7. La competencia

Enrique se decía que era una suerte que Margaret viviera tan solo a tres manzanas de su casa por muchas razones, pero sobre todo después de haber comprado dos botellas de Margaux por la extraordinaria suma de veintisiete dólares y ochenta y nueve centavos. Enrique jamás había gastado más de cinco pavos en alcohol. Después de eso solo le quedó en la cartera un billete de dólar descolorido y deteriorado, y una moneda de diez centavos y otra de uno en el bolsillo de sus tejanos negros. Al final de la noche, le iría bien no tener que gastar nada en la vuelta a casa.

Aquel gasto excesivo lo dejó aliviado por un par de razones. Le hacía gracia el juego de palabras de comprar un Margaux para Margaret. Y el elevado precio de las botellas aliviaba su preocupación, heredada de un padre orgulloso nacido en el seno de la clase obrera, de haber comprado algo inferior y sin clase. Enrique comprendía que caro no equivalía a bueno (al ser un escritor cuyos libros no le hacían ganar mucho dinero, tampoco podía pensar otra cosa), pero también sabía que en 1975 un vino caro y francés, fuera cual fuera su verdadero valor para un paladar experto, le demostraría a Margaret y a su amiga Lily, así como a los demás huérfanos misteriosos, que aunque fuera un ignorante, no era un agarrado. A Enrique le parecía improbable que una mujer deseable se interesara por un roñoso.

Todo lo que tenía en el mundo a su nombre eran ciento dieciséis dólares, pero ni por un momento se le ocurrió comprar algo más barato. Razonó que al cabo de tres meses recibiría el dinero que le debían por la publicación de su tercera novela. Cierto que esa espléndida suma de dos mil quinientos dólares ya estaba más que comprometida, pues seis meses atrás les había pedido prestados mil dólares a sus padres novelistas, que tampoco andaban muy boyantes, y el lunes siguiente le pediría prestados otros quinientos a Sal. Desde que se fuera de casa a los dieciséis años, ese había sido el ritmo de sus finanzas, pedir prestado hasta el adelanto del editor, de manera que, cuando llegaba el cheque, ya volvía a estar casi arruinado. A la edad de diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte años, ese estado constante de endeudamiento, empobrecimiento y breves períodos en los que no pasaba apuros era algo tolerable, pero Enrique sabía que, en cuanto se casara y tuviera hijos, ese ritmo de pedir prestado hasta el próximo adelanto y luego volver a pedir prestado mientras se esforzaba por escribir obras maestras perdería su romanticismo y se quedaría en infelicidad. Y peor aún, había visto de cerca a los diez, once, doce, trece, catorce y quince años cómo el hecho de no poder pagar el alquiler acallaba la atronadora voz de su padre latino, pues para el orgulloso hijo de campesinos españoles y fabricantes de puros cubanos, la falta de dinero era una humillación tan profunda como la vergüenza suicida de un aristócrata arruinado.

A pesar de su despilfarro, o quizá a causa de él, Enrique consideró que su futuro más probable era la pobreza. Y desde luego, entre todos los asistentes a la Cena de los Huérfanos, él era el que tenía todos los números para ese futuro. Sospechaba que, aunque carecían de padres, los demás invitados de Margaret eran gente con la vida resuelta, bien gracias a esa disposición financiera conocida como «fondo fiduciario» o porque eran licenciados universitarios que con el tiempo acabarían convirtiéndose en abogados, médicos o algo parecido, si es que no lo eran ya. Enrique, aparte de haber escrito tres novelas delgadas, carecía de capacitación y experiencia en cualquier cosa que fuera de utilidad mundana. Y de este modo, su miedo a la indigencia le parecía algo real e inminente. Suponía que ese miedo surgía de sí mismo, pues era demasiado joven y le faltaba mucho psicoanálisis para poseer el ingenio de culpar a su madre, Rose, por haberle inspirado ese temor a la pobreza.

Su madre mencionaba a menudo la posibilidad de la ruina. Insistía en el tema por prósperas que fueran sus circunstancias presentes, probablemente porque de niña la habían afectado mucho los fracasos de las múltiples tiendas de comestibles de su padre durante la Gran Depresión y las repentinas mudanzas de la familia del Bronx a Brooklyn y de vuelta al Bronx mientras intentaban eludir el pago de los alquileres atrasados. Enrique no reconocía haberse visto influido por las evocaciones maternas de dichas calamidades. Aunque sus padres trabajaban por su cuenta y pagaban una modesta hipoteca por una casita del siglo XVIII pequeña y reformada en la costa de Maine, y ella trabajaba en una novela con un adelanto de cien mil dólares, sus pesadillas acerca de un futuro sin techo —una bancarrota aislada y personal que ningún moderno Franklin Delano Roosevelt podía remediar— estaban siempre presentes: visiones angustiosas que a menudo le transmitía gráficamente a Enrique gracias a su capacidad expresiva e imaginativa. Su madre habría sido una excelente vendedora a domicilio, siempre y cuando, claro está, sus productos fueran la tristeza y la pérdida. Sin fijarse en las condiciones del contrato, Enrique se había quedado entero el catálogo de la derrota, con sus trágicos accesorios y todo. Su angustioso parloteo y el estado casi permanente de ruina de su padre desde que abandonara su trabajo diurno y se convirtiera en escritor a tiempo completo habían transformado a Enrique en un extraño caldo de joven americano de clase media al que casi nunca le había faltado nada y que, sin embargo, vivía con el constante temor de acabar en la pobreza.

Se acordó de cuando su madre, al comenzar séptimo de secundaria, lo cogió por banda para explicarle que ella y su padre le pagarían el primer año de facultad, como habían hecho con su hermanastro y como habrían hecho con su hermanastra de haber ido esta a la universidad. Pero él tendría que costearse los tres años restantes. A los doce años, Enrique no tenía ni idea de que la universidad costara nada. No tenía ni idea de si iría ni de cómo la pagaría. Se quedó alarmado. Llegó al extremo de ponerse a investigar cuánto costaba, cosa que aumentó considerablemente su desazón. Vivió un par de años en un estado de perplejidad —hasta que dejó de ir al instituto y dejó de importarle— al pensar en cómo pagaría su estancia en Harvard (donde su padre quería que fuera) con una única fuente de ingresos consistente en entregar el New York Times del domingo a los vecinos del edificio de sus padres, sobre todo porque solo ganaba diez centavos a la semana, y no había convencido a más de cinco personas para que fueran sus clientes. Hacía reír a su madre cuando volvía a casa el domingo por la tarde cantando su propia versión de la canción clásica que había aprendido de ella —«¡Diez centavos a la semana, eso es todo lo que me pagan! ¡Caramba, cómo me pesan!»— y ni una vez le dijo a su madre que aquella situación no le parecía cosa de risa. Entendía todas las implicaciones de lo que su madre le había dicho acerca de la universidad, muy diferentes de las grandilocuentes promesas de su padre acerca de la gran fortuna que iba a amasar y legarle. Su madre le advertía que la vida de un escritor, a saber, la de Guillermo y Rose, era como agarrarse a una madera a la deriva en un mar de deudas, medio ahogado en el hambre y la indigencia. Le dejó bien claro que no podía contar con que ellos lo ayudaran a sobrevivir una vez abandonara el barco… y tampoco, desde luego, si se quedaba en un bote que hacía agua.

Cuando Enrique anunció que quería abandonar la escuela secundaria para acabar su primera novela (había escrito la mitad), esperaba que la respuesta de su madre fuera el simple grito de «¡No!». Por el contrario, lo que ella le dijo fue: «Si quieres ser escritor, es tu elección. Nunca discutiré por lo que alguien quiere hacer en la vida. Mi familia lo hizo conmigo y fue terrible. Una cosa terrible. Algo que nunca acabas de superar. De manera que si crees que quieres ser escritor, entonces intenta serlo. Yo nunca te desanimaré. Pero tendrás que ganarte la vida mientras lo intentas. Eso también es muy importante. Ser escritor no es ningún hobby. Es una profesión». A pesar de tan sentida declaración de respeto por la ambición de su alma, Enrique sospechaba que, en opinión de su madre, ganarse la vida resultaría ser un requisito demasiado desalentador.

Y si fue así, su madre cometió un error de cálculo. El temor a la pobreza de Enrique era irracional en más de un aspecto. No incluía, por ejemplo, el temor a no ganar dinero como escritor. El mundo —al menos al principio— pareció estar de acuerdo con su ambición. Su primera novela le granjeó once mil dólares, lo suficiente para vivir tres años en aquellos felices días de bancarrota en Nueva York, cuando el alquiler de un piso tipo pasillo en la calle Broome con la Sexta Avenida, el emplazamiento del piso de Sylvie, costaba sesenta y ocho dólares al mes.

Hay que decir en favor de Rose que se atuvo a su palabra: que Enrique consiguiera ganarse la vida como novelista pareció satisfacerla. No le fue detrás para que solicitara plaza en las universidades que habían dado señas de estar dispuestas a aceptarlo, aunque solo a prueba durante un trimestre, puesto que no había acabado la secundaria. Rose nunca manifestó en voz alta la menor preocupación por la presión que podía suponer que un adolescente intentara ganarse la vida como escritor, ni sugirió que el tener más estudios pudiera resultarle útil a un novelista. Corría el año 1971, bastante antes de que se hubiera acuñado la palabra yuppie o de que se aceptara de manera generalizada que el éxito económico y la valía eran sinónimos. No obstante, en una perversa evolución natural desde su cinismo de izquierdas, Rose terminó juzgando el éxito artístico según el mismo rasero que el mismísimo Donald Trump. Ganar dinero parecía ser, en cierto sentido, el único criterio de su madre a la hora de decidir si uno podía considerarse artista o no. Naturalmente, ella desdeñaba a los escritorzuelos, a los novelistas cuya obra parecía calculada para vender libros, pero eso solo incrementaba su respeto por el hecho mismo de ganar dinero, sobre todo si se trataba de una obra, como le gustaba decir a ella, «seria».

Hasta el préstamo que había pedido hacía poco a sus padres sobre el adelanto de su novela, estos no habían ayudado económicamente a Enrique, ni siquiera para avalarlo. A él eso no le molestaba. Le habría sorprendido que alguien sugiriera que había motivo para sentirse molesto. Para Enrique, nadie había tenido más suerte que él con sus padres. Disfrutaba de lo mucho que le divertían, de sus firmes y contundentes opiniones sobre todo, entre ellas sobre si era posible considerar grande a un escritor carente de sentido del humor, aunque fuera alguien a quien admiraban tanto como Dreiser, o si Jerry Lewis era un genio del humor o tan solo un payaso bobo, o si un alzamiento armado contra un estado imperialista americano, por moral que fuera, resultaba prudente. Lo que más apreciaba de todo era su permanente y generoso elogio de la escritura de Enrique, que este consideraba un tesoro inapreciable. Y aunque Enrique se burlara y se metiera con sus padres, y rechazara sus opiniones extremas tan pintorescamente expresadas, lo hacía con la idólatra burla de un adepto fanático. Enrique consideraba que el dinero era el gran mal del mundo, lo que lo convertía en el enemigo natural de sus valerosos y talentosos padres.

Así que Enrique era una inestable amalgama de duda y arrogancia en el momento en que, sudando debajo de su jersey, era examinado de nuevo por el dispéptico portero. Cuando llegó al 4D, esta vez quedó muy turbado, pues fue recibido por un varón de cara angulosa, guapo, con barba y seguro de sí mismo que le preguntó «¿Quién eres?» mientras abría la puerta de par en par y le mostraba a Margaret y a Lily hablando con otro varón desconocido de voz sonora y aplomada. Mientras él iba a comprar el vino habían llegado dos pavos reales. No identificó sus plumas de colores, pero estaba seguro de que en ambos plumajes abundaba el verde de los jóvenes con fondos fiduciarios. El doloroso espasmo de artista fracasado, angustiado y próximo a la indigencia que sintió en su interior quedó, sin embargo, completamente oculto por una sonrisa serena y una mirada firme al responder «Soy Enrique Sabas», declaración de identidad que, confiaba, no precisaría de más explicaciones acerca de quién era ni de a qué se dedicaba.

—Ah sí, sé quién eres —admitió el joven moreno y maleducado cuando cerró la puerta detrás de Enrique, confirmando que era un rival—. Eres el niño prodigio que tanto le toca los huevos a Bernard, ¿no? ¿No publicaste un libro cuando tenías doce años o algo así?

Enrique llevaba cinco años siendo un niño prodigio. Al principio había esperado que el mundo le aplaudiera sin reservas. Aquella ilusión se había apagado deprisa y sin remedio. Posteriormente lo habían zarandeado las pullas, el resentimiento y la hostilidad sin paliativos con que se había encontrado. Esa respuesta tan beligerante no lo había ayudado mucho, considerando que su meta en la vida era ser admirado universalmente y amado incondicionalmente. En la desesperada carrera por alcanzar esa meta, supo al instante que tenía que levantar sus escudos y desenfundar la espada que llevaba bajo la capa, y al mismo tiempo procurar replegarse y evitar la batalla. No era cobardía, sino un gesto humanitario. No consideraba que un apuesto pavo real como ese, con su barbita recortada y su voz de guerrero, fuera rival para ninguno de sus arrebatos de cólera.

—Ahora no soy más que un ex niño prodigio —añadió Enrique mientras le entregaba su bolsa de vinilo de University Wine and Spirits a Margaret, cuyas mejillas pecosas estaban sonrojadas con dos nítidos círculos rojos y que removía una gran cacerola de aluminio llena hasta los bordes de una salsa roja que hervía lentamente. Margaret se volvió hacia él esgrimiendo sus ojos azules y una cuchara de madera, con la sonrisa más alegre y los dientes más separados que había visto en una mujer adulta. Agotado, empapado de sudor y cauto, Enrique absorbió al instante su dichosa energía. El atribulado mundo exterior, y con él sus irritantes competidores, pareció desaparecer. Enrique se descubrió hablándole con una seguridad en sí mismo que un momento atrás estaba fuera de su alcance.

—No sé nada de vinos, pero he comprado este en honor a tu nombre.

Ejecutó ese coqueteo defensivo con habilidad. Aunque cuando la radiante sonrisa de Margaret se disipó y dio paso a un ceño, su espada cayó al suelo.

—¿Qué? —dijo ella con un irritado tono de confusión. Con la misma avidez con que había bebido la confianza de Margaret, paladeó su consternación y perdió el valor para explicar su romántico juego de palabras.

El guerrero de pulcra barbita interceptó el paquete y sacó uno de los Margaux por el cuello. Leyó la etiqueta con el aire de un detective de homicidios.

—Ah, Margaux. —Miró a Enrique—. Muy divertido —comentó—. ¿Lo pillas? —Asintió con la cabeza en dirección a Margaret. No le tendió la mano a Enrique, pues tenía las dos ocupadas con la compra de este, pero dijo—: Yo soy Phil. —Levantó la mirada hacia el techo con un aire pensativo y anunció—: Espera un momento. ¿Margaux significa realmente Margaret en francés? —Enrique se fijó en que ese tigre barbado y de pelo oscuro, de cara escuálida y mandíbula alargada, tenía los ojos azules. Nada que ver con los inmensos rayos violeta de Margaux la anfitriona; los ojos del guerrero eran pálidos, casi carentes de color, y se estrechaban en un gesto de permanente escepticismo—. Eh, Sam —exclamó Phil en dirección a la mesa, donde estaba sentado otro ejemplar de esa especie de macho seguro de sí mismo. Sam estaba ocupado haciendo reír a Lily. El alegre gorjeo de esta hizo que Enrique pusiera una mueca de celos, aunque no fuera esa la presa que él acechaba. Consternado, observó cómo su botella de Margaux era esgrimida en el aire por Phil como si fuera una prueba en un juicio por asesinato. Si había algo estúpido o embarazoso en esa compra, pronto saldría a la luz—. Tú hablas bien francés. ¿Margaux es Margaret en francés? ¿No es Marguerite?

—Marguerite es Margaret en francés —contestó Sam. Lo dijo de manera mecánica, aburrida incluso, dando a entender que se trataba de una pregunta indigna de él. Tenía una mata de pelo ensortijado en la coronilla, pero carecía de mentón. Era alto, quizá más alto que Enrique, pero era imposible determinarlo porque estaba recostado en una silla plegable metálica de color gris que había apartado de la mesa de cristal y apoyado contra el alféizar de la ventana para tener una visión completa del apartamento. Estiraba sus largas piernas junto a Lily, que apenas medía un metro cincuenta y que estaba sentada en perpendicular a él, en una silla ya colocada para comer. En tan extraña disposición, los pies extraordinariamente grandes de Sam, encerrados en unas botas de trabajo de al menos un cuarenta y siete, quedaban directamente dentro de la línea de visión de Lily, como si quisiera exhibir su longitud y anchura para que ella las admirara o posiblemente las consumiera. Incluso en alguien tan alto, parecían los pies de un payaso, y junto con su tupida cabeza y su mandíbula hundida le daban un aspecto bobalicón que, al igual que el de los payasos, intimidaba un poco.

Phil le lanzó una torva mirada a Enrique y le devolvió la botella con desdén.

—Eso no significa Margaret.

—Pues entonces, ¿qué significa Margaux? —le preguntó Lily a Sam, con la mirada clavada en sus grandes pies—. Si la traducción no es Margaret, ¿qué puede significar?… quiero decir ¿cómo se traduce?… ¡Dios mío, ya no sé hablar inglés! —Levantó su copa de vino—. Abre esa botella de como demonios se llame.

—Margaux —dijo el bobalicón de Sam con solemnidad de catedrático— es Margaux. No se traduce. Es la cosa en sí —concluyó Sam haciendo una floritura con su largo brazo de dedos ahusados.

—¡La cosa en sí! —exclamó el guerrero de ojos pálidos—. Sartre —añadió, pronunciando el nombre del filósofo en un francés perfecto. Se quedó mirando a Enrique, que aún estaba embutido en su chaqueta militar y agarraba ese vino tan embarazosamente polémico.

Enrique ardía de vergüenza y resentimiento ante la manera con que ese apuesto joven había destrozado su intento de complacer al objeto de su deseo. Enrique le ofreció la botella a Margaret, que reaccionó a toda esa chacota como si acabara de despertarse y no estuviera segura de quién ni qué era Enrique. Sujetaba la bolsa con la segunda botella de Margaux y no hizo movimiento alguno hacia la botella que le ofrecía Enrique.

—No lo sé —contestó Enrique dirigiéndose más a ella que a Phil—. Procedo de una larga estirpe campesina. A mí el vino suele llegarme en odres, y pronuncio «Sart», «Sar-ta».

Margaret emitió una de sus carcajadas truncadas, despertando de su ensueño con un respingo.

—Como Van Gogh —dijo, pronunciándolo «Van Go»—. No soporto a la gente que lo llama «Van Gooog-g-g» —dijo, exagerando la correcta pronunciación gutural holandesa—. Sé que se dice así, pero suena desagradable, y de todos modos… ¿qué más da?

—Ya, ¿qué más da que seas un ignorante? —Phil hizo caso omiso de su propio comentario, sin que Enrique tuviera muy claro si lo había dicho realmente como un desaire. Después de todo, era un insulto dirigido a él y a Margaret. Esperaba que Phil pretendiera rebajar a Margaret. Junto con la convicción de que a ninguna mujer podía gustarle un tacaño, creía que una actitud masculina altanera e insultante repugnaba de igual modo al sexo de Margaret: en pocas palabras, era un cándido.

—A lo mejor por eso Van Gooog-g-g se suicidó —dijo Enrique, y por tercera vez le ofreció a Margaret esa botella de vino tan analizada—. No soportaba el sonido de su propio nombre.

Fue Lily quien rió, más fuerte de lo que se había reído ante las botas del payaso, observó Enrique con satisfacción. Phil, el campeón del desdén, le asintió para señalarle que se había anotado un tanto. Margaret se hallaba en una de esas pausas que parecían sobrevenirle, como si en algún lugar detrás de aquellos ojos azules se hubiera paralizado toda actividad para llevar a cabo un examen minucioso.

—Eso sí que es gracioso —declaró por fin sin que ni su expresión ni su tono denotaran gracia alguna. Habría sido un reconocimiento muy poco satisfactorio del ingenio de Enrique de no ser porque, por fin, aceptó los regalos de sus manos. Le echó un vistazo a la etiqueta y regresó a su cocinilla empotrada.

Sam enunció el origen de su propia cita:

—«La cosa en sí.» Es un poema de Wallace Stevens.

—¡Sí que lo es! —exclamó Lily como si fuera algo extraordinario—. ¿Qué poema es? —preguntó.

—Wallace Stevens. Ese hijoputa —dijo Phil en tono de repugnancia. Reanudó la perorata que había quedado interrumpida por la aparición de Enrique, declamando con una sonora voz de tenor impregnada de aplomo—. De todos modos, este vino de excelente cosecha es otra prueba de lo que digo. Todos estamos destinados a ser buenos burgueses. Fíjate en esa lista. —Phil señaló un boletín informativo doblado cuyo encabezamiento era Cornellians at Three—. Todo el mundo o es abogado o va camino de serlo… o, Dios mío, mucho peor, médico…

—Espera un momento —protestó Lily saltando de su silla, abandonando al payaso y sus zapatos y uniéndose a Enrique, que se sintió aliviado al ver que ella le discutía a Phil.

Phil no esperó a oír sus objeciones.

—Incluso tenemos dos másters en administración de empresas. Dios mío. Qué pesadilla. Másters…

—¿Qué tiene de malo ser médico? —protestó Lily—. ¿No quieres quitarte la chaqueta? —le preguntó a Enrique sin hacer una pausa para el inciso.

Enrique se quitó la chaqueta y exhibió su jersey enorme, blanco y tejido a mano. No se dio cuenta de que el bulto que hacía (por no hablar del olor a animal ahogado que emitía) fue la razón por la que Margaret y Lily le lanzaron una segunda mirada a él y a esa especie de tienda de campaña que lo acompañaba. Pero algo intuyó, pues pasó a alisar el globo que formaba la cintura de su jersey, para que no pensaran que era su barriga.

Por suerte, la atención de ambas regresó al carismático Phil.

—Sí, sí, sí, Lily, todos sabemos lo de tu papi, el doctor de pueblo —dijo entrando en la cocina y apoderándose de nuevo de los Margaux. En aquel cuartucho tan estrecho, inevitablemente se rozó con Margaret, y lo hizo sin el menor vestigio de la timidez que ese contacto habría provocado en Enrique. Phil apoyó la cadera directamente en la de ella mientras abría un cajón y hurgaba entre los cubiertos que había dentro.

—¿Dónde tienes el sacacorchos? Quiero abrir esto. Necesito una copa.

—Ya te he servido una copa —dijo Margaret con una maliciosa sonrisa.

—Así que ahora soy un borracho. Mejor eso que darle al ácido. —Le dio un golpecito juguetón—. Muévete. ¿Está en este cajón?

—¡Yo te lo daré! —le soltó Margaret, aunque rió encantada. A ojos de Enrique, su manera de comportarse era tan descorazonadoramente afectada como la de Robert Redford y Jane Fonda en Descalzos por el parque, una comedia de Neil Simon vergonzosamente desatinada y sexista que había visto varias veces en la sesión nocturna del WPIX con placer culpable. Solo que —si eso era posible— Phil parecía, como protagonista romántico de pelo oscuro, más seguro de sí mismo que la estrella de cine rubia más guapa de los Estados Unidos. Y mientras observaba esa muestra de intimidad —ella le ofreció el sacacorchos y lo agarró con fuerza juguetona cuando Phil intentó cogerlo—, en la mente de Enrique penetró la sombría sospecha de que ese descarado y desdeñoso joven ya había conseguido quitarle el delantal a esa jovial cocinera. Y peor que ese pensamiento de violación fue la más funesta preocupación: ¿salían juntos? ¿Había malinterpretado toda la situación? Esa Cena de Huérfanos, ¿la ofrecía una mujer que ya tenía una vida hecha y que organizaba esa velada como simple muestra de su compasión, un acto benéfico para almas perdidas como él, hombres sin una mujer que los amara? Después de todo, Bernard nunca había dicho que Margaret estuviera sola; de hecho, había dado la impresión de que todos los hombres de Cornell la deseaban. La había calificado de persona muy selectiva, pero eso no era garantía de que los hubiera rechazado a todos, y tampoco de que ella, Dios no lo quisiera, fuera virgen. Enrique siempre había supuesto que esa actitud sexualmente distante que tanto proclamaba Bernard era una admisión encubierta de que ella había rechazado al único hombre de Cornell que le importaba a Bernard, a saber, el propio Bernard.

Tan pesimista sospecha tampoco quedó aliviada por el gesto amistoso de Pies de Payaso. Se levantó ruidosamente y dijo:

—Soy Sam Ackerman —con una sonrisa sin mentón—. Tú eres Enrique Sabas, lo sé. Bernard ha presumido mucho de ti. —Enrique no mostró ninguna sorpresa, tan solo asintió, porque, a pesar del aire simpático de Sam, había algo condescendiente en su actitud, subrayado por el hecho de que este lo miraba desde su mayor altura (uno ochenta y tres). Ese fue el golpe definitivo a la frágil vanidad de Enrique: ni siquiera era el pavo real más alto de la sala.

Enrique cayó en un silencio resentido y mohíno agudizado por el persistente monólogo de Phil, que no daba tregua, ni durante ni después de la llegada de los tres invitados que faltaban. Dos eran hombres: uno bajo, rechoncho y agradable, aunque mantenía un prudente silencio; y el otro, un tipo desenvuelto, tan enjuto como Enrique, aunque no tan alto, que vestía al estilo de Bernard, con unas ropas totalmente negras con lamparones. Ninguno de esos especímenes masculinos parecía dispuesto a competir, ni estaba a la altura de competir, con el monologuista. El tercer invitado en llegar, Pam, era una mujer muy delgada y menuda de piel aceitunada y un pelo castaño sin lustre, con lo que los huérfanos quedaban en un desequilibrio de tres mujeres por cinco hombres; pero a aquella dócil muchacha apenas se la podía considerar una auténtica contendiente femenina, si se la comparaba con la atrevida Margaret y la vivaz Lily. Pam era tímida casi hasta la paranoia: ejecutaba unos míseros movimientos con los labios, sin llegar a abrirlos del todo en lo que parecía intentar ser una sonrisa, mientras sus ojos pequeños y nerviosos inspeccionaban su periferia por si la atacaban por un flanco. La situación parecía venirle grande, pues estaba sentada en un rincón del sofá, agarrando su copa de vino con las dos manos como si la protegiera de los carteristas.

El terror de Pam no sirvió para sacar a Enrique de su guarida. Mientras Margaret untaba un poco de Brie sobre unas galletitas saladas petrificadas para acompañar las botellas de Margaux que menguaban rápidamente, él se sumió en una pasividad que encontró detestable. A sus ojos, su plumaje era el menos impresionante de entre la concurrencia masculina. Se regodeó en una gris amargura causada por el regalo que le había hecho a Margaret, regalo que ahora le parecía estúpido. Como si su madre se hubiera apoderado repentinamente de su cerebro, calculó que a ese ritmo consumirían vino por valor de dieciocho dólares en cosa de diez minutos. La mezcla de velocidad y derroche parecía inadmisible e insultante al mismo tiempo.

Por fin apareció Margaret con un enorme cuenco de color blanco y proclamó:

—¡Aquí está! Mi tradicional cena navideña de linguine y gambas en salsa marinera. —Si Enrique imaginó que el desplazamiento en masa hacia la mesa de cristal que estaba junto a las ventanas frenaría la invectiva de Phil contra la deriva burguesa de la promoción de Cornell del 72, estaba muy equivocado. Porque Lily se sentó justo delante de Phil, con lo que este renovó su queja anterior contra los médicos.

—El hecho de que el padre de Lily sea el último médico rural bueno no es razón para creer que todos esos capullos de la Facultad de Medicina estudien nada que no sea satisfacer su deseo de ser ricos —afirmó Phil mientras se sentaban a la mesa—. Ser ricos y jugar al golf; Dios los asista. Ese es su castigo. Tener que jugar al golf durante el resto de sus miserables y codiciosas vidas.

A pesar del tono de desdén e indignación de Phil, aquello parecía puro teatro. Medio numerito de club de la comedia, medio exhibición de grandilocuencia expresiva por parte de un alumno de matrícula, fluía sin esfuerzo, y dejó a Enrique sin nada que decir, pues era el tipo de fanfarrona diatriba izquierdista pronunciada con el ingenio suficiente como para que fuese graciosa (aunque mucho menos de lo que conseguiría Enrique, le gustaba creer) que el propio Enrique en ocasiones peroraba.

A lo mejor esto se le da mejor que a mí, concluyó Enrique, y por eso le odio. Se retrajo aún más de esa habitación, de esos jóvenes desconocidos y, sobre todo, de aquella chef de ojos de terciopelo sentada a la cabecera de la mesa, delante de él. Al elegir una silla lo más lejos posible de Margaret, reconocía su ánimo taciturno y su inclinación a dejar de irle detrás, convencido de que pertenecía a Phil. No se daba cuenta del simbolismo implícito de haber elegido un asiento al otro extremo de la mesa delante de Margaret. A Phil, sin embargo, no se le escapó su pretensión de reclamar un papel especial. Cuando Margaret intentó rebatirlo, él la interrumpió:

—¿Está noche los dos sois papá y mamá? ¿Tengo que pedirte las llaves del coche? —le gritó a Enrique.

—Si solo tienes el carné provisional, ni lo sueñes —respondió Enrique sin esfuerzo, aunque llevaba media hora callado y le avergonzaba haber adoptado mentalmente esa actitud de abnegación—. Cuando tengas el definitivo, hablaremos.

Pam pareció encontrarlo muy gracioso. Exhibió una sonrisa que había ocultado hasta ese momento y se volvió hacia él (estaba sentada a su izquierda) arqueando su esquelético torso. Habló con una voz que le sorprendió por su ronquera sexy:

—No le dejes. Es demasiado joven para conducir.

—Ya lo creo que es demasiado joven —coincidió Enrique. Sabía que ella estaba coqueteando con él. Enrique era tan joven y temía tanto a las mujeres en general, que su típica reacción cuando una mujer que no le llamaba la atención se interesaba por él era tratarla como si le hubiera ofendido. Lo cierto es que no sabía qué hacer con ese interés. En una ocasión cometió el error de responder a esa amabilidad con seducción y la mujer se lo llevó a la cama, donde fue incapaz de hacer nada. De ese modo, además de estúpido se sintió avergonzado; lo que solo le acobardó aún más a la hora de comportarse como cualquier joven normal: es decir, follarse a chicas que ni le gustaban ni le atraían si no se presentaba nada mejor. Incluso cuando era un adolescente marxista de pelo largo que fumaba hierba, disfrutaba al ver cómo James Bond desnudaba a mujeres que no le gustaban especialmente y que a veces intentaban matarlo. A Enrique le decepcionaba, por el contrario, su necesidad de sentir amor, o algo muy parecido, incluso al ligar. El no tener un corazón más insensible, un corazón que no interfiriera con el funcionamiento de su pene, le hacía sentir menos viril. De manera que, paradójicamente, el interés de Pam le hizo sentirse aún más un caso desesperado.

Sin embargo, no quería que una mujer a la que compadecía (y compadecía a cualquier mujer a la que no considerara atractiva) se sintiera rechazada. Consiguió poner una débil sonrisa.

—La verdad es que soy yo el que no tiene carnet de conducir. —Bajó la mirada e inspeccionó el delgado cuerpo de chico que había debajo de su blusa blanca de campesina. Los tres botones superiores estaban desabrochados, y en lugar del abultamiento de una almohada vio la protuberancia de un esternón. Eso acabó de convencerlo de que si intentaba plantar su bandera en aquella escuálida superficie, no ondearía.

—¿No sabes conducir? —La voz de Pam, atónita, subió lo suficiente de volumen como para atraer unas cuantas miradas.

—Sí que sé conducir —dijo Enrique—. Al menos lo bastante para destrozar un coche. Pero no tengo carnet.

—¡Es increíble! —exclamó Pam encantada, como si hubiera anunciado una habilidad y no la ausencia de esta.

—Bueno, hay muchas cosas que no tengo. No tengo ningún diploma de secundaria porque abandoné en el décimo curso. Evidentemente, no tengo título universitario. No tengo tarjeta de crédito. Y podría seguir enumerando cosas que no tengo. En cambio, la lista de cosas que tengo es corta.

Naturalmente había lanzado un señuelo, uno que nunca fallaba, y al instante Pam movía la cabeza mientras decía:

—Uau. Eso es increíble. Es fabuloso.

Y mientras engullían la pasta y las gambas, Enrique relató la historia de su virulenta rebelión contra la escuela secundaria y sus padres, de la publicación de su primera novela y de su relación de tres años y pico con Sylvie, que para las mujeres, él lo sabía, significaba dos cosas: que a pesar de su edad tenía experiencia, y que no le daba miedo comprometerse. Tras el informe, escuchó por encima los antecedentes de Pam y no oyó nada que le interesara. Tampoco es que dejara traslucir el aburrimiento que le provocaba la educación burguesa de Pam, el carácter controlador de su padre, el que su hermano estuviera a favor de la guerra de Vietnam, el temperamento dócil de su madre y su deseo de ser una bailarina de danza moderna en lugar de maestra, el trabajo que había aceptado tras licenciarse en la Universidad de Columbia.

Su conversación se hizo privada, aislada del implacable ataque de Phil contra los valores burgueses, tema de la discusión que ahora mantenían él y Margaret y Lily. La historia de la vida de Pam era lo bastante banal como para permitirle a Enrique escuchar la conversación principal sin perder el hilo de su relato. Oyó cómo Margaret le plantaba cara a Phil.

—Naturalmente que casi todos los médicos, y puede que incluso todos, quieren ganar dinero. Eso no es tan terrible. Pero a algunos, como Brad Corwin, les interesa la gente. Está en ese programa de la zona rural de Virginia, ¿verdad, Lily?

La atención que Enrique le prestaba a Pam desapareció cuando Lily insistió en que incluso los abogados hacían cosas buenas.

—Como tú, Phil. J’accuse! —dijo Lily acompañándose de un ademán: levantó la mano en ese gesto de barrido que se le estaba haciendo familiar a Enrique—. Tú mismo eres abogado de oficio. Defiendes a los pobres por mucho menos de lo que ganarías defendiendo a los ricos.

Atónito, Enrique interrumpió a Pam para preguntarle:

—¿Es abogado de oficio?

—¿Qué? —dijo Pam. Le había estado explicando que el principal problema de la enseñanza no eran los estudiantes revoltosos, ni la escasez de material, ni la superpoblación de las aulas, sino el tiempo que pasaba pastoreando a los niños.

—¿Phil es abogado de oficio? —susurró Enrique por encima de Pam en dirección al hombre escuálido vestido de negro que no era Bernard. El hombre escuálido asintió. Enrique le dijo a Pam—: Lo siento. Pastorear… eso es divertido. Tienes razón, eso es todo lo que recuerdo del primer curso. Formar en fila. Y yo siempre el último.

Hasta ese momento, un rincón de la mente de Enrique se había consolado con el pensamiento de que, aunque Phil pudiera correr por el carril interior, o por todos los carriles de Margaret, él era capaz de lidiar con ese bobo izquierdista. Sí, Phil era más apuesto que Enrique, y más seguro de sí mismo. Probablemente ya había conquistado a Margaret, pero él estaba seguro de dedicarse a una labor más noble. Y ahora sabía que no era así. Lo de Phil no era una pose, ayudaba de verdad a los oprimidos. De hecho, Phil era alguien a quien Enrique se sentía impulsado a admirar tanto como a su hermanastro Leo, que antaño fuera el líder del comité directivo de los Estudiantes por una Sociedad Democrática que encabezó la revuelta de la Universidad de Columbia, y que ahora se dedicaba a apoyar a los Panteras Negras en sus diversos juicios. El peso de esa revelación aplastó a Enrique más que la familiaridad de Phil con las nalgas de Margaret en la cocina. Sencillamente, Phil era el mejor.

No obstante, la derrota, la derrota definitiva y sin paliativos en una trivialidad como el amor, no suponía ningún desastre para el joven Enrique. No fue nada comparado con la vergüenza de una segunda novela que recibió menos reseñas y vendió menos de la mitad que la primera. Sí, la jovial muchacha de muslos perfectos y ojos risueños era un trofeo. Pero no el más importante.

Todo había quedado claro. Su angustiada cabeza recuperó la consoladora omnisciencia de un narrador en tercera persona. El auténtico objetivo de la Cena de Huérfanos de Margaret pareció salir de la niebla y asomar como un faro solitario: quería que ligara con la simpática y aburrida Pam. Dejó de sudar bajo la tienda de campaña de su suéter de lana. El algodón de su camisa blanca de Brooks Brothers se le despegó de la piel y comenzó a secarse. Su respiración se volvió más profunda y relajada. Se le aflojaron las piernas y la espalda, que hasta ahora había mantenido en posición de alerta en esa jungla de machos temiendo un ataque mientras planeaba el suyo. Se dio cuenta de cuál era su lugar y su camino. Le prestó atención a la parlanchina Pam moviendo los hombros para quedar lo más de cara a ella posible, apartando de sus ojos castaños —que Sylvie, en un momento ardiente, había denominado ojos de gamo— a Margaret y a sus guerreros. Solo apartó la mirada de Pam en una ocasión, para coger su copa de vino y apurar la última gota de Margaux, y se dio cuenta de que Margaret los miraba a él y a Pam con la satisfacción —supuso— de haber llevado a buen término su plan.

Devolvió su atención a Pam con el triste pensamiento de que su anfitriona tenía razón. Ese era el tipo de chica anodina e inofensiva que merecía. Los verdaderos hombres de acción y buenas obras, como Phil, merecían lo que a él le quedaba tan lejos, en la otra punta de la mesa, mucho más lejos que los meros dos metros: esa reluciente piel blanca y su adorable salpicadura de pecas, aquella boca que reía, de voz desenvuelta, aquellos ojos azules danzarines, y los tejanos también azules que llenaba con tanto atractivo. Y la verdad es que tampoco suponía ninguna tragedia. No afectaría mucho a su vida, a su verdadera vida —la conquista de la literatura— el que esa fuera la última velada que pasaba con Margaret.