Margaret no fue la primera en preguntar dónde iban a enterrarla, ni en sacar a relucir el tema de qué tipo de funeral tendría. Fueron sus padres, poco después de dejar de protestar contra la decisión de su hija de interrumpir todos los tratamientos.
Llegaron al Sloan-Kettering para exponer sus argumentos la mañana después de que Margaret anunciara que quería morir. Como habían demorado su salida hasta la mañana siguiente para determinar qué cuidados debía recibir en casa, esperaban convencerla de que se quedara y volviera a recurrir a medidas desesperadas. Sus argumentos quedaron ahogados por el diluvio de lágrimas de Margaret, por sus súplicas de que no discutieran con ella. Les recitó todos los tratamientos médicos que había soportado en su intento de prolongar la vida, e ilustró la miseria de su existencia actual, debilitada y sin alegría, levantando su camisón azul pastel y blanco del hospital para revelar el agujero que había en su barriga y de donde salía un tubo grueso y transparente de unos tres centímetros y medio de diámetro, y una segunda herida donde se insertaba otro tubo en el intestino delgado. Fue un acto de cruel falta de pudor que anteriormente les había ahorrado a sus padres. Dorothy y Leonard no habían presenciado la evolución física de su larga enfermedad. Como Margaret había insistido en que se quedaran en su residencia de invierno en Florida durante la convalecencia de la operación y la fase más dura de la quimioterapia, no tenían ninguna imagen gráfica de su lucha. Enrique —no por sadismo, sino a fin de prepararlos para el impacto de lo que verían— les había mandado e-mails durante nueve meses describiéndoles los tratamientos. No obstante, el hecho de ver la carne desnuda y maltrecha de su hija, aunque fuera una mujer de cincuenta y tres años, surtió efecto.
A pesar de que Margaret volvió a cubrirse rápidamente, Enrique sintió lástima por el dolor que asomó en las mejillas hundidas del padre y el horror en la cara paralizada de la madre, que mantuvo la cabeza alta e inmóvil. Aparecieron lágrimas en los ojos azules de ambos. Los dos habían contribuido a la brillante suma de su hija: Dorothy compartía la forma redondeada de los ojos de Margaret, aunque eran de color más claro; el tono violeta más intenso de los ojos de Margaret asomaba debajo de los párpados conmovidos de Leonard. Como no podía comer nada, Margaret por fin tenía una figura más delgada que la enjuta silueta de corredora de su madre. El cáncer también había estrechado ese rostro redondo que Margaret le debía a su padre, y le había arrebatado el pelo tupido y rizado que él aún conservaba. Como siempre, iban bien vestidos, con un toque formal en comparación con casi todos los visitantes del hospital. Dorothy llevaba una falda de lana gris y un ajustado jersey de cachemira negro, y Leonard, unos pantalones beis, una camisa blanca y fina con las puntas del cuello abrochadas, y un blazer azul: pulcros y tan atentos como unos escolares a los que acabaran de reñir. Mientras su hija proseguía con sus lamentaciones, los dos escuchaban con una muda angustia, un temblor en el mentón, los ojos húmedos, el pecho paralizado, como si no les entrara aire. Hacían un gran esfuerzo por no llorar, quizá creyendo que sus lágrimas harían que Margaret se sintiera peor, aunque la verdad es que habrían hecho que se sintiera amada.
Enrique escrutó sus caras para ver si eso se les había ocurrido. Al encontrar solo desesperación y miedo, se preguntó si, por primera vez en su relación de treinta y un años con Dorothy y Leonard, se atrevería a hablarles con absoluta franqueza de cómo debían tratarla. Margaret no quería que discutieran su decisión, ni que mantuvieran esa actitud para mostrar su dolor. Lo que deseaba recibir de ellos era aceptación y admiración. Cuando Margaret acabó su monólogo, agotada, se escondió en el hueco del brazo de Enrique (le había pedido que se tendiera junto a ella cuando sus padres entraron); se asomaba de ese refugio como un animal precavido. A Enrique le correspondió estudiar a sus padres.
Aunque la mentalidad compleja y nada sentimental de Enrique a menudo encontraba un tanto infantiles las respuestas emocionales de Leonard y Dorothy, sabía también que eran muy inteligentes. Cuando les presentaron las abrumadoras pruebas de que no había ninguna lucha que librar, no repitieron sus tópicas y bienintencionadas súplicas para que su hija prosiguiera «la lucha». Se secaron los ojos —Leonard con un pañuelo que extrajo del bolsillo trasero de un pantalón, Dorothy con un pañuelo de papel que extrajo de una caja que había en la mesita— con un apagado silencio. Dorothy se acercó rígidamente a su hija y le dio un abrazo torpe y apresurado, temiendo perder la compostura que consideraba debía guardar. Estaban superados por la situación y no sabían cómo consolarla, pero amaban a su hija y eran demasiado inteligentes como para andarse con tonterías.
Enrique lo sintió muchísimo por ellos, y por primera vez, sin mezcla alguna de irritación ante su torpeza. Naturalmente, lo había sentido por ellos a menudo durante los dos años y ocho meses transcurridos desde que, confuso y aterrado, les telefoneó para comunicarles la dolorosa noticia. Pero que no pudieran ayudarlo a aliviar a Margaret y que su única ayuda fuera económica solía dejarle un regusto amargo. Y sin embargo, su dinero había sido una poderosa herramienta, más útil en el mundo de la enfermedad que en el de la vida cotidiana, y a su manera había aliviado tanto como el amor. Al menos no lo habían cargado con la tarea adicional de consolarlos, como había hecho su madre.
Enrique sabía que Dorothy y Leonard nunca le comprenderían del todo. Y él tampoco los comprendía del todo, o mejor dicho, no comprendía cómo, habiendo vivido tanto, aprendido tanto y visto tanto, seguían reaccionando a los sentimientos como si estos fueran algo que acabaran de comprar y no cupiera en la habitación a la que estaba destinado. Enrique había aceptado que él era un tipo extraño, y un tipo aún más extraño para personas tan reservadas, cautas y prácticas como Dorothy y Leonard. Se daba cuenta de que la devoción que le había demostrado a su hija durante su enfermedad los había pillado por sorpresa. Eso significaba que, para empezar, habían subestimado sus sentimientos hacia ella. A lo mejor siempre habían creído que para Enrique ese era un matrimonio más práctico que apasionado: Margaret se había criado en una familia estable y próspera, mientras que él procedía de un nido de neuróticos empobrecidos, divorciados e irresponsables; Margaret había dejado de trabajar para criar a sus hijos, pintando solo de vez en cuando, permitiéndole a Enrique acaparar la escena como el «artista» de la familia. Quizá supusieran que le costaría mucho anteponer su hija a todo lo demás. Quizá no hubieran comprendido que durante mucho tiempo él la había antepuesto a todo, que durante muchos años ella había sido el hogar de su corazón y el áncora de su mente, y que luchar por mantenerla con vida era esencial para conservar su propia alma. En ese silencio desesperanzado e incómodo, ellos, los adultos que amaban a Margaret más que nadie, tenían algo tan profundo en común con él que sintió por primera vez en su sangre, más que en las frases huecas de los brindis de la boda, que aquellas personas, antaño desconocidas, se habían convertido en su familia.
Pocos minutos después, ese nuevo vínculo le llevó a cometer un error terrible y sin precedentes con Leonard. Cuando Margaret anunció que tenía que ir al baño, Dorothy, en un gesto poco característico, se ofreció a ayudarla a salir de la cama, lo que conllevaba mover las diversas bolsas del gotero, una tarea desagradable. Margaret, en un gesto también sin precedentes, aceptó. A Leonard lo mandaron al pasillo, presumiblemente para ahorrarle la visión de su hija en una vestimenta poco recatada. Enrique, obedeciendo una señal de Margaret, siguió a su padre, reconociendo que su esposa quería aceptar la excepcional oferta de su madre de hacerle de enfermera. Cada vez que Dorothy se había ofrecido para ayudar a su hija en las incomodidades de la convalecencia y los tratamientos, esta se había negado. Lo había hecho para ahorrarle a su madre la visión y el sonido de su dolor, y para ahorrarse a sí misma el esfuerzo de contrarrestar la agobiante necesidad de Dorothy de controlarlo todo.
—Tengo a Bombón. Él es todo lo que necesito —decía Margaret—. Y es capaz de soportarlo, pobrecillo, es fuerte como un toro. —Con lo que a la vez lo ennoblecía y lo compadecía.
Enrique siguió la espalda encorvada y el paso de tortuga de Leonard por la elegancia enmoquetada del piso diecinueve, y le divirtió darse cuenta de que por un momento se había visto transportado a los deberes masculinos de la generación anterior: se le había permitido salir y discutir las grandes cuestiones del mundo mientras las mujeres vaciaban bolsas de orina y cambiaban los camisones manchados. En cuanto ellas ya no pudieron oírles, Leonard se volvió hacia él trastabillando un poco y agarrando el antebrazo de Enrique para mantener el equilibrio. La firmeza de sus labios apenados y la intensa expresión de sus ojos conmovidos fueron la señal de que estaba a punto de sacar a colación una cuestión importante. Invariablemente, eso significaba algún asunto económico. Al instante Enrique temió que fuera algo relacionado con el apartamento de los padres de Margaret.
Dieciocho años atrás, cuando nació el segundo hijo de Margaret, ella y sus padres insistieron (sin una tenaz oposición por parte de Enrique) en que se trasladaran de su apartamento de dos habitaciones y novecientos dólares al mes, asequible y de renta limitada, a otro de tres habitaciones, para que su hijo de cuatro años y medio no añadiera al insulto de perder su condición de hijo único la ofensa de tener que compartir su espacio. Unos años antes, Leonard había vendido el negocio que había fundado y había ganado millones. Él y Dorothy les ofrecieron comprarles un apartamento que le gustaba a Margaret y que, al precio de ochocientos cincuenta mil dólares, quedaba fuera de las posibilidades de Enrique. De hecho, cuando Leonard le preguntó si podían permitirse mil ochocientos dólares al mes para cubrir el mantenimiento y Margaret dijo que sí, Enrique supo que la confianza de ella era desmedida, dadas las vicisitudes de su carrera. Margaret había conservado un trabajo estable y bien pagado de ochenta mil al año, pero no era suficiente como para cubrir todos sus gastos, y menos si estos doblaban los que venían pagando hasta el momento. Enrique se dijo que no estaba bien que vivieran en un piso propiedad de los padres de Margaret, que deberían meterse en una hipoteca, aunque con el aval de Dorothy y Leonard, pues de otro modo ningún banco se la concedería. Pero eso era orgullo, no sentido común; era imposible que pudieran pagar los gastos y un préstamo. Margaret rechazó el amago de Enrique hacia la independencia económica.
—Es mi herencia —dijo Margaret—. Solo que me llega un poco antes.
La madre de Margaret se hizo eco discretamente de esa idea de su generosidad diciendo que le parecía muy mal «que los ricos se aferren a su riqueza hasta que mueren. ¿Para qué? ¿Qué pretenden? ¿Que sus hijos deseen su muerte?». Soltó una carcajada, como si eso fuera el final de un chiste más que una intuición psicológica digna de un perverso Balzac. Esa visión de los acontecimientos pasaba por alto el hecho de que el dinero no se le entregaba a Margaret; el regalo era el usufructo de la propiedad, pero la propiedad en sí misma seguía en posesión de Dorothy y Leonard, y Enrique sabía por qué querían que fuera así.
Enrique había cumplido los treinta, llevaba siete años casado, y los prudentes, pragmáticos y cínicos Dorothy y Leonard debían de haberse dado cuenta de que su unión, a pesar del dichoso fruto de dos nietos, podía acabar en divorcio. En tal caso, sería mejor que el apartamento quedara fuera de cualquier disputa que pudiera dar como resultado una codiciosa acrimonia. Enrique aprobaba su cautela, porque como novelista admiraba el peso que daban Zola, Dickens y Balzac a tales consideraciones materialistas, poco románticas. Envidiaba a los escritores del siglo XIX por haber vivido una época que permitía que la literatura se entretuviera en esas preocupaciones. Desde ese punto de vista literario, más valía que los padres de Margaret no se fiaran de él. A un novelista larguirucho, sin un duro, ególatra y que trabajaba en Hollywood fácilmente podían hincharle la cabeza y el miembro los halagos y la lozana piel de alguna actriz ambiciosa o de alguna tortuosa ejecutiva, y acabar abandonando a su hija con dos niños. En caso de que el apartamento estuviera a nombre de Enrique y Margaret, él podía afirmar que no tenía por qué pagarle una pensión alimenticia tan alta. Solo Dios sabía qué maniobras se le podían ocurrir a un abogado de divorcios.
Dorothy y Leonard ignoraban que Enrique era incapaz de hacerle algo tan desagradable a la madre de sus herederos. El orgullo que sentía por sus hijos y el miedo a causarles ningún daño le impedirían obrar así. Que los padres de su mujer no entendieran de manera automática esa faceta de su naturaleza no hería sus sentimientos, aunque era un golpe a su ego. Y tampoco podían saber, ni ellos ni Margaret, que a los treinta Enrique ya había sobrevivido a una relación emocionalmente peligrosa. Se había vuelto loco de deseo. Había considerado largamente la idea de poner fin a su matrimonio a causa de esa relación. Y tomó la reflexiva decisión de rechazar la pasión y la acción, y fue la decisión más dolorosa de su vida. Lo único que sabía, en la medida en que uno es capaz de conocer el futuro, era que su matrimonio no acabaría de ese modo.
Cuando los chicos tenían once y siete años y su padre treinta y ocho, Enrique alcanzó por fin el éxito económico. Adaptó su séptima novela para el cine y la rodó uno de los directores de más talento del mundo, lo que condujo a acuerdos más lucrativos y a que se produjeran cuatro películas más. A pesar del desmesurado aumento del precio de la vivienda en Nueva York, Enrique podía permitirse comprarles el apartamento a Dorothy y Leonard por los dos millones que valía, aunque la compra habría vaciado su cuenta corriente y añadido una considerable hipoteca. Le propuso a Margaret hacerles una oferta a sus padres. Ella aplicó la misma lógica:
—No, eso es mi herencia. No tiene nada que ver contigo, Bombón. Me lo regalaron a mí. Es su manera de hacer las cosas.
Hasta que Margaret no entró en fase terminal, nada de eso le importó gran cosa a Enrique, aunque era consciente de que vivir de inquilinos de sus padres «infantilizaba» a los adultos, por generosas que fueran las condiciones. En los ocho meses que siguieron a la segunda recaída de Margaret, sin embargo, Enrique cayó en la cuenta de que iba a convertirse en un viudo que vivía en el apartamento de los padres de su difunta esposa.
No sabía cómo salir de un acuerdo que había previsto todo tipo de finales infelices a su matrimonio, exceptuando el que estaba a punto de darse. No podía mudarse sin más. Max, el hijo menor, iría a la universidad en otoño, solo ocho semanas después de la muerte de su madre. Cada año pasaría cinco meses en casa. Había pasado toda la vida en el apartamento. Estaba a punto de perder a su madre. ¿Debía sacarlo Enrique del único hogar que había conocido?
Enrique podía ofrecerse a utilizar todos sus ahorros para comprar el apartamento, pero durante los tres años anteriores prácticamente no había trabajado debido a la enfermedad de Margaret, y acababa de cumplir los cincuenta, una edad en la que casi todos los guionistas comienzan a ver un rápido descenso en sus ingresos. Su carrera como novelista era bastante desigual, y no prometía riquezas. La esperada herencia de Margaret, ya fuera el apartamento o una suma de dinero, iría a parar directamente a sus hijos. Enrique sabía que, a pesar de lo que sintiera o les dijera, Leonard y Dorothy contemplaban que un viudo de cincuenta años volviera a casarse. Su prudente cinismo, por no mencionar los imperativos de la evolución, dictaban que el dinero de sus suegros le pasara de largo para ir a parar a sus descendientes. Enrique también quería que fuera así. Quería sentirse libre, caso de que volviera a enamorarse, para permitir que su nueva esposa fuera tan codiciosa como Margaret en su amor y deseara que cuidara de ella. Los derechos de sus libros y de los libros de sus padres, y la casa en Maine que Margaret y él habían comprado y construido juntos, los dejaría a sus hijos. Que tal herencia no valiera gran cosa en dólares compensaría la riqueza de sus abuelos maternos. La idea de colocar todo su dinero en un apartamento de tres habitaciones a fin de preservar una ilusión para Max preocupaba a Enrique. Esa presión económica, combinada con la calamidad de la muerte de Margaret, le pesaba como una enorme losa. ¿Sería capaz de llevar ese peso durante años? Esa era una pregunta en la que no pensó más que unos perplejos segundos, pues se basaba en la premisa de un hecho que, por inminente que fuera, seguía pareciendo irreal. La vida después de esas últimas dos semanas de existencia de Margaret no tenía forma ni sonido. En lugar de contemplar la posibilidad de quedarse sin casa o en la ruina, Enrique había dejado de pensar completamente en el futuro.
Enrique había pasado casi toda su vida previendo lo que iba a suceder: el pasado era algo que había que dejar atrás y el presente necesitaba mejorar lo más rápidamente posible. La enfermedad de Margaret le había demostrado que ese tipo de mentalidad era una pérdida de tiempo. Pero sabía que Dorothy y Leonard nunca aprenderían la lección: eran unas criaturas demasiado ansiosas que, a pesar de las pruebas en sentido contrario, seguían aferrándose a la creencia de que la prudencia y una concienzuda planificación podían prevenir cualquier calamidad.
En el pasillo, Leonard se agarró al brazo de Enrique para mantener el equilibrio.
—Escucha —dijo solemnemente—. Ahora que ella ha decidido abandonar… y lo aceptamos… yo lo acepto… al escucharla lo entiendo… pero ahora que eso va a ocurrir pronto, hemos de abordar algunos asuntos espinosos. Pero ahora es el momento de hablar. Y voy a insistirte en uno de ellos. Y mucho. —Al oír esa frase vagamente amenazadora, y temiendo el futuro sin su mujer, con dos hijos mayores fuera de casa, Enrique supuso que quería que compraran el apartamento o se marcharan.
Enrique lo interrumpió.
—Escucha, ya lo sé, Leonard. He de decidir lo del apartamento. No quiero irme hasta que Max haya acabado la universidad. Es el único hogar que ha conocido, y no quiero que pierda a su madre y su casa al mismo tiempo. —Le animó a continuar el hecho de que, aunque las cejas gruesas y onduladas de Leonard se habían contraído en un gesto de confusión, asentía lentamente de una manera que parecía comprensiva—. Puedo comprar el apartamento, pero eso significaría invertir en él todo lo que tengo, y me da un poco de miedo. Si me lo pudieras alquilar hasta que Max se licencie, luego me mudaré…
No prosiguió porque Leonard lo agarró del brazo y se lo sacudió de manera impaciente.
—¿De qué estás hablando? No te vas a ir. No vamos a venderte el apartamento. Eres nuestro hijo. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?
Por un momento, Enrique se quedó demasiado sorprendido para poder hablar. Solo un momento antes, él mismo había sentido una intimidad parecida con Leonard, pero no se le había ocurrido que pudiera ser recíproca. Eran distintos en muchos aspectos, y Leonard era totalmente distinto del padre de Enrique; parecía imposible que Leonard pudiera tenerle una confianza total que le hiciera olvidar su cautela y pragmatismo naturales. Y así fue como Enrique prosiguió su avance por ese mismo camino tan mal elegido:
—Bueno, es tu apartamento… yo no puedo seguir viviendo allí…
—¡Basta! —Leonard miró en dirección a la habitación del hospital, como si Dorothy pudiera ayudarlo a acallar a Enrique—. Me refería al funeral. Al funeral de Margaret —dijo en voz baja, cómplice y avergonzada, como si comentaran un tabú sexual—. Lo que quería decirte es que nosotros nos encargaremos de todo. Hay sitio en nuestra parcela familiar, y, a no ser que te opongas, queremos utilizar nuestro templo y a nuestro rabino. Se le dan muy bien estas cosas, y conoce a Margaret… —Se interrumpió bruscamente, miró a Enrique con los ojos de su hija, inundados de perplejidad—. ¿Por qué piensas en el apartamento? ¿Estás loco? No te entiendo —dijo, e hizo algo tan inesperado que Enrique nunca habría sido capaz de inventar un gesto así para un hombre tan reservado en sus emociones como Leonard. Tiró del brazo de Enrique para que este la acercara la cara y lo besó en la mejilla—. Eres nuestro hijo —repitió, y a continuación, acabando con dificultad la frase posterior—: No vuelvas a decir tonterías.
Enrique se sentía mortificado. Creía haberse adelantado al comprensible conservadurismo económico de Leonard y concebido una solución compasiva para todos los implicados. Pero había acabado insultando a ese anciano dolido cuyos ojos tristes se ahogaban en la inmensa marea de la muerte de su única hija; un hombre que había permanecido tan ajeno a la sensibilidad de Enrique que las cosas que le preocupaban —¿Quién presidiría el funeral de su hija? ¿Dónde la enterrarían?— ni se le habían pasado por la cabeza a Enrique.
Las familias Sabas y Cohen no podían ser más diferentes en ese aspecto. El ritual —religioso o de cualquier otro tipo— nunca había sido importante para los Sabas. De vez en cuando, en un arrebato de sentimentalismo, sus padres iban más allá de sus posibilidades y organizaban una gran reunión familiar que invariablemente acababa en riñas y resentimientos. Tan privados de tradición familiar estaban los Sabas que Margaret se había tenido que encargar del funeral del padre de Enrique. Tenía un don para esa tarea. Dichos acontecimientos no eran solo el centro de la vida familiar de su familia: eran el todo. Los Cohen se encontraban en las reuniones familiares que dictaba el calendario: la Pascua, los cumpleaños, el Día de la Madre, el Día del Padre, el Yom Kippur, el Día de Acción de Gracias… y basta. Mientras que el puñado de encuentros realmente felices de la familia Sabas eran casuales (gente que estaba en la misma ciudad en la misma noche de manera accidental y que no tenía nada más que hacer para cenar), en los veintinueve años que Enrique llevaba con Margaret, los Cohen nunca se habían reunido como no fuera para una ocasión señalada. A pesar de que durante seis meses al año los padres de Margaret vivían cerca, en Great Neck, a media hora en coche, solo quedaban con ellos dos veces al año, y siempre avisando al menos con un mes de antelación. En cuanto tuvieron hijos, Enrique hablaba con su padre cada día, y con su madre al menos dos veces por semana; Margaret podía pasarse un mes sin hablar con su madre, y muchísimo más sin hablar con Leonard. Y esos contactos se gestionaban con cuidado. Margaret iba dejando caer información a sus padres de la misma manera que la Casa Blanca le revela sus intenciones al pueblo estadounidense, omitiendo detalles inquietantes y la posibilidad del fracaso.
Para Enrique, el abismo entre la manera de funcionar de las dos familias era algo conocido y bien definido. Él se adaptó de inmediato, obedeciendo la orden de Margaret de esconderse siempre detrás de ella, pues no aprobaba que él tratara directamente con sus padres.
—Lo siento —dijo Enrique—. Siento de verdad haberte malinterpretado. —Enrique cerró los ojos y por un momento le flojearon las piernas y le pareció que los pies se le hundían en la moqueta. Abrió los ojos para evitar caerse y vio que Leonard lo miraba con una nueva expresión: un asombro infantil y un gesto de preocupación en la boca.
—Lo siento —dijo Enrique, respirando profundamente—. No sé qué decirte del funeral. No… —Estuvo a punto de decir «lo he comentado con Margaret», una salvedad que parecía, ahora que se paraba a pensarlo, natural y aterradora.
Leonard lo agarró de la muñeca y volvió a zarandearle todo el brazo.
—No tenemos por qué hablar de esto ahora. Olvídalo. Hablaremos más adelante.
Contárselo a Margaret fue automático. Era la ley de su matrimonio. Momentos después de que Dorothy y Leonard se marcharan, mientras él y Margaret esperaban la llegada del asistente social que les comentaría la logística de su traslado a casa, Margaret preguntó:
—¿De qué te ha hablado mi padre?
Su tono era suave y amable, pero conservaba el mando firme de un general a la espera de que su jefe de estado mayor le haga un informe completo.
Sin dilación, Enrique le contó la sugerencia de Leonard de que utilizaran el templo y el rabino de Great Neck, así como la parcela familiar de Jersey. Pero por primera vez en su matrimonio, omitió deliberadamente un detalle de la conversación con sus padres: su metedura de pata en el tema del apartamento. Creía que revelar que estaba pensando en un futuro sin ella heriría sus sentimientos. Había leído lo contrario en un artículo que trataba de cómo había que hablarle a un ser amado que se está muriendo. Lo había escrito una mujer de la edad de Margaret que estaba en la fase terminal de un cáncer de pecho e insistía en que prefería el consuelo de saber qué les ocurriría a sus hijos, a su esposo y a sus amigos cuando ella ya no estuviera. Le parecía que de ese modo podría celebrar y estimular los logros futuros de aquellos. O quizá buscaba el consuelo de saber que su muerte no les perjudicaría. Enrique no creía que a su mujer le gustara comentar un futuro que iba a perderse. Margaret era la segunda de tres hijos, celosa de la diversión de los demás. Y también necesitaba controlarlo todo, sobre todo a Enrique y a sus hijos. Obligar a Margaret a imaginarse a sus pequeños yendo a su aire, sin que ella estuviera presente para impedir que cometieran un error, la atormentaría.
En la medida de lo posible, Enrique procuraba que Margaret sintiera el consuelo de que su trabajo como madre ya había terminado y había sido un éxito. La tradición de los Cohen de abandonar la supervisión emocional de sus hijos cuando se iban a la universidad resultaba una ayuda. Leonard y Dorothy consideraban que, cuando un hijo estaba en la universidad, aparte de pagar la universidad y escuchar las noticias de sus triunfos, tan solo una emergencia debía exigir la intervención paterna. Greg, el hijo mayor, había rebasado ya con mucho la edad a la que los Cohen habían echado a los pequeños del nido, y Max, que estaba en el último curso del instituto, ya tenía un pie fuera. Aunque la intimidad que Margaret tenía con sus hijos era de un tipo totalmente diferente, también recurrió a la tradición de distanciamiento emocional hacia su hijo mayor en cuanto se puso enferma, y aún más después de la primera recaída.
—Duele demasiado —le dijo entrecortadamente a Enrique una noche—. No puedo ayudarlo, no tengo la energía suficiente —confesó, avergonzada de tener que entregarle el teléfono a su marido para que pudiera escuchar la queja de Greg acerca de su insatisfacción con la universidad en general y su convulso dolor por lo mal que lo trataba su novia. La irritación de Margaret por la escasa predisposición del joven Max al trabajo duro en las clases del instituto que lo aburrían alcanzó una insoportable frustración en cuanto se dio cuenta de que pronto ni siquiera tendría fuerzas para hacerlo entrar en vereda. Enrique seleccionó lo que le contaría a Margaret de los problemas de sus hijos; se centró en lo bien que progresaban hacia la madurez.
Enrique se alegró de esa censura al observar la irritación de Margaret al enterase de que sus padres perseveraban en el comportamiento que durante años había impedido que tuvieran una relación más estrecha con ella. A Margaret le desagradaba hacer planes. Enrique suponía que era su manera de rebelarse contra esa planificación del futuro en la que tanto insistían Dorothy y Leonard. Estaba convencido de que la incesante tabarra que Dorothy le prodigaba a Margaret —«¿Qué hace Greg este verano? ¿Va a buscarse un trabajo?», le preguntó en noviembre; o «Quiero que la semana de Navidad vengáis a Florida», le impuso, no le preguntó, en marzo— había empujado a su hija a un contracomportamiento igualmente extremo. Siempre que preguntaba en noviembre qué iban a hacer por Navidad, o sugería que hicieran algo, Margaret le soltaba «No me lo preguntes ahora», como si lo programara con una desorbitada antelación.
Enrique se sintió dolido y resentido con Dorothy por la influencia que esta había tenido sobre su mujer hasta bastantes años después de haberse casado, cuando se dio cuenta de que si Margaret evitaba planificar no era para rebelarse contra su madre, sino porque las alegrías de lo accidental, la novedad y la improvisación la hacían realmente feliz. En tales ocasiones, cuando iban en coche y se «perdían», ya estaba encantada; cuando quedaba disponible una reserva de último minuto para ir a algún lugar emocionante e iban con muy poca anticipación, no presumía de que su plan de última hora hubiera funcionado, más bien estaba encantada de que todo fuera inesperado. La alegraba llegar a un destino al que la investigación no hubiera despojado de misterio, y que los placeres no perdieran su esplendor por previstos. Dorothy la planificadora y Margaret la improvisadora habían quedado sometidas a un juego de tira y afloja por su vínculo de sangre. Dorothy, al ser la madre, ganaba casi todas las batallas. Pero el precio de sus victorias era carecer de una relación estrecha con su hija.
En un contexto menos doloroso, Enrique habría apreciado la ironía de que los padres de Margaret, poco después de aceptar su decisión de morir, desearan encargarse del funeral y utilizar a su rabino, su templo de Great Neck y su parcela familiar. Era la batalla final perfecta entre la naturaleza aventurera y artística de Margaret y la necesidad de orden y seguridad de sus padres. Y él también se atenía a su papel de soldado obediente en la campaña de resistencia pasiva de Margaret contra el colonialismo de sus padres al revelarle a esta sus planes en lugar de enfrentarse él mismo con ellos. Nada más hacerlo, lamentó habérselo contado. Pero la triste verdad es que no sabía cómo preparar el funeral de Margaret sin su ayuda. Ella se estaba muriendo, pero él seguía siendo su acólito y contaba con que Margaret fuera el Mahatma Gandhi que los liberara pacíficamente de la opresión de dos judíos de ochenta y dos años de Great Neck.
Cuando la informó de lo que sugería su padre para el funeral, Margaret puso una mueca de desagrado. Enrique se sintió como un idiota.
—Oh, no —gimió ella en una sentida desesperación. Él se sintió cruel y estúpido.
—¡Olvídalo! —Él intentó borrar la conversación—. Ya pensaremos algo…
—¡No, no! —exclamó Margaret—. Quiero hablar de ello. No quiero que ese estúpido hombrecillo se encargue de mi funeral. Quiero que lo haga el rabino Jeff. —Margaret había acabado confiando en un excéntrico rabino de la rama budista-reformista que durante el Sabbath y las fiestas importantes presidía un templo erigido en 1885 en el Lower East Side, mientras que en los días no señalados ofrecía meditación oriental para pacientes de quimioterapia: un consuelo que Margaret había encontrado de tanto alivio como sus oraciones.
Enrique ya se lo había imaginado. Pero cuando le preguntó dónde quería que fuera el servicio y el entierro, ella dijo ceñuda:
—No lo sé. Tengo que pensarlo. No quiero que me entierren en Jersey, en el quinto pino, donde ni los niños ni tú vendréis a verme nunca. Pero necesito pensar dónde. ¿Entendido? Necesito pensar.
Y, naturalmente, lo pensó. Lo elegía todo pensándolo meticulosamente, ya fuera qué clase de zapatos comprarse, si la noche era lo bastante agradable como para comer en la terraza de un restaurante, si una estúpida película americana sería más satisfactoria que una película francesa que le resultara totalmente ajena, si Enrique debía ponerse el blazer azul o un jersey de cachemira gris, si debían ver la nueva exposición del Met o echarse una siesta y luego ir de compras a Costco. Ese tipo de angustiosas decisiones a menudo les llevaban a no hacer otra cosa que quedarse leyendo un libro o chismorreando. Cosa que hacía feliz a Enrique, pues esas ocasiones en las que estaban solos y juntos le resultaban las más placenteras, y la única fiesta a la que siempre aceptaba asistir sin la menor ambigüedad era la que tenía a Margaret como único invitado. Su mujer no odiaba tanto hacer planes como tomar una decisión. Lo que le gustaba era contemplar alternativas. Y gustosamente posponía todas las decisiones hasta una fecha en el calendario que quedaba cada vez más lejos.
Pero su funeral no era ningún acontecimiento futuro. Ella había pedido un poco de tiempo para pensarlo, de manera que Enrique dejó pasar algunos días. Habían pasado catorce días desde su reunión con la doctora Ko para decidir cómo moriría. Trece días desde que Enrique comenzó con los esteroides intravenosos a fin de darle energía para una última semana de despedidas. Doce días desde que había terminado de concertar todas las citas para amigos y familiares. Solo doce días, un par más o menos, y todavía no había respondido a la pregunta que, sabía, sus padres volverían a hacerle mañana, en voz baja pero insistente. Dorothy y Leonard llegarían con los dos hermanos de Margaret y las esposas de estos para despedirse, la primera reunión multitudinaria de los Cohen en una fecha que no era ninguna fiesta nacional ni religiosa. Su madre le había preguntado dos veces por teléfono si habían decidido algo para el funeral. Él le había dado largas, y entonces Dorothy se había puesto a especular en voz alta, como si hablara con una tercera persona, cómo iba a saber Enrique qué hacer si nunca había organizado ninguno, dando a entender que necesitaba su intervención. Dentro de veinticuatro horas su posición sería insostenible, y sin embargo ella todavía no le había dicho a su lugarteniente qué plan alternativo podía presentarle a Dorothy y Leonard.
La respuesta de Margaret llegó diecisiete horas antes del final, mientras Enrique subía las escaleras hasta su dormitorio con el café que se había comprado en Dean & Deluca, una dosis de cafeína que anhelaba.
—Bombón —lo llamó Margaret al oír sus pisadas, como llevaba haciendo desde que se mudaron a ese piso tras el nacimiento de Max. Él no respondió enseguida, paralizado por el consuelo de su recibimiento—. ¿Eres tú? —Tenía la voz ronca por las lágrimas de la quimioterapia, y el momentáneo silencio de Enrique la preocupó—. Quiero pedirte una cosa —dijo cuando él apareció. Solo llevaba unas bragas negras, y empujaba el poste con el suero y la bolsa de esteroides. Tenía el torso lleno de pinchazos y adornado con los accesos y los drenajes médicos, el cuerpo demacrado, la piel frágil y arrugada después de catorce meses de quimioterapia. Hacía esfuerzos para ponerse una camiseta blanca. Enrique la ayudó a sortear el puerto del pecho para el gotero, apartando las bolsas de líquidos y empujándola a través de los agujeros de las mangas, hasta que tuvo las heridas cubiertas. Durante ese baile, Margaret dijo:
—¿Me harías un favor, Endy? ¿Podrías averiguar si pueden enterrarme en Green-Wood?
Se la veía dócil e infantil, como si su petición fuera una travesura.
—Claro… —dijo Enrique—. ¿Por qué no iba a ser posible?
—Hay tumbas famosas. Ya te lo dije. Kathy fue enterrada allí, ¿lo recuerdas?
—Sí, sí, me acuerdo… —Enrique se corrigió enseguida porque, a lo largo de su matrimonio, había comprobado que a Margaret la ofendía pensar que él no la escuchaba, y sobre todo que un observador casual pensara que él no le prestaba atención. Esa sensibilidad era otro legado de su relación con su madre. Dorothy a menudo se respondía a sus propias preguntas acerca de la vida de Margaret antes de que ella pudiera hacerlo, y cuando esta finalmente la corregía, ella igualmente recordaba su propia respuesta y no las de Margaret. Si lo que la preocupaba era que no la escucharan, con Enrique podía estar tranquila. Enrique tenía la capacidad de recordar lo que la gente decía casi palabra por palabra, una facilidad que en una ocasión le había parecido una bendición. Para su pesar, había comprendido que ese don no era siempre bien recibido por sus amigos y su familia, y en sus tratos comerciales prefería fingir que no existía—. Dijiste que estaban dejando espacio entre las tumbas famosas. ¿No fue eso lo que Kathy…?
—Pero eso fue hace dos años. A lo mejor ya no lo hacen. Se estaban quedando sin sitio e iban a cerrarlo al público, y eso fue hace casi dos años. Incluso se me ocurrió comprar una, pero… —Se señaló vagamente, a ella y a su cuerpo derrotado, y él comprendió que se estaba refiriendo a una época en la que el cáncer se encontraba en remisión y en la que comprar una parcela habría parecido demasiado pesimista.
—Me enteraré. —Recordaba vivamente con cuánto valor y dulzura se portó Margaret en el funeral de Kathy, una madre joven con dos niños pequeños a la que había conocido en el grupo de apoyo a pacientes con cáncer avanzado. Margaret fue al funeral con su grupo y sin Enrique. Regresó llena de compasión por los hijos de Kathy y de gratitud por haber podido ver cómo Greg y Max llegaban a adultos. Las lágrimas le rodaron sobre una sonrisa serena. Su voz sonó rara incluso cuando se quebró. Se sentía animada por el dolor y el amor, por el afecto y la pena. De hecho, parecía un general, un comandante de lo que aterra y destroza el corazón humano. Le encantó de verdad el sitio donde habían enterrado a Kathy, Green-Wood, un cementerio del siglo XIX en Brooklyn, cuyos montículos, arces de doscientos años de antigüedad y lápidas envejecidas por los años resultaban muchísimo más atractivas que la funcional monotonía de las hileras blancas y planas de los difuntos Cohen de Nueva Jersey. La elegancia de Green-Wood y su proximidad al adorado Manhattan de Margaret parecieron reconciliarla con la muerte de Kathy y con la muerte misma, como si hubiera una manera de abandonar la tierra y permanecer en medio de la armonía y la belleza. Enrique comprendía por qué quería ser enterrada allí.
La incorporó en la cama con el Times y un polo de naranja para aliviar su boca seca, y ella tomó una segunda decisión. Enrique estaba entusiasmado con que volviera a encargarse de los asuntos cotidianos.
—¿Podrías llamar al rabino Jeff y preguntarle si puede oficiar en mi funeral? Y preguntarle también si podemos utilizar el Orensanz —dijo refiriéndose a la sinagoga del siglo XIX que había en el Lower East Side—. No creo que se permita celebrar funerales en los templos —añadió un tanto preocupada.
—¿De verdad? —preguntó Enrique—. ¿Por qué?
—Algunos judíos dementes y con fobia a los gérmenes probablemente creyeron que los cadáveres causarían enfermedades. Y tenían razón. A lo mejor simplemente podríamos celebrar allí las exequias. Me encantaría que fuera en ese absurdo y antiguo templo, no en el aburrido Riverside… y a lo mejor luego podrías enterrarme aparte, aunque desearía… —Le brotaron las lágrimas ante la idea de no estar presente en su propio funeral. Enrique se dijo que eso era el colmo del sufrimiento para el hijo mediano. Qué duro perderse una fiesta, y encima en su honor—. ¡Bombón! —exclamó ella—. A lo mejor es una locura, a lo mejor debería dejar que lo organizaran mis padres en su estúpido templo —añadió, frustrada ante la posibilidad de que los detalles no fueran perfectos.
—Lo averiguaré. Me encargaré —dijo Enrique con prisas por aplacar su preocupación y su lucha por mantener hasta el momento de su muerte su gusto e identidad en contra de los deseos de sus padres. Enrique no se sentía orgulloso de sí mismo, pues no había sido capaz de librar esa batalla por ella. Pero sabía que Dorothy y Leonard respetarían los deseos de Margaret, aunque podrían sospechar —un medio judío no religioso de otra familia— que él se los hubiera inventado. Con Margaret viva y dando órdenes, y verificando que esas fueran sus órdenes, Enrique poseía la autoridad de ponerlas en práctica.
Bajó las escaleras a toda prisa. Dejó un mensaje en el buzón de voz del rabino Jeff y se encorvó sobre su portátil. Tecleó Green-Wood en Google y cogió el teléfono mientras el sudor le humedecía la frente y le corría por los costados. Quería conseguirlo por ella, cumplir su encargo más que ningún otro de los que ella le había hecho, y procedió a ello sin reflexionar que el regalo que con tanto anhelo quería hacerle era una tumba.