6. Agenda final

Apretó el icono del calendario de su Treo en color (¡qué maravilla de condensación, qué prodigio de la tecnología!) mientras hablaba delante de un diminuto micrófono que colgaba en el aire de un cable conectado a la base de su oreja izquierda. El auricular le permitía echarle un vistazo al organizador electrónico al tiempo que comentaba con la mujer de Bernard Weinstein, Gertie, cuándo podían quedar para despedirse de Margaret. Habían pasado el corte, con lo que se les permitiría despedirse cara a cara, aunque estuvieran en la lista B, lo que significaba una audiencia vespertina de quince minutos. Los más próximos a Margaret disfrutarían de una última cena.

Programar y restringir el acceso a Margaret para sus dos últimas semanas había sido menos complicado de lo que Enrique había previsto. Tampoco es que a mucha gente le hiciera ilusión sentarse delante de la muerte. Enrique podía imaginarse las racionalizaciones de aquellos que vivían en las afueras de los afectos de Margaret.

—Somos amigos, pero ya sabes, solo por los niños —se decían para tranquilizarse—. No estoy seguro de que nos hubiéramos dado la hora si… —Y con eso decidían descartarse.

De todos modos, Margaret había abreviado la lista de candidatos, eliminando a los conocidos y algunos buenos amigos de sus muchas encarnaciones: las hombrunas muchachas del campamento de verano de Kittatinny; las buenas chicas judías del Instituto Francis Lewis; las marxistas y las feministas concienciadas de sus años radicales en Cornell; las madres trabajadoras con mala conciencia con las que compartía taxi; los artistas frustrados; sus parlanchinas compañeras de tenis del lunes por la mañana; y la lista más corta, el grupo de apoyo a pacientes con cáncer avanzado. Que Margaret eliminara a casi todos sus compatriotas no era lo que Enrique había esperado, porque ella siempre había preferido que en las reuniones hubiera cuanta más gente mejor, aunque sin embargo era coherente con la dualidad de su naturaleza y la vulnerabilidad de sus actuales circunstancias.

A pesar de su intrépida y jovial capacidad de presentarse a cualquiera y entablar conversación con desconocidos en las situaciones más difíciles, generalmente Margaret prefería quedarse en casa y cenar con sus hijos. Luego se contentaba con leer alguna novela policíaca ambientada en un distinguido pueblo inglés, levantando la mirada de su confortable postura en el sofá hacia los programas de televisión que Enrique contemplaba a gran volumen, asintiendo con afectuoso y cortés aburrimiento cuando él se ponía a despotricar contra una u otra parodia de la política o la cultura o la desastrosa gestión del béisbol. Ella permanecía serena, echada a la espera de las esporádicas apariciones de sus hijos cuando iban a buscar algo para picar o hacían una pausa en sus deberes, tendiéndoles una emboscada de interrogaciones o abrazos.

En aquella guarida de hombres, Margaret era capaz de hibernar felizmente durante semanas, pero cuando se levantaba para hacer de anfitriona, prefería algo grande e informal. Había invitado a más de cien personas a su cincuenta cumpleaños, celebrado seis meses antes de su diagnóstico; una gran parte de los invitados eran poco más que conocidos, y a algunos solo los había visto una vez. Insistió en que ella, Enrique, Max y Gregory se encargaran de toda la parte comestible; Enrique había tenido que ponerle mala cara durante toda una semana para que consintiera en contratar a un solo camarero. Lo mismo había hecho en la fiesta que dieron cuando su nueva casa de Maine estuvo acabada. Se presentó gente a la que solo conocían de vista, y Margaret pasó la noche anterior en vela aprendiendo a preparar sushi, introduciendo en Blue Hill Bay un tipo de rollo de cangrejo diferente.

Margaret era una mezcla de ermitaño y mariposa social, y si antes de su enfermedad le hubieran preguntado cómo se despediría del mundo, Enrique hubiera imaginado que desearía ver a todos los representantes posibles de sus diversos estratos. Aunque tampoco le sorprendió que ella restringiera el número de últimos visitantes, al igual que había reducido drásticamente sus contactos después del primer diagnóstico, y solo volvió a nadar en la piscina olímpica de sus amistades durante el primer año de su remisión. En cuanto comenzó la metástasis, se limitó a tratar con los más íntimos.

La caprichosa e impredecible elección de Bernard como la excepción a esta regla no hubiera sido nada sorprendente en sus días de salud. Nunca había mantenido una estrecha relación con Bernard. Habían tenido lugar una media docena de contactos casuales en las dos décadas anteriores, y a excepción de una llamada telefónica, Bernard no había querido saber nada de ellos durante la enfermedad de Margaret… ¿y por qué iba a ser de otro modo? No eran amigos, y, en cualquier caso, ella nunca se había tomado en serio a Bernard. Tal como Margaret lo expresaba, era «un muermo», y no había mejorado su opinión de él ahora que el mundo le consideraba un tipo original.

Bernard no había alcanzado su ambición de ser novelista. Durante el último cuarto de siglo, se había convertido en uno de los principales críticos culturales del país, y desde luego en el más visible. Había reseñado libros para el New York Times durante diez años, películas para The New Yorker durante cinco, y seguía siendo columnista de Time y autor de dos best sellers de reflexiones sobre cultura general. Diez años atrás había aparecido de manera habitual en el programa de Oprah como divulgador literario, y posteriormente se había metamorfoseado en su actual encarnación de presentador de un programa de entrevistas semanales a iconos de la cultura para un público de cultura media, a los que, le parecía a Enrique, tan solo adulaba.

—¿Bromeas? —reaccionó Margaret cuando Enrique le dijo que Bernard le había mandado un e-mail diciéndole que se habían enterado de la terrible noticia y deseaba verla. Así que Enrique no contestó. Al cabo de un día, la asistente de Bernard dejó un mensaje en un tono monocorde y tedioso en el contestador de su casa afirmando que el señor Weinstein se sentiría honrado de que Margaret tuviera tiempo para verle.

—¿Honrado? —repitió Margaret con su voz débil y ronca, haciendo una mueca. Estaba de camino de la cama al retrete, empujando el pie del gotero con un tremendo cansancio. Iba encorvada, sin peluca, sin maquillar, parecía una frágil anciana. Que la vieran en ese estado la habría horrorizado hasta hacía muy poco, y todavía la abatía.

—Parezco una vieja bruja —le había dicho a Enrique hacía dos meses mientras él la ayudaba a desvestirse para meterse en la cama. Aunque ella le besó y le dijo «Gracias» cuando él afirmó que todavía era hermosa, él sabía que ella no le creía. O mejor dicho, que no era bastante consuelo. El reflejo que importaba era el del espejo en que ella se miraba.

Seis meses atrás Margaret habría dedicado horas a asegurarse de que nadie, ni siquiera Enrique, la viera tan desprovista de vanidad. Ese primer día de su agonía en público carecía de energía para tales sutilezas. Todas sus reservas habían desaparecido. Daba la impresión de que un golpe de brisa pudiera matarla. Le costaba empujar el poste, aunque de este colgara una bolsa nueva de suero y una pequeña dosis de esteroides líquidos. Aquellos paliativos eran nuevos y se los había recetado Natalie Ko, la doctora de enfermos terminales que supervisaba su medicación casera, para incrementar la energía con que hacer frente a una semana de despedidas. Pero todavía no le habían hecho efecto. Margaret se movía como si en cada paso invirtiera uno de sus últimos y preciados alientos de vitalidad. Cada par de minutos se interrumpía para secarse los ojos y la nariz con un pañuelo de papel hecho un ovillo. Después de haber comenzado a tomar Taxotere el verano anterior, le goteaba la nariz y le lloraban los ojos continuamente. Durante un tiempo, como habían supuesto que el medicamento le producía alergia, le habían recetado diversos antihistamínicos. Pero cuando Margaret acabó desesperada porque no conseguían que dejara de llorar, uno de los residentes del Sloan le explicó que la causa de las lágrimas era que el cuerpo expulsaba las toxinas del Taxotere. Dijo que acabaría de echarlas tres meses después de dejar el medicamento. Había tomado la última dosis hacía dos meses. Aquellas lágrimas la sobrevivirían.

—Le diré a Bernard que no tenemos tiempo —dijo Enrique, demasiado exhausto para tomarse a broma su pomposa petición.

—No, no. Que venga Bernard —dijo Margaret—. Solo quince minutos. Será divertido.

—¿Por qué? ¿Porque es famoso? —Al igual que a todos los anfitriones de Nueva York, a Margaret le gustaba añadir alguna celebridad a sus reuniones. A lo largo de los años, Enrique había aportado algunos famosos, una estrella o un director de cine, a sus fiestas. Evidentemente, Bernard se había convertido en un objeto tan reluciente que su pálida piel se consideraba capaz de iluminar toda una sala.

Margaret no se sintió ofendida. Sabía que el enorme éxito de Bernard irritaba a su marido, un hombre decepcionado con su propia carrera. Eso convertía la celebridad de Bernard en una broma del destino, como si Dios le hubiera puesto la zancadilla a Enrique y se riera al verlo despatarrado en el suelo.

—Él fue quien nos presentó —dijo Margaret. Se encogió de hombros y se sonó la nariz delicadamente—. No sé. Parece… bueno… algo normal, ¿no, cariño? —apeló a Enrique, la barbilla temblándole con el recuerdo—. Él me llevó hasta ti.

Había veces, y esa era una de ellas, en que Enrique se quedaba un momento sin hablar ni respirar, temiendo echarse a llorar compulsivamente como hacía a veces cuando estaba solo. En su interior nacía una abrumadora tristeza que lo desgarraba, una ola que rugía y lo ahogaba, y que pronto desaparecía sin dejar rastro sobre la lisa arena. Enrique dijo con una voz modulada por el tempestuoso mar de su interior:

—Yo hice que él me llevara hasta ti —la corrigió—. De haber sido por Bernard, no te habría vuelto a ver.

—Lo sé, cariño —dijo Margaret, esbozando una sonrisa de consuelo que le salió sesgada—. Pero si queda algún hueco, que vengan él y Gertie. Solo quince minutos. ¿Vale?

Y así fue como a Bernard se le concedieron unos preciosos quince minutos de la escasa provisión que quedaba para Enrique. La programación se había elaborado la noche anterior, en que la doctora Ko presentó diversas alternativas a la hora de planificar la muerte de Margaret.

—Te daré esteroides y un suero completo, ya sabes, potasio y todos los nutrientes básicos, durante todo el tiempo que necesites para despedirte de los tuyos —le había dicho la doctora Ko, que era una simpática muchacha de Queens, igual que Margaret, solo que sus prósperos abuelos inmigrantes eran chinos. Al menos las dos habían escapado del barrio. Ahora la doctora Ko vivía en Brooklyn Heights. Había llegado al apartamento al final de una larga jornada, ataviada con un traje chaqueta marrón y una sencilla blusa blanca. Era de la edad de Margaret y, al igual que esta, tenía un hijo que ya terminaba la secundaria. Contaban con varios amigos en común, y cuando Margaret gozaba de buena salud habían coincidido un par de veces en alguna fiesta. Enrique se fijó en que la doctora miraba los libros de arte de la estantería que quedaba encima del escritorio de madera, y luego las fotos de los críos. Varias veces, mientras examinaba a Margaret, le echó un vistazo al gran cuadro que estaba encima de la cama, en el que aparecían Max y Gregory pintados por Margaret: un chaval de siete años y su hermano de tres abrazados y vestidos con sus pijamas de Superman. Cuando la doctora finalizó el reconocimiento, se puso el estetoscopio en torno al cuello, se colocó el cuello de su chaqueta de manera que cubriera la goma negra, y se sentó a un lado de la cama, posando suavemente una mano sobre la pierna de Margaret a través de la fina manta blanca de algodón que utilizaban en verano. De no ser por el estetoscopio que llevaba al cuello, se habría dicho que era una amiga de la universidad que venía a despedirse de ella.

—Una semana —dijo Margaret mirando a Enrique—. Una semana es suficiente —repitió de un modo que fue casi una pregunta, aunque no del todo.

—¿Dos semanas? —sugirió Enrique—. Hay mucha gente que quiere despedirse de ti.

Apartó la mirada de la doctora. En los últimos dos años y ocho meses, habían comentado todo lo referente al cuerpo de Margaret con el personal médico, incluyendo la reconstrucción quirúrgica de su vagina. Su tumor se había vuelto tan grande que la rozaba, y la precaución rutinaria contra la metástasis había exigido que le extirparan la mitad. La resección hacía que las relaciones sexuales fueran imposibles o muy dolorosas, y, para la sorpresa de Enrique, Margaret insistió en que se encontrara una alternativa. Enrique no se había sonrojado ni arredrado durante esas discusiones, pero el hecho de querer convencer a su mujer para que viviera más le ruborizaba las mejillas y le hacía bajar la vista.

—¿De verdad puedo estar dos semanas a base de esteroides? —preguntó Margaret.

—Siempre y cuando tu cuerpo lo resista.

—¿Y no acabaré cogiendo una infección?

—Con el tiempo, sí. Esa es una manera de acabar. Si coges una infección, podemos no tratarla y…

Con un espasmo de horror, Margaret dijo:

—No quiero morir de una infección.

Por tres veces había experimentado los temblorosos escalofríos de fiebres de más de cuarenta grados. Los médicos habían afirmado que no recordaría gran cosa de esas noches de delirio; pero una parte de ella parecía recordarlo con bastante claridad.

—Entonces una semana de esteroides a tope probablemente sea suficiente. Pero todavía te quedará energía para otra semana, porque te los iré reduciendo de manera gradual.

Margaret negó con la cabeza.

—¿Tienes que hacerlo?

—No. No tenemos que hacer nada que tú no quieras. Tú mandas. —Los ojos de la doctora se posaron de nuevo en la foto de una Margaret llena de vida, en la que centelleaban sus ojos azules, rodeada por los hombres de la casa. El portero había tomado aquella foto nueve meses atrás a petición de Margaret, el día en que les dijeron a los hijos que padecía una enfermedad terminal. Estaban fuera del edificio: una madre, su marido y dos hijos mayores. Los muchachos miraban fijamente a la cámara sin pesar ni lágrimas, sin rebeldía ni resignación. Parecían dispuestos a enfrentarse a lo que hiciera falta. El brazo derecho de Enrique cubría el izquierdo de Margaret, y sus dedos acariciaban la muñeca de ella en un gesto protector, y en la cara tenía una sonrisa forzada. Ella también sonreía, pero sin esfuerzo, una sonrisa agradable, paciente, cariñosa y totalmente convincente. Una mirada perspicaz podía adivinar que llevaba peluca. Por lo demás, esa mujer de mediana edad próspera, esbelta y hermosa parecía satisfecha y sin ninguna preocupación.

—Cuando haya visto a todo el mundo… —Margaret tragó saliva y extendió el brazo hacia un vaso de zumo de arándanos. A menudo tenía la boca seca, por mucho que tomara líquidos dulces solo por el placer de saborearlos. El fluido fluorescente y luminoso aparecía un momento después en la bolsa traslúcida que había al extremo del tubo que salía de su estómago y que, para ahorrar a sus visitantes la visión de la extraña y desagradable mezcla de jugos de color rojo vivo y de la bilis negra verdosa, guardaban dentro de una pequeña bolsa de la tienda L’Occitane, en el suelo. Enrique vaciaba la bolsa cada pocas horas dentro de un recipiente de plástico blanco que arrojaba en el retrete. Con la boca ya humedecida, acabó la frase—: Después de esa semana, quiero que todo acabe. —Señaló en dirección al gotero, que estaba al otro lado de la cama. Colgaban dos bolsas, una con el suero y la otra con el antibiótico contra su última infección.

La delgada línea de las cejas de la doctora Ko se arrugó, y sus labios se fruncieron en un gesto de recelo.

—¿Todo al mismo tiempo?

Margaret asintió.

—Todo —susurró con firmeza.

Natalie Ko pareció hacer caso omiso de esa petición.

—A la hora de retirar el suero tienes un par de alternativas. Después de la primera semana, te quitaré los nutrientes extra, desde luego. Pero en cuanto al suero, ahora estás consumiendo tres bolsas. La segunda semana puedes pasar a dos, y la tercera a una… —Se interrumpió porque Margaret estaba negando con la cabeza, de manera lenta pero categórica.

—No. —Margaret tuvo que sonarse la nariz porque le goteaba—. Después de esta semana, quiero que me lo quiten todo. No quiero que esto continúe.

Eso no era nada nuevo para Enrique. Tampoco lo era la descripción de cómo Margaret se deterioraría. Un asistente social de la sección de terminales le había recomendado a Enrique una página web para que se familiarizara con el proceso. Fue repasando los pasos mentalmente mientras la doctora Ko explicaba en voz alta las fases de la muerte por deshidratación. Cuando se le retiraran todos los fluidos intravenosos, Margaret estaría cada vez más débil, dormiría más y más, y al cabo de cuatro a cinco días, seis como mucho, entraría en coma. A partir de entonces la respiración de Margaret se haría rápida, superficial e irregular, y de vez en cuando se detendría, parecería que ya para siempre, antes de reanudar su ritmo rápido de una manera sorprendente. Es posible que también emitiera el sonido gutural que la literatura denominaba el estertor de la muerte, pero que en realidad era producto de las secreciones que se acumulaban en la garganta, y no necesariamente señal de que la muerte fuera inminente. Sin el suero, el corazón se le pararía a los siete días, ocho como mucho. Aparte de la sequedad de la boca, los conductos nasales y la garganta, el proceso no era doloroso, y, de todos modos, esas molestias no aparecerían hasta que estuviera en coma. Puesto que todos los líquidos que tomaba por la boca eran drenados por el GEP de su estómago, mientras estuviera consciente podría beber todo lo que quisiera para aliviar la sequedad sin prolongar la vida. Si aparecía alguna molestia, física o psicológica, le administrarían calmantes o Ativan para que quedara rápidamente inconsciente.

—Una vez retiremos todo el suero, la cosa será muy rápida —repitió la doctora—. Unos días antes, tendrás mucho sueño. ¿Quieres que todo ocurra así de rápido?

Por fin Margaret mostró cierta impaciencia.

—¡Sí! Si esto fuera Oregón, haría que simplemente me pegarais un tiro en la cabeza.

La doctora puso una mueca de sorpresa. En voz baja, mirando tímidamente a Enrique, dijo:

—Hay estudios que muestran que el suicidio premeditado, incluso en casos de pacientes terminales en los que la muerte es inminente, es muy duro —miró a Margaret a los ojos—, no para el paciente, sino para los familiares.

Por un momento, Margaret no movió ni un músculo, ni pestañeó, se mantuvo inexpresiva, como si no entendiera lo que acababan de decirle o la información la pillara tan de improviso que tuviera que meditarla mucho. Sus grandes ojos azules quedaron fijos en la doctora Ko, que esperaba en silencio a que su paciente reaccionara. Enrique sabía que su esposa no se planteaba lo que acababa de decir. Ese silencio y esa mirada le resultaban conocidos. Era la manera en que Margaret reaccionaba cuando su madre la reñía o la criticaba. Era la manera en que Margaret desafiaba a Enrique cuando este se enfadaba, una resistencia al mismo tiempo pasiva e inamovible. Habría sido la envidia de Gandhi.

Pero en aquella ocasión Margaret le sorprendió. Se volvió para contemplar a Enrique como si acabara de darse cuenta de que este había entrado en la habitación.

—Sé que lo que hago es terrible —dijo. No estaba claro si le hablaba a él, a la doctora o a Dios—. Lo estoy dejando todo en manos del pobre Endy —dijo, utilizando otro de los apodos con que lo llamaba—. Pero es tan fuerte. —Se le humedecieron los ojos, y Enrique tuvo la certeza de que no eran lágrimas de quimioterapia—. Puede aguantarlo. ¿Verdad, cariño? ¿Puedes hacer esto por mí?

Natalie Ko no entendía lo que Margaret estaba preguntando. Contestó:

—Está bien. Esta manera de hacerlo es buena para la familia. Está bien hacerlo así.

Enrique lo entendió. Margaret se había dado cuenta de que su necesidad práctica de morir lo más rápida y fácilmente posible podía parecerle un abandono cruel. Se acercó a la cama y le cogió la mano.

—Estoy bien, cariño —susurró—. Tendremos un poco de tiempo para nosotros y estarás cómoda. Está bien —dijo, y tuvo que callar porque le subían las lágrimas y sabía que los dos tenían que estar serenos con ese médico. Margaret quería abandonar la vida de una manera digna, en casa, en su cama. Enrique estaba decidido a que se cumpliera su deseo.

Mientras Enrique estudiaba el calendario para encontrar opciones que se acomodaran a la apretadísima agenda del gran Bernard Weinstein, supo, casi con exactitud, cuánto tiempo le quedaba. Siete días de esteroides y suero para los adioses, siete más hasta la muerte. Catorce días de Margaret.

Siete de esos días y noches los pasaría con otros, y no podría disponer de ellos para su última conversación. Naturalmente, Lily vendría unas cuantas horas cada día hasta el final. Y los padres de Margaret habían anunciado, afligidos, que su intención era visitarla cada día de los catorce últimos, que vendrían en coche desde Great Neck, donde seguían viviendo la mitad del año, mientras que el resto lo pasaban en la última parada obligatoria para aquella generación de judíos: Boca Ratón, Florida. Habían ido el día anterior y se habían quedado ocho horas, pero Enrique suponía que no sería así cada día. Se había fijado en los hombros caídos de Leonard, y en la incesante agitación de Dorothy, sentada en el borde de la silla en una postura militar de alerta, incorporándose cada pocos segundos para vigilar algo que estaba al fuego, o para enderezar algo que estaba torcido, o para preguntarle a Max por décima vez si quería comer. El esfuerzo que realizaban para poner buena cara —no lloraban ni chillaban ni permitían siquiera que su ropa se arrugara— era demasiado grande como para mantenerlo día sí y día también. Cuando Margaret estaba sana veía a sus padres muy de vez en cuando, el Día de Acción de Gracias, por Pascua, y en otras cenas desperdigadas por el calendario, en total, menos de una semana al año. Enrique confiaba bastante en que durante aquellos dos o tres días antes de que el coma sumiera a Margaret en un permanente silencio, la tendría casi toda para él. Podría echarse junto a ella en la cama y recapitular su vida. Por fin habría una tregua al bullicio de la enfermedad, al caos de las flores y los reconocimientos, a las subidas y bajadas de la fiebre y la esperanza, a la melodiosa jerga de la ciencia y a la cargante cháchara de la vida. Volverían la mirada hacia el horizonte de su matrimonio, y de un solo vistazo contemplarían juntos lo que habían vivido.

—¿Enrique? —La voz de Gertie, que regresaba de consultar con alguna Autoridad Superior la agenda de Bernard Weinstein, zumbó en su oído. El sonido le molestó. Apretó el botón lateral de su Treo para bajar el volumen. En lugar de eso, al estar en modo organizador, lo que ocurrió fue que en vez de tener delante la segunda semana de junio tuvo la primera de julio. Apretó botones de manera frenética para regresar a las fechas relevantes, mientras Gertie, cuya estridencia de Brooklyn se hacía dolorosa por haber subido tanto el volumen, se quejó—: Lo he comprobado con Marie…

—¿Marie? —la interrumpió Enrique.

—La asistente de Bernard. Normalmente ella se encarga de su agenda. A mí se me da muy mal. Lo siento. El martes Bernard no puede. Tiene un estreno, pero estaremos en Nueva York, así que ¿podría ser el miércoles por la noche? ¿Quizá para tomar una copa? ¡Ja, ja! —chilló sin previo aviso ni causa aparente. Enrique tuvo que apartarse el auricular. Lo hizo de una manera tan violenta que Rebecca, su hermanastra, que se dirigía al piso de arriba con un polo de fruta para Margaret, se quedó inmóvil. Aquella golosina fácil de procesar le recordó a Enrique otra preocupación. En teoría, Margaret podía comer cualquier cosa, puesto que todo quedaría drenado por el tubo que salía de su estómago, pero las comidas con trozos gruesos podían causar, y habían causado, bloqueos. Enrique no estaba seguro de cómo le iría el banquete de mañana, un último almuerzo con sus padres, sus hermanos y las esposas de estos, que, a petición de Margaret, habían encargado en el delicatessen de la Segunda Avenida.

—Masticaré las salchichas lentamente —le había asegurado a Enrique—. ¿Y las albóndigas? Eso no es más que papilla. Un Dr. Brown de cerezas negras lo hará bajar —afirmó con una mueca.

Tras haber perdido contacto con Gertie, Enrique negó con la cabeza para indicarle a Rebecca que no pasaba nada y apretó el botón de hablar del Treo. Una versión comprimida y aún penetrante de la voz de Gertie retumbó en la habitación:

—¡Ja, ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Una copa. Debes de pensar que estamos todos locos. Pobrecillo —dijo con un temblor de emoción. Eso fue algo inesperado, dado que apenas conocía a Gertie, quien defendía siempre a su marido y sospechaba, de manera correcta, que Enrique consideraba que aquel no merecía el éxito que tenía.

—¿Qué me dices de las cinco y media o las seis?

—No, lo siento —dijo Enrique con una voz profundamente triste—. El miércoles todo el día y la noche es para Gregory, nuestro hijo mayor…

—Claro, claro —exclamó Gertie para abortar su dolorosa explicación.

Enrique insistió para dejar claro que intentar adaptar la agenda de Margaret a la de cualquier otro era grotesco.

—Viene de Washington D. C., donde vive y trabaja, para pasar un último día, solo para él, con su madre, y aunque a lo mejor a las cinco ya ha terminado…

—Claro, lo entiendo, lo entiendo. —Gertie imploraba misericordia. Enrique fue implacable.

—No quiero correr el riesgo de que aparezca alguien y tener que acortar el tiempo que va a pasar con ella. De manera que he reservado todo el miércoles para Greg.

—Claro, claro. —Gertie consiguió sonar amable. Por una vez, habló en voz baja y dulce. Hubo un silencio que Enrique no encendió hasta que ella volvió a hablar, y entonces se dio cuenta de que reprimía las lágrimas—. Dime… cuándo puede vernos… y me aseguraré de que Bernie esté libre. Dime qué hora te va bien. —Para no dar a entender que la compasión había causado una rendición completa, añadió—: Pero no el martes. El martes es imposible.

—¿Qué te parece el lunes? ¿A eso de las dos o las tres?

—Espera. ¿Puedes esperar un momento, Ricky? —preguntó Gertie, cometiendo el pecado de anglicanizar su nombre.

Enrique aprovechó la oportunidad para volver a conectarse a los auriculares, murmurando para sí «Me llamo Enrique» con el sonsonete de un niño que se presenta a la clase el primer día de guardería. Volvió a poner el calendario en el Treo y evocó de nuevo el encuentro con la doctora Ko. Tras la discusión con Margaret acerca de cómo y cuándo moriría, acompañó abajo a la doctora. Por el camino Natalie se detuvo para recoger su impermeable, doblado sobre una silla —aquel verano, casi todos los días de junio amanecieron nublados y amenazantes—, y su cara inteligente y angulosa se frunció de desolación. Suspiró pesadamente.

—Es una mujer muy, muy valiente. —Enrique estuvo de acuerdo. Era algo que había aprendido desde la enfermedad de Margaret, y lo había cogido totalmente por sorpresa. Margaret tenía muchos defectos, sobre todo una forma de pasividad que a veces parecía cobardía. Eso le había engañado. Al enfrentarse al desafío de la muerte había resultado ser una persona increíblemente valiente—. Quiero preguntarle una cosa —añadió la doctora Ko—. Por favor, entiéndalo: lo que ella hace es totalmente racional. La lógica de su decisión a mí no me supone un problema. Si hiciera todo lo posible para sobrevivir no duraría más de un mes o dos, y se encontraría mal, muy mal. Pero casi todo el mundo deja que ocurra así. Dejan que la enfermedad se los lleve. Quieren que la enfermedad…

—… los pille desprevenidos —remató la frase Enrique, acordándose de cómo había muerto su padre.

—Sí —dijo la doctora mirando hacia el piso de arriba—. No deciden hacerle frente así. Llevo veinte años tratando enfermos terminales, y solo he tenido a otro paciente que lo ha hecho de una manera tan limpia y directa. —Posó su sobria mirada en Enrique.

—¿De verdad? —Enrique estaba sorprendido. Conocía mucha gente que juraba que no quería que les alargaran la vida, y si estuviera en el lugar de Margaret haría lo mismo.

—Sí, es algo muy poco habitual, así que tengo que preguntárselo. —Hizo una pausa para poner énfasis—: ¿Se trata de una decisión coherente con su carácter?

Que una doctora que trabajaba con enfermos terminales se viera obligada a hacer esa pregunta sorprendió a Enrique. De todos modos, estaba preparado, porque se la habían formulado una y otra vez desde que Margaret le pidiera ayuda para organizar sus despedidas, su funeral y su muerte.

—Me gustaría poder decir que no, porque no me hace muy feliz. Pero he vivido con Margaret desde que tenía veintiún años, durante casi treinta, y la quiero muchísimo. Y lo cierto es que es una maniática del control. Lo aprendió de su madre, que también era muy bondadosa y muy, muy controladora. —Natalie Ko, acordándose quizá de su exigente madre china, sonrió compungida—. En ciertos aspectos, ha sido estupendo vivir con eso. Pero si he de ser franco, en otros aspectos no lo ha sido. Ha sido estupendo a la hora de enfrentarse a la enfermedad. La ha combatido con todas sus fuerzas…

La doctora le interrumpió.

—Lo sé. He mirado su historial. Lo ha pasado muy mal. Lo ha intentado todo. Y más aún.

Enrique asintió, se quedó callado un momento para ahogar la pena que sentía por todo lo que había soportado Margaret.

—Ha combatido la enfermedad —dijo con voz de presentador de televisión, haciendo retumbar las palabras mientras devolvía la emoción hacia la oscuridad oculta de su corazón— para controlarla. Para derrotarla. Y ahora que sabe que va a perder, que la muerte es segura e inminente, quiere decidir cómo y cuándo va a morir. Es todo lo que le queda ya para controlar. Sí, es algo coherente con su carácter.

La doctora tragó saliva y asintió. Se aclaró la garganta.

—Como ya he dicho, es algo totalmente racional. Pero tenía que preguntarlo.

Se dirigió hacia la puerta, comentándole cómo le mandarían las medicinas y que los celadores del hospital acudirían cada día.

Le entregó una tarjeta con los números de teléfono donde podía encontrarla a todas horas si había algún problema. Enrique abrió la puerta y, como la doctora había sido tan amable y directa con Margaret, y como tenían amigos en común, se inclinó hacia delante para besarle la mejilla. Pero ella la apartó, y poniéndose de puntillas para llegar a su altura, acercó la boca a la de Enrique. La doctora cerró los ojos y separó los labios. Él sintió la humedad y el calor de algo más que la mera amistad. Tuvo la impresión de que si se inclinaba más hacia ella, estarían haciendo el amor.

Enrique apartó los labios de manera brusca, más asustado que otra cosa. Y Natalie Ko puso una cara perpleja, como si hubiera sido otra la que lo hubiera hecho. Se marchó rápidamente. Su actitud sombría y formal había desaparecido en un momento. Igual que Gertie, que había pasado de la exigencia a una desconsolada flexibilidad. Enrique se dijo que esa era otra de las bromas del destino, la ironía de que ahora debía de atraer a las mujeres más de lo que las había atraído o las atraería. Nunca se había sentido menos excitado ni menos tentado. Sabía que ese sacrificarlo todo por Margaret era un regalo tanto para él como para ella, pero a esas mujeres adultas debía de parecerles que sus ilusiones juveniles sobre lo que era el amor se habían hecho realidad. Y era mucho más agradable, incluso para una doctora de enfermos terminales acostumbrada a la muerte, contemplar la devoción de Enrique que el sufrimiento de Margaret.

—El lunes está bien —le tronó al oído Gertie con un gorjeo de excitación—. Estaremos allí a las tres y media. Y podemos quedarnos hasta las cuatro y media, pero luego tendremos que irnos.

Enrique puso una sonrisa sardónica, pero no había nadie para apreciarla.

—Margaret solo dispondrá de quince minutos. Hay una íntima amiga suya, de la época de los campamentos de verano, que viene a las cinco, y va a ser una despedida muy dura. No quiero agotar a Margaret. Necesita una pausa entre esas visitas. Son, ya sabes, agotadoras.

—Claro. —Avergonzada y abrumada, Gertie se apresuró a asentir—. Claro. Por supuesto. Llegaremos a las tres y media y nos iremos en quince minutos. ¿Podemos traer algo? ¿Necesitas algo?

Enrique sintió que le escocían los ojos, quizá por las ganas de preguntarle si podía traer algo que la curara. O a lo mejor era que también emanaba toxinas.

—No, no necesitamos nada. Os veo el lunes a las tres y media.

Enrique había mantenido casi veinte conversaciones como esa e intercambiado unos treinta correos electrónicos entre ese día y el anterior. Casi ninguno había sido irritante, y solo unos pocos habían hecho aflorar su vena sádica y autocompasiva. La gente que amaba a Margaret y eran amigos íntimos de ella se llevaban bien con Enrique. Su hermanastro y su madre eran más difíciles. Leo, al haber estado ausente física y emocionalmente en los deprimentes días de la enfermedad de Margaret, parecía repentinamente excitado por ese dramático final y quería estar allí lo máximo posible; mientras que la anciana madre de Enrique insistía en presentarse con una expresión desconsolada, de lástima, y comunicando puntualmente cómo evolucionaba su sinsabor.

—No lo soporto —informaba regularmente a Enrique.

Pero eso eran serpientes trasnochadas a las que la terapia había privado de su veneno mucho tiempo atrás. Enrique estaba demasiado triste y agotado como para combatir la morbosa grandilocuencia de su narcisista familia. Y ya no se quejaba del débil apoyo emocional que podían ofrecer los padres de Margaret. Dejó de esperarlo después del terror que experimentaron Dorothy y Leonard cuando aparecieron en la habitación del hospital el día después de que le comunicaran el diagnóstico a su hija. Se quedaron a tres metros de distancia, junto a la puerta, sin besarla ni abrazarla. Enrique aceptaba que él era el capital emocional de la familia para ese suceso temible y miserable, el que tendría que aportar fuerza y serenidad cuando la vida se volviera demasiado dolorosa; al igual que había aceptado recurrir a los padres de Margaret para conseguir dinero y estabilidad, y había obtenido ambición e inspiración de su madre, su padre y su hermanastro y su hermanastra.

Tenía cincuenta años, y no conocía a nadie que pudiera arrogarse el heroísmo de los personajes de tantos libros y películas contemporáneos, y mucho menos, él. Le parecía que los escritores eran unos mentirosos, que convertían en horrorosos villanos a aquellos que los decepcionaban o desairaban mientras que ellos se hacían pasar por héroes. Enrique sabía que quería sentirse superior por la manera en que había cuidado a Margaret y a sus hijos, y por cómo ahora afrontaba la muerte de ella. Quería elogiarse y despreciar a todos los demás. ¿Acaso no merecía creer en esa patética vanidad como consuelo por lo que había perdido, estaba perdiendo y perdería para siempre? Su hermanastro se follaría esa noche a la mujer que amaba, o no amaba, como solía ser el caso. Los padres de Margaret tenían otros dos hijos y ocho nietos, y habían vivido para celebrar juntos sus nacimientos y sus éxitos. Durante meses y probablemente años después de la muerte de Margaret, Dorothy y Leonard seguirían teniéndose el uno al otro, un matrimonio que perduraba después de sesenta años en su rutina de discusiones, cruceros oceánicos y una dependencia profunda y cariñosa. Enrique perdía a la pareja de baile de su pasado, su presente y su futuro justo cuando más deseaba su coreografía. Cuando Gregory o Max se casaran, él lo celebraría solo o con una pareja ajena a la creación de los niños. Cuando los nietos de Margaret nacieran, no tendría a nadie con quien compartir el milagro de que su hijo tuviera un hijo. Sí, estaba molesto con todos ellos por pedirle que los hiciera sentir mejor ahora que una parte de su mundo tocaba a su fin, el mismísimo centro de su mundo se deshacía en sus manos, le resbalaba entre los dedos y se derramaba sobre el suelo. Pronto, muy pronto, de su corazón solo quedaría un charco.

Pero no, no quería quejarse mientras Margaret se estaba muriendo, y no se engañaba pensando que cualquiera que le hubiera fallado, cualquiera que le hubiera traicionado o le hubiera malinterpretado de manera deliberada, ahora, por pura compasión, de repente, se vería tal cual era y se disculparía ante Enrique por haberle exigido que pusiera una tirita sobre sus arañazos mientras él se desangraba hasta morir. Bernard llegaría con su fama y convertiría su adiós a Margaret en un incidente de la autobiografía que algún día escribiría y que se convertiría en un best seller, y en sus palabras sentimentales y escritas para el gran público Enrique y Margaret se transformarían en esa clase de personas capaces de tranquilizar y halagar a los lectores. ¿Y qué? ¿Acaso eso empeoraba el hecho de perder al amor de su vida? «Soy el bufón de la fortuna[3]», citó en silencio con el estilo altisonante y melodramático de su familia. Cuando Bernard y Gertie completaron la última línea libre del calendario de su Treo, su deprimente tarea de secretario quedó completada, y se enorgulleció muchísimo de no haberle fallado a su mujer en ella. Vería a la gente que quería ver. Y a los que no, Enrique los había dejado fuera. ¿Acaso Bernard Weinstein, ese gran triunfador, había hecho alguna vez algo tan difícil y lo había hecho tan bien?