A eso de las cinco de la mañana, a Enrique se le ocurrió que aunque el paquete era atractivo y estaba en un estado excelente, Bernard había fracasado miserablemente en su papel de repartidor. Había fracasado en un aspecto crucial: no marchándose. Estaba claro —al menos para Enrique— que había una corriente de excitación casi palpable entre él y Margaret, que algo la había hecho seguir hablando mucho después del Saturday Night Live.
Y por si aquello no fuera indicio suficiente, cuando se les acabaron los cigarrillos y el Mateus a las cuatro cuarenta y siete de la mañana, y Margaret acogió con entusiasmo la sugerencia de Enrique de que fueran andando hasta Sheridan Square para desayunar en Sandolino’s: «¡Qué gran idea! Puedo ser decadente y tomar una tostada de challah[2]», sin duda debería haberle quedado claro a Bernard, si poseía algo de sensibilidad novelística para las sutilezas de los personajes, que esa mujer, con la que Bernard había cenado un puñado de veces desde que se licenciaran en la universidad tres años atrás, acabando todas esas cenas bastante antes de medianoche, no se sentía atraída por la tostada, por muy benditamente judío que fuera el pan, sino por Enrique. Sin duda, si Bernard hubiera tenido algo de cortesía, se habría excusado y habría dejado que Enrique viajara con Margaret hasta Sheridan Square mientras el alba de rosados dedos iba cayendo sobre el sur de Manhattan, proyectando sobre Enrique, o eso esperaba él, una luz romántica.
Pero Bernard no dejó escapar la oportunidad de un desayuno antes del alba, con lo cual fueron los tres, aunque tampoco tuvieron que esperar para conseguir una de las rozadas mesas de pino de Sandolino’s a las cinco y cuarto de la mañana. Solo había seis clientes más, a pesar de que ese establecimiento de comida rápida abierto las veinticuatro horas era muy práctico para los clubs y bares gays de la época anterior al sida que había al oeste, para los estudiantes de la Universidad de Nueva York que había al este, para los artistas del sur, los turistas del norte, y los escritores deprimidos procedentes de todos los puntos cardinales.
Aunque irritado y decepcionado por no haber conseguido deshacerse de Bernard, Enrique no perdía la esperanza y tenía fe en su aguante para la conversación, y le consolaba sobre todo la lógica geográfica de las futuras despedidas. La vuelta a su casa desde Sandolino’s colocaba sus apartamentos en este orden: primero el de Bernard, en la calle Octava con la Sexta, a continuación el de Enrique, no muy lejos, aunque un tanto más hacia el este, en la calle Octava con MacDougal, y finalmente el de Margaret, en la calle Novena, al este de University Place. Se despedirían de Bernard, momento en el cual Enrique, de manera galante, se ofrecería a acompañar a la solitaria chica hasta la puerta de su casa y dejaría claro que su interés había ido más allá de despejar dudas sobre la existencia de Margaret Cohen.
Enrique y Margaret mantuvieron un vivo diálogo, mientras que Bernard habló muy poco. Cuando ella hubo despachado tres cuartas partes de su tostada de challah, apartó el plato a un lado y se inclinó hacia delante para reemprender su burlón interrogatorio, abandonado hacía más de cinco horas, acerca de hasta dónde llegaba la educación de Enrique. Le preguntó si había acabado la primaria. Enrique, de manera triunfal, proclamó que era graduado de la Escuela Primaria 173.
—¡Qué! ¡Nooo! —chilló Margaret, prolongando la o para indicar asombro mientras sus dedos delicados rozaban el vello oscuro del antebrazo izquierdo de Enrique, que se apoyaba sobre la envejecida mesa de madera que separaba su taza de café y la de ella. Las puntas de los dedos de Margaret frotaron ligeramente su vello y quedaron flotando justo encima. Enrique tuvo la sensación de que cada folículo se le había puesto de punta, suplicando de manera patética un contacto prolongado y más firme. Bajó la mirada para ver qué estaba ocurriendo en realidad. Esa mirada evaluadora hizo que Margaret pareciera arrepentirse de haberlo tocado. Levantó la vista hasta la de él, y por segunda vez Enrique sintió una sensación estremecedora, algo más que simple excitación sexual. Margaret debió de malinterpretar su mirada, pues inmediatamente apartó la mano como si Enrique la hubiera reprendido—. Eso es imposible —dijo Margaret.
—¿Que es imposible que yo haya ido a la E. P. 173? —preguntó Enrique—. No solo es posible. La verdad es que era muy fácil. Vivía justo delante.
—¡Pero si yo fui a la E. P. 173! —afirmó Margaret, y el óvalo alargado de su cara enmarcó los óvalos más puros de sus ojos asombrados. Fue una expresión que Enrique presenciaría en incontables ocasiones: Margaret escudriñando asombrada un hecho que la confundía o la encantaba.
Enrique permaneció un momento sin decir nada. Margaret y Bernard habían coincidido en la misma clase en Cornell, lo que significaba que ella era tres o cuatro años mayor que el precoz Enrique, que se había ido de casa a los dieciséis. Enrique había trabado amistad con gente que era cuatro y ocho años mayor que él, porque tampoco tenía mucho dónde elegir; sus coetáneos iban a permanecer en el instituto al menos dos años más, y pasarían otros cuatro en la universidad. Con más años de experiencia en la así llamada vida adulta, Enrique debería haberse sentido más seguro de sí mismo; pero seguía poseyendo la misma inseguridad y desasosiego de un adolescente. Las mujeres le resultaban un completo misterio, a pesar de haber vivido con una durante más de tres años. Había leído todas las novelas de Balzac, por lo que sabía que por muy joven que fuera una mujer, nunca era correcto recordarle que tú eras más joven. Probó con un comentario neutro:
—Mmm, ¿así que estabas en la 173 en la misma época que yo?
—¡No! —Exasperada por no haber sido comprendida, Margaret negó firmemente con la cabeza, como un caballo que espanta una mosca. Ese también sería un gesto que le acabaría resultando muy familiar—. En Queens. Crecí en Queens. ¡Iba a la E. P. 173, pero estaba en Queens!
—Ajá —dijo Enrique, confundido por su irritación—. Bueno, supongo que estábamos destinados a conocernos —afirmó, intentando convertir una sosa coincidencia en una circunstancia romántica.
Por fin, tras haber sido derrotado en la conversación durante horas, pues cada tema que surgía parecía animar a Margaret y a Enrique al tiempo que incrementaba la palidez de Bernard y la tristeza de su huraño silencio, Bernard pareció reavivarse. Enderezó sus estrechos hombros caídos hasta que adquirieron una rigidez artificial, al tiempo que movía su gran cabeza y su despeinada aureola de apretados rizos. La impresión que causó ese cambio de posición pareció la de un titiritero que alerta al público de que ha llegado el momento en que Bernard el muñeco va a hablar.
—Sí, eso no es posible. No puede ser que la ciudad tenga dos escuelas 173. —Sus pequeños ojos castaños, en aquel momento inyectados en sangre, se clavaron desdeñosamente en Enrique mientras farfullaba sin la menor incertidumbre—: Te habrás equivocado de número.
Entonces Enrique le reveló a Margaret algo que preferiría haber ocultado: su mal genio.
—¡No me he equivocado! —le soltó y se inclinó violentamente sobre la silla de madera. Se agarró a la mesa de pino para mantener el equilibrio, derramando el café por los lados de sus tazas blancas. Le vino a la cabeza la imagen de Guillermo, el padre de Enrique, un hombre cuyo tamaño podía llenar varias habitaciones y cuyo espíritu no cabía en ninguna, cuando, con el rabillo del ojo, vio que Margaret agarraba su taza de café para impedir que volcara y cogía una servilleta de papel de la mesa vecina para limpiar el derrame. Sus movimientos fueron una evidente advertencia de que con esa cólera que Enrique estaba exhibiendo no podría resultarle atractivo a ninguna mujer, y mucho menos a una tan alegre. El buen humor de Margaret era extraordinario. Llevaban hablando casi ocho horas y todavía no había fruncido el entrecejo, un gesto de simpatía que resultaba extraordinario, teniendo en cuenta que no era ninguna idiota. Pero aunque Enrique temiera perder esa admiración, no controló su vehemencia—: ¡Por Dios, Bernard, pero si vivía delante de la escuela! Fui allí hasta sexto. Fui el primer alumno que presidió el consejo estudiantil, por amor de Dios. ¡No me he equivocado de número!
Enrique poseía una voz profunda y retumbante, un activo afortunado considerando que aunque era alto —medía uno ochenta y tres—, sus sesenta y cinco kilos eran más propios de Buchenwald y quedaban rematados por un pelo negro y lacio demasiado largo que, a menudo, le caía sobre la cara como una cortina y le hacía parecer aún más delgado. Era difícil atravesar esa delgadez, ese pelo, sus grandes gafas de carey y llegar a sus cálidos ojos castaños, sus altos pómulos, su mandíbula fuerte y sus labios carnosos. Su voz era el único rasgo atractivo que resultaba lo bastante viril como para ser excitante. Pero cuando se enfadaba, su pronunciación muscular le daba un aire intimidatorio y lleno de desprecio. Era algo que figuraba en primer término en la lista que había hecho Sylvie de cosas que no le gustaban de vivir con él. Él se disculpaba profusamente por sus arranques verbales y proclamaba su voluntad de controlar su genio, pero lo cierto es que seguía sin darse cuenta de lo amedrentador y afrentoso que podía llegar a ser.
A Enrique le desconcertaba que sus pullas resultaran tan hirientes. Consideraba que sus ataques eran infrecuentes y casi siempre en legítima defensa. Quizá si sus víctimas se hubieran fijado a tiempo en que el aparentemente encantador y agradable Enrique era también una persona armada y peligrosa, no se habrían sentido tan dolidas. Pero eso era difícil advertirlo cuando el atacante se tomaba tantas molestias en ocultar sus ultrajes.
Enrique aspiró profundamente con intención de callarse y miró angustiado a Margaret para comprobar si su arrebato de furia había revelado que era la clase de hombre colérico que podía echar a la novia con la que vivía en brazos de otro. Al mismo tiempo, Enrique confiaba en que si a Margaret se le proporcionaba la información adecuada que contradijese las acusaciones de Sylvie por sus «rabietas adolescentes», ella se daría cuenta del error de esa definición. Se dijo que si Margaret hubiera oído cómo Sylvie afirmaba que Enrique estaba «demasiado influido por sus padres», concluiría, al igual que él, que su ex novia estaba repitiendo la ciencia enlatada de un psiquiatra burgués. Y un psiquiatra era lo que Sylvie necesitaba, en opinión de Enrique, pues sus padres se habían divorciado cuando ella tenía seis años, lo que le había causado un daño permanente; y estaba bloqueada como pintora, se pasaba meses sin poder pintar una tela, otra prueba, para el prolífico Enrique, de que a él lo veía a través de una lente deforme. Sí, su conclusión concienzudamente razonada era que Sylvie y sus amigos habían merecido todas y cada una de sus críticas; que, a pesar de su desmesura, no se había equivocado.
Bernard identificó el estado inflamable de Enrique e intentó encender una cerilla. Se reclinó en la incómoda silla de pino de Sandolino’s hasta que dio con la pared que tenía detrás, y miró a Enrique por encima del hombro con el mismo aire que adoptaba en la mesa de póquer cuando estaba a punto de enseñar una mano ganadora. Sonrió con su peculiar estilo, curvando con desdén una comisura de la boca, como si fuera un Elvis Presley judío. A continuación farfulló:
—Bueno, estoy seguro de que no te equivocas, Ricky —dijo, y la anglicanización del nombre indicaba que Bernard estaba seguro de que iba a triunfar en esa disputa—. Después de todo, nunca te equivocas en nada. —Le lanzó una mirada a Margaret y le dijo como si le confiara un secreto—: No lo sabes, pero Ricky es de los que nunca se equivocan.
—¿Qué demonios significa eso? —gritó Enrique antes de recordar que no debía gritar. Intentó convencerse de que tan solo había hecho uso de sus recursos vocales, proyectándolos como haría cualquier buen actor de teatro, y que por eso seis cabezas de otras mesas se habían dado la vuelta y ahora lo estaban mirando.
Pero cuando miró a Margaret, se quedó aterrorizado. Sus relucientes ojos azules lo absorbían con una intensa expresión de sorpresa y una expresión aún más intensa de cálculo. Lo sabe. Los pensamientos de Enrique se desplomaron en un agujero negro de desprecio hacia sí mismo. Sabe que soy una absurda caja de yesca asustada, valoración que, de haber procedido de otra persona, habría considerado una calumnia.
Al cabo de un momento de terrible suspense durante el cual él se mantuvo erguido y ni siquiera respiró, Margaret dijo en un tono amable y relajado:
—Pero tienes que estar equivocado.
En medio de su agitación, Enrique olvidó por un momento por qué demonios discutían. ¿Era por la degradación del imperialismo, por la herida abierta del racismo, por si los Knicks ganarían a pesar de no contar con un auténtico pívot o por si Faulkner era impenetrable? En aquel momento no le importó. Que los vietnamitas se frían a fuego lento, que los negros se pudran como esclavos de la economía, que los Celtics ganen dieciocho campeonatos más, que los pretenciosos insistan en que ser ilegible te convierte en un genio. Que caiga el Diluvio, siempre y cuando esta deliciosa criatura no deje de mirarme. Una vez admitido todo eso —que tener razón importaba muy poco en comparación con hacer el amor—, consiguió calmarse. Naturalmente, en aquella disputa no había nada que argumentar. Él había asistido a la E. P. 173 durante seis cursos completos. Había escrito 173 en todas las páginas de sus deberes, en cada examen y en cada proyecto científico; como presidente del consejo estudiantil había escrito 173 en el telegrama que mandó al senador Robert Kennedy invitándole a hacer un discurso el día de fin de curso; y apareció debajo del nombre de Enrique Sabas en el telegrama de respuesta de aquella figura política llena de glamour y al final trágica, una misiva de lo más emocionante aunque en última instancia el senador declinara cortésmente su asistencia. E. P. 173, E. P. 173, E. P. 173… Dilo en voz baja y es casi una oración. Era mayor la probabilidad de que no hubiera escrito ninguna novela que la de haber confundido el elegante nombre de su escuela primaria. No obstante, para congraciarse con aquella belleza vivaz y bien humorada, asintió reflexivo mientras Margaret decía:
—En Nueva York no puede haber dos 173. Eso sería un lío —afirmó dirigiéndose aparentemente a Enrique, pero en su actitud y en su tono hubo algo de argucia legal, como si se dirigiera a una autoridad superior que siempre le vigilara para asegurarse de que su pensamiento procedía de forma ordenada.
—¿Un lío de qué? —preguntó Enrique.
—Un lío de… —Margaret pareció haberse quedado completamente en blanco. Se quedó mirando a Bernard como si este poseyera la respuesta.
Bernard, para consternación de Enrique, la tenía:
—Un lío a la hora de pedir suministros escolares.
—¡Exacto! —dijo Margaret, encantada—. Una de las dos E. P. 173 se quedaría con todos los lápices del número dos, y en la otra escuela los pobres niños no tendrían nada con que escribir.
Su jovialidad puso de buen humor a Enrique. Lo hizo feliz unirse a ella en ese lugar místico de razón imaginaria.
—¿Estás segura de que se trata de un sistema de numeración que abarca toda la ciudad y que no va por barrios? En Manhattan estaban muy orgullosos de nosotros. En todas partes estaba escrito E. P. 173 Manhattan. De hecho, teníamos que escribirlo en todos los deberes, exactamente así, E. P. 173 Manhattan. —Naturalmente, argumentar a su favor con deducciones como esa era estúpido, pero él había acertado al intuir qué podía convencer a Margaret. Esta frunció el entrecejo y apartó la mirada mientras Bernard dejaba caer su silla hacia delante con un golpe seco.
—Te lo estás inventando —se quejó Bernard—. Yo no escribía Queens debajo del nombre de mi escuela.
—Eso era porque ibas a una elegante escuela de Forest Hills —dijo Enrique. Se acordó de que anteriormente Margaret había afirmado que Bernard se había criado en la parte «elegante» de Queens en contraste con su «parte diminuta y ridícula», una distinción importante en el curioso esnobismo inverso de su juventud antimaterialista y antibélica. De hecho, Bernard intentó desembarazarse de esa caracterización afirmando que Forest Hills no era elegante.
—Ya lo creo que lo era —insistió Margaret con una sonrisa burlona que amilanó a Bernard—. Mi barrio de Queens era tan deprimente que ni siquiera tenía nombre. Solo se le denominaba «Adyacente» —dijo, uno de los muchos comentarios que Enrique encontró fascinantes porque era el tipo de observación desapasionada e ingeniosa que un escritor podía hacer.
—¡Espera! —Margaret lanzó una mano hacia delante como si fuera un guardia de tráfico próximo a una escuela que impidiera a los niños cruzar en rojo. Mientras hacía memoria, su mirada se perdió a la espalda de Enrique—. Tienes razón. Yo también escribía mi nombre en la línea superior, luego mi clase, y luego debajo: «E. P. 173, ¡Queens!». Escribía «Queens». Creía que… —Y entonces se quedó inmóvil, mirando hacia la media distancia, como si alguien le hubiera quitado las pilas.
De repente, Enrique se lanzó a por ese pensamiento sin expresar, intentando nadar dentro de la cabeza de Margaret:
—… que era orgullo de barrio y no una distinción importante. E. P. 173 Queens, E. P. 173 Manhattan: por eso los dos crecimos sin que nos faltaran lápices del número dos.
Los ojos de Margaret se posaron en los de él. Ella sonrió, exhibiendo esos dientes tan distantes de la perfección, demasiado pequeños y separados, menoscabando su por lo demás imponente belleza lo suficiente como para que Enrique consiguiera mirarla sin soltar un grito ahogado de asombro.
—De todos modos —añadió ella—, nosotros teníamos que comprarnos los lápices.
Bernard no estaba dispuesto a abandonar.
—No —dijo—. No te creo. Esta ciudad es incapaz de semejante sutileza. Te has equivocado —farfulló mirando a Enrique y extendiendo el brazo para coger su paquete de cigarrillos sin celofán y comenzar el concierto de golpecitos.
—¿En el nombre de la escuela a la que asistí durante seis años? —dijo Enrique, captando la mirada de Margaret y enarcando las cejas para dar a entender que estaban de acuerdo en la estupidez de la lógica de Bernard, aunque era perfectamente consciente de que ella había sido la primera en observarla.
—Te diré lo que podemos hacer —propuso Enrique—. Podemos coger el metro en Sheridan Square, bajarnos en la calle 168 con Broadway, caminar las seis manzanas hasta la E. P. 173, y entonces me enseñas lo equivocado que estoy acerca de ese dato fundamental de mi infancia.
Se excedió un poco con la cólera que añadió a esa sarcástica frase final: «Ese dato fundamental de mi infancia», la clase de humor orgulloso que había aprendido de su padre, que conseguía al mismo tiempo burlarse de sí mismo por su fatuidad y hacerte saber que, si ponías a prueba su grandeza, te bajaría los humos.
Margaret había tenido suficiente. Bostezó.
—Yo no voy. Ahora no me meto en el metro. —En las comisuras de los ojos se le habían formado unas diminutas lágrimas, y recogió una de ellas con la punta del dedo índice—. Tengo que ir a acostarme. Estoy demasiado mayor para abrirme paso entre los noctámbulos. Tengo que meterme en la cama.
Aquella noticia alegró a Enrique, porque sus cálculos geográficos acerca de sus despedidas iban a concretarse. Con ánimo renovado, imitó a su expansivo padre y —prescindiendo de demostraciones de genio— exhibió el orgullo de los Sabas pagando la cuenta, cosa que paralizó a Bernard y pareció asombrar a Margaret.
Mientras Enrique sujetaba la enorme puerta de madera y doble anchura del restaurante —vestigio de que el edificio había sido un establo para carruajes— para que Bernard y Margaret pasaran, entrecerró los ojos a la luz del frío sol de diciembre. No obstante, entró en calor al pensar que cuando se dijeran adiós tendría la oportunidad de conseguir el teléfono de Margaret. Creía que le faltaría el valor para intentar darle el beso que el tono beligerante de la velada no parecía justificar. Pero el trayecto de cinco minutos desde la Octava con MacDougal hasta la Novena al este de la universidad le daría tiempo para dejar claras sus intenciones, demorando más su mirada y hablándole en un tono más dulce de lo que se había atrevido en presencia de Weinstein.
La fatiga de no haber dormido se aposentó en los huesos de los tres y sumió su paseo en el silencio. La ciudad despertaba, aunque con la lentitud del domingo. Las calles estaban vacías y solo se veía a alguien paseando un perro, al propietario de una charcutería abriendo los suplementos del New York Times dominical para que su hijo montara los ejemplares rápidamente, y a un anciano ataviado con un abrigo negro que se dirigía a la iglesia de Saint Joseph.
—Debería comprar el Times —dijo Bernard.
—A mí me lo traen a casa —dijo Margaret, añadiendo—: Alpert —como si hubiera algo mágico en el nombre de ese servicio a domicilio. Aunque Bernard soltó un silbido sarcástico, Enrique quedó auténticamente impresionado. Ese detalle acababa de definir algo que hasta entonces solo había intuido, que había algo sólidamente burgués en esa joven, algo adulto debajo de aquella apariencia de muchacha que le asustaba y le excitaba.
No tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre su clase social. Por fin había llegado el momento de deshacerse de Bernard. Margaret, desde luego, también parecía dispuesta a librarse de él. Mientras se aproximaban a los cinco peldaños pintados de negro que conducían al edificio de piedra pardusca de Bernard, Margaret frunció los labios para darle un beso de despedida en la mejilla. Enrique estaba demasiado emocionado por la perspectiva de tenerla toda para él como para ponerse celoso por eso, cuando Bernard —el más apático de los hombres—, en lugar de disfrutar de la calidez de aquellos labios en su mejilla helada, afirmó que no estaba cansado y que también acompañaría a Margaret a su casa.
Enrique no pudo reprimirse y soltó:
—No te preocupes. Yo la acompañaré a su casa. Voy en su misma dirección.
—Tú vas diez pasos en esa dirección —dijo Bernard, y le dio un golpe a Enrique cuando pasó por su lado. Ese contacto físico fue algo sin precedentes e irritó a Enrique hasta el punto de responder casi con un gesto violento. Margaret soltó una carcajada, una expansión irónica que de inmediato reprimió, como si esperara que nadie se hubiera dado cuenta. Su carcajada en staccato quedó truncada, le pareció a Enrique, por una imposición exterior de decoro y reserva, algo que parecía contradecir su atrevida mirada, su lenguaje corporal de marimacho y su actitud burlona. Era como si entre bastidores una voz regañona le hubiera advertido que fuera discreta y no se delatara.
—Sois muy amables —dijo—, pero no necesito que nadie me acompañe. He vuelto sola a casa desde que iba a primero.
Sin embargo, los dos insistieron. No les preocupaba su seguridad, sino con quién se sentía segura. Así pues, el primer intento de Enrique de quedarse a solas con Margaret acabó en fracaso.
Y por sus esfuerzos ni siquiera recibió el beso en la mejilla que Bernard había dilapidado. Cuando doblaron en la calle Novena, les embistió un viento helado. Estaban más expuestos gracias al inhabitual complejo de apartamentos de posguerra, que quedaba lo bastante retirado de la calle como para permitir algo que rara vez se veía en la ciudad y mucho menos en el Village: unos seis metros de paisaje. Toda esa elegancia a solo una manzana del chabacano estruendo y las vulgares fachadas de la calle Octava, donde vivía Enrique, confirmaba la impresión de confort y bienestar burgués que rodeaba a una mujer a la que le llevaban el Times a casa. En diciembre, sin embargo, esa elegancia intensificaba lo cortante del viento. Margaret hizo como si le castañetearan los dientes y gritó:
—¡Gracias! Buenas noches, chicos. Quiero decir, buenos días. —Y se metió a toda prisa en su edificio, gritando—: ¡Me estoy quedando helada!
Enrique no le dirigió la palabra a Bernard durante el viaje de regreso de tres manzanas. Le farfulló buenas noches en su puerta, subió los cinco tramos de escalera hasta su cama arrastrando los pies, y se hundió en el sueño sin la iniciativa ni la energía para masturbarse. Cuatro horas más tarde, se levantó trastabillando de la derrota de su solitaria cama doble, aturdido, huraño y decidido a ganar el próximo asalto. Deseaba estar con ella y tenía que hacer algo. Aunque era incapaz de recordar una sola imagen, le parecía haber estado soñando con Margaret toda la noche. Antes de llamar a Bernard se preparó una taza de café en su nueva cafetera Chemex. Le dijo a la apagada voz que le contestó:
—¿Estás despierto?
—Sí, me he levantado temprano. No he podido dormir mucho —contestó Bernard en un tono elocuente, como si ese hecho resultara significativo.
—Sí, me siento como una mierda. Como si tuviera resaca.
—Joder, eso es porque no sabes beber —farfulló Bernard.
—No, no me refiero a… Bah, olvídalo. Te llamo para que me des el número de Margaret. ¿Cuál es?
Hubo un silencio. Enrique apoyaba un lápiz del número dos (la ironía le divirtió) sobre su libreta preferida, una libreta marca National con las páginas pautadas y de un verde pálido. Miró la punta de la mina y escuchó el silencio del teléfono como si fuera un código.
—¿Bernard?
—¿Para qué lo quieres?
Enrique no se molestó en considerar por qué le hacía una pregunta tan estúpida.
—Porque quiero pedirle que salga conmigo.
Otro silencio.
—¿Bernard?
—Mmm… yo… —Incluso en alguien tan lacónico como Bernard, aquellas pausas eran extraordinarias. Al final dijo de corrido—:… no quiero dártelo.
—¿Qué? —No hubo respuesta—. ¿Por qué no?
—No creo que debas salir con ella —dijo con tanta naturalidad que Enrique vaciló a la hora de contestar. Probó con una carcajada porque le pareció realmente posible que Bernard le estuviera tomando el pelo.
—¿Bernard? —dijo con el sonsonete del que intenta tomárselo a la ligera—. Estás de broma. ¿Qué…? Vamos, dame el número.
—No bromeo.
—¿No vas a dármelo? ¿De verdad que no vas a darme el número?
—No. —Lo dijo con una notable falta de emoción. Simplemente dejaba constancia del hecho.
—¿Por qué no? —dijo quejumbrosamente Enrique, un tanto amedrentado por la firmeza del no de Bernard—. ¿Pretendes salir con ella?
—No. Ya sabes que no. Ya te he explicado mi relación con Margaret. Somos amigos.
—Entonces, ¿qué más te da?
—No deberías salir con ella. No estás a su altura.
Enrique repitió cada palabra como si estuviera aprendiendo un nuevo idioma:
—¿No… estoy… a… su… altura?
—Ajá. Tengo que dejarte, Enrique. Estoy escribiendo. Te veré en la partida de póquer de esta noche, ¿de acuerdo? ¿A las siete?
—¿No me das su número de teléfono y esperas que te deje venir a jugar al póquer a mi casa?
—Ajá. Te veo luego. —Y colgó.
Enrique se quedó con el teléfono pegado a la oreja durante un momento, como si esperara que Bernard volviera a ponerse y le dijera que estaba bromeando. A continuación colgó tan fuerte que el auricular rebotó de la base, resbaló sobre el escritorio y cayó por el borde, dejando una marca negra sobre la reluciente superficie del suelo de madera recientemente recubierto de poliuretano.
—¡Jesús bendito! —le proclamó a la habitación, y se preguntó cómo era posible que le ocurriera algo así. Cuatro años atrás había sido entrevistado por la revista Time, y The New York Review of Books había declarado que su primera novela era una de las mejores que se habían escrito sobre la adolescencia en la historia de la literatura. ¿Cómo era posible que no estuviera a la altura de una chica de Queens que trabajaba por su cuenta de diseñadora gráfica? ¿Y cómo podía emitir semejante dictamen un pedazo de carne grisácea que ni siquiera había publicado nada?
¿Y desde cuándo había distintas alturas por lo que se refería a las relaciones entre hombres y mujeres? ¿Acaso aquello era la Inglaterra del siglo XIX? ¿Es que yo soy Pip y ella Estella? Según había oído en la conversación de la noche anterior, en la universidad Bernard y Margaret habían sido miembros de la asociación de Estudiantes por una Sociedad Democrática. Margaret dijo que apoyaba la ocupación del Straight en Cornell por parte de los Panteras Negras, al menos en sus objetivos, aunque no en sus métodos, a pesar de que tampoco la arredraba la visión de las armas. Dijo que le parecían «amenazantes y hermosas». Lo que le molestaba era que hubieran declarado que los Panteras eran un movimiento solo de negros y hubieran echado a todos los chavales blancos de la Sociedad Democrática. ¿Cómo era posible que aquella mujer, radicalmente comprometida con los principios de la integración y la igualdad, que quería poner fin al racismo y al imperialismo de los Estados Unidos, pudiera considerar que Enrique, judío a medias y autor publicado al cien por cien, estuviera por debajo de ella? ¿Y Bernard? ¿Ese socialista? ¿Ese censurador del materialismo que creía en los derechos civiles y la autodeterminación de los vietnamitas? ¿Ahora consideraba que a Enrique Sabas no se le debía permitir salir con Margaret Cohen?
Enrique se habría reído de su grotesca hipocresía, habría llamado a todos sus amigos comunes para comentar lo hilarante que resultaba todo aquello de no ser por el hecho de que en algún lugar de su interior, y no demasiado profundo, estaba de acuerdo con la apreciación de Bernard. Él no estaba a la altura de Margaret. Ella era hermosa, él era torpe. Ella era alegre, él colérico. Ella estaba sexualmente segura de sí misma, y él aterrado. Ella era una persona extrovertida, plena de confianza en sí misma, culta, y estaba claro que había tenido unos padres normales. Ella no se dejaba intimidar en la conversación y se defendía con gracia aunque no supiera contar las historias tan bien como Enrique, pero ¿y qué? Él dedicaba sus esfuerzos a eso día y noche. Si no la superaba a la hora de contar historias, más le valía pegarse un tiro en la cabeza.
Sí, estaba fuera de su alcance, Bernard tenía razón. Pero estar de acuerdo con él no convenció a Enrique de que la razón que Bernard había expresado fuera el verdadero motivo de ese novelista frustrado para no darle el número de Margaret. Bernard la deseaba, y como sabía que nunca la tendría, quería asegurarse de que Enrique tampoco la consiguiera.
Aunque después del rechazo de Sylvie y de su fracaso en su único ligue de una sola noche Enrique se mostraba más receloso que nunca con las mujeres, su indignación política y su instinto competitivo se impusieron a su timidez y su miedo al rechazo. Sabía que Margaret vivía en la calle Novena. No se había fijado en el número, pero podía mirarlo. En último extremo, podía quedarse en su vestíbulo y esperar a que apareciera, aunque no creía poseer el descaro suficiente para tan romántica vigilia. Del anaquel inferior de sus estanterías nuevas sacó las páginas blancas nuevas, suministradas por el instalador de NYNEX junto con su nuevo teléfono y su nuevo número, y buscó el apellido Cohen. Sabía que las mujeres solteras de Nueva York, para frustrar a los que llamaban para jadearles o para soltarles obscenidades, o bien pagaban para que sus números no aparecieran en el listín o utilizaban las iniciales de sus nombres de pila, aunque esta última precaución solo podía engañar a la rama más estúpida de los pervertidos. El que recibiera en casa el Times le sugirió a Enrique que quizá Margaret pagara un extra para no aparecer en el listín. Así que sus dedos recorrieron con cierta aprensión la pródiga abundancia de Cohens de Manhattan hasta que alcanzó aquellas cuyo nombre empezaba por M. ¡Y por Dios! ¡Qué alegría! Había cinco M. Cohens, dos en el Upper West Side, dos en el Upper East Side, y una, una solitaria y deliciosa M en la calle Novena. Ahí estaba, M. Cohen, calle Novena Este n.º 55.
Cogió el teléfono y sintió que el estómago le resbalaba hasta el suelo. Tragó saliva, pero eso no alivió su náusea. Marcó el número de M. Cohen. Sabía que si se paraba a pensarlo, aunque fuera un segundo, perdería todo el valor.
Ella contestó al tercer pitido, justo cuando Enrique estaba a punto de colgar. Tenía la voz ronca, presumiblemente por su maratón de Camel y conversación de la noche anterior; no obstante, sonaba animosa, con ganas de hablar. Él dijo:
—Hola, Margaret. Soy Enrique Sabas. Hace tanto que no hablamos que se me ha ocurrido llamarte.
El nerviosismo le hizo hablar demasiado fuerte, y prácticamente gritó esa ocurrencia tan poco original, la mejor que le vino a la cabeza en ese estado de reconcomio en que lo había sumido Bernard.
—Ha sido una locura —dijo ella de buen humor, como si locura fuera sinónimo de diversión—. No me pasaba tantas horas de cháchara desde que iba a la universidad. Y lo creas o no, ahora tengo que irme corriendo a un almuerzo a casa de un amigo para seguir hablando. ¿Puedo llamarte luego? ¿Qué número tienes?
—Ah, claro. Solo pensaba que podríamos, esto, no sé, ir al cine o algo…
—Me alegro de que me hayas llamado —lo interrumpió ella—. Iba a pedirle tu número a Bernard. —Al oír eso, el corazón de Enrique, una criatura diminuta y acurrucada en su esquelético pecho, pegó un salto, pero al instante se arrugó cuando ella dijo—: Creo que debería celebrar una comida navideña de huérfanos para todos aquellos que no pueden estar con sus familias. Tú me inspiraste al quejarte de que tu padre, tu madre, tu hermano y tu hermana te abandonaron.
—Estaba bromeando —dijo Enrique. En un intento de hacerse el interesante durante las primeras horas de charla de la noche anterior, había exagerado su leve decepción transformándola en un desmedido pesar por no poder celebrar, por primera vez en su vida, el Día de Acción de Gracias y las Navidades judías con su familia mestiza y sus hermanastros.
—Ya sé que no te quejabas de verdad. Pero, como dijiste que tus padres están en Inglaterra por Navidad, y la familia de mi amigo Phil Zucker está de crucero, y tengo al menos otros dos amigos que me han dicho que están solos para las vacaciones, he pensado que debería celebrar una cena para todos los huérfanos. —De repente se oyó el staccato de su carcajada, y se apagó igual de repentinamente—: ¿Te parece una locura?
—Me parece estupendo —mintió Enrique. Y para resultar convincente, añadió—: Me encantaría asistir. —Naturalmente, lo último que deseaba era estar con Margaret y dos o tres varones más.
—Dios mío, llego tarde. Debo irme. ¿Qué número tienes? —Él se lo dio al tiempo que el alma se le caía a los pies; enseguida llegó el desastre—: Te llamaré cuando haya planeado mi Cena de Huérfanos. ¡Adiós!
Y así fue como Enrique acabó de nuevo sin más compañía que un auricular negro, en su angosto estudio con su angosta cama doble, a la espera de una llamada que, estaba seguro, nunca llegaría.