30

Fue el viaje más largo entre San Francisco y Nideck Point que Reuben hubiera hecho jamás. Durante todo el camino rezó para que fuera el regalo de Dios a Jim que parecía.

Ya había oscurecido cuando aparcó el Porsche ante la puerta principal y subió los escalones.

Christine estaba en la biblioteca, sentada muy elegante en el sofá Chesterfield, delante del fuego. Ya le habían dado la cena, aunque Lisa enseguida dijo que la niña apenas la había tocado. Lloraba otra vez, con un pañuelo empapado retorcido en las manos.

Era una chica de huesos finos, delicada, con una melena rubia y lisa que le caía por la espalda, adornada solo con una cinta de otomán. Lucía un vestido azul marino ajustado a la cintura, con los puños y el cuello blancos, medias también blancas y zapatos de charol. La ropa estaba seca, por supuesto, pues como Lisa explicó se la habían lavado y planchado toda.

—Es la más tierna de las criaturas —dijo Lisa—. Tengo un dormitorio preparado para ella arriba, pero puede dormir en la parte de atrás con nosotros si quieres.

La niña no levantó la mirada cuando llegó Reuben, que se sentó en silencio en el sofá, a su lado.

—¿Christine Maitland? —susurró Reuben.

—¡Sí! —exclamó ella, mirándolo—. ¿Sabes quién soy?

—Creo que sí —dijo—. Pero ¿por qué no me cuentas más cosas acerca de quién eres?

La niña se quedó muy quieta un momento y de pronto estalló en sollozos mudos pero violentos. Durante un buen rato, Reuben se limitó a abrazarla. Ella se apoyó contra él, sollozando. Al cabo de un rato, mientras le acariciaba el pelo, Reuben empezó a hablar. Le dijo en voz baja que creía conocer a su madre que, si mal no recordaba, se llamaba Lorraine.

La niña dijo que sí en voz baja y quebrada.

—Puedes contarme lo que quieras, Christine —dijo Reuben—. Estoy de tu parte, cielo. ¿Entiendes?

—Mi mamá dice que no podemos hablar con mi padre, que no debo hablarle jamás de nosotros, de mí y de mi hermano, pero sé que mi padre quiere saberlo.

Reuben no le hizo la pregunta lógica: ¿quién era su padre? Dejó que Christine continuara y, de repente, la niña lo vomitó todo: cuánto deseaba ver a su padre, que había huido de su casa en San Rafael para verlo. A su hermano mellizo, Jamie, no le importaba su padre. Jamie era muy «independiente». Jamie siempre había sido «independiente». Jamie no necesitaba un padre, pero ella sí, lo necesitaba con toda el alma. Lo había visto en la fiesta de Navidad y sabía que era sacerdote, pero seguía siendo su padre. Simplemente, tenía que verlo; de verdad, de verdad que tenía que verlo. En las noticias habían dicho cosas terribles sobre su padre, que alguien había intentado matarlo. ¿Y si moría sin que hubiera hablado nunca con él, sin que supiera siquiera que tenía una hija y un hijo? ¿No podía quedarse allí hasta que encontraran a su padre?

—Rezo y rezo para que lo encuentren.

Con la voz temblorosa, Christine expuso sus sueños. Viviría en Nideck Point. Seguramente había alguna habitacioncita donde ponerla, no causaría problemas. Iría caminando a la escuela. Haría tareas domésticas para ganarse el pan. Viviría en esa casa, si tenían un pequeño lugar para ella, y su padre la vería y estaría feliz de verla, de saber que tenía mellizos, una hija y un hijo. Estaba segura de eso. Y ella viviría allí y lo vería a escondidas y nadie se enteraría nunca de que era un sacerdote con dos hijos. Ella nunca se lo diría a nadie. Solo con que hubiera una habitación, la más pequeña, en el desván o en el sótano o en el ala de los criados. Habían hecho un breve recorrido durante la fiesta y habían visto el ala del servicio. A lo mejor había una habitación pequeña allí que nadie quería. Ella no causaría ningún problema en absoluto. No esperaba que nadie la ayudara. Solo pedía que Reuben se lo dijera a su padre, solo que se lo dijera.

Reuben pensó un rato en silencio, abrazándola con fuerza, acariciándole el pelo.

—Por supuesto que puedes vivir aquí. Puedes vivir aquí para siempre —dijo—. Y le diré a tu padre enseguida que estás aquí. Tu padre es mi hermano, como sabes. Se lo diré lo antes posible. Se lo contaré todo de ti. Y tienes razón. Estará feliz, más feliz de lo que puedas imaginar, de saber que estás aquí. Y estará feliz de ver a tu hermano Jamie. No te preocupes por eso.

Christine se sentó, mirándolo como si le faltara el aliento. Sin moverse. Sin hablar. Estaba asombrada. Era un niña encantadora, en opinión de Reuben, que estaba una vez más conteniendo las lágrimas. Era preciosa, adorable… todo eso. Era la encarnación de todo eso y más. Y, sin embargo, estaba triste, terriblemente triste. Reuben no recordaba si su madre era la mitad de guapa. Si lo era, era una mujer hermosa.

—¿De verdad crees que se alegrará? —dijo Christine con voz tímida—. Mi madre dice que es sacerdote y que sería terrible para él que la gente lo supiera.

—No creo que eso sea verdad —dijo Reuben—. Tú y tu hermano nacisteis antes de que él se ordenara sacerdote, ¿no es así?

—Mi abuela quiere que volvamos a Inglaterra sin haber hablado con mi padre —dijo.

—Ya veo —dijo Reuben.

—Llama a mi madre todas las semanas diciéndole que nos lleve otra vez a Inglaterra. Si regresamos a Inglaterra, no volveré a ver a mi padre.

—Bueno, vas a verlo —dijo Reuben—. Y tienes abuelos aquí, los padres de tu padre, que también estarán felices.

Reuben y Christine se quedaron sentados solos un buen rato, en silencio. Por fin, Reuben se levantó y avivó el fuego de roble. Hubo una explosión de chispas en la chimenea hasta que se estabilizó una llama anaranjada constante.

Reuben se arrodilló delante de Christine, mirándola a los ojos.

—Pero cielo —dijo—, tienes que dejarme llamar a tu madre. Deja que le cuente que estás a salvo.

Christine asintió. Abrió su bolsito de cuero y sacó un iPhone. Marcó el número de su madre y le pasó el teléfono.

Resultó que Lorraine ya iba de camino a Nideck Point. Tenía la esperanza de encontrar a Christine allí y rezaba para que así fuera.

—Es todo culpa mía, señor Golding —dijo con un encantador acento inglés, tan cadencioso y fluido como el de su hija—. Lo siento mucho. Ahora voy a buscarla. Yo me ocuparé de todo.

—Llámeme Reuben, señora Maitland —dijo él—. Tendremos cena para usted cuando llegue.

Entretanto, la situación con Jim empeoró.

Grace llamó para decir que en la archidiócesis se estaban alarmando. Reconocieron a Grace que no sabían dónde estaba su hijo. El padre Jim Golding había desaparecido como por arte de ensalmo. Habían llamado a la policía y la foto de Jim había salido en las noticias de las seis.

A Reuben se le partió el corazón.

Había ido al oscuro invernadero para hacer la llamada y estaba sentado con Elthram y Phil a la mesa de mármol.

Un pequeño fuego ardía en la estufa esmaltada Franklin, y velas dispersas ardían aquí y allá.

Elthram se levantó sin decir palabra y se marchó, obviamente para que Phil y su hijo pudieran estar a solas.

Reuben trató una vez más de localizar a Jim, preparado para escupirlo todo si saltaba el buzón de voz. Pero no. Desde la desaparición de Jim nunca le había saltado.

Su padre quería contarle inmediatamente a Grace todo lo de Lorraine y los niños, pero a Reuben no le parecía justo. Jim tenía que saberlo antes.

—Si al menos estuviera bien, si al menos…

—Escucha —lo cortó Phil—, estás haciendo todo lo que puedes. Fuiste a Carmel. No pudiste encontrarlo. Si no tenemos noticias suyas mañana, se lo diremos a tu madre. Por ahora, deja esto en manos de Dios.

Reuben negó con la cabeza.

—¿Y si se hace daño, papá? ¿Y si está en Carmel, en algún pequeño hostal, emborrachándose? Papá, mucha gente que se suicida lo hace estando ebria. Lo sabes. ¿No entiendes lo que ha ocurrido? Me pidió que me ocupara de ese condenado Blankenship. Me lo pidió porque no tenía nadie más a quien recurrir. Y ahora lo corroe la culpa por ello, lo sé. Y estos niños… ¿Te das cuenta? Creía haber matado al bebé de Lorraine. Culpa y culpa sobre culpa. Jim tiene que saber de la existencia de estos niños, tiene que saberlo.

—Reuben, nunca me ha convencido el viejo tópico de que todo ocurre por una buena causa —dijo Phil—, ni creo que tal o cual coincidencia sea un milagro; pero si una situación parece diseñada por Dios es esta. Jim está tocando fondo y aparecen estos niños…

—Pero, papá, solo va a funcionar si descubre lo de los niños antes de hacerse daño.

Al final, Reuben pidió quedarse a solas. Tenía que estarlo para pensar en todo aquello. Phil lo comprendió, por supuesto. Iría a ver qué estaba haciendo la pequeña Christine y dejaría la decisión en manos de su hijo.

Reuben cruzó los brazos sobre la mesa de mármol y apoyó la frente en ellos. Rezó. Rezó a Dios con todo su corazón para que cuidara de Jim. Rezó en voz alta.

—Señor, por favor, no dejes que se quite la vida por lo que yo he hecho. Por favor. Por favor, no dejes que esto lo destruya. Por favor, devuélvenoslo a nosotros y devuélveselo a sus hijos. —Se recostó en la silla con los ojos cerrados, susurrando sus plegarias en un intento desesperado por tener fe en ellas—. No sé quién eres. No sé lo que eres. No sé si quieres ni si escuchas las oraciones. No sé si Marchent está a tu lado, ni si ella u otro poder entre el cielo y la tierra puede interceder ante ti. Estoy muy asustado por mi hermano.

Trató de pensar, de pensar y rezar y reflexionar, pero acabó confundido. Cuando por fin abrió los ojos, vio a la luz parpadeante de las velas y del fuego las flores violeta de los árboles de orquídeas, cuyas ramas bajaban desde la oscuridad. Le invadió una repentina sensación de paz, como si alguien le estuviera diciendo que todo iría bien. Por un momento le pareció que no estaba solo, pero no entendía por qué tenía esa sensación. Sin duda no había nadie más en el enorme invernadero oscuro con sus cristales negros y la tenue luz de las velas. ¿O no era así?

Eran las siete en punto cuando Lorraine y Jamie entraron por la puerta principal. Para entonces habían preparado habitaciones para todos los Maitland en las alas delantera y este de la casa.

Lorraine era extremadamente atractiva: una mujer muy alta y delicada, quizá demasiado delgada, con una cara alargada muy dulce. Tenía uno de esos rostros en los que no cabe astucia ni malicia de ningún tipo, una mirada muy vital y una boca generosa. Llevaba un elegante vestido vintage color marfil con bolsillos de terciopelo negro. La melena, larga y lisa, le caía suelta sobre los hombros de una manera muy juvenil. No llevaba sombrero.

Christine se echó enseguida en brazos de su madre.

A su lado estaba Jamie, de poco más de metro sesenta, todo un hombrecito de doce años con chaqueta azul y pantalones de lana gris. Era rubio como su madre, con el pelo corto, pero el parecido con Jim era asombroso. Tenía la misma mirada clara y casi fiera que su hermano. Le tendió la mano a Reuben.

—Me alegro de conocerlo, señor —dijo con gravedad—. He seguido sus artículos en el Observer durante algún tiempo.

—El placer es mío, Jamie. Ni te lo imaginas. Bienvenidos a casa, los dos.

Inmediatamente, Lisa y Phil animaron a los chicos a acompañarlos para que Reuben intercambiara unas palabras a solas con Lorraine.

—Sí, cielos, id los dos con el señor Golding, por favor —dijo Lorraine—. No se acuerda de mí, profesor Golding, pero nos vimos una vez en Berkeley…

—Oh, lo recuerdo —dijo Phil enseguida—. Lo recuerdo perfectamente. Fue en una fiesta, en la casa con jardín del decano. Hablamos, tú y yo, del poeta William Carlos Williams, de que había sido médico además de poeta. Eso lo recuerdo bien.

Aquello sorprendió agradablemente a Lorraine, que se tranquilizó de inmediato.

—¡No puedo creer que recuerdes esa tarde!

—Por supuesto que sí. Eras la mujer más hermosa de la reunión —dijo Phil— y llevabas el sombrero más bonito. Era precioso. Nunca lo he olvidado. Tenías un aspecto muy británico con ese sombrero de ala ancha. Como la reina y la reina madre.

Lorraine se ruborizó y rio.

—Y tú eres todo un caballero —dijo.

—Vamos —dijo Lisa—, demos de cenar a este joven, y tú, Christine, querida, ven con nosotros; tenemos chocolate caliente en la sala del desayuno. Dejemos que el señor Reuben y la señora Maitland hablen solos.

Enseguida Reuben acompañó a Lorraine a la biblioteca, al sofá Chesterfield colocado delante de la chimenea que todos en la casa preferían a los sofás y el hogar del oscuro salón.

Él ocupó la butaca, como siempre, como si Felix estuviera en el sillón orejero, donde de hecho no había nadie sentado.

—Es todo culpa mía, como te dije —dijo Lorraine—. He manejado esto muy mal.

—Lorraine, son los hijos de Jim, ¿verdad? Por favor, deja que te asegure que no estamos asombrados ni lo desaprobamos. Estamos contentos, contentos por Jim, contentos por nosotros, y Jim también lo estará cuando lo sepa. Mi padre y yo queremos que entiendas esto de inmediato.

—Oh, eres muy amable —dijo ella, ligeramente emocionada—. Te pareces mucho a tu hermano. Sin embargo, Reuben, Jamie, me refiero a Jim, no sabe de la existencia de estos niños y nunca debe enterarse.

—Pero ¿por qué demonios dices esto?

Lorraine permaneció callada un momento, como si recapacitara, y luego, con un cadencioso acento británico cristalino, se explicó en voz baja.

Los niños sabían que Jim era su padre desde que tenían diez años. El profesor Maitland, su padrastro, había hecho prometer a Lorraine antes de morir que se lo explicaría a su debido tiempo. Tenían derecho a conocer la identidad de su verdadero padre. Pero sabían que su padre era un sacerdote católico y que, por esa razón, no podrían acercarse a él hasta que fueran adultos.

—Ellos entienden que cualquier noticia sobre hijos sería la ruina completa de su padre —dijo Lorraine.

—¡Oh, al contrario, Lorraine! —dijo Reuben inmediatamente—. Debe saberlo. Él querría saberlo. Reconocerá a estos niños con discreción y de inmediato. Lorraine, él nunca te ha olvidado…

—Reuben —dijo ella suavemente, poniendo la mano sobre la suya—. No lo entiendes. Podrían obligar a tu hermano a dejar el sacerdocio si se sabe esto. Tendría que decírselo al arzobispo y este podría simplemente apartar a Jim de su ministerio. Podría destruirlo, ¿no lo ves? Podría destruir al hombre en el que se ha convertido. —Lo decía en voz baja, apremiante y sincera—. Créeme, he investigado. He estado en la iglesia de tu hermano. Él no lo sabe, por supuesto, pero lo he oído rezar. Sé lo que su vida significa para él ahora y, Reuben, lo conocía muy bien antes de que se ordenara sacerdote.

—Pero Lorraine, puede reconocer discretamente…

—No —dijo ella—. Créeme. No puede. Mis propios abogados lo han investigado. El clima actual en la Iglesia no lo permitiría. Ha habido demasiados escándalos, demasiada controversia sobre el sacerdocio en años recientes, demasiados sacerdotes comprometidos por las revelaciones de aventuras, familias secretas, hijos y…

—Pero esto es diferente…

—Ojalá fuera diferente —dijo ella—. Pero no lo es. Reuben, tu hermano me escribió cuando decidió ordenarse sacerdote. Yo sabía en ese momento que, si le hablaba de estos niños, no lo aceptarían en el seminario. Sabía que él creía haber causado la interrupción de mi embarazo. Me daba cuenta de todo eso y lo sopesé muy bien. Consulté a mi propio sacerdote anglicano, en Inglaterra, sobre el asunto. Lo hablé con el profesor Maitland. Tomé entonces la decisión de que Jim continuara pensando que yo había abortado. No era una decisión perfecta, de ninguna manera, pero era la mejor que podía tomar por Jim. Cuando estos niños sean mayores, cuando sean adultos…

—Pero Lorraine, necesita saberlo. Ellos lo necesitan y él los necesita a ellos.

—Si amas a tu hermano —le dijo Lorraine—, desde luego no debes hablarle de estos niños. Conozco a Jim. No pretendo ofenderte cuando digo que lo conozco íntimamente. Conozco a Jim mejor de lo que he conocido a nadie. Sé las batallas que ha librado consigo mismo. Sé el precio de sus victorias. Si lo obligan a dejar el sacerdocio, le arruinarán la vida.

—Escúchame, entiendo por qué estás diciendo esto —afirmó Reuben—. Jim me ha contado lo que ocurrió en Berkeley. Me contó lo que hizo…

—Reuben, tú no sabes toda la historia —insistió ella con suavidad—. Ni siquiera Jamie la sabe toda. Cuando lo conocí estaba destrozada. Tu hermano me salvó la vida, literalmente. Estaba casada con un hombre enfermo, un hombre mayor, y ese hombre trajo a Jamie (me refiero a Jim) a nuestra casa para salvarme la vida. No creo que tu hermano supiera nunca hasta qué punto lo manipuló mi marido. Mi marido era un buen hombre, pero habría hecho cualquier cosa para tenerme feliz y mantenerme a su lado, así que trajo a Jim a nuestro pequeño mundo para que me amara, y Jim me amó.

—Lorraine, eso lo sé.

—Pero no puedes saber lo que significó para mí. No sabes la depresión suicida en la que estaba sumida antes de conocer a Jamie. Reuben, tu hermano es una de las personas más amables que he conocido. Éramos tan felices juntos que, simplemente, no puedes imaginarlo. Tu hermano es el único hombre al que he amado.

Reuben estaba pasmado.

—Oh, sí, tenía sus demonios —prosiguió Lorraine—, pero los ha vencido todos y se ha encontrado a sí mismo en el sacerdocio. Esa es la cuestión. No puedo devolverle el amor que me dio destrozándole la vida, menos todavía cuando los niños son felices, están bien cuidados y no les falta de nada. Menos todavía cuando de entrada decidí no hablarle de ellos. Debo soportar las consecuencias de dejarle creer que nuestro bebé murió. No, Jim no puede saberlo.

—Tiene que haber una solución para esto —dijo Reuben.

Sabía que en el fondo no tenía ninguna intención de ocultarle aquello a Jim.

—Nunca debería haber dejado que mis hijos vinieran a la fiesta de Navidad —dijo Lorraine, negando con la cabeza—. Nunca. Pero mira, la academia de San Rafael tenía tres invitaciones para la fiesta y contaban con que yo llevara a los de octavo curso. Además, Jamie y Christine estaban fuera de sí de excitación. Todo el mundo hablaba de la feria de Nideck Point, del banquete de Navidad, del misterio del Lobo Hombre, de todo eso. Rogaron, me hicieron promesas, lloraron. Lo sabían todo de ti por las noticias, claro, y sabían que eras hermano de Jim. Tenían muchísimas ganas de venir, simplemente para ver a su padre en carne y hueso una vez, y prometieron comportarse.

—Créeme, Lorraine, lo entiendo perfectamente —dijo Reuben—. Por supuesto que querían venir a la fiesta. Yo también habría querido venir.

—Pero no debería haberlos traído —dijo ella, casi en un susurro—. Algún día, cuando ya no sean niños, cuando sean adultos, podrán conocer a su padre. Pero ahora no. Es demasiado vulnerable para que nos acerquemos a él ahora.

—¡Esto es increíble, Lorraine! Quiero contárselo a mi madre. Mira, no quiero ser grosero, créeme, pero la familia Golding y la familia Spangler, la de mi madre, son grandes defensoras de la archidiócesis de San Francisco…

—Reuben, soy consciente de eso. Estoy segura de que la influencia de tu familia allanó el camino para que Jim se ordenara. Me contó en su carta que había sido completamente sincero y que había mostrado su arrepentimiento respecto a su pasado ante sus superiores. Y no lo dudo. Ellos aprobaron su sinceridad, su arrepentimiento, pero sin duda hubo donaciones para allanar el camino. —Su voz era suavemente elocuente y persuasiva. Hacía que todo pareciera muy lógico y elegante.

—¡Bueno, pues que le allanen el camino ahora para que pueda ver a sus hijos en privado, maldita sea! —exclamó Reuben—. Lo siento. Pido disculpas. Tengo que llamar a mi madre. Estará en éxtasis. Y tengo que encontrar a Jim. El problema ahora es que nadie sabe dónde está.

—Lo sé —dijo Lorraine—. Me he mantenido al tanto de las noticias y los niños también están al corriente. Estoy muy preocupada por Jim. No tenía ni idea de que su vida fuera tan peligrosa. ¡Ojalá no hubiéramos traído este problema a tu puerta precisamente ahora!

—Pero si es el mejor momento, Lorraine. Jim está sufriendo por la muerte de ese joven sacerdote en Tenderloin. —Habría querido poder contarle más, pero nunca le contaría a ella ni a nadie nada más—. Mira, estos niños van a ayudarlo a recuperarse.

Lorraine no estaba convencida. Lo miró inquisitivamente, con sus ojos suaves llenos de compasión y preocupación. ¡Qué amable era! Era exactamente tal y como Jim la había descrito. Suspiró y se quedó con las manos en el regazo, jugueteando con el cierre del bolso del mismo modo que Christine había retorcido obsesivamente el pañuelo.

—Entonces no sé qué hacer —dijo ella—. Simplemente no lo sé. Es todo muy sorprendente. Estaban resignados. Solo me pidieron ver a su padre desde cierta distancia. Querían saber qué aspecto tenía. No creí que eso pudiera causarle ningún perjuicio. Fuimos a la feria del pueblo y luego vinimos a la casa, al banquete. Jim nos miró directamente y no me reconoció, no se fijó en ellos. Yo había preparado a los niños para esto. Había muchos niños en la fiesta. Había críos por todas partes. Traté de mantenerme siempre lejos de Jim. La última cosa que quería era que me viera…

—Por eso no quisiste llevar sombrero, por eso te lo quitaste antes de la fiesta.

—¿Perdona?

—No importa. No es nada. Continúa. ¿Qué ocurrió?

—Bueno, Christine estaba inquieta. Ella se inquieta con facilidad. Siempre ha fantaseado sobre su padre, soñado con él, escrito historias sobre él. Empezó a dibujarlo en cuanto supo de su existencia, aunque no tenía la menor idea de qué aspecto tenía. Debería haber previsto que verlo en carne y hueso la afectaría.

Y entonces, casi al final de la fiesta, ocurrió una pequeñez. —Negó con la cabeza. Su voz estaba cargada de tristeza—. Christine vio a Jim saliendo del pabellón con una niña pequeña. La llevaba de la mano. Estaba hablando con la niña y con una mujer mayor, su abuela quizá. Cuando Christine lo vio con esa niña, ¿te das cuenta?, sonriéndole y hablando con ella…

«Susie Blakely, por supuesto».

—Oh, sí, me lo imagino —dijo Reuben—. Conozco a esa niña. Sí. Y me doy cuenta de por qué sintió Christine lo que sintió. Lo comprendo perfectamente. Lorraine, ¿te quedarás aquí esta noche, por favor? Por favor, quédate aquí mientras hablo de esto con Phil y Grace, mi madre y mi padre. Por favor. Lo tenemos todo preparado, todo: pijamas, camisones, cepillos de dientes, todo lo que puedas necesitar. Han preparado tres dormitorios. Quédate aquí con nosotros mientras tomamos esto en consideración, por favor.

Lorraine no estaba convencida. Tenía los ojos empañados.

—¿Sabes, Reuben?, te pareces mucho a tu hermano. Eres amable, igual que él. Tus padres tienen que ser maravillosos. Sin embargo, yo resulté un veneno para Jim.

—No, no fue así. Según él, tú no fuiste un veneno.

Reuben dejó el sillón y se sentó a su lado en el sofá.

—Prometo que esto va a funcionar. Te doy mi palabra. —Deslizó el brazo en torno a ella—. Por favor, quédate con nosotros esta noche. ¿Confías en mí para que me ocupe de esto? Por favor.

Al cabo de un largo momento, ella asintió.

—Muy bien —susurró. Abrió el bolso y sacó un pequeño fajo de papeles doblados—. Esto es el análisis de ADN de los niños —dijo—. Tu madre es médico y podrá cotejarlo discretamente con el ADN de Jim.

—Lorraine, ¿puedo preguntarte algo?

—Por supuesto.

—¿Alguna vez el embarazo corrió peligro? ¿Tuviste que ir al hospital? Me refiero a después de la última vez que viste a Jim.

—No. En realidad no. Tuvimos una pelea. Fue horrible. Jamie…, bueno, Jamie estaba borracho y me abofeteó repetidamente. Pero no quería hacerlo. Nunca lo habría hecho estando sobrio. Me hizo varios cortes en la cara. Sangré mucho. Yo pegué a Jamie y las cosas fueron de mal en peor. En un momento dado me golpeé la cabeza con algo y me caí, pero no, el embarazo nunca peligró realmente, aunque fue una pelea espantosa, eso lo confieso.

—Asombroso —susurró Reuben.

—Tenía cortes en el labio y en una ceja. —Se pasó los dedos por la ceja derecha—. También un corte en la cabeza y muchos moretones. La hinchazón fue terrible, pero no, el embarazo no peligró. Evidentemente, Jamie creyó que había tenido un aborto. Me di cuenta claramente al leer sus cartas. Debo confesar que todavía estaba enfadada cuando recibí las primeras. Nunca respondí esas cartas…

—Por supuesto que estabas enfadada —dijo Reuben.

—Jamie no pensó en lo que cualquier doctor sabe: los cortes en la cara y el cuero cabelludo sangran mucho.

Reuben suspiró.

—Es asombroso, simplemente asombroso —susurró—. Gracias por confiar en mí. Gracias por contármelo.

—Reuben, sé lo que estás pensando. ¿Por qué dejé que Jamie creyera que había matado a nuestro hijo? Pero, como he tratado de explicarte, si le hubiera contado que no lo había hecho, bueno, quizá no habría llegado a ser sacerdote.

—Eso lo entiendo.

—Además, los niños eran felices. Ten eso en cuenta cuando me juzgues. Y el profesor Maitland no quería que yo le hablara a Jamie de los niños. Los niños me salvaron a mí y al profesor. Nos dieron nuestros años más felices juntos. No podría haberme quedado con el profesor Maitland si no hubiera sido por los niños. Y no podía divorciarme de él. Nunca me habría divorciado de él. Literalmente me habría quitado la vida antes que hacer eso.