Lo habían planeado con antelación. Iban vestidos con sudadera negra y pantalones de chándal, y llevaban pasamontañas en los bolsillos. Con suma facilidad salieron de los tres vehículos y se acercaron a la mansión victoriana por callejones.
—Ahora sois más fuertes de lo que erais en vuestra forma humana; trepar vallas, derribar puertas…, veréis que eso os resulta fácil antes incluso del cambio —les recordó Margon a los más jóvenes antes de empezar.
Nadie sabía qué requeriría la huida.
Frank, el siempre imponente Frank, con su aspecto y su voz de estrella de cine, fue el elegido para llamar a la puerta y conseguir entrar. Apartando de un empujón a un desconcertado lacayo que protestaba, fue directamente a abrir la puerta trasera. Los lobos estuvieron dentro en cuestión de segundos.
Phil se había transformado en cuanto los otros empezaron a hacerlo, convirtiéndose en un poderoso Lobo Hombre marrón tan ansioso por matar como Laura. El lugar apestaba a maldad. El hedor había impregnado hasta las vigas y los tablones del suelo. Los horrorizados lacayos despotricaron, gruñeron ellos mismos como animales, llenos de odio exquisitamente seductor y finalmente irresistible.
Margon asignó a Laura y a Phil sendas víctimas que protestaban desesperadas. Un tercer habitante de la casa, que dormía en la tercera planta, se levantó de la cama cuchillo en mano. Trató repetidamente de acuchillar a Stuart, que lo abrazó antes de aplastarle el cráneo.
Muertes piadosas, rápidas, pero el festín fue lento, para chuparse los dedos. Tiempo para sorber el tuétano de los huesos. La carne era caliente, salada, deliciosa, y hubo una juguetona disputa por los «cortes» más deseados. Reuben sentía su cuerpo como un motor, con las patas y las sienes latiendo. Su lengua lamía la sangre que manaba al parecer motu proprio.
Había solo cuatro sicarios en total, y a los tres primeros los habían devorado casi por completo. Metieron la ropa ensangrentada y los zapatos en bolsas de basura mientras el líder, que no sospechaba nada, paseaba y vociferaba y cantaba solo en el ático al son de su música atronadora.
Subieron por la escalera para abordar al cerebro todos juntos.
—¡Lobos Hombre! ¡Y cuántos! —gritó en su delirio.
Suplicó, rogó, trató de comprar su vida. Habló de lo que podría hacer por este mundo si lo dejaban vivir. De un agujero en la pared sacó paquetes y paquetes de dinero.
—¡Cogedlo! —gritó—. Hay más en el lugar del que procede. Escuchad, sé que defendéis al inocente. Sé quiénes sois. Soy inocente. ¡Estáis viendo la inocencia! Estáis escuchando la inocencia. ¡Podemos trabajar juntos, vosotros y yo! ¡No soy enemigo del inocente!
Fue Phil quien le desgarró la garganta.
Reuben observó en silencio mientras su padre y Laura se alimentaban de los restos, orgulloso de su instinto perfecto, de la facilidad de su poder. Una paz sutil descendió sobre ellos.
No temía por ellos más de lo que había temido cuando eran humanos. Comprendió de manera lenta y dulce que Laura era ahora invulnerable a los enemigos mortales que acechan en la oscuridad a toda hembra humana. Y Phil, Phil ya no estaba agonizando, ya no estaba abandonado, ya no estaba solo. Morfodinámico. Recién nacido. ¡Qué inofensiva era la noche en torno a ellos, la noche nebulosa presionando contra el cristal; qué transparente, qué fácilmente sondable, qué positivamente dulce! Reuben estaba eufórico y curiosamente calmado. «¿Es esta la calma que el perro siente cuando da ese gran suspiro y se tumba junto al fuego?».
¿Cómo sería quedarse en ese cuerpo para siempre, disfrutar de ese cerebro que nunca vacilaba, que nunca dudaba, que nunca temía? Pensó en Jim llorando solo en el dormitorio del Fairmont; no podía concebir el sufrimiento que Jim había soportado. Sabía lo que sabía, pero en ese momento no lo sentía. Sentía el instinto singular de la bestia.
Toda la manada disfrutaba de una cómoda igualdad. En un momento, mientras volvían a consumir hasta el último pedazo de hueso y carne, Frank y Berenice se habían enzarzado, obviamente haciendo el amor. ¿Qué importaba ahora? Los demás habían mirado para otro lado respetuosamente o, simplemente, no se habían fijado, Reuben no podía saberlo. Sintió que lo consumía una inyección de pasión. Quería tomar a Laura, pero no podía soportar hacerlo delante de los demás. En un rincón oscuro la abrazó con brusquedad y fuerza. El suave pelo algodonoso de su cuello lo volvió medio loco.
Observó a Phil rondando por la casa, guiándose por el olfato para encontrar todavía más dinero escondido en viejos armarios y en tabiques de escayola. Su pelaje era marrón, pero tenía franjas blancas en la melena. Sus ojos, grandes y pálidos, brillaban. Qué fácil era reconocer a cada morfodinámico, aunque sin duda para las víctimas enloquecidas eran indistinguibles. ¿Alguien alguna vez habría redactado una descripción en particular? Probablemente no.
Se entusiasmó de repente con la idea de un álbum de imágenes de la manada. Tenía ganas de reír y sintió un leve mareo, aunque estaba seguro en cada paso que daba.
Sin duda Phil estaba sintiendo la fuerza sublime del cuerpo de lobo, tan a salvo bajo ese pelaje, pisando con sus patas desnudas la moqueta o los tablones del suelo indistintamente. Seguramente estaba sintiendo la sutil calidez que recorría sus venas.
Al final habían reunido una fortuna en otra bolsa de basura. Como el tesoro de los piratas. Reuben pensó que todo aquel dinero sucio de las drogas era como los arcones de perlas y diamantes y oro de las películas de piratas en tecnicolor. Aquellos sucios traficantes de drogas, ¿acaso no eran los piratas de nuestro tiempo? «¿Quién se quedará este tesoro sin hacer ninguna pregunta? La iglesia de St. Francis at Gubbio, por supuesto».
Nunca antes Reuben había visto víctimas devoradas así. Nunca había conocido un festín tan prolongado. Pelo y cartílago eran fáciles de tragar y habían tenido tiempo suficiente para chupar el tuétano de los huesos. Nunca antes había saboreado la suave pasta de los sesos, el músculo grueso de los corazones. Consumir una cabeza humana era un poco como abordar una pieza de fruta grande y de piel gruesa.
En lujoso silencio, finalmente se había tumbado en los tablones del suelo de la planta baja, con la música del ático pulsando en sus sienes, dejando que su cuerpo continuara convirtiendo la carne y la sangre de los demás en propia. Laura yacía a su lado. Al volver la cabeza, vio la figura alta y temblorosa de su padre mirando por la ventana larga y estrecha, como si contemplara las estrellas distantes. «Quizás escribirá la poesía de este momento —pensó Reuben, lo cual hasta el momento él no había podido hacer—. Y ahora todos somos familia, una familia de morfodinámicos».
Un breve rugido de Margon les indicó que era el momento de moverse.
Durante un cuarto de hora registraron la casa, recogiendo más fajos de dinero. Estaba escondido detrás de los libros, en las estanterías; en el horno de la cocina; en bolsas de plástico, dentro de las cisternas de los inodoros. Incluso había fajos de billetes debajo de bañeras con patas.
Las gigantescas pantallas de plasma sonreían y hablaban para nadie. Los teléfonos móviles sonaban sin que nadie respondiera.
Una vez más, lamieron la sangre derramada aquí y allá lo mejor que pudieron. No quedó ni un hueso, ni una hebra de cabello. Bajaron por la escalera de atrás para acceder al laboratorio del sótano, donde aplastaron todo lo que estaba a la vista.
Luego se fueron como habían venido, una vez más como humanos, vestidos de oscuro, escabulléndose por los oscuros callejones con sus grandes bolsas para volver a los coches. En las casas todo el mundo dormía. Sus oídos sobrenaturales todavía captaban la música rock que sonaba en el ático distante, pero la gran casa victoriana era un cascarón sin vida, con la puerta delantera abierta de par en par a la calle. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguien subiera por esos escalones de granito?