33

Once de la noche en Nideck Point. La casa estaba en calma, los fuegos apagados. Laura se había ido al bosque con Berenice hacía rato. Felix y Phil habían regresado del bosque temprano y Felix se había acostado.

Reuben bajó solo la cuesta de la colina, bajo una lluvia suave y callada. Se acercó a la casa de huéspedes, levemente iluminada, esperando, rogando que su padre estuviera despierto, que pudieran sentarse a hablar.

Se sentía inquieto, ligeramente hambriento, con un pequeño dolor en el corazón.

Sabía que todo iba bien en San Francisco. Nunca había dudado de que iría bien. Lorraine y los niños iban a quedarse con Grace hasta el fin de semana. Grace no había podido expresar en palabras lo bien que iban las cosas, pero las numerosas fotos que habían llegado esa tarde contaban la historia. Una de toda la familia almorzando, incluidos el exultante padre, flanqueado por sus hijos, y una feliz Lorraine junto a una alegre y relajada Celeste. Otra de la pequeña Christine sentada con su radiante padre, junto a la chimenea. Una tercera de Grace con sus dos nietos. Otra más de Jamie delante de la misma chimenea, de pie, alto y tieso para el inevitable álbum, al lado de su papá orgulloso.

Nadie se aventuraba a especular adónde conduciría el futuro a Jim, pero Reuben no dudaba de que su hermano estaba en posesión de un tesoro raro e inestimable que le allanaría el camino independientemente del rumbo que siguiera. Pero Reuben estaba inquieto, y solo.

Al acercarse a la casita de huéspedes, se dio cuenta de que había dos personas dentro, tenuemente iluminadas, junto al fuego agonizante. Una de las dos era su padre, desnudo y descalzo, y la otra Lisa, con uno de sus típicos vestidos oscuros con cuello de encaje.

Su padre estaba abrazando a Lisa, besándola, besándola más apasionadamente de lo que nunca había visto Reuben a un hombre besar a una mujer. Aguardó, fascinado, sabiendo que no podía quedarse allí, que debía apartar la mirada, pero no lo hizo. Qué sano, qué fuerte era su padre, y qué flexible y complaciente Lisa cuando Phil le soltó la melena.

Mientras Reuben observaba, los dos se alejaron a la luz agonizante del fuego hacia la escalera de caracol que conducía al desván. Una ráfaga de lluvia golpeó los grandes ventanales. El viento gélido que soplaba desde el mar se colaba entre las ramas quebradizas y las hojas recién caídas que sembraban la terraza y el camino.

Reuben se sintió de repente alicaído y extrañamente inquieto. Estaba contento por Phil. Sabía que el tiempo de su padre con su madre había terminado. Se había dado cuenta de ello hacía tiempo. Sin embargo, le entristeció comprobarlo tan de repente, y se sintió extremadamente solo. Sabía en el fondo que Lisa era un macho, no una hembra, por más elaborados que fueran sus accesorios, y eso lo divertía y lo fascinaba ligeramente. ¡Qué poco importaba! «No hay vida normal, solo vida».

Se quedó muy quieto en la oscuridad, consciente de que tenía frío y estaba mojado, con los zapatos empapados. Tenía que volver a subir la cuesta. Miró los árboles oscuros que lo rodeaban, los pinos que se alzaban sobre los arbustos, las formas oscuras y torturadas de los cipreses de Monterrey siempre aferrándose con desesperación a lo que nunca podrían alcanzar, y sintió una extraña necesidad de librarse de la ropa y salir al bosque solo, de escapar de la demasiado humana cáscara de incomodidad en un reino diferente y salvaje.

De repente, oyó una serie de sonidos cerca, tenues crujidos y susurros, y luego un aliento cálido en el cuello. Conocía las patas que se aferraban a sus hombros y los dientes que le tiraban del cuello de la camisa.

—Sí —susurró—, amor. Arráncamela.

En un momento se había vuelto y había cedido a ella, sintiendo su pelaje pegado al suyo mientras le quitaba la chaqueta y la camisa como si fueran el envoltorio de un regalo. Reuben se quitó los zapatos al tiempo que ella le desgarraba los pantalones. La ropa interior hecha jirones cayó cuando las patas lobunas se movieron sobre su pecho y piernas desnudos.

Reuben contuvo el cambio, a pesar de estar calado hasta los huesos. Acarició la melena y el pelaje de ella con brusquedad, adorando la sensación de la lengua de loba en su rostro desnudo. Oía la risa de Laura, una risa vibrante y profunda.

Ella lo levantó del suelo con el brazo izquierdo y corrió colina abajo hacia la profundidad del espeso bosque y luego subió a los árboles. Reuben tuvo que sujetarse con ambos brazos porque ella usaba los suyos para trepar. Estaba riendo como un niño. Enredó las piernas en torno al cuerpo morfodinámico, adorando la sensación de notar el poder natural de ella cuando iba subiendo más y más alto por las secuoyas, por los pinos. De árbol en árbol se aventuró. No se atrevía a mirar hacia abajo. Además, de todos modos no podía ver bien en la oscuridad, no podría hasta que cambiara, y estaba conteniendo la transformación con todas sus fuerzas.

—Y la bestia vio al bello —gruñó ella contra su oreja—, y se lo llevó.

Reuben nunca había reído con tantas ganas. Besó el suave pelaje sedoso del rostro de Laura.

—Bestia salvaje —dijo.

El hormigueo no iba a detenerse. Ya no podía combatir el cambio. La transformación se había desatado y ella reía, lamiéndolo como si eso fuera a acelerar la metamorfosis. Y quizá lo hizo.

Laura saltó entre las ramas que crujían y se quebraban, y cayeron juntos suavemente en la tierra húmeda cubierta de hojas. Reuben ya tenía el pelaje de lobo y forcejearon hasta que se abrazaron de lado, cara a cara, con el órgano masculino contra ella, que lo provocó hasta que finalmente lo dejó entrar.

Eso era él; eso era lo que quería; eso era lo que anhelaba, y en ese momento no sabía por qué se lo había negado a sí mismo durante tanto tiempo. Todas las victorias y derrotas del mundo humano estaban lejos.

Yacieron juntos en silencio un buen rato. Luego Reuben se levantó de un salto, instándola a seguirlo, y subieron otra vez a los árboles. Rápidamente avanzaron entre el follaje húmedo hacia la población durmiente de Nideck.

De vez en cuando se alimentaban de animales salvajes, de los muchos animalitos que correteaban por las copas de los árboles; de vez en cuanto se dejaban caer para lamer el agua de charcos relucientes. Pero sobre todo viajaron por el dosel del bosque hasta que llegaron al pueblo que dormía.

Mucho más abajo estaban los tejados relucientes, el destello amarillo de farolas, el olor persistente de fuego de roble en el aire. Reuben veía perfectamente el oscuro rectángulo del viejo cementerio e incluso el brillo de las lápidas húmedas. Veía el brillo suave del tejado de la cripta de Nideck y, más allá, las casas victorianas dormidas, algunas con luces muy suaves en el interior.

Él y Laura se abrazaron sobre una rama gruesa que los sostenía bien. Reuben no sentía ningún temor. Era como si nada en el mundo pudiera hacerles daño, y el pueblo, con su tenue franja de luces a lo largo de la calle principal, parecía en paz.

«Pueblecito de Belén, qué apaciblemente duermes. Sobre tu sueño profundo pasan estrellas silentes».

—Quizás estén todos a salvo, en alguna parte —dijo Laura contra su pecho—. Todos los niños perdidos del mundo, los amados, los no amados, los jóvenes y los viejos. Quizás estén a salvo, o lo estarán de alguna manera, en alguna parte; incluso mis hijos, en alguna parte, a salvo y no solos.

—Sí, eso creo —dijo Reuben con suavidad—, con todo mi corazón.

Se conformaba con quedarse allí eternamente los dos mientras la lluvia caía con suavidad a su alrededor.

—Escucha, ¿oyes eso? —dijo ella.

Debajo, en el pueblo, un reloj estaba dando ruidosamente las doce.

—Sí —dijo Reuben, imaginando un pasillo pulido, un salón en silencio, una escalera enmoquetada—. Medianoche: la Navidad ha terminado —le susurró a ella— y empieza el tiempo ordinario.

Todas las casas le parecían de muñecas, y oyó el coro del bosque alzándose a su alrededor con los ojos cerrados, aguzando el oído, sondeando distancias cada vez mayores hasta que le pareció que todo el mundo cantaba. En todo el mundo la lluvia caía.

—Escucha —le dijo al oído a Laura—. Es como si el bosque estuviera rezando, como si la tierra estuviera rezando, como si las oraciones se elevaran al cielo desde cada hoja y cada rama brillante.

—¿Por qué estamos tan tristes? —preguntó Laura.

Qué tierna era su voz, pese a sonar más profunda y más ronca.

—Porque nos estamos alejando de ellos —dijo Reuben—, y lo sabemos. Y mi hijo, cuando venga a este mundo, no va a cambiar eso. No hay nada que podamos hacer para cambiarlo. ¿Puede un morfodinámico derramar lágrimas?

—Sí, podemos derramar lágrimas —respondió Laura—. Sé que podemos, porque lo he hecho. Y tienes razón: nos estamos alejando de ellos, de todos ellos, y profundizando en nuestra propia historia. Quizás así debe ser. Felix ha hecho todo lo posible para ayudarnos, pero nos estamos alejando con mucha rapidez de ellos, ¿qué podemos hacer?

Pensó en aquel pequeño, en la minúscula criatura que crecía en el útero de Celeste, en el tierno rehén de la fortuna que era tan suyo. ¿Crecería en la alegre casa de Russian Hill con Jamie y Christine? ¿Conocería allí la seguridad completa y la felicidad en la que Reuben antaño había confiado por completo? Parecía tan distante de repente, tan envuelto en tristeza, en pesar.

Grace era todavía joven, vital, una mujer en la flor de la vida. Cuando Celeste le confiara al recién nacido, ¿estaría Lorraine también allí para cogerlo en brazos? Vio a su hermano con claridad en la imagen que empezaba a forjarse, cada vez más clara aunque distante, en su mente. Oyó las palabras de Jim del sermón a los pies del altar: «Así salgo de la Navidad, de ese gran banquete de riqueza, agradecido una vez más por el milagro absoluto del tiempo ordinario».

—Te quiero, amor mío —le dijo a Laura.

—Y yo te amo, precioso mío —respondió ella—. ¿Qué sería el don del lobo sin ti?

22 de junio de 2012 - 4 de febrero de 2013,

Palm Desert, California