Se esforzó por llegar tarde. No tarde de verdad, tan solo los diez o quince minutos de rigor para no presentarse el primero, cosa que era un poco rara, pues lo que más deseaba era estar a solas con ella.
Noventa minutos antes de la hora ya estaba vestido. Llevaba unos tejanos negros y su única camisa blanca de Brooks Brothers con botones en el cuello, que planchó dos veces con una toalla encima de su mesa de madera maciza. La segunda pasada resultó necesaria, porque la primera dejó una arruga en el cuello que simbolizaba algo malo de él, aunque no supiera decir el qué. Una vez hubo eliminado todas las arrugas, ocultó completamente la camisa blanca debajo de un jersey de lana tejida a mano igualmente blanco y muy esponjado. Al observar el efecto global del conjunto, pocos habrían sospechado el mucho tiempo que había dedicado a pensar qué ponerse. Desde luego no le favorecía. El suéter esponjado se lo habían regalado su madre judía y su padre ateo tras comprárselo a un artesano local que vivía cerca de ellos en Maine. Le habría sentado mejor a un vendedor de cerveza tipo oso, pues le hubiera ocultado la barriga prominente y habría hecho que sus grandes muslos redondos parecieran proporcionados. Enrique, en cambio, dentro de ese fardo de ropa blanca parecía una anoréxica embarazada, o quizá una enorme bola de algodón atravesada por un par de palillos.
Tenía la persistente sospecha de que con esa vestimenta parecía un idiota, y no hacía más que mirarse y remirarse en el espejo de cuerpo entero que había detrás de la puerta del cuarto de baño. Sal Mingoti, el que fuera su compañero de habitación y mejor amigo de soltero, y que ahora vivía, de manera muy inoportuna, con una amiga de Sylvie, había insistido en que Enrique se comprara el espejo en Lamstons. «Las mujeres lo necesitarán», le aseguró a Enrique mientras los dos subían como podían los cinco tramos de escalera con el espejo. Luego Sal lo ayudó a taladrar los agujeros y a colocar unos soportes de plástico para sustentar el marco. Aquella instalación era una tarea imposible para un literato como Enrique, pero ridículamente fácil para Sal, que había sido el primero en instalarse en un agonizante barrio industrial que pronto sería conocido como el SoHo. Sal, un escultor sin blanca que pasaba apuros, había aprendido a hacer de fontanero, electricista, carpintero y a colocar azulejos en vistas a conseguir el codiciado premio: la cédula de habitabilidad.
Enrique había ocupado aquel inmenso espacio ilegal con Sal, o mejor dicho, durmió casi siempre allí durante prácticamente todo el año posterior a su ruptura con Sylvie, y de vez en cuando sujetaba las cosas que Sal perforaba, pegaba o clavaba. Sal había rechazado todas las ofertas de Enrique de ayudarlo con el alquiler, aunque también lo azuzaba amablemente para que se buscara su propio piso. A cambio, Enrique, sin darse cuenta, le proporcionó una nueva enamorada a Sal. Eran amigos íntimos a pesar del hecho de que Sal, contrariamente a Bernard Weinstein, nada tenía que ver con la literatura ni había leído las novelas de Enrique. De hecho, parecía que no leía nunca, y afirmaba ser disléxico. Y también contrariamente a Bernard Weinstein, Sal animaba a Enrique para que tuviera éxito con Margaret (o, en realidad, con cualquier mujer), y le llamó una hora antes de la cena para preguntarle:
—¿Nervioso?
—No. —Más que mentir, Enrique se engañó a sí mismo—. Es que, sabes, no… no me gustan las cenas. Lo que quiero decir es: ¿qué es una cena? Simplemente te sientas, comes y hablas.
—¿Ah sí, señor E.? —dijo Sal, utilizando el cariñoso nombre que le dedicaba a Enrique—. ¿Preferirías que fuera un baile?
—¡No!
—Sí, eso sí que sería una jodida pesadilla. Bailar. Tiene todo el desgaste del sexo y ninguna diversión.
—Tiene todo el potencial para el ridículo y ninguna diversión —le enmendó Enrique.
Sal se rió con la relajada desenvoltura de un hombre que sabe con quién y cuándo echará el siguiente polvo.
—No te pongas nervioso. Tú le gustas, señor Ricky. Es evidente. Y ya te habría arrancado la ropa si ese Bernard no hubiera estado presente. Las mujeres no se quedan toda la noche hablando porque quieran oír lo que los hombres tienen que decir.
—Entonces, ¿por qué organiza una cena con toda esa gente?
—Entre el gentío se siente más segura. Le das un poco de miedo. Y eso está bien. Eso está muy bien. Es justo lo que quieres.
Enrique adoraba a Sal. Se sentía a gusto con él, probablemente porque Sal, al no ser ni escritor ni lector, no se sentía molesto por la precocidad de Enrique. Y el hecho de que este casi nunca estuviera de acuerdo con las opiniones y percepciones del mundo de Sal (y de que creyera que sus esculturas no figurativas no merecían calificarse de decoración, y mucho menos de arte) solo parecía incrementar la confianza que depositaba en él. Sabía que si se ponía en ridículo con Margaret, Sal no se lo tendría en cuenta, mientras que con los Bernard Weinstein del mundo Enrique tenía la sensación de estar siempre a prueba y de que con solo dar un mal paso se haría acreedor a su permanente desdén.
Sal, el chamán de la seducción, le dio un último consejo.
—Prométeme una sola cosa. La besarás cuando te vayas.
—¿Qué?
—En los labios, señor E.
—¡Delante de todo el mundo! —Enrique casi chilló de incredulidad y horror.
—Ajá.
—¡No!
—Sin lengua. No se la metas hasta la campanilla, pero ya sabes, te acercas, te colocas justo delante de ella, te quedas inmóvil un segundo, solo un segundo, y a continuación la besas suavemente en los labios. Ella te lo agradecerá. Créeme. Las mujeres quieren que los hombres den el primer paso, ¿sabes? Te ha invitado a cenar con sus viejos amigos y tú tienes que demostrarle que no eres un amigo más.
Aquella obligación de besarla obsesionaba a Enrique. Sabía que era incapaz de un gesto tan atrevido y público. Hubiera o no gente a su alrededor, quizá no tuviera valor para besar a Margaret. La sugerencia de Sal hizo que se olvidara de preguntarle a su amigo si debía ponerse aquel jersey enorme y caliente sobre su complexión esquelética. En cuanto se hubo colocado su chaqueta militar verde, bajado los cinco pisos y abierto la pesada puerta metálica que daba a la sucia y gélida calle Octava, se dio cuenta de que el grueso jersey se le pegaba demasiado al cuerpo. La máscara de aire helado que le hacía entrecerrar los ojos y le entumecía la punta de la nariz le indicaba que con aquel tiempo no debería estar sudando. Pero ya sentía una gota especialmente grande y cálida que bajaba por la tabla de sus costillas hasta la cadera huesuda. Se detuvo para decidir si tenía tiempo de volver a subir corriendo, darse otra ducha y quitarse aquel suéter que era como una tienda de campaña.
Durante ese debate interior, sus ojos se desviaron hacia los cinco peldaños negros del edificio de Bernard Weinstein. Se preguntó, quizá por diezmilésima vez, si aquella noche su némesis era uno de los invitados de Margaret. No había duda de que Bernard era huérfano. Incluso más que Enrique. Los padres de Bernard se habían divorciado cuando él era pequeño, su madre había muerto cuando estaba en la universidad y su padre hacía mucho que se había vuelto a casar con una mujer que, según Bernard, lo odiaba. ¿Por qué tengo que sentir lástima por ese cerdo?, se preguntó Enrique. Fuera cual fuera la respuesta, parecía probable que Margaret se compadeciera de Bernard y lo invitara a su cena de huérfanos. Enrique había estado casi seguro de que tendría que hacer frente a Bernard y sus pullas desde el día en que recibió la llamada de invitación de Margaret para que se uniera a «un grupo disparatado. Ni siquiera sé quién va a venir. He invitado a todos los que me ha parecido que estaban en Nueva York sin familia. Y no tengo ni idea de qué voy a preparar. Puede que nos muramos de hambre».
Esa fue su oportunidad para preguntar si Bernard estaría entre ellos, pero estaba demasiado paralizado por la alegría y la sorpresa de que ella lo hubiera vuelto a llamar. Lo único que consiguió contestar fue: «¿Puedo llevar algo?», una pregunta suscitada por el recuerdo de cómo se comportaban sus padres. Naturalmente, lo que su madre podía ofrecer era una deliciosa ensalada preparada con productos de su huerto de Maine, y su padre, su famoso pastel de arándanos recubierto por una costra fina, crujiente y que sabía a mantequilla, mientras que lo único que Enrique podía llevar era una lata de sopa Campbell’s.
—¿Qué te parece una botella de Mateus? —dijo Margaret y soltó su carcajada abreviada.
—Traeré una caja —dijo él jovial, y preguntó a qué hora tenía que presentarse.
—A eso de las siete —dijo Margaret.
Enrique colgó y se sintió humillado, aunque no pudiera decir exactamente por qué. Al repasar mentalmente el chiste que Margaret había hecho acerca del Mateus, se preguntó si se estaba riendo de él, y si se había estado riendo de él todo el rato con sus indagaciones acerca de su educación. Su mente reevaluó su risa lacónica de antes de colgar como una supresión de burla más que como pudor, y comenzó a sospechar que estaba interpretando un papel patético en una novela de Dostoievski: el joven solitario y desventurado que se humilla y va detrás de una hermosa mujer que está muy por encima de él; que con el tiempo acabaría hendiendo el cráneo de Bernard Weinstein con un hacha, y que luego el manuscrito sin publicar de Weinstein sería póstumamente saludado como una obra maestra, mientras que Enrique solo pasaría a la historia como el envidioso monstruo que había privado al mundo de un delicado genio.
Fue con ese estado de ánimo desesperado que decidió no volver a la ducha ni quitarse aquel jersey que era como una sauna. Estaba seguro de fracasar llevara lo que llevara, y así, sudando en medio del frío, se dirigió a casa de Margaret en un estado de fatalismo nervioso. Tras haber salido de su edificio a las seis treinta, llegó a su destino, a tres manzanas de distancia, a las seis cuarenta. Como sabía que llegar pronto era de mal gusto, pasó rápidamente por delante del número 55 de la calle Novena Este, asustado también por el portero, que lo miró ceñudo desde la puerta de cristal de dos hojas como si estuviera a punto de dejar entrar a su mayor enemigo.
Para alguien que llevaba viviendo casi dos años en Manhattan, Enrique tenía poca experiencia con los porteros. En Washington Heights, un barrio de clase obrera, no había, y mucho menos de esos de uniforme gris almidonado como el que poseía ese mueble intimidante: su mesa encaraba la entrada como si fuera un burócrata estalinista con capacidad para enviarte al gulag. Enrique rara vez se desplazaba al Upper East Side precisamente porque allí estaban en todas partes. Al centro no habían llegado… todavía. Aquello era el Greenwich Village de 1975, con un pie aún en la bohemia de los cincuenta y el otro hundido en la basura y la violencia de los setenta.
El Village de Enrique de la calle Octava mostraba evidentes trazas de ambas cosas. La fachada roja y descolorida de la New York Studio School, que parecía vacía detrás de sus ventanas sucias y desiertas, destacaba en una calle comercial de tiendas psicodélicas y zapaterías. Cuna de una generación de expresionistas abstractos, día y noche admitía a través de sus arañadas puertas metálicas a hombres y mujeres hermosos y taciturnos, así como a las ruinas de mediana edad que eran sus profesores, casi todos hombres calvos con boina. Los artistas transitaban indiferentes junto a la mirada resentida y rapaz de los traficantes de droga y los yonquis que dormitaban en medio de un charco de orina. Abandonar aquella calle de arte y degradación y enfilar el centro apenas a tres manzanas era como viajar en el tiempo hacia el Village absolutamente burgués del segundo milenio.
Cuando él y Bernard acompañaron a Margaret a casa, Enrique observó el aspecto inusualmente majestuoso de la calle, que comenzaba con un elegante edificio en régimen de cooperativa de antes de la guerra en la esquina de la Novena con University Place. Sus insólitas ventanas de doble altura permitían atisbar habitaciones bien amuebladas que parecían europeas, como si hubieran traído el contenido desde París. El resto eran edificios de posguerra sin ningún interés arquitectónico. El de Margaret era especialmente soso, con sus hileras de ventanas idénticas como si fueran oficinas. También se había fijado en que el apartamento daba a un inmenso complejo de ladrillo beis, en la fachada orientada hacia el centro el edificio se apartaba de la calle y formaba un singular jardín: una zona de vegetación de unos seis metros que lo hacía menos anodino. Incluso en diciembre, había una media docena de pinos salpicados de alegres luces navideñas que se alzaban por encima de los sucios terrones de nieve congelada.
No había ni un solo edificio comercial, ni una casa de vecinos, ni ninguna destartalada casa de ladrillo rojo en la calle Novena entre la Quinta y Broadway, aunque las calles adyacentes estaban llenas. Era un oasis de dos manzanas. Broadway señalaba una peligrosa frontera entre esa calle y la peligrosa decadencia del East Village. Para cruzar Broadway en esa dirección, pongamos que para saborear el pastrami picante y las humeantes albóndigas de hígado de la tienda de delicatessen de la Segunda Avenida, había que sortear los restos de jóvenes entregados a las drogas, y desviar la mirada de las ambiciones destruidas y sin hogar de aspirantes a artistas e intelectuales que colgaban pancartas de furiosas y fútiles consignas políticas bajo las ventanas rotas de edificios abandonados. Pronto el barrio contaría con el romanticismo de una moderna La Bohéme, y al cabo de media década con la gloria del aburguesamiento; pero lo que eso significaba para Enrique en 1975 era que no podía ir al este de Broadway después de las nueve de la noche a no ser que estuviera dispuesto a que lo atracaran. La calle Novena de Margaret, a ojos de Enrique, era la única superviviente de otra época, de la clase dirigente de Henry James o de una progresista Eleanor Roosevelt. Suponía que era el último aliento de una ciudad agonizante; de ningún modo el presagio de un Manhattan posterior al 2000 lleno de millonarios y rebosante de caros edificios hacia los dos ríos. Creía estar adentrándose en el pasado, cuando en realidad estaba viendo el futuro.
En Broadway se volvió hacia el distrito residencial, impresionado por las delicadas agujas góticas de Grace Church, una de las iglesias más hermosas de la poderosa élite episcopaliana. Entre la calle Décima y la Setenta y siete, Broadway desobedecía la regla de la cuadrícula y formaba un ángulo con el corazón de Manhattan. Enrique se quedó allí admirado, y el sudor que le brotaba debajo de las capas de la chaqueta militar y el jersey de lana se convirtió en una capa gélida, con lo que al mismo tiempo temblaba y sudaba, casi el colmo de la incomodidad. Observaba cómo el ángulo de la avenida con la calle Undécima ofrecía una singular vista de Nueva York, no un perfil de rascacielos, concretamente el Empire State Building, que se hallaba a veinte y pico manzanas al norte, sino una visión en ángulo de cómo se alzaba por encima de la ciudad, como si hubiera girado sobre el granito para exhibir los detalles de su hermosa fachada. Con la Grace Church del siglo XIX en primer plano y el Empire State, de la década de 1930, alzándose por encima de la parte norte de la ciudad, iluminado contra el cielo negro y metálico, Enrique se sintió pequeño e insignificante. Era realmente un Raskolnikov americano, demasiado inteligente para aceptar su insignificancia y demasiado impotente para huir de ella. Se hallaba en la ciudad donde había nacido, la ciudad de su infancia, la ciudad de su adolescencia, la ciudad de su ambición, y se sentía perdido.
También se sentía estúpido. Matar los veinte minutos que le quedaban en la calle le produjo tedio y angustia. Caminó hasta el Strand, la librería de segunda mano de Broadway con la Doce, y como siempre le alegró ver los familiares lomos de las ediciones de los clásicos literarios de la Modern Library. Se detuvo en esa mesa tan educativa donde se amontonaban importantes obras de ensayo, desde la Decadencia y caída del imperio romano de Gibbon hasta la Vida de Samuel Johnson de Boswell, y con un aire culpable avanzó hasta los estantes de restos de serie de narrativa moderna, buscando con la mirada la S, donde encontró, al igual que hace una semana, el mismo ejemplar manoseado de su primera novela (en el lomo había una muesca), un par de ejemplares de la segunda, uno sin sobrecubierta, y seis ejemplares de la primera novela de su madre. De los ocho libros de su padre, solo había dos. Al salir, hizo una parada junto a los libros recién publicados, que llegaban gracias a los críticos que vivían por allí cerca y aumentaban sus ingresos vendiendo de manera ilegal esas ediciones que les mandaban los editores gratuitamente. Algunos eran lo que en la industria se conocía como pruebas sin corregir con citas promocionales, donde se anunciaban los presupuestos publicitarios y cosas así. Enrique echó un vistazo a unos cuantos y sufrió espasmos de envidia mientras se recordaba que no participaba en ninguna carrera, que los lectores no olvidaban a un escritor porque les gustara otro. Al cabo de quince segundos de intentar mantener esa buena camaradería con los novelistas de todo el mundo, fracasó de nuevo a la hora de convencer a su espíritu de que se mostrara generoso.
El circuito del Strand y su viaje sentimental —sentimientos de nostalgia por los libros con los que creció en casa de sus padres, de insignificancia intelectual, de pena y orgullo por el impresionante estante de decepciones de su familia, de celos por los que eran mejores que él— había durado solo diez minutos, y aún necesitaba dejar pasar diez más. Durante ese tiempo podría haber regresado a casa, haberse duchado y descartado dos o tres suéteres. A cada minuto que pasaba se sentía más estúpido.
Y sin embargo, cuando se encontró a media manzana al norte de la Novena con Broadway procurando dar unos pasos lo más cortos posible, le echó un vistazo a su reloj Timex, vio que solo faltaban cinco minutos para las siete y apretó el paso, como si, teniendo que subir media manzana y cruzar otra media, existiera alguna posibilidad de llegar tarde.
Cuando por fin se encontró delante del portero de cara avinagrada, eran las 6.58. Tuvo que decir su nombre dos veces.
—Henry… ¿qué? —preguntó el portero al oírlo por primera vez. Apartó la cabeza como si Enrique acabara de abofetearle.
Enrique repitió su nombre lenta y claramente:
—En-ri-que Sa-bas.
La vergüenza y el calor de su jersey provocaron que la piel liberara otra capa de neblina, y se sintió totalmente derrotado. Por un momento quiso huir.
Había huido del instituto, claro; pero también en varias ocasiones Enrique había contraído una gripe en el último momento para evitar algún evento social, entre ellos uno en casa de su editor al que debería haber asistido de todas todas si le preocupaba algo su carrera, y le preocupaba muchísimo. Pero entonces le había sobrevenido un pánico menos agudo del que sentía ahora en el vestíbulo de Margaret, y había cancelado su asistencia desde una cabina telefónica a tres manzanas de distancia, tosiendo de manera muy poco convincente, como una actriz incompetente que interpretara a Camille. «¿Estás seguro de que no puedes venir?», había preguntado su editor con un tono de profesor que le da a su alumno una última oportunidad antes de suspenderle. «Todo el mundo tiene muchas ganas de conocerte. Y aquí hay gente importante.» Pero Enrique puso una voz aún más débil y añadió la fiebre a sus síntomas, convencido de que alguien, en la fiesta de su editor, le haría enfermar de verdad.
El portero levantó un auricular grande, negro y pesado —parecía uno de los que usaba la Gestapo en Casablanca— y apretó un botón incrustado en una caja que estaba pegada a la mesa. El jovial «¡Hola!» de Margaret sonó en el interfono.
El portero dijo:
—Un tal señor Ricky Saybus quiere verla.
Puso énfasis en las palabras un tal, como si en el nombre que pronunció a continuación hubiera algo fraudulento. Naturalmente, Enrique oyó cómo Margaret exclamaba confusa:
—¿Quién?
A lo cual el portero lo miró con una sonrisita de suficiencia.
Enrique, bañado en sudor, sufrimiento y rabia, habló con la voz de su padre: resonante, imperiosa y amenazante:
—¡Enrique! —espetó—. No Ricky. Enrique. Sabasss —siseando con una furia de serpiente.
Dijera lo que dijera su ex novia Sylvie acerca de su temperamento colérico, el truco funcionó. El portero abandonó su actitud desdeñosa y pronunció el nombre correctamente. Margaret respondió con claridad a través de aquel dispositivo más propio de la segunda guerra mundial.
—Ah, Enrique. Claro, claro. Que suba.
El ascensor fue demasiado rápido como para permitirle fantasear con escaparse. Cuando se abrió en la cuarta planta, Enrique salió y se encontró con que ya estaba delante de la puerta del apartamento D y con que esta se hallaba entreabierta, con lo que pudo ver el perfil de Margaret mientras le decía a alguien que estaba en el interior:
—¡Creo que con dos cajas y media será suficiente!
A continuación apareció su cara alegre, sonrojada de cocinar.
—¡Llegas muy puntual! —dijo—. Esto es una locura. ¡No puedo creer que hayas llegado tan puntual y que todo esté hecho un desastre!
A lo que siguió —ahí estaba de nuevo— su carcajada truncada, claramente para sí misma, complacida y avergonzada a la vez por su comportamiento. Ocurrió demasiado deprisa —Enrique había imaginado un angustioso trayecto por un largo pasillo— y se encontró hablando sin pensar, sin su colega Raskolnikov criticando todas sus palabras.
—Lo sé —confesó Enrique a la primera de cambio—. Estoy chalado sin remedio. Llego demasiado pronto a todas partes. Es humillante.
Margaret abrió la puerta completamente y él vio a una joven diminuta con un delantal rojo contemplándolo con expresión de dicha. Era tan bajita, poco más de metro cincuenta, calculó, que hacía que la pequeña Margaret, que medía uno sesenta y cinco, pareciera alta. Tenía el pelo castaño, rizado y tupido, unos cálidos ojos castaños, y le ofrecía una sonrisa de bienvenida con unos dientes todos del mismo tamaño. El resto de su cuerpo quedaba tan por debajo de la línea visual de Enrique que no se pudo hacer una idea de cómo era físicamente, aunque de todos modos ella le distrajo con sus halagadores cumplidos.
—¡Llegas a la hora! No es humillante. Has hecho lo correcto. —Hizo un gesto como si invitara al público del gallinero a coincidir con ella—. Todos los demás llegan tarde. Ellos deberían sentirse humillados. —Y se quedó allí, extendiendo los brazos hacia el techo, confiando en que aquellos que estaban allí arriba le dieran la razón.
Margaret, mientras tanto, le instaba a entrar, haciéndole señas con una gran cuchara metálica. Ella también llevaba el clásico delantal tonto de urbanización, ilustrado con un dibujo en blanco y negro de un padre chef agobiado en una barbacoa de patio trasero y hablando con su preocupada mujer, preocupada porque el marido no parece darse cuenta de que, aunque no ha conseguido calentar la parrilla, el plato de hamburguesas que hay sobre una mesa a su lado se ha incendiado, no sabe cómo, y ahora amenaza con inmolarlo. «No te preocupes, querida. El carbón estará listo en diez minutos», decía el bocadillo de diálogo.
Enrique obedeció las órdenes de la cuchara y pisó el suelo de parqué del estudio en forma de L mientras Margaret confirmaba las palabras de su amiga.
—Tiene razón. Tú eres el invitado considerado. Los demás son unos bobos. ¿Dónde está? —preguntó bruscamente. En un vistazo, Enrique se dio cuenta de que la cocina tamaño armario quedaba inmediatamente detrás de la puerta principal, a la izquierda, de que en dos pasos ya estaba en el interior de la sala, de que una larga mesa de cristal situada junto a la hilera de ventanas que había al otro extremo de la sala estaba puesta para lo que parecían demasiadas personas para su comodidad, y de que en la pared que discurría desde la parte delantera del apartamento hasta las ventanas se veían las mismas estanterías que él tenía en su habitación de adolescente en casa de sus padres. En toda esa extensión había soportes ajustables enganchados a tiras metálicas atornilladas a la pared. Sustentaban estantes de madera de poco más de un metro de largo dispuestos a distintas alturas para acomodar grandes libros de arte o raquíticas ediciones de bolsillo. En cierto momento Margaret había creado suficiente espacio vertical para dar cabida a un tocadiscos, altavoces y a lo que parecían unas dos docenas de álbumes. Revolver, de los Beatles, asomaba desde el extremo más cercano. La mente de Enrique se esforzaba por comprender su pregunta, «¿Dónde está?», mientras el duendecillo del delantal rojo le ofrecía una mano sorprendentemente grande para un cuerpo tan pequeño, al tiempo que decía:
—Me llamo Lily. Lo siento. Tengo la mano mojada.
—Yo soy Enrique —dijo él.
—Eso ya lo sé —contestó ella con un divertido énfasis, como si él acabara de acusarla de una flagrante estupidez.
—Lo siento. Soy muy grosera —dijo Margaret—. Enrique Sabas, Lily Friedman. ¿Dónde está la caja? —añadió Margaret, con una mirada malévola en la cara.
Enrique sintió que el suelo temblaba bajo sus pies cuando se dio cuenta de a qué se refería.
—La caja de Mateus.
Lily gorjeó una carcajada.
—Esperábamos que trajeras una cosecha distinta, pero…
Margaret remató la frase.
—Una caja no, eso sería una locura. ¡Pero no tenemos vino suficiente! —exclamó señalando la mesa puesta para diez—. Solo tengo dos botellas. Necesitamos al menos dos más.
—Tampoco es que seamos alcohólicos ni nada parecido —dijo Lily y negó con la cabeza, con lo que su masa de rizos castaños rebotó.
—Adiós —dijo Enrique y dio media vuelta.
—No —gritó Margaret—. No seas ridículo.
—Tenemos suficiente —dijo Lily, y con un gesto de la mano apartó todas las preocupaciones—. Tengo que secarme las manos —añadió, y se metió en la cocina, que estaba a un paso, para coger una servilleta de papel.
—¿Tinto o blanco? —preguntó Enrique con una mano en la puerta. No tenía ni idea de cómo, de repente, ese hombre seguro de sí mismo se había apoderado de él, pero al general que estaba ahora al frente no parecía importarle que Enrique, su soldado de infantería, fuera un manojo de nervios con cierta propensión a ponerse en ridículo.
Y el comandante en jefe recientemente elegido había acertado al suponer que Margaret no iba a dispensar tan fácilmente a Enrique de la tarea.
—¿Tinto? —dijo indecisa en dirección a Lily, que se había secado las manos.
—No seas tonta —dijo Lily—. Alguien traerá vino. Siempre hay alguien que trae.
—Hemos hecho una pasta con gambas, pero es una salsa roja, con lo que imagino que el vino tendrá que ser tinto, ¿no? —dijo Margaret, ladeando la cabeza hacia él.
—Mary McCarthy le dijo a mi padre —declaró Enrique, dejando caer sin la menor vergüenza un nombre que, sabía, tenía un gran valor sentimental para las jóvenes a causa de El grupo, un libro que él no había leído y nunca leería— que el color de la uva da igual: si el vino es realmente bueno, irá bien con cualquier comida.
—Eso me encanta —le elogió Lily, exhibiendo otra radiante sonrisa en su menudo cuerpo. Los ojos azules de Margaret, sin embargo, lo atravesaron como si acabara de hablar en un idioma extranjero. Quizá le había desagradado que pronunciara aquel nombre.
—Mi teoría —dijo Enrique apartando la mirada del inquietante escrutinio de Margaret y dirigiéndola a los más acogedores ojos de Lily— es que papá le llevó a Mary McCarthy el vino que no tocaba y que ella fue muy cortés. —Abrió la puerta—. Meter la pata con el vino —gritó al salir—. Es una tradición familiar. Volveré con dos botellas de tinto.
Las oyó reír a través de la puerta cerrada, y no se había sentido tan satisfecho consigo mismo desde que fue tan alabado en la New York Review. Pero seguía humillado. Sabía que en cuanto se quitara su enorme chaqueta militar verde, llegaría el desastre. Adivinaba, por el inconfundible olor a lana húmeda que le subía desde el cuello mojado, que el jersey estaba impregnado de sudor, con lo que la camisa que llevaba debajo debía de estar chorreando. No tenía ni idea de dónde encontrar una licorería, no tenía ni idea de qué tipo de vino comprar, y dudaba que tuviera dinero suficiente como para pagar dos botellas. No obstante, regresaría. Sabía que regresaría a la Cena de los Huérfanos con su desastroso aspecto, con un vino malo si era necesario, y si se reían de él, y en el momento en que eso sucediera, siempre y cuando fueran aquellas dos chicas quienes se rieran, no sentiría ninguna mortificación.