Enrique la estudió de perfil mientras dormía en medio de la pesada inconsciencia del Ativan al que se aferraba para sentirse segura contra el terror de aquello a lo que tenía que enfrentarse sola. Totalmente sola, tuvo que admitir Enrique, aunque él se había esforzado todo lo que había podido —y lo había conseguido con la angustia del alumno que quiere subir nota— por estar junto a Margaret en cada reconocimiento, en cada tomografía y en cada resonancia magnética, cada vez que le administraban la quimioterapia, entrelazando los dedos con los de ella en cada una de las tres operaciones, hasta que lo obligaron a soltarla para llevarla hacia las puertas del quirófano, que se cerraron con un susurro. Ni siquiera durante esas forzadas separaciones llegó a separarse, paseando a la vista de todo el mundo en la zona de espera, temiendo abandonarla para hacer pis. Enrique quería ser la primera cara que ella viera cuando despertara atontada de la anestesia, y también en el tembloroso sufrimiento antes de que el telón de la morfina cayera para ocultarla de las últimas heridas. Pero qué descabellado, ¿verdad?, se dijo Enrique. Las mismas drogas que le aliviaban el dolor también le borraban la memoria de sus palabras y besos de consuelo, aunque ella parecía saber, siempre sabía, que él había estado allí.
Enrique se mostraba tan diligente que todo aquello le habría sonado a falso de no ser porque había faltado una vez. Y en mal momento. Hacía casi tres años, había dejado que fuera Lily, la adorada amiga de Margaret, la que recorriera de noche el terrorífico pasillo del hospital después de que el urólogo finalmente le confesara a Margaret que padecía un cáncer de vejiga, tal como le había confiado a Enrique dos días antes. Enrique tenía la excusa, por supuesto, de que su hijo menor, Max, de dieciséis años, estaba solo en casa y aún no sabía nada de por qué su madre permanecía en el hospital una tercera noche después de haber ingresado por lo que iba a ser una operación de trámite de una hora. Por supuesto, pero Enrique podría haberlo organizado de otro modo, como había hecho muchas veces posteriormente. Rebecca, su hermanastra; o Lily; o cualquier otro podrían haberse quedado con Max mientras él se dedicaba a lo que era más urgente: a abrazar el temor de Margaret, a darle ánimos y consolarla, a alegrarla y amarla aunque estuviera muerto de miedo, con el alma en vilo.
Pero todos esos sentimientos de desesperación habían ocurrido mucho tiempo atrás, hacía dos años y ocho meses, ciento cuarenta y siete días con sus noches en el cómputo del hospital, tres operaciones importantes, media docena de intervenciones menores y catorce meses de quimioterapia atrás, dos remisiones y dos recaídas atrás. Al rememorarlo a través de la derrotada envoltura de la fatiga, ahora parecía inevitable que aquello acabara así, en esta muerte gota a gota, en esa terminal de un solo carril en la que la esperanza se había convertido en la sonrisa de un esqueleto.
Margaret apenas parecía capaz de respirar o soñar, su pequeña figura era aún más pequeña a causa de su encorvamiento fetal, y, sin embargo, Enrique no creía que fuera un sueño plácido, ni siquiera un sueño de verdad. Las drogas iban apagando su conciencia, pero no le permitían olvidar las pérdidas acumuladas de una vida agradable ni, desde luego, el callejón sin salida que asomaba al final.
Enrique miró por la ventana, vio un cielo denso e hinchado por la lluvia que se cernía sobre el East River, y dio un sorbo a su café de Dean & Deluca. Cualquier sabor que prometiera energía, por breve que fuera, era bienvenido para unirse a la lucha contra la fatiga que le invadía. A pesar de que llevaba ya dos tazas, sentía que la frente, los párpados y las mejillas se le aflojaban como si le hubieran arrancado el cuero cabelludo y una máscara de carne se le arrugara hasta la barbilla. Si Enrique dejaba que los ojos se le cerraran un momento para descansar del escozor del aire acondicionado del Sloan-Kettering, en un instante el suelo enmoquetado de la habitación privada desaparecía y él quedaba flotando hasta que una cabezada, una voz, la vibración de su móvil le devolvía al estado anterior de agotada alerta. En aquellos días los amigos le insistían en que durmiera más, y de inmediato retiraban el consejo por la imposibilidad evidente de ponerlo en práctica. No obstante, para acallar a su hermanastro obstinado y duro de mollera —el cual, en lugar de visitar a Margaret en el hospital, insistía en invitar a Enrique a cenar en su apartamento—, tenía que explicar en detalle la lógica de su horario: «Quiero estar en el hospital por la noche, que es cuando ella está sola, y tampoco quiero abandonar a Max, lo que significa dormir en el Sloan, levantarme al alba —cosa que, créeme, en un hospital no supone ningún problema— para llegar al centro a tiempo para despertar a Max y tratar de convencerlo de que coma algo y acompañarlo al metro, y luego darme una ducha, cambiarme de ropa y regresar al Sloan para la visita matinal del médico, que de todos modos normalmente me pierdo, pues las hacen muy temprano, cosa que tampoco tiene importancia porque puedo pillar de nuevo a los médicos por la tarde, justo antes de irme a cenar con Max».
Eso era lo que solía decir desde los primeros días de lucha con la enfermedad de Margaret, en arrebatos narrativos que reclamaban a gritos puntuación y edición, y que carecían de nudo y desenlace propiamente dichos. Era un síntoma de fatiga y una respuesta adaptativa a la manera en que casi todo el mundo reaccionaba a la espantosa enfermedad de su mujer: interrogaban a Enrique de una manera indiscreta acerca de la logística de la batalla de Margaret al tiempo que evitaban meticulosamente comentar el desenlace. Enrique había envejecido —tres semanas antes había cumplido los cincuenta—, pero no había perdido su afición juvenil a transformar una cita famosa con el fin de embellecer su vida cotidiana. Cuando tocaba el tema de la victoria o la derrota de Margaret y los amigos se apresuraban a poner fin a la conversación, él decía para sí en un susurro: «Me he convertido en la Muerte, la destructora de la cháchara[1]».
Los ojos de Margaret se abrieron justo en el momento en que había decidido abandonar la silla alta que había junto a su cama y echar una cabezada de media mañana en el sofá de la habitación, aunque la experiencia le había enseñado que un sueñecito diurno apenas conseguía poco más que transformar su fatiga malhumorada y despierta en un desesperante aturdimiento. Sin embargo, se hacía difícil resistir la atracción del incómodo sofá cama, que un celador había devuelto a su encarnación de sofá mientras Enrique estaba en el centro. Enrique había insistido en gastar una exorbitante cantidad de dinero —después de la tercera hospitalización de Margaret, el coste lo habían asumido los generosos padres de ella— en una habitación en la decimonovena planta del Sloan-Kettering, pues le proporcionaban una cama para él y podía quedarse con Margaret durante las desoladas y aterradoras noches en el hospital. En esa supuesta planta VIP, las habitaciones estaban decoradas para que parecieran las de un hotel lujoso e incluían un pequeño escritorio, una cómoda butaca, una mesita baja y un sofá desplegable, que acababa de seducirle cuando Margaret abrió sus ojos inmensos y tristes.
No dijo nada. No preguntó si alguien había acompañado a Max a hacerse la foto para su graduación en el instituto. No comentó si los médicos habían aparecido durante la ausencia de hora y media de Enrique. Se quedó con la mirada perdida como si se hallara en mitad de una pausa en una larga conversación y estuviera considerando meticulosamente el último comentario de Enrique, al que parecía absorber con sus ojos brillantes, tan azules como el día al que se enfrentaban y más grandes que nunca en una cara angostada por la falta de alimento.
Eran neoyorquinos de clase media alta, ricos se mirara por donde se mirara, ciudadanos de la metrópolis más opulenta de la nación más rica del mundo, y Margaret llevaba medio año muriéndose de hambre. Había sido incapaz de digerir comida sólida o de beber fluidos desde enero, pues su estómago ya no vaciaba su contenido en el intestino. Esta insuficiencia, que la ciencia denominaba elegantemente gastroparesis, había sido diagnosticada al principio, de una manera esperanzadora, como un efecto secundario de las toxinas que había acumulado durante la quimioterapia —bajo la premisa de que en teoría era reversible—, hasta que con el tiempo varios especialistas dijeron que la causa más probable era que el cáncer de vejiga hubiera entrado en metástasis creciendo y extendiéndose por fuera del intestino. Esas lesiones cancerosas, demasiado pequeñas para ser detectadas por una tomografía, obstaculizaban la acción peristáltica del intestino, lo inmovilizaban e impedían que pudiera digerir todo lo que tragaba; los sólidos y los fluidos permanecían en el estómago de Margaret hasta que los vomitaba en una regurgitación provocada por el desbordamiento.
En febrero, uno de los muchos médicos de Margaret, un emigrado judío iraquí, autocrático y de baja estatura, le había insertado un tubo flexible de plástico conocido como GEP (acrónimo de la expresión médica gastrotomía endoscópica percutánea) a través de la piel y dentro del estómago para extraer todo lo que ella había tragado a una bolsa en el exterior del cuerpo. El drenaje era necesario aun cuando Margaret no ingiriera nada por la boca. Enrique había aprendido de manera gráfica que cuando los intestinos se cerraban y el estómago no se vaciaba, la bilis negra verdosa —un jugo digestivo fabricado por el hígado que penetraba en la vesícula biliar—, al no encontrar a dónde ir, regresaba al estómago y en cuatro horas lo llenaba.
Casi medio litro de ese repulsivo líquido se había acumulado en el fondo de una bolsa que colgaba junto a la cama de Margaret, a pocos centímetros de donde el pie de Enrique se movía como un metrónomo para mantenerlo despierto. Cerca del otro pie, colgando de un gotero, se veía una bomba que había sido desconectada y retirada la noche anterior, y cuya tarea consistía en sortear el estómago inutilizado de Margaret introduciendo unas gachas muy finas de color beige —un sustituto alimenticio fácil de digerir, no muy diferente de la papilla Enfamil con la que habían alimentado a sus hijos de pequeños— en el interior del intestino delgado a través de un segundo tubo que había insertado quirúrgicamente hacía diez días otro médico, un cirujano rubicundo que no dejaba de disculparse. A ese tubo se lo denominaba con un acrónimo parecido, YEP, en el que la Y significaba yeyuno. Se utilizaba para proporcionar alimento directamente al intestino, no para drenar el estómago.
El equipo de médicos y enfermeras de Margaret había intentado alimentarla a través del YEP durante las tres últimas noches, comenzando a medianoche con el objetivo de continuar hasta las seis de la mañana. Todas las noches habían fracasado a la hora de completar la nutrición enteral. El primer intento había funcionado hasta las cinco de la mañana, el segundo hasta las tres y media, y la noche anterior había fracasado casi de inmediato. Poco después de la una, Enrique se había despertado al oír que Margaret pronunciaba su nombre con una angustia agotada y le pedía que llamara a la enfermera para que apagara la bomba, pues aquella pasta fina se le había subido a la garganta, produciéndole la aterradora sensación de ahogarse con una comida que para empezar ni siquiera había tragado.
Margaret todavía no había muerto de hambre en enero —ahora era junio— gracias a un sistema denominado NPT, acrónimo de nutrición parenteral total, que proporcionaba toda la nutrición de manera intravenosa, evitando por completo el sistema digestivo. Las grasas, las proteínas y las vitaminas necesarias se suministraban de forma líquida a través de un puerto en el pecho y eran absorbidas por el flujo sanguíneo. En el hospital, el personal le enseñó a Enrique a limpiar el puerto, a mezclar la NPT y a conectarla a la bomba. Con lo que había aprendido, Enrique podía tratar a Margaret en casa.
Hacía frío y nevaba; cuando comenzaron, Margaret estaba en cincuenta y dos kilos. La NPT la había nutrido para que pasara el cálido mes de junio, pero la vida que le proporcionaba era escasa. No le suministraba la energía suficiente ni la libertad para utilizarla. La NPT, un brebaje lechoso de olor agrio, necesitaba doce horas al día para fluir. Aun cuando el proceso comenzara a las diez de la noche, la NPT truncaba cualquier plan vespertino y consumía casi toda la mañana. El sistema alimenticio también fallaba en su tarea principal, y la prueba era que por entonces Margaret ya solo pesaba cuarenta y cinco kilos.
Esa mengua de su fuerza vital se la señaló a Enrique gráfica y dolorosamente Max, que el septiembre anterior había sabido que la enfermedad de su madre se consideraba incurable y que viviría poco más de nueve meses solo si respondía a unos medicamentos experimentales cuyo efecto benéfico no estaba probado. Max, al igual que su hermano mayor, Gregory, compartía el entusiasmo de su madre por los datos. En abril se fijó en uno. Margaret había sido hospitalizada para tratarle una infección. Max la visitaba después del colegio durante una hora, tendiéndose en silencio junto a ella en una cama del Sloan-Kettering. Cuando Enrique lo acompañó al ascensor, Max le pregunto:
—¿Van a hacer algo con el peso de mamá?
Enrique le explicó, con ese tono amable y tranquilizador que intentaba mantener, aunque a menudo lo que tuviera que decir no fuera ni amable ni tranquilizador, que a partir de entonces aumentarían las calorías de la NPT. Max le interrumpió, y sus ojos azules se agrandaron:
—Bien —anunció—. Porque se le han ido los michelines.
Enrique no tenía ni idea de a qué se refería Max. El cáncer de Margaret le había enseñado que hacer suposiciones o deducciones fáciles podía llevar al error, que lo prudente era siempre preguntar, de manera que le preguntó a su hijo pequeño qué eran los michelines.
—Michelines, papá, esto de aquí. —Max agarró un cacho de grasa situado entre la cadera y la zona lumbar de su padre cuya existencia había pasado inadvertida para Enrique—. Los de mamá han desaparecido —dijo Max y frunció el ceño.
—Bueno, mamá siempre ha estado delgada… —comenzó a decir Enrique.
Max negó con la cabeza.
—No, papá. Tú estás flaco y tienes michelines. —Max volvió a verificar ese cúmulo de carne, ahora haciéndole daño a Enrique, que se zafó—. Lo siento —se disculpó Max—. Los michelines sirven para almacenar grasa, papá. Solo los utilizas cuando te estás muriendo de hambre. Y a mamá ya no le quedan.
Tras ese diálogo, Enrique dejó de preguntarse por qué las expediciones de Margaret consistían apenas en una lenta vuelta a la manzana. Para una mujer que disfrutaba de las caminatas a paso vivo, que pasaba horas jugando a tenis o pintando en su estudio, que era capaz de pasarse una mañana en el Met en busca de inspiración o una tarde en Costco para comprar papel de váter y latas de atún, capaz de pasarse el día chismorreando y trabajando de voluntaria con otras madres en los colegios de sus hijos, para esa energética Margaret, que daba saltos sobre las puntas de los pies de pura alegría si le proponías hacer algo divertido, no se le podía llamar actividad a caminar tambaleándose y sin aliento.
Para Enrique, la NPT era como una ocupación a tiempo completo. Le entregaban los suministros en su edificio de apartamentos dos veces por semana, siempre a tiempo, aunque Enrique los esperaba con una angustiosa incertidumbre, delatada por la ferocidad con la que de inmediato abría las cajas para asegurarse de que no faltaba nada. En su dormitorio, el material llenaba una pared de metro ochenta de longitud hasta una altura de un metro. Enrique había ido andando hasta Staples, en Union Square, para comprar media docena de archivadores de plástico apilables. Había tirado las carpetas que había dentro y utilizado los archivadores como cajones en los que guardar y clasificar las bolsas de hidratación salina, los paquetes de tubos estériles, guantes estériles, jeringuillas estériles, tapones estériles para los acoplamientos al puerto del pecho, los bastones de esterilización para limpiar su vendaje adhesivo transparente, y una docena de artilugios más que producían dos bolsas de basura que transportaba cada día al vertedor del pasillo. Había tres archivadores para los tubos de la NPT y diversos frascos de antiácido y vitaminas que Enrique tenía que inyectar en las grandes y traslúcidas bolsas de alimentación. Las almacenaba en una pequeña nevera que había comprado en P. C. Richard, en la calle Catorce, asintiéndole de manera simpática al vendedor, que imaginaba que Enrique la compraba para la habitación de su hijo en la residencia de la Universidad de Nueva York. Por aquel entonces, el dormitorio de Enrique y Margaret, con su gotero intravenoso y sus paquetes de material estéril, se parecía tanto a un hogar como la imitación de una suite de lujo del Sloan a un hotel.
A Enrique el trabajo de enfermero y encargado de la NPT le resultaba aburrido y aterrador: la limpieza meticulosa, el extraño tacto cálido y pegajoso de los guantes, la atención que había que prestar para no pincharse ni pinchar la bolsa cuando añadía ingredientes o empalmaba el tubo, el peligro de contaminar cualquier cosa en la docena de pasos que exigía la esterilidad, pues Margaret podía acabar fácilmente con una fiebre de más de cuarenta grados. Enrique siempre estaba vigilante, aunque ya no temía que Margaret muriera por culpa de una infección, como había temido en los primeros días de la enfermedad, cuando la cura era una posibilidad real. El final era inevitable y estaba muy cerca. Ella tenía que morir de algo, porque el cáncer no mata solo. Mata con cómplices, así pues ¿por qué no una sepsis? La razón por la que continuaba temiendo una infección como asesino concreto era que no soportaba verla temblar y cocerse de fiebre una vez más, con aquellos ojos apagados, con aquellos suaves gemidos pidiendo ayuda mientras un fino sudor le cubría la frente y su mente se adentraba en el delirio.
Esa era una muerte que había que evitar, se decía Enrique, aunque qué tipo de muerte esperaba era algo que no imaginaba ni podía imaginar. El tema era un tabú tan grande como cualquiera de los que habían acompañado a Enrique en sus cincuenta años de vida. No pensaba en la muerte de Margaret; no contemplaba el futuro sin ella. Se daba cuenta de que moriría, y pronto, pero también sabía que no acababa de creerse que su vida pudiera terminar. Había esperado un año a que su padre sucumbiera a un cáncer terminal, y había aprendido de la sorpresa que le produjo su fallecimiento final que, cuando llegaba la hora de comprender que aquello no tenía vuelta de hoja, ninguna advertencia del increíble hecho de la mortalidad era capaz de preparar adecuadamente el primitivo cerebro que la naturaleza le había dado.
Después de cinco meses con la rutina de la NPT Margaret pasaba los días echada en el sofá de la sala de estar viendo reposiciones de Ley y orden, salpicadas tan solo por escapadas al cuarto de baño, para lo cual tenía que empujar el pie del gotero de aluminio con su bolsa de litro de suero, como si eso la ayudara a sostenerse en pie; por las noches estaba conectada a la bomba de fluido lechoso que entraba en sus venas. El 10 de mayo, Margaret saludó a Enrique con lágrimas en las mejillas cuando este regresó del supermercado. Le había comprado polos de fruta para que experimentara el placer de probar algo dulce que no obstruyera el angosto pasaje de la GEP de su estómago. Ya había abierto el paquete para que eligiera entre naranja y fresa cuando se quedó callado al ver su desesperación. Aunque las lágrimas no dejaban de brotarle, la voz de Margaret resonaba llena de convicción:
—No puedo hacerlo. No puedo vivir así. No puedo seguir atada a una bolsa la mitad del día. No soporto no poder comer contigo y los niños y nuestros amigos. Sé que parece estúpido, trivial e insignificante, pero no puedo vivir así.
Enrique sintió que la caja comenzaba a gotear sobre sus tejanos. Quería poner los polos en el congelador porque si se derretían no sabía si tendría energía suficiente para volver al supermercado. Pero no podía darle la espalda a las palabras de Margaret. Hacía más de un año que sabía, cuando el cáncer le rebrotó en marzo, que moriría casi con toda certeza. El septiembre anterior, al enterarse del segundo rebrote y de que no había terapias que garantizasen el éxito, Margaret había decidido dejar de buscar tratamientos experimentales e intentar disfrutar del tiempo que le quedara. Enrique había estado de acuerdo con su decisión y sentía un alivio culpable ahora que al menos podía evitar algunos de los horrores del hospital. Tendría tiempo, quizá unos meses, para pasarlo con sus hijos, para dormir una vez más en su casa de verano de la costa de Maine, para charlar con sus amigos en un sitio que no fuera una sala de espera. Intentaron planear las últimas cosas que harían; y entonces, al sexto día, ella cambió de opinión. No podía abandonar; vivir sin esperanza no era vida.
—No quiero hacer una gira de despedida —dijo Margaret.
Enrique estuvo de acuerdo al instante con ese cambio de planes, esta vez aliviado de no dejar pasar la oportunidad de un milagro. Lo cierto es que en compañía de la enfermedad de Margaret no tenía ni un momento de paz. Hiciera lo que hiciera, se sentía culpable y avergonzado. Ella iba a morir y él no; en la guerra no declarada del matrimonio, era una victoria atroz.
Desde septiembre Enrique había vivido con una modesta esperanza: mitigar la aguda conciencia de que ella debía abandonar todas las cosas y personas que amaba. Nada espectacular, ni tan ridículo como las luminosas conclusiones de las películas sentimentales. Desde el último otoño, su ambición había sido aliviarle algún gramo del tonelaje de dolor que suponía tener que decir adiós a la vida. Y al escucharla mientras los polos de color rojo y naranja se derretían sobre sus tejanos, supo que fracasaría.
Margaret le pidió que llamara a sus diversos médicos y les insistiera para que intentaran algo, por peligroso que fuera, que le permitiera volver a comer con normalidad.
Enrique hizo las visitas pertinentes. El urólogo de Margaret, un hombre por lo general complaciente, le dio la excusa razonable de que no era su especialidad. El gastroenterólogo iraquí se negó a recomendarle a nadie de su departamento, afirmando que no se podía ni se debía hacer nada; insistió en que Margaret podría sobrevivir a base de la NPT de manera indefinida mientras buscaban un nuevo medicamento que la curara. El oncólogo consultó con el especialista adecuado, pero acabó informándole de que la única intervención posible probablemente no aliviaría la gastroparesis. La anastomosis longitudinal que citó pareció sin duda una improvisación desesperada: consistía en intentar sortear el tracto digestivo bloqueado tomando un fragmento de intestino inferior despejado y pegándolo al estómago. Además, como cada especialista daba a entender que «Eso no combatiría la enfermedad», ¿qué sentido tenía llevar a cabo una arriesgada intervención que volviera a poner en marcha la función digestiva cuando lo cierto es que moriría tuvieran éxito o no?
Margaret acabó agotándolos. Para Enrique era una macabra diversión observar cómo Margaret imponía su formidable voluntad sobre otros hombres que no fueran él mismo y sus hijos, sobre todo ver cómo esos popes de la medicina, con sus batas blancas, acostumbrados a pacientes que aceptaban sus racionalizaciones como algo incontestable, cedían por fin ante la insistencia de Margaret en lo mucho que aquella operación significaría para ella. «Aunque no sirva más que para tomar una última comida con mi marido», explicaba, echada en una cama del Sloan unos días más tarde. Se dirigía al jefe de oncología, un especialista en el cáncer de sangre que había tratado a un famoso amigo de Enrique. Le había cogido mucho aprecio a Margaret dos años atrás, cuando fueron presentados poco después del comienzo de uno de sus tratamientos, pues disfrutaba de la aparente paradoja de que Margaret juzgara cínicamente a sus médicos y al mismo tiempo se mostrara optimista con el éxito de sus tratamientos. El oncólogo era lo bastante poderoso como para conseguir que los cirujanos del Sloan-Kettering hicieran casi cualquier cosa. Escuchó la súplica de Margaret, a continuación se volvió para mirar a Enrique, lo contempló entrecerrando los ojos, como si observara por un microscopio para descubrir qué podía tener ese escritor calvo de mediana edad para que su mujer deseara someterse a una operación abdominal que probablemente no funcionaría tan solo para cenar con él.
—No creo que lo importante sea cenar conmigo —explicó Enrique—. La haría feliz cenar con cualquiera.
Margaret soltó una carcajada, aunque le caían las lágrimas, y añadió:
—Es cierto. No me importa a quién invites a cenar, solo quiero cenar.
El jefe de oncología le dijo que él y el judío iraquí le conseguirían un cirujano, pero que primero tenía que cubrirse las espaldas consultando con el departamento de psiquiatría.
Enrique escuchó cómo Margaret le explicaba su lógica desesperada a un reflexivo psiquiatra cuyo peinado era una versión bicolor del de Bozo el Payaso. El psiquiatra asintió comprensivo mientras ella decía:
—Yo tenía una vida. Tenía un marido, hijos y amigos. Ahora me paso todo el día en cama y no puedo pensar. Ni siquiera puedo leer una novela de misterio. Lo único que puedo hacer es mirar esos putos episodios de Ley y orden.
—Es que en la televisión no ponen nada —dijo el sombrío Bozo. Después de un silencio, mientras Margaret se limpiaba las lágrimas de las mejillas y se sonaba la nariz, el psiquiatra añadió—: Supongo que a la gente le gusta ese programa.
—Porque trata de la muerte sin ninguna emoción —farfulló Enrique. Margaret, acostumbrada a las malhumoradas observaciones culturales de su marido, hizo caso omiso de sus palabras y repitió:
—Es estúpido. Es una vida tan estúpida. No es vida. Quiero que me devuelvan mi vida —gritó, y comenzó a sollozar—. No me importa morir intentándolo. No me importa cuánto dure. No me importa que dure solo un día. Quiero recuperar mi vida.
El psiquiatra le recetó Zoloft y afirmó que estaba lo bastante cuerda como para tomar una decisión con criterio. El jefe de oncología y el judío iraquí convencieron a su colega rubicundo para que llevara a cabo la operación, aunque para compensar esa concesión todos insistieron en que Margaret accediera también al YEP, insertándole un tubo en el intestino delgado para poder perfeccionar el método intravenoso de la NPT con una mejora de la nutrición enteral si el desvío que le iban a instalar en el estómago no funcionaba. Enrique se preguntó si Dick Wolf, productor ejecutivo de Ley y orden, se molestaría al saber que un equipo de médicos expertos había coincidido con el criterio de Margaret de que ver sus creaciones no era vida.
Eso fue lo que les hizo volver al Sloan a finales de mayo. La anastomosis longitudinal había fracasado. La utilización del YEP para la nutrición enteral también había fracasado. La única opción era reanudar la NPT. Margaret se había pasado los últimos tres días, los primeros tres días de junio, con los ojos vidriosos por culpa del Ativan, las pupilas dilatadas, mirando con una inconsolable tristeza que Enrique no le había visto antes. Ni aquella vez que, dos años y nueve meses atrás, estando en la terraza, ella se volvió hacia él al ver cómo la primera explosión en forma de hongo procedente del World Trade Center brotaba en dirección a ellos y dijo: «Estamos viendo morir a miles de personas». Ni cuando le dijeron por primera vez que tenía cáncer, ni cuando le dijeron que se le había reproducido, ni cuando le dijeron que se le había vuelto a reproducir y que ya no había nada que hacer. En esas ocasiones había asomado la dureza de la cólera, una disposición a luchar y enfrentarse al futuro. Pero aquella mañana, aquella sombría mañana en que supo que su estómago nunca volvería a funcionar y que lo único que podía hacer era tenderse a esperar la muerte, sus grandes ojos azules miraron a Enrique desde su adelgazada cara y revelaron una expresión de puro dolor desde lo más profundo de su alma, una desnudez más profunda que la de la carne.
—Necesito que esto acabe —le susurró sin hola ni preámbulos—. No puedo más. Lo siento, Bombón —dijo utilizando el término cariñoso que había inventado para él el primer año de su amor—. No puedo más.
Él sabía que hablaba en serio, pero fingió lo contrario.
—Sí. —Le dio una patada a la bomba y al estrecho tubito lleno de la papilla de la noche anterior—. Esto ya no da para más. Volveremos a la NPT.
Ella negó con la cabeza.
—Tienes que ayudarme. Por favor. —Las lágrimas le caían sin esfuerzo ni interrupción, como era habitual aquellos días, como el agua que brota de un grifo—. Quiero morir. Tienes que ayudarme a morir.
Enrique fue incapaz de contestar enseguida. Y en aquel silencio paralizado se dio cuenta de que había algo en su cerebro que —a pesar de todas las horas pasadas aprendiéndose los índices de supervivencia y la naturaleza de la metástasis, a pesar de haber visto de cerca cómo su padre moría de cáncer de próstata— no había sabido que perdería, ese algo que había estado presente en su cabeza desde que Bernard Weinstein llamara al timbre de su puerta hacía ahora veintinueve años. En el silencio de las silenciosas lágrimas de Margaret se dio cuenta de que había algo esencial que pronto desaparecería, y que era algo más que la simple esperanza de que Margaret siguiera viviendo. No sabía qué palabra darle. Una nota musical, quizá como cuando lo llamaban por su nombre, algo que no siempre disfrutaba, algo que había agarrado para rescatarlo, algo que había poseído con placer, algo que lo había puesto furioso. En el silencio enmoquetado de aquella lujosa habitación de la enfermedad, sintió que por un momento lo perdía; probó el anticipo de su futuro expoliado y comprendió que aquello era real como nada más volvería a serlo, y que, a pesar de haber vivido veintisiete años dentro de él, su matrimonio era un misterio que iba a perder antes de llegar a comprender quiénes eran ellos dos.