Grace no decepcionó a Reuben. Cuando le explicó la historia por teléfono, se quedó en silencio mucho más de lo que él la había visto callar en cualquier conversación. La había llamado por el fijo y con el iPhone le mandó las fotos de Christine, Jamie y Lorraine que acababa de hacer en la sala del desayuno.
Oyó a su madre llorando, la oyó luchando por decir que eran hermosas, la oyó diciendo entre lágrimas:
—Por favor, Jim, por favor, ven a casa.
Grace no podía ir a Nideck Point, a pesar de que lo deseaba con toda el alma. «Díselo a mis nietos», le pidió. Estaba de guardia todo el fin de semana y tenía dos casos en la UVI que no podía abandonar pasara lo que pasase. Aun así, insistió en que Reuben pusiera a Lorraine al teléfono.
Hablaron durante una media hora.
Para entonces el pequeño Jamie estaba discutiendo acaloradamente con Phil sobre la violencia de los deportes universitarios y si era justo presionar a los niños para que jugaran al fútbol o al fútbol americano. El propio Jamie se negaba a practicarlos. Phil opinaba que cumplían un propósito y trataba de explicarle su historia, mientras que Jamie insistía en que un niño de su edad podía demandar a las autoridades escolares para quedar exento de practicar deportes en los cuales podía romperse el cuello o la espalda o el cráneo. Jamie había investigado la cuestión en profundidad.
Era asombroso. Con esa voz juvenil británica, tan escueto, siempre tan educado, respondiendo tan velozmente a Phil, que se esforzaba por mantener la cara seria defendiendo el punto de vista opuesto.
—Qué tiene que ver la junta escolar con una población masculina joven cargada de testosterona y absolutamente incapaz de eliminarla o… —Phil estaba encantado con Jamie.
—Bueno, desde luego no tiene derecho a reducir nuestro número por muerte violenta o lesiones —repuso Jamie—. Mire, señor Golding, sabe tan bien como yo que el Estado y todas sus instituciones se enfrentan al mismo problema con los machos jóvenes en cualquier sociedad. Las Fuerzas Armadas existen para que sea posible desviar hacia ellas la exuberancia peligrosa de los machos jóvenes…
—Bueno, me alegro de ver que conoces el trasfondo de la cuestión —dijo Phil—. Tienes una asombrosa comprensión del asunto en su conjunto.
Christine se adormiló contra el respaldo de la silla del desayuno. Phil trató de que participara en la conversación, pero ella comentó con sueño:
—Jamie se exalta con estas cosas.
—No tienen ni idea de lo que es ser mellizo de una niña —les susurró Jamie confidencialmente a Phil y Reuben.
A la mañana siguiente, Lisa viajó al sur para recoger ropa y artículos personales de la familia Maitland, y Phil llevó a Lorraine, Christine y Jamie a pasear por el bosque en cuanto el sol asomó por detrás de las nubes.
Reuben pasó la mañana llamando a casas de huéspedes y hoteles de toda la pequeña ciudad de Carmel sin la suerte de encontrar a Jim. Grace descubrió que no había usado las tarjetas de crédito ni de débito desde su desaparición.
Felix y Sergei preguntaron a Reuben si quería que se unieran a la búsqueda. Podían viajar fácilmente a la península de Monterrey y empezar a buscar a Jim.
—Si estuviera seguro de que estuvo allí, os diría que sí —afirmó Reuben—. Pero no estoy seguro.
Tenía una corazonada. Empezó a buscar monasterios: comunidades monásticas aisladas que contaban con casas de huéspedes en un radio de ciento cincuenta kilómetros de San Francisco. Era frustrante hacer las llamadas. Jim podía haberse registrado con otro nombre y estaba contactando con zonas rurales remotas donde no sabían nada de las noticias diarias ni de la desaparición de Jim. A veces no entendía el marcado acento de la persona que le respondía; otras, nadie cogía el teléfono.
Por la tarde, Lorraine estaba absolutamente encantada con Phil. Le reía las bromas y captaba sus ocurrencias y sus citas literarias más crípticas. Por su parte, Jamie estaba tan fascinado, tan ansioso de argumentar con él sobre un millón de cuestiones, que su madre trataba de separarlos suavemente de vez en cuando, sin éxito. Phil estaba impresionado con el chico, capaz de hablar largo y tendido de todo, desde la superioridad del Barroco al actual estado de la política de San Francisco. Laura y Felix le enseñaron a Christine el invernadero, explicándole las diversas plantas tropicales. A la niña le encantaban los árboles de orquídeas y las exóticas heliconias. Preguntó qué pensaba el padre Jim Golding de esas plantas. ¿Tenía alguna favorita? ¿Le gustaba la música al padre Jim Golding? A ella le gustaba tocar el piano y mejoraba día a día, o eso esperaba.
Jamie no solo se parecía a Jim sino que hablaba como él. Reuben creía poder ver también algo de Jim en Christine. Ella era la tímida, la callada, la triste, y Reuben sabía que sería así hasta que Jim apareciera y le diera un abrazo. Pero era una niña muy lista. Su novela favorita era Los miserables.
—¡Porque ha visto el musical! —comentó Jamie con desdén.
Christine se limitó a sonreír. ¿Cuál era el autor favorito de su padre?, preguntó. ¿Había leído los poemas de Edgar Allan Poe? ¿Y a Emily Dickinson?
Lisa preparó una colosal cena en la casa de huéspedes, y Reuben trató de poner cara de valor cuando les aseguró que pronto tendrían buenas noticias de Jim. Salió al exterior para llamar a Grace, pero solo para confirmar que no había ninguna novedad. La policía había confirmado que Jim iba a pie cuando salió del hotel Fairmont. Habían registrado su apartamento y la cajita donde guardaba el dinero en efectivo, debajo de la cama, estaba vacía.
—Eso significa que probablemente lleva un par de miles de dólares y no tiene necesidad de usar las tarjetas de crédito —le dijo Grace por teléfono—. Tu hermano siempre guarda esa cantidad, solo para poder ayudar a gente. Si supiera lo que está ocurriendo… ¡El nuevo fondo para rehabilitación ya asciende a dos millones! La gente está haciendo donaciones en su nombre, Reuben. Y ese es el sueño de Jim, este albergue de rehabilitación justo al lado de la iglesia, donde pueda ofrecer habitaciones decentes a adictos en proceso de recuperación.
—Muy bien, mamá. Voy a volver a Carmel mañana por la mañana y cubriré toda la zona, aunque tenga que buscar en cada pequeña casa de huéspedes y hostal que exista entre Monterrey y el valle de Carmel.
Envió las últimas cuatro o cinco fotos que había sacado a Lorraine y los niños, procurando no incluir al robusto y radiante Phil en ninguna.
Se quedó en la fría oscuridad un buen rato, mirando por los cristales de la ventana el interior de la casa de huéspedes. Phil, sentado junto al fuego, leía en voz alta a Jamie y Christine. Lorraine estaba tumbada en la alfombra, con una almohada bajo la cabeza, delante del fuego. Reuben oyó pasos en la oscuridad, detrás de él, y luego captó el aroma de Laura, del cabello de Laura y del perfume de Laura.
—Pase lo que pase —dijo ella—, estarán bien.
—Eso lo sé —repuso Reuben con la voz espesa—. Forman parte de nuestra familia. —Se volvió y la estrechó entre sus brazos—. Ojalá pudiéramos estar a solas en el bosque esta noche —dijo—. Ojalá pudiéramos subir a la copa de los árboles y simplemente estar solos.
—Pronto —dijo ella—. Pronto.
Dentro de la casa caliente y acogedora, Lisa apareció con tazas humeantes en una bandeja. Reuben olió el chocolate y enterró la cara en el hombro caliente de Laura.
—Nunca me lo has dicho —susurró ella.
—¿Decirte qué?
—¿Cómo lo hice el día de Reyes?
Reuben rio.
—¿Estás de broma? —dijo—. Tu instinto fue perfecto.
Reuben estaba pensando, recordando, y no podía permitir que sus ideas humanas influyeran en lo que había ocurrido. Recordaba cada segundo, pero no sentía lo que había sentido cuando esa fiesta de Reyes estaba en su apogeo. «Estos son los monstruos, estos son los asesinos apestosos que asesinaron a un chico y a un sacerdote, que envenenan a críos, que trataron de mutilar y asesinar a Jim».
—Fuiste una más de nosotros —le dijo a Laura—. No había macho y hembra, realmente, ni jóvenes y viejos, ni amante hembra y amante macho, ni padre e hijo. Éramos una familia. Solo una familia de la que tú formabas parte, como todos los demás.
Laura asintió.
—¿Y cómo fue para ti probar por primera vez la carne humana? —preguntó Reuben.
—Natural —dijo ella—. Completamente natural. Creo que había pensado demasiado en eso de antemano. Fue sencillo. Esa es la palabra. No me supuso ningún conflicto en absoluto.
Era su turno de asentir. Sonrió. Pero fue una sonrisa lenta y sobria.
La pequeña reunión se disolvió alrededor de las ocho.
—Nos acostamos pronto en el campo —explicó Phil.
Lorraine estaba exhausta, pero Jamie quería saber si podía quedarse a ver las noticias de las once.
Subieron la cuesta hasta la casa y encontraron a Felix en bata y pijama, en la biblioteca. Le lanzó a Reuben una mirada conocedora. Phil cambiaría en algún momento cercano a la medianoche. Así les ocurría a los nuevos morfodinámicos. Felix no dejaría que se adentrara solo en el bosque.
Al día siguiente, reinaba en la casa un alboroto agradable. Felix desveló sus planes de construir, con la aprobación de Reuben, por supuesto, «una gran piscina cubierta» en la cara norte del invernadero que se extendería a lo largo de todo el muro occidental de la casa. Los planos arquitectónicos ya estaban hechos. A Jamie le parecieron la cosa más emocionante del mundo y se quedó mirando los complicados dibujos con asombro, preguntando si los habían hecho por ordenador o a mano. Por supuesto, el recinto sería una amplia y armoniosa extensión del invernadero existente, con mucho hierro colado, elementos de estilo victoriano, ventanas de hermosas formas y más plantas tropicales. Felix estaba sopesando la cuestión de la energía geotérmica para calefacción. Jamie sabía lo que era la energía geotérmica porque había estado leyendo acerca del tema en Internet.
Margon contemplaba todo aquello con diversión y Sergei llegó con Frank a desayunar y expresó su habitual rechazo amistoso pero cínico de los planes de Felix, que «siempre estaba construyendo algo, siempre haciendo planes y más planes».
—Y Sergei será el primero —le dijo Berenice a Laura con educación— en nadar cincuenta largos en esa piscina todas las mañanas en cuanto esté construida.
—¿Acaso he dicho que no nadaría en la piscina? —preguntó Sergei—. Pero ¿qué os parecería un helipuerto o una pista de aterrizaje? Mejor aún: un puerto donde pueda atracar un yate de treinta metros de eslora.
—No se me había ocurrido —dijo Felix, verdaderamente entusiasmado—. Reuben, ¿qué opinas? Imagínate: un puerto. Podríamos dragar un puertecito con un muelle para un yate.
—Creo que son unas ideas estupendas —repuso Reuben—. El lujo de una piscina cubierta completamente conectada con la casa… Maravilloso. Sí, adelante. Deja que vaya a buscar el talonario de cheques.
—Tonterías, querido —dijo Felix—. Yo me ocuparé de eso, por supuesto. Pero la cuestión es: ¿hacemos que el extremo norte de este nuevo recinto se conecte con la antigua antecocina o suprimimos esa habitación, por así decirlo, y la sustituimos por una luminosa zona de comedor en el extremo norte de la piscina?
Fue como una puñalada para Reuben. Marchent estaba trabajando en esa antecocina cuando sus hermanos, sus asesinos, habían entrado en la casa. Desde allí, ella había corrido a la cocina, donde la habían asesinado salvaje y brutalmente.
—Sí, eliminemos esa habitación —dijo—. O sea, abramos ese espacio al nuevo recinto.
Llegó Hockan, con actitud distante, aunque sonrió con bastante amabilidad y fue muy educado, como siempre, con Lorraine y los niños. Estudió los planos con asombro y murmuró respetuosamente algo así como «Felix y sus sueños».
—Todos necesitamos sueños —susurró Frank, que se había mantenido al margen, tomando café en silencio.
Hockan y Sergei se llevaron a Reuben en cuanto tuvieron ocasión.
—¿Cuándo quieres que empecemos a buscar a tu hermano? —le preguntó Hockan con sinceridad evidente—. Sergei, Frank y el resto de nosotros. Tenemos formas de encontrar a la gente que otros no tienen.
—Lo sé, pero ¿dónde lo buscamos? —preguntó Reuben—. Podemos volver a Carmel y empezar desde allí.
Tenía sus dudas, sin embargo.
—Tú mandas —dijo Sergei.
—Si mañana no hemos tenido noticias suyas, volveré allí con cualquiera que esté dispuesto a ayudarme.
Era sábado por la noche y en la casa la atmósfera era de celebración. Cenaron abundantemente en el comedor principal, con vinos extraordinarios. No faltaba nadie, y los miembros de la familia Maitland parecían impresionados por la luz de las velas, la exhibición de porcelana y plata, la conversación rápida y la suave música de piano procedente del salón donde Frank y Berenice tocaban piezas de Mozart.
Por primera vez desde su intempestiva llegada, Hockan estaba hablador y charlando de las bellezas de las islas Británicas con Lorraine y Thibault. Se mostraba tan atento, tan pulcramente educado, que a Reuben le preocupó un poco que hubiera una nota de tristeza y humillación en su modo de comportarse. No estaba seguro.
Stuart respetaba a Hockan pero no confiaba en él. De eso Reuben se daba perfecta cuenta. «Hockan se está esforzando mucho para participar en todo esto —pensó—. Para otros es algo natural. Felix lo hace con naturalidad, y Hockan trata de no desentonar». Sin embargo, Reuben no pudo evitar fijarse en que Berenice lo estudiaba con desconfianza y que Lisa también lo miraba con cierta frialdad. ¿Quién sabía qué historias podían contar esas dos?
Todos y cada uno de los Caballeros Distinguidos y las Damas Distinguidas trataron de que los recién llegados participaran en la conversación, haciéndoles preguntas educadas aunque un tanto inusuales y dándoles pie para que hablaran. Phil y Jamie habían declarado una tregua en lo concerniente a ciertas diferencias irreconciliables en cuestión de política, arte, música, literatura y el destino de la civilización occidental. Christine ponía los ojos en blanco cuando Jamie hablaba sin descanso y Jamie hacía otro tanto cuando ella chillaba de risa con algún chiste de Sergei o con las bromitas de Felix. Pero Reuben detectó una profunda ansiedad detrás del discurso y la expresión siempre corteses y agradables de Lorraine. Él mismo se sentía a un tiempo feliz y desdichado, más feliz quizá que nunca, como si su vida fuera una escala de felicidad progresiva, sin dejar por ello de estar tan aterrorizado por Jim que apenas podía soportarlo.
Felix se levantó para hacer un brindis final.
—Esta noche, queridas damas y caballeros, y amados niños —dijo, levantando la copa— termina «el tiempo de Navidad». Mañana domingo terminará oficialmente cuando la Iglesia de Roma celebre la fiesta del bautismo de Jesucristo. En el calendario litúrgico empezará el lunes lo que se conoce solemne y hermosamente como «tiempo ordinario». Debemos reflexionar esta noche sobre lo que la Navidad significa para nosotros.
—Eso, eso —dijo Sergei—, y reflexionaremos sobre ello de la manera más profunda, breve y concisa posible.
—Oh, deja que Felix continúe —dijo Hockan—. Si ha terminado mañana a medianoche, cuando empieza el tiempo ordinario, podremos considerarnos afortunados.
—¿Vamos a hacer otro brindis mañana cuando las últimas horas del tiempo navideño se nos escurran entre los dedos? —preguntó Thibault
—Quizá lo que esta casa necesita es un sistema de megafonía —propuso Sergei—, para que Felix pueda emitir a intervalos regulares.
—Cualquiera que lo apagara sería detenido y confinado en las mazmorras que hay bajo nuestros pies —dijo Stuart.
—Y deberíamos imprimir el calendario litúrgico y colgarlo en la pared de la cocina —dijo Sergei.
Felix rio de buen grado, pero no se amilanó.
—Debo decir que este nuestro primer tiempo de Navidad en Nideck Point ha sido excepcional —continuó, alzando la copa una vez más—. Hemos repartido regalos y recibido regalos que no podríamos haber previsto de ninguna manera. Nuestro viejo y querido amigo Hockan vuelve a estar con nosotros. Jamie, Christine y Lorraine: habéis venido a nosotros como regalos (tú también, Berenice); regalos a nuestro querido Reuben y su amado padre Philip y a toda nuestra casa. Lo celebramos y os damos la bienvenida.
Hubo aplausos, vítores, abrazos y besos para Lorraine y Jamie y Christine.
—Y una plegaria para James —dijo Felix por último—. Que venga pronto a casa sano y salvo.
Todos se levantaron para tomar el postre y el café estilo bufé en el salón.
Alrededor de una hora más tarde, casi todos se fueron a dormir, leer, ver la tele o lo que fuera. La casa de repente parecía oscura y vacía, aunque sus fuegos rugían como siempre.
Felix fue a buscar a Reuben a la biblioteca, donde este buscaba en el ordenador los numerosos moteles y casas de huéspedes que pensaba visitar en persona al día siguiente.
—No te preocupes por tu hermano —le dijo con una sonrisa fácil.
—¿Y qué te hace decir eso? —le preguntó Reuben sin acritud—. Porque vosotros, mis queridos amigos, nunca decís nada porque sí.
—Sé que estará bien —dijo Felix. Había una luz en sus ojos oscuros—. Simplemente lo sé. Tengo un presentimiento. —Apuró el vino y dejó la copa al borde de la mesa—. Tengo un presentimiento —repitió—. No puedo decirte más, pero sé que tu hermano está bien. Y pase lo que pase, cuando se entere de lo de los niños, bueno, estará bien. Y ellos están infinitamente mejor ahora de lo que estaban antes sin el amoroso apoyo de tu familia.
Reuben se limitó a sonreír. No pudo responder.
—Bueno, buenas noches, querido —dijo Felix—. Debería llevar esta copa a la cocina, ¿verdad? ¡Me molesta mucho que la gente deje tazas y copas por toda la casa!
—¿Las cosas van bien con mi padre en el bosque?
—Espléndidamente —dijo Felix—. Pero estuvo bien que tuviera la fiesta de Reyes. Los morfodinámicos quieren cazar humanos por instinto. Creo que el bosque no se aprecia hasta que el deseo innato se ha saciado.
—Gracias, Felix —dijo Reuben—. Gracias por todo.
—De nada. No digas ni una palabra más. Creo que bajaré paseando por la colina para hacerle una visita a tu padre.
Durante un buen rato, Reuben se quedó allí pensando, reflexionando. Luego abrió una nueva página en blanco en el procesador de textos y empezó a escribir: «Morí a los veintitrés años, en la época del año que la Iglesia llama “tiempo ordinario”. Ahora que volvemos otra vez al tiempo ordinario, quiero escribir la historia de mi vida a partir de entonces».
Pasó otra hora escribiendo, parando solo brevemente de vez en cuando, hasta que hubo llenado unas quince páginas a doble espacio. «Y así pasé de ser ordinario, terriblemente ordinario, vergonzosamente ordinario fuera del “tiempo ordinario” a un mundo de expectativas y revelaciones excepcionales donde abundan los milagros. Y aunque me ha sido dado un lugar en este nuevo reino, el futuro está en mis manos y debo modelarlo con muchísimo más cuidado y más reflexión de la que jamás puse en mis acciones».
Por fin dejó de escribir, miró hacia la ventana distante con sus inevitables gotas plateadas de lluvia y pensó con un suspiro: «Bueno, esto no me ha hecho olvidar nada. Si está muerto en el suelo de alguna habitación de motel, bueno, sabré que lo he matado. Lo maté. Maté su alma antes de matar su cuerpo. Él es la primera baja de mi familia a manos de aquello en lo que me he convertido. Si alguna vez cuento este secreto a otro ser vivo que no sea uno de nosotros, bueno, probablemente me convertiré también en el asesino de esa persona. Y eso no puede ocurrir».
Si no dejaba de pensar en aquello iba a volverse loco. Sería mejor subir a preparar una bolsa para el día siguiente.
Las tres de la mañana.
Algo lo despertó.
Se volvió para alcanzar su iPhone.
Mensaje de correo electrónico de Jim.
Se sentó y lo leyó con rapidez: «He vuelto a mi apartamento. Acabo de llegar. ¿Puedo verte mañana después de la misa de las nueve en St. Francis? Gracias por enviar a Elthram. Solo Dios sabe cómo me encontró, pero hasta que llamó a mi ventana no tenía ni idea de que nadie me estuviera buscando».