La sacó del Memorial Sloan-Kettering para llevarla a casa por última vez. Para tan solemne viaje hubo poca fanfarria. Después de casi tres años de tratamientos, era como si a su familia se hubieran añadido nuevos miembros, incluyendo el inevitable pariente con el que ya no se hablaban. De los médicos con los que aún mantenían una relación amistosa, tres se pasaron para despedirse y uno para discutir.
El autocrático judío iraquí fue el primero en aparecer cuando aún no había pasado ni una hora desde que Enrique informara a su enfermera de que Margaret deseaba poner punto final a todos los tratamientos, pasarse al programa para desahuciados y morir en casa. El menudo y orgulloso especialista entró en la habitación de Margaret solo y sin anunciarse. Aquello no tenía precedentes. Su aparición siempre venía precedida de sus subordinados. Cuando finalmente se presentaba, lo hacía con un séquito de un colega, un interno, una enfermera diplomada y un par de estudiantes de medicina que probablemente eran de la edad del hijo mayor de Margaret y Enrique, Gregory, veintitrés años. Aquella función en solitario presagiaba un nuevo capítulo en su relación, por desgracia limitado a un solo encuentro.
El judío iraquí permaneció al pie de la cama con una mirada severa, las manos de manicura perfecta colgando a los lados. Ella lo observó como si fuera un animal acobardado y desconfiado. A Enrique le recordaba a los directores de orquesta que actúan en el Carnegie Hall y que intentan controlar a una inmensa orquesta con poco más que la fuerza de su personalidad. El médico comenzó con una confesión, moviendo la mano en un gesto de disgusto dirigido a la máquina de alimentación, prueba del fracaso de la noche anterior.
—Esto se ha terminado —dijo.
A continuación insistió en que regresara al método intravenoso de la NPT. Esa discusión ya la había perdido un mes atrás. Margaret había convencido al jefe de oncología y al psiquiatra del Sloan de que aquella vida no merecía la pena. No había razón alguna que indicara que aceptaría volver a ese método. No obstante, el iraquí defendió lo indefendible. Aquel hombre apuesto, dictatorial y —ahora Enrique se daba cuenta— bondadoso, razonó apasionadamente en contra de todas las pruebas. Abandonó su actitud de jactanciosa arrogancia y defendió abiertamente sus argumentos con gran sentimiento.
—Continuamente aparecen nuevos medicamentos —dijo—. Nunca se sabe cuánto tiempo podrá seguir viviendo con la NPT. Hay pacientes míos que han vivido durante años con un cáncer con metástasis peor que el suyo. Los escáneres muestran que sus tumores han dejado de crecer. Podemos encontrarle una medicación experimental…
Enrique sabía que aquellas afirmaciones eran absurdas. Margaret no tenía ningún tumor. Hacía dos años que le habían extirpado la vesícula y un gran tumor invasivo. Su metástasis, descubierta un año atrás por accidente durante una operación destinada a aliviarle un bloqueo intestinal, asumía la forma de pequeñas lesiones, demasiado pequeñas para poder verse en las tomografías, que crecían en el exterior de su tracto digestivo. Lo que podía observarse era ascitis, su cavidad abdominal llena de fluido, señal de la robusta y mortífera vida de su cáncer. Desde enero había pasado de poder comer y beber a no poder comer y a no poder beber, prueba de que su cáncer avanzaba rápidamente. Mientras permanecía inactiva en la cama y la NPT le bombeaba las dos mil cuatrocientas calorías diarias, ella seguía perdiendo peso y no tenía energía. Había sufrido tres infecciones graves en los últimos dos meses, y dos semanas atrás había aparecido ictericia. Tal como Margaret había observado en los amigos que había hecho y ya perdido en su grupo de apoyo para pacientes de cáncer avanzado, en el cáncer con metástasis parecía llegarse a un punto en el que no había vuelta atrás. Todo parecía indicar que ella ya había iniciado su caída libre. Y sin embargo. Sin embargo Enrique se dejó convencer cuando el especialista apeló de manera irracional a algo que Margaret desde luego ya había descartado, a saber, la creencia de que valía la pena seguir luchando. Enrique guardó silencio, pero las palabras del iraquí le llenaron de duda y vergüenza.
En septiembre Enrique había apoyado la búsqueda de Margaret de una cura milagrosa. Por aquel entonces, aunque cansada y expuesta a infecciones y bloqueos intestinales, su estado, aún le permitía hacer vida social, viajar y reír. Que intentara medidas desesperadas también había tranquilizado a todos los que la conocían, sobre todo a sus hijos, sus padres y hermanos, en el sentido de que se había hecho todo lo posible para salvarle la vida.
Pero para Enrique aquello había supuesto un sacrificio de tiempo, no poder despedirse de ella como deseaba. Mientras Margaret todavía combatía la enfermedad, Enrique no había mencionado la cuestión de su muerte: lo que ella esperaba y deseaba para él y los chicos cuando ya no estuviera. Aunque Margaret quería que Enrique permaneciera con ella cada minuto que estaba despierta y tenerlo a mano mientras dormía, su conversación se reducía a los aspectos prácticos del momento. Nunca comentaban el final.
La lucha que comenzó en septiembre fue difícil y desagradable. Habían tenido que discutir agriamente con el oncólogo de urología (el miembro de la familia con el que ya no se hablaban) porque ella se negó a tomar la medicación experimental que él le recomendó. El oncólogo se vengó resistiendo a las intensas presiones de su amigo, el jefe de oncología, para permitirle probar medicamentos sin protocolo. Tuvieron que encontrar un nuevo especialista fuera del Sloan-Kettering que le permitiera incrementar la medicación sin protocolo. Margaret soportó largas horas de tratamiento con dos quimioterapias experimentales que no le hicieron ningún bien y con las que se sintió peor. En aquel momento, abandonar no equivalía a rendirse, sino a aceptar. Y sin embargo, al oír aquellos esperanzados tópicos irracionales pronunciados por un médico científico, Enrique deseó creerlos.
Margaret reaccionó a la súplica del médico con una absoluta desesperación. Se puso a llorar y le tembló la voz mientras se acurrucaba en posición fetal. Nada quiso saber de aquellas palabras optimistas, y por la expresión de su cara se hubiera dicho que eran latigazos. Comenzó a suplicar:
—No pudo hacer esto, no puedo, no puedo, ya no puedo más. No pudo volver a la NPT. No soporto el olor. Todo el rato huelo a leche agria. No soporto permanecer aquí echada metiéndome esto todo el día y toda la noche con la única esperanza de morirme. Por favor, por favor, déjeme…
Los sollozos le convulsionaron el cuerpo. Enrique se abrió paso entre las barras de la cama del hospital y los cables de los monitores para rodearla con sus brazos. Cuando Enrique puso los labios en el hueco de la mejilla de Margaret, tersa y casi traslúcida, vio cómo el iraquí se tambaleaba en su pedestal de director de orquesta, ya no tan seguro de sí mismo. Eso le recordó a Enrique otra vez en que Margaret le bajó los humos a ese médico tan engreído.
Lo habían conocido hacía solo cuatro meses, cuando Margaret, muy a su pesar, tuvo que volver al Sloan para que la tratara ese maestro. Les dijeron que era el mejor especialista de Nueva York para colocarle la gastroparesis, el mejor método para alimentarla mientras buscaban una tercera o cuarta o quinta medicación experimental.
El médico había hecho acto de presencia con un séquito de cuatro personas, con una bata blanca que le quedaba ancha debido a su poca estatura, para anunciar que había pospuesto una operación a fin de poder visitarla enseguida debido a las súplicas de su buen amigo el jefe de oncología. Antes de saludarla ya le preguntó por qué se había negado a entrar en la Fase 1 experimental como le había propuesto el intratable oncólogo de urología.
Margaret se había arreglado para esa audición. Había trabajado meticulosamente en su peluca para que la réplica de su pelo negro y corto pareciera lo más natural posible, y se había puesto una bonita falda estampada verde. Llevaba una camiseta de seda blanca que le quedaba ajustada al torso. Sobresalían las tres protuberancias que le formaban los puertos de acceso a los catéteres instalados por encima del seno derecho, por donde le introducían la alimentación NPT y otras medicaciones intravenosas. Sus dientes blancos, ahora bonitos y sin separaciones gracias a una prótesis que se había puesto veinte años atrás, le lanzaron una atrevida y alegre sonrisa al semblante severo del iraquí.
—Porque tan solo me utilizaban de conejillo de Indias —contestó Margaret.
—¿Y? —la reprendió el médico—. Tiene usted cáncer con metástasis. Es una enfermedad incurable. La única opción que tiene para sobrevivir es hacer de conejillo de Indias.
—No me importa hacer de conejillo de Indias —le soltó ella enseguida desde lo alto de una mesa de reconocimiento, balanceando sus piernas delgadas y bonitas como si fuera una chica en un columpio provocando a los chicos—. Me molesta hacer de conejillo de Indias en un experimento fracasado.
—¿Qué quiere decir con eso de experimento fracasado? —dijo el médico, pronunciando la frase como si fuera despreciable y, probablemente, estuviera en otro idioma—. ¿Cómo puede usted saber…?
Margaret le interrumpió.
—Era evidente. Se trataba de un medicamento terrible. Yo habría sido la última paciente que participara en el experimento. Ya sabían que el medicamento no funcionaba. Necesitaban otro conejillo de Indias para su última cohorte, para poder acabar el estudio y conseguir el resto de la financiación. El medicamento solo había ayudado a una paciente a vivir seis meses, y ni siquiera tenía el mismo cáncer que yo: era cáncer de ovarios. Todos los demás habían abandonado antes de completar tres ciclos porque decían que el medicamento les arrebataba la hedonía.
—¿Hedonía? —farfulló el iraquí, ahora seguro de haber oído una palabra que no era inglés.
—El placer de vivir —le explicó Enrique en voz baja. Le habían dicho que si alguien podía ayudar a Margaret a salir de esa pesadilla de vomitar cada cuatro horas con la regularidad de un reloj atómico y mantenerla con vida mientras reanudaban el tratamiento con el último fármaco contra el cáncer disponible —el Avastin, un medicamento que no se había demostrado que fuera efectivo contra el cáncer de vesícula pero que podía serlo (¿por qué no?, ¿por qué no podía ocurrir lo inesperado?)—, era ese hombre. Enrique estaba seguro de que todas esas altisonantes afirmaciones acerca de la pericia del iraquí eran las exageraciones imprescindibles que se hacían en el mundo desesperado de los pacientes terminales y que la cultura neoyorquina, obsesionada con las celebridades a las que se atribuyen virtudes míticas, intensificaba. Aunque Margaret se había burlado de sí misma por creer tales asertos, era una mujer devota. Había sido educada como una buena chica judía de Queens, y en ese enclave contar con el mejor médico se consideraba una necesidad básica. El poderoso jefe de oncología le había dicho que creyera en ese hombre y le había advertido de que era una persona que no se dejaba influir por nadie. Así que Enrique procuró adoptar un tono y una actitud de apariencia sumisa, sobre todo cuando se dio cuenta de que, aunque Margaret respetaba la autoridad, era demasiado impulsiva, demasiado exigente, demasiado brusca para hombres como aquel, hombres a los que les gustaba caminar a horcajadas sobre el mundo, sobre todo a horcajadas sobre el mundo femenino.
—La mitad de los pacientes del estudio dejaron de tomar la medicación antes de que les dieran toda la dosis —dijo Enrique—. Se llamaba Epotholide, por cierto. Dejaron de tomar el Epotholide porque no solo no les ayudaba con su cáncer, sino que les arrebataba todo el placer de vivir. Anhedonia, creo que es el término que se utiliza para los que no pueden sentir ningún placer.
—Anhedonia —repitió el colega del gran hombre y lo anotó.
—Sí —confirmó Enrique y añadió, al parecer tan solo por charlar—: Es divertido, pero ese era el título original de Annie Hall. Woody Allen quería titularla Anhedonia. ¿Sabe por qué no se lo pusieron? Pensaron que nadie iría a verla.
Margaret recogió el testigo de su marido. Le sonrió al iraquí en tono de disculpa y dijo:
—Mi marido trabaja en el mundo del cine.
Eso, naturalmente, despertó la atención del séquito del médico.
—¿De verdad? ¿Y a qué se dedica? —preguntó el colega de la eminencia, y los dos estudiantes de medicina se volvieron hacia Enrique como si este supiera las respuestas del examen de la semana próxima.
—Soy guionista. —Enrique se encogió de hombros como si le diera vergüenza.
—Ahora están rodando un guión suyo —dijo Margaret—. Ruedan en Toronto, pero vienen pronto a Nueva York, ¿no es cierto?
—Sí, en tres semanas estarán rodando ahí al lado —farfulló Enrique mirando el suelo.
Margaret ya les estaba impresionando con el reparto cuando el iraquí la interrumpió.
—Basta de cháchara —le dijo a su equipo, y a continuación le preguntó a Margaret—: ¿Cómo sabe que solo querían completar la estadística?
—Porque lo pregunté —dijo Margaret, y soltó su típica carcajada sonora y rápidamente aplacada—. Si preguntas, tienen que decírtelo.
El médico, que aún fruncía el entrecejo, giró sobre los talones y se dirigió a Enrique:
—¿Le dijo usted que preguntara?
—No —dijo Enrique—. Leyó la documentación informativa y se le ocurrió preguntar.
—¿Se le ocurrió preguntar? —Volvió la cabeza bruscamente hacia Margaret con una sonrisa inesperada, y en su cara de ojos oscuros apareció un brillo de satisfacción y complicidad. La actitud de Margaret le parecía admirable, y la observó de una manera lo bastante prolongada para que ella, al parecer incómoda, soltara otra carcajada en staccato.
—Es usted una mujer inteligente —declaró por fin.
Margaret puso una sonrisa radiante.
—Soy una paciente que coopera. De verdad. Seré muy obediente. Lo prometo. Haré todo lo que me diga.
—Bien —dijo el iraquí, asintiendo con satisfacción de una manera cómica—. ¿Lo han oído? —les dijo a los de su séquito—. Eso es lo que me gusta escuchar.
—Seré obediente —añadió Margaret—, pero solo si lo que quiere que haga me ayuda de verdad.
La cara enjuta del iraquí se ensanchó en una amplia sonrisa.
—Me obedecerá si está de acuerdo conmigo, ¿no es eso?
—Exactamente —dijo Margaret, y todos los presentes rieron, agradeciendo que, de algún modo, se hubiera hecho befa del sufrimiento y la muerte.
Ese fue el último triunfo contra el cáncer del equipo formado por Margaret y Enrique, la última vez que sedujeron a sus curanderos. Y tras haber cautivado a su nuevo médico, Margaret se excusó bruscamente para ir al cuarto de baño. Allí vomitó la bilis que se le había acumulado y el agua que había bebido en las últimas tres horas. A través de la delgada puerta de la sala de reconocimientos, el médico y su equipo oyeron claramente el sonido. El grupo interrumpió su charla médica acerca de cómo proceder en su caso para escuchar la inquietante falta de lucha que suponía ese vómito; Enrique sabía, después de dos meses de observación, que Margaret estaba agachada, con la boca abierta, el fluido brotando como una fuente casi a litros. El iraquí le preguntó a Enrique:
—¿Con qué frecuencia hace eso?
—Cada cuatro horas. Su estómago no se vacía del todo. Aquí está el informe. —Enrique le pasó los resultados de una durísima prueba que un gastroenterólogo anterior había insistido en que soportara para demostrar que vomitar cada cuatro horas no era una reacción por hipersensibilidad a la quimioterapia. Le habían dado huevos revueltos sometidos a radiación para que fueran visibles en una tomografía, y a continuación le habían pasado el escáner cada cuatro horas para ver si le quedaba algo en el estómago. Al cabo de cuatro horas y media, mientras Margaret se retorcía y gemía por el esfuerzo de tener que retener ese desayuno nuclear, el técnico vio en la pantalla que la comida no se había movido y la dejó vomitar. Ese fue el final de dos meses de escepticismo médico.
El especialista inclinó la cabeza para leer el informe de la prueba y a continuación añadió:
—Tenemos que ponerle el GEP mañana a primera hora. No puede vivir así. Es peligroso.
Habían transcurrido cuatro largos meses desde ese agradecido día de alivio, meses tan desalentadores que los años anteriores de tratamiento parecían dichosos en comparación. La actitud descarada, juvenil y provocadora con que Margaret había cautivado a su médico estrella había desaparecido. Ahora se ocultaba en los brazos de Enrique, en el pliegue de su cama doblada, sin maquillaje, sin peluca, la piel traslúcida de tanto consumirse de hambre, su camisón de hospital manchado aquí con una salpicadura marrón de antiséptico y allá con una gota de sangre. Esa Margaret anhedónica le estaba diciendo a su médico que a pesar de su valor, su temple, su agresividad, su adulación y su obediencia, no le quedaba nada. Desde luego, aquella Margaret que quería aceptar la muerte era muy diferente.
—Muy bien, ahora voy a dejarla sola —dijo el médico, reacio a admitir la derrota—. Quédese aquí esta noche. Mañana hablaremos…
—No —gritó Margaret—. Por favor. Ya no puedo hablar más de esto. —Enterró la cara en los brazos de Enrique y sollozó—. Basta, basta, basta —gimoteó una y otra vez en una histeria desolada.
El curandero se bajó de su pedestal de director de orquesta y trastabilló hasta la puerta. Vio la mirada de Enrique y dijo en una voz baja pero firme:
—Hablaremos.
Enrique había permanecido callado mientras el gran hombre hacía su alegato, pues Margaret estaba en lo cierto y no había ningún hecho que sustentara su razonamiento. Pero cuando dejó de sollozar y Enrique le entregó nuevos pañuelos de papel para sustituir los que estaban empapados, no pudo reprimir el comentario:
—Mugs, a lo mejor tiene algo de razón en lo que dice. Podrías seguir con la NPT un mes más y probar otra dosis de…
Margaret se apartó de él con un gesto de repugnancia, más aterrada por esas palabras que por todo lo que había dicho el médico.
—¡Bombón! —exclamó en un chillido apenas susurrado—. ¡Bombón! ¡Bombón! —repitió, utilizando el apodo más estúpido, más íntimo y más dulce de los que le dedicaba—. ¡Tienes que ayudarme! —Jadeó en busca de aire, como si sus sentimientos la estrangularan—. ¡No puedo hacer esto sin ti! ¡No puedo hacer esto sola! ¡No tengo fuerzas para discutir! ¡Necesito que te enfrentes a ellos por mí! ¡Necesito que me ayudes a morir! Lo siento, lo siento, lo siento. Sé que no es justo… Sé que te estoy pidiendo demasiado…
Y eso fue todo lo que le dejó decir, avergonzado de la monstruosa proeza de hacer que una mujer que se estaba muriendo en plena madurez se disculpara ante él por ser injusta. Enrique apretó su cabeza frágil y de pelo ralo contra su pecho, mientras le suplicaba:
—Lo siento, lo siento, no pretendía decir eso, lo siento. —A lo que siguió una letanía de te quieros.
Ella respondió a cada una de sus declaraciones de amor.
—Te quiero tanto. Te quiero tanto. —Y pronunciaba ese tanto como si fuera un avance significativo, una intensificación de sus sentimientos por él que acabara de descubrir.
Tras los sollozos pasó a sorber por la nariz, y con un suspiro pasó a otro sueño inmóvil motivado por el Ativan. Enrique se echó junto a ella y de vez en cuando le besaba la frente, suave y húmeda como la de un bebé. Tenía la esperanza de que cuando se despertara se pondrían a hablar de su matrimonio como nunca lo habían hecho, de una manera que ahora parecía ineludible.
—¿Y cómo estás tú? —le preguntaban a él al final de casi todas las conversaciones, ya fueran con un amigo, un pariente o un médico, como si todos hubieran leído el mismo manual. Algunos informaban a Enrique, por si no tenía la inteligencia de observarlo, de que el cáncer podía ser tan duro para el cónyuge como para el paciente. No conseguían que se compadeciera de sí mismo. De manera inevitable, se sentía obligado a señalar que no era él quien se estaba muriendo, de manera que nunca sería tan duro para él como para Margaret, y que, en comparación con casi todas las víctimas de cáncer y sus familias, él y Margaret eran afortunados. Todas las facturas del hospital las pagaría el excelente seguro médico del que Enrique disfrutaba a través de la Asociación de Escritores de Estados Unidos, el sindicato de guionistas. Otros lujos, como la falsa suite de hotel del Sloan, se los permitían gracias a la generosidad de Dorothy y Leonard, los padres de Margaret. Enrique era escritor, y podía dejar su trabajo por completo o hacerlo a cualquier hora a fin de estar disponible para Margaret, Max y Gregory. Tenían muchos amigos que los ayudaban. Los dos poseían la inteligencia necesaria para abrirse paso entre el mundo jerárquico de la medicina y suficientes contactos entre los mandamases de Nueva York con los que engatusar a los médicos. Lo decía tan a menudo que ya sonaba poco sincero, como un candidato que repite siempre el mismo discurso. «Margaret ha tenido muy mala suerte; pero en comparación con casi todas las familias que se han de enfrentar con esto, somos afortunados.» Y lo decía totalmente en serio. A sus cincuenta años, a Enrique le parecía que una parte excesiva de su vida se había desperdiciado en una vergonzosa y neurótica autocompasión por lo que habían sido insignificantes frustraciones y errores en su carrera. Al verse enfrentado a una auténtica desgracia, le sorprendió sentirse más agradecido por los aliados y los recursos que se le habían ofrecido para ayudar a Margaret que desalentado por un oponente que ni siquiera sabía que existía.
No podía esperar consuelo de Margaret ni de sus hijos, ni tampoco pedírselo. Su padre había muerto. Su madre estaba demasiado mayor y se compadecía demasiado de sí misma para servirle de consuelo. Su familia política estaba demasiado asustada y ya tenía suficiente con su pérdida. Su hermanastro, Leo, estaba demasiado angustiado y era demasiado egoísta. Sus amigos varones estaban demasiado alejados de la realidad y no podían comprender la experiencia. La mejor amiga de Margaret, Lily, estaba demasiado ocupada consolando a Margaret y a sí misma. Su hermanastra, Rebecca, que había estado presente y había sido comprensiva y de gran ayuda, podía hablar con él y tranquilizarlo, pero no podía proporcionarle, ni ella ni nadie, aquello a lo que había renunciado durante casi tres años, lo que el cáncer le había arrebatado y pronto se llevaría para siempre: la atención de Margaret.
Tendido junto a ella, a la espera del papeleo para poder llevársela a casa por última vez, confiaba en que pronto pudieran comenzar sus últimas conversaciones, sus despedidas. La lucha por vivir ya no sería lo principal. Incluso en eso tenía suerte, se dijo. Margaret no había muerto incinerada por el avión de ningún terrorista ni había quedado hecha pedazos por culpa de un taxi errante. Se consoló pensando que, incluso en su muerte, Margaret le concedía algo precioso: tiempo para poder tener una hermosa despedida.
Pero Enrique se había equivocado en sus cálculos. La decisión de Margaret de morirse atrajo a un gentío.