaba. Bernard no se daba cuenta de lo herido que estaba Enrique por la reacción del mundo ante su precocidad, de lo cauto que se mostraba ante su incierto futuro. Faltaban tres meses para la publicación de su tercera novela y sabía que las perspectivas no eran buenas. La primera edición era solo de cinco mil ejemplares, no había presupuesto para publicidad, y su editora ya no contestaba a sus llamadas porque había delegado las tareas rutinarias de la publicación de su novela a un joven editor adjunto, señal de que Enrique ya no era una estrella. Casi todas las mañanas se despertaba con un intenso dolor en el estómago, como si una varilla de acero le hubiera atravesado el abdomen. A menudo tenía que pasar más de una hora estirándose, frotándose, intentando relajar la rígida musculatura antes de que el dolor remitiera. No le había hablado a nadie de ese síntoma físico de ansiedad. No le había dicho a ninguno de sus amigos que le parecía que ya nadie estaba de su lado, que todos los escritores, reseñistas, editores, libreros y lectores conspiraban para que fracasara, para que el mundo se diera cuenta de que acertaba al pensar que ser novelista era mucho más difícil de lo que le había resultado a Enrique. ¿Cómo podía conseguir que le perdonaran su precoz facilidad? ¿Cómo explicar que casi ninguna otra cosa resultaba tan fácil, que escribir su autobiografía y esas novelas tan de segunda, en apariencia, consumía toda su energía y todas las horas de sus días? Le parecía que el mundo lo estaba empujando para que saliera por la única puerta que había conseguido abrir, para desahuciarlo del único hogar que podía mantenerlo sano y salvo en esa peligrosa tierra.

—¿Hola? —Margaret se le había acercado y le lanzaba una sonrisa radiante y alegre—. ¿Dónde estabas?

Volvió en sí, o más bien al sí al que Margaret había apelado, y sus ojos regresaron a la alegre luz de los de ella. Sonrió como si dominara la situación.

—Ahora te burlas de mí.

—¿Burlarme? ¿De qué?

—¿Que Bernard está orgulloso de mí?

Ella encogió sus hombros delgados y elegantes.

—Pues debería estar orgulloso de ti. Los demás amigos de Bernard son unos pelmazos tediosos y mugrientos que solo hablan de política, o chicos que aún están en la universidad y viven con compañeros de habitación y no tienen un trabajo de verdad ni intentan descubrir quiénes son. Tú eres un adulto de verdad. Tienes un trabajo. Has vivido con una mujer durante tres años. Eres un hombre.

Enrique se recostó contra la dura madera de su silla. De pronto le resultaron evidentes tres cosas. Una, que realmente tenía alguna oportunidad de conseguir que aquella mujer dulce, inteligente, optimista y hermosa fuera suya. Dos, que la idea que Margaret tenía de él, la de un artista seguro de sí mismo y un hombre maduro que había visto mundo, era balsámica, agradable y lamentablemente inexacta. Y, finalmente, que anhelaba, sí, más que estar en sus brazos, convertirse en el hombre fantasma que se reflejaba en sus ojos de terciopelo.