Grace llamó el domingo por la mañana, seis de enero. Reuben estaba trabajando con denuedo en un ensayo para Billie, este sobre la pequeña localidad de Nideck y su renacimiento con nuevos negocios y nuevas edificaciones.
—Tu hermano te necesita —dijo Grace—. Y necesita también a su padre, si puedes conseguir que el viejo venga aquí contigo.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué quieres decir?
—Reuben, se trata de su parroquia. Es ese barrio. Es Tenderloin. Un par de matones atacaron a un joven sacerdote que estaba visitando a Jim ayer por la tarde. Le dieron una paliza y lo castraron, Reuben. Murió en la mesa de operaciones anoche, lo que quizás haya sido una bendición, sinceramente no lo sé. Pero tu hermano está muy trastornado.
Reuben estaba horrorizado.
—Lo entiendo. Mira, vamos a ir. Estaré allí lo antes posible.
—Jim llamó a la policía, y vinieron al hospital. Él sabe quién está detrás de esto: un traficante de drogas, un malnacido deleznable. Pero dijeron que no podían hacer nada sin el testimonio del sacerdote. Algunos otros testigos también han sido asesinados. Yo no podía entender de qué estaban hablando. Reuben, Jim se volvió loco cuando murió el sacerdote y está desaparecido desde anoche.
—¿Qué quieres decir con que Jim está desaparecido? —preguntó Reuben. Ya estaba de pie, sacando la maleta del estante superior del armario.
—Lo que te digo. Le rogué que viniera a casa, que se quedara en casa, que dejara ese apartamento y que volviera a casa, pero tu hermano simplemente no me escuchó. Ahora no responde al teléfono y en la oficina de la parroquia tampoco saben dónde está. No ha celebrado misa esta mañana, Reuben, ¿puedes imaginarlo? Me han llamado a mí.
»Reuben, convence a Phil de que venga. Jim escucha a su padre. Jim te escucha a ti. En cambio a mí nunca me escucha.
Reuben estaba metiendo de cualquier manera la ropa en la maleta.
—Lo encontraré. Esto lo ha trastocado, pero llegaremos lo antes posible.
Phil estaba en el robledal cuando Reuben lo encontró, caminando y hablando con Hockan Crost. Hockan se excusó para que tuvieran intimidad y Phil escuchó toda la historia antes de decir ni una palabra.
—¿Cómo voy a ir, Reuben? —le preguntó—. Mírame. ¿Crees que tu hermano no sabrá lo que me ha ocurrido?
Por supuesto, Phil tenía razón.
—Mira, anoche experimenté el cambio —dijo Phil—. ¡Oh, no te preocupes por eso! Estaba con Lisa y ella llamó a Margon de inmediato. Ocurrió después de medianoche. Vaya. Tengo una historia que contarte…
—Entonces no puedes ir —dijo Reuben.
—Exactamente. El cambio se repetirá esta noche y nadie sabe en qué momento. Pero eso es solo parte del problema, y lo sabes. Mírame, hijo. ¿Qué ves?
Phil tenía razón. Parecía un hombre veinte años más joven. Tenía el cabello gris más poblado, más grueso, las mechas rubias más lustrosas y tenía el físico de un hombre en la flor de la vida. Seguía teniendo las arrugas propias de su edad, pero sus ojos, su expresión, sus movimientos, todo había sido hermosamente alterado. Jim se daría cuenta enseguida. Grace también lo vería de inmediato.
—Tienes razón —dijo Reuben—. Jim está trastornado, obviamente, y viéndote así, bueno…
—Podría volverse loco —dijo Phil—. Tienes que ir sin mí. Trata de conseguir que vuelva a casa o llévalo a un sitio decente, Reuben, donde pueda recuperarse de todo esto. Una bonita suite de hotel. Jim no se ha tomado vacaciones en cinco años, y ahora esto.
A las diez, después de una rápida llamada a Laura, que estaba en el pueblo de Nideck trabajando con Felix y varios de los nuevos comerciantes, y de tres llamadas sin respuesta al móvil de Jim, Reuben se puso en camino.
Casi había llegado al condado de Marin cuando volvió a tener noticias de Grace.
—He denunciado su desaparición —le dijo—, pero la policía no hará nada al respecto. Todavía no han pasado veinticuatro horas. Reuben, nunca había visto así a Jim. Deberías haberlo visto cuando le dijimos que el sacerdote había muerto. Supongo que se estaba desquiciando sin decir nada. Salió del hospital sin hablar con nadie y desapareció. Hemos encontrado su coche en el aparcamiento. Va a pie, Reuben.
—Podría haber cogido un taxi en alguna parte, mamá. Lo encontraré. Llegaré dentro de una hora y media.
Reuben aparcó en el arcén el tiempo suficiente para llamar a la rectoría de Jim, sin ningún éxito, y al apartamento, sin recibir tampoco respuesta, y para dejar otro mensaje en el móvil de su hermano.
—Estoy prácticamente en el Golden Gate. Por favor, por favor, llámame lo antes posible.
Estaba en San Francisco, dudando si ir primero a casa o al hospital, cuando recibió un mensaje de texto de Jim.
«Parque Huntington, Nob Hill. No se lo digas a nadie».
«Tardo unos minutos», respondió Reuben en otro mensaje de texto, e inmediatamente giró a la derecha. No era en modo alguno el peor sitio para reunirse con su hermano. Había tres hoteles en Nob Hill, en pleno parque.
Estaba lloviendo ligeramente, pero el tráfico no iba mal. Reuben llegó a la cima de la colina en cinco minutos y aparcó en el garaje público de la calle Taylor. Cogió la maleta y cruzó la calle en dirección al parque.
Jim estaba solo, sentado en un banco, con un maletín en el regazo. Con alzacuellos y traje negro, miraba al frente como si estuviera en trance. Una lluvia ligera ponía una pátina a los caminos y había salpicado de plata la ropa y el cabello de Jim, pero él no parecía notar la lluvia ni el viento brusco y frío.
Reuben le puso una mano firme en el hombro. Aun así, Jim no levantó la cabeza.
—Mira, hace un frío de perros aquí —dijo Reuben—. ¿Y si pedimos un café en el Fairmont?
Jim alzó los ojos lentamente, como si se despertara de un sueño. No dijo nada.
—Vamos. —Reuben lo cogió firmemente por el brazo—. Estaremos calentitos ahí dentro.
Siguió farfullando tópicos e idioteces mientras guiaba a Jim al gran vestíbulo bullicioso y siempre sofisticado del Fairmont. Ya habían quitado la elaborada decoración navideña, pero en cierto modo el vestíbulo siempre parecía decorado para una fiesta, con su suelo de mármol brillante, los espejos de marco dorado y las columnas y el techo recubiertos de pan de oro.
—Mira —dijo Reuben avanzando hacia el mostrador—. Voy a pedir una suite. Mamá no te dejará volver a tu apartamento sin antes poner la ciudad patas arriba…
—No uses tu verdadero nombre —le dijo Jim con la voz apagada, sin mirarlo a los ojos.
—¿Qué dices? Tengo que hacerlo. Debo enseñar mi documento de identidad.
—Diles que no revelen tu verdadero nombre —dijo Jim en un murmullo—. Y no le digas a nadie que estamos aquí.
En el mostrador fueron plenamente cooperativos. Les dieron una elegante suite de dos dormitorios con una hermosa vista al parque y la catedral. No le dirían a nadie el verdadero nombre de Reuben. Desde luego que lo habían reconocido. Sabían que era periodista. Serían absolutamente discretos. Lo registraron bajo el seudónimo de Creighton Chaney, que a él se le ocurrió a bote pronto.
Jim entró aturdido en el salón de la suite, paseando la mirada por la chimenea ornamentada y los muebles suntuosos como si no percibiera nada, como si estuviera sumido en alguna contemplación profunda de la que no podía despertar. Se sentó en el sofá de terciopelo azul. Miró el espejo de marco dorado de la chimenea y luego a Reuben, como si no le encontrara demasiado sentido a lo que ocurría a su alrededor.
—Llamaré a mamá —dijo Reuben—, pero no le diré dónde estamos.
Jim no respondió.
—Mamá, escúchame —dijo Reuben por teléfono—. Estoy con Jim y llamaré lo antes posible. —Cortó la llamada enseguida.
Jim continuó sentado, sosteniendo el maletín, igual que en el banco del parque, mirando la pantalla dorada de la chimenea como si estuviera encendida cuando no lo estaba.
Reuben se sentó en un sillón de terciopelo dorado, a su izquierda.
—No puedo imaginar lo que estás sintiendo habiéndole sucedido algo así a un amigo. Mamá dice que le contaste a la policía todo lo que sabes y que dijeron que no pueden hacer nada.
Jim no respondió.
—¿Tienes idea de quién es el responsable? Mamá me ha dicho algo sobre un traficante de drogas que conoces.
Jim no respondió.
—Mira, sé que no quieres contármelo. No quieres que intervenga y me dé un banquete con el culpable. Lo entiendo. Estoy aquí porque soy tu hermano. ¿Te ayudaría hablar de lo que le ocurrió a tu amigo?
—No era un amigo —dijo Jim con la misma voz apagada e inexpresiva—. Ni siquiera me caía bien.
Reuben no sabía qué decir.
—Bueno, supongo que eso es desconcertante en un momento así.
Sin respuesta.
—Quiero llamar a papá y decirle que estoy contigo —dijo Reuben, y entró en el dormitorio de la derecha.
Era tan espléndido como el salón, con una cama enorme elaboradamente vestida y un sofá curvo bajo la ventana. Seguramente Jim estaría cómodo en esa habitación si podía convencerlo de que se quedara.
En cuanto Phil respondió, lo puso al corriente con rapidez. La situación era mala. Iría a buscar los objetos personales de Jim a su apartamento y se quedaría con él esa noche, siempre que su hermano lo permitiera.
—Está conmocionado —dijo Reuben—. Es como si no supiera lo que hace. No voy a dejarlo solo.
—He hablado con tu madre. Está furiosa porque yo no he ido contigo, y estoy poniéndole excusas ridículas para no hacer lo que quiere, como he hecho toda mi vida. Llámame después, pase lo que pase.
Reuben encontró a Jim sentado en el sofá, quieto, pero había dejado el maletín a su lado.
Cuando le preguntó si quería que fuera a buscar sus cosas, Jim levantó la mirada otra vez como si se despertara de un sueño.
—No quiero que vayas allí —dijo.
—Bien. He traído una maleta. Siempre la lleno demasiado. Tengo todo lo que necesitas.
Continuó hablando, porque sentía que de alguna manera era mejor que no decir nada, comentando lo que podía haber afectado a Jim ese golpe, que un suceso así ocurriera en su parroquia. Le dijo de corazón que lo sentía mucho, que lamentaba profundamente lo que le había ocurrido al joven sacerdote.
Sonó el timbre. Era el servicio de habitaciones con una bandeja de fruta y queso de parte del director del hotel, lo habitual en esas suites. Y sí, también le traerían una taza de café, enseguida.
Reuben puso la comida en la mesita.
—¿Hace mucho que no comes?
No hubo respuesta.
Finalmente, Reuben se quedó en silencio, tanto porque no sabía qué hacer como porque eso era lo que Jim quería probablemente.
Cuando llegó el café, Jim aceptó una taza y se lo tomó, aunque estaba muy caliente.
Luego miró a Reuben y centró la atención en él durante mucho tiempo, observándolo lenta y despreocupadamente, casi como los niños miran a la gente, sin timidez ni remedos.
—¿Sabes? —dijo Reuben—, si tienes alguna idea de quién hizo esto… —Dejó que las palabras se apagaran.
—Sé exactamente quién lo hizo —dijo Jim. Su voz era grave y un poco más fuerte que antes—. Yo era la víctima que buscaban. Y ahora saben que han fallado.
A Reuben se le erizó el vello de la nuca. Le empezó el hormigueo y ese inevitable calor en el rostro.
—Lo llamaron padre Golding todo el tiempo que estuvieron golpeándolo y torturándolo —dijo Jim, con su voz más oscura, con el primer atisbo de rabia—. Me lo contó cuando lo subieron a la ambulancia. Nunca les dijo que se equivocaban de hombre.
Reuben esperó.
—Estoy escuchando —dijo.
—¿Sí? —preguntó Jim con la voz más fuerte y más clara—. Me alegro.
Reuben estaba anonadado, pero lo ocultó igual que ocultó el calor que le reptaba bajo la piel.
Su hermano abrió el maletín y sacó el portátil. Lo abrió sobre las rodillas, pulsó algunas teclas y esperó a que se conectara a la red wifi del hotel.
Lo puso en la mesita de café y lo giró para que Reuben viera la pantalla. Había en ella una foto en color de un hombre rubio con unas gafas de sol que le ocultaban los ojos y un titular del San Francisco Chronicle: «Nuevo mecenas de las artes en la ciudad».
Reuben tragó saliva, conteniendo con fuerza el hormigueo, obligándolo a detenerse, a esperar.
—Este es el tipo —aventuró.
—Fulton Blankenship —dijo Jim. Sacó una hoja doblada de la chaqueta y se la dio a Reuben—. Esta es su dirección. Conoces la zona. Alamo Square. —Giró el ordenador, pulsó un par de teclas y volvió a girarlo para que Reuben pudiera verlo otra vez. Una gran casa victoriana espectacularmente pintada, muy impresionante, un edificio histórico con tejado cónico de los que salían en las películas.
—Sí, conozco esa casa —dijo Reuben—. Sé exactamente dónde está.
—Estos son los hechos —dijo Jim—. Es un traficante. A su producto lo llaman en la calle «Super Bo», una mezcla de jarabe para la tos con toda clase de drogas imaginables que se vendía por nada al principio y ahora es más caro que cualquier otra droga que los chicos puedan conseguir. Muy concentrado. Con un tubo de ensayo se prepara una botella de medio litro de soda que manda a los chicos a la luna después de un trago. En dosis mayores también es la droga perfecta para violaciones. Vienen de los barrios residenciales a Leavenworth para comprarla y él está consiguiendo camellos lo más deprisa que puede. Alrededor del quince por ciento de las sobredosis terminan en muerte y otro cinco por ciento en coma. Ni uno solo de esos ha vuelto a despertar. —Hizo una pausa, pero Reuben sabía que era mejor no decir ni una palabra—. Hace un par de meses empecé a trabajar en serio con estos distribuidores locales, tratando de conseguir averiguar quién era el responsable y qué estaba haciendo. ¡Los chicos estaban muriendo! —Jim hizo otra pausa porque se le había quebrado la voz, y tardó un segundo o dos en continuar—. Yo iba cada noche a Leavenworth. La semana pasada, uno de los chicos acudió a mí. Era amante de Blankenship, según dijo: dieciséis años, huido de casa, chapero y adicto. Había estado viviendo con Blankenship en esa casa victoriana. Metí al chico en una suite del Hilton. Bueno, no tan elegante como esta, pero se la cargué a mamá, que me paga los gastos extraordinarios. Estaba en la planta veintitrés y me pareció que estaría a salvo. —Una vez más, Jim calló, al borde de las lágrimas. Los labios le temblaban sin que pudiera evitarlo—. El chico se llamaba Jeff —prosiguió por fin—. Tomaba éxtasis y Super Bo, pero quería desintoxicarse. Traté de que la policía y la DEA trabajaran con él, que le dieran protección, le tomaran declaración y pusieran un poli en la puerta de la habitación del hotel. Pero Jeff estaba demasiado drogado, según ellos no era de fiar. «Desengánchalo», dijeron, «y entonces pediremos una orden. Ahora mismo el chico está hecho un asco». Bueno, los hombres del jefe dieron con él ayer tarde. Lo apuñalaron veintidós veces. Le dije que no llamara a nadie… —La voz se le quebró otra vez—. ¡Se lo dije!
Calló y se apretó la boca un segundo antes de continuar con su relato.
—Cuando recibí la llamada del hotel, salí de inmediato. Fue entonces cuando vinieron por mí y encontraron al sacerdote en mi apartamento: un inocente de Mineápolis que no sabía nada, en una escala camino a Hawái. Un pobre chico que quería ver mi parroquia. Un sacerdote al que apenas conocía.
—Ya veo —dijo Reuben.
El calor en su rostro era insoportable y el hormigueo se había convertido en una realidad, pero mantuvo la transformación a raya mientras esperaba, asombrado de que la rabia profunda y la expectación pudieran suscitarla, como estaba ocurriendo en ese momento. También lo asombraba lo que estaba pasando, las consecuencias para su hermano de lo sucedido. La cara de Jim, sus lágrimas le estaban rompiendo el corazón.
—Hay más —dijo Jim, haciendo un gesto con un dedo—. He encontrado al hijo de puta. He estado en esa casa. Justo después de que el chico acudiera a mí, los lacayos de Blankenship me metieron en un coche y me llevaron allí para que conociera al tipo. Me llevaron al cuarto piso de esa casa. Es allí donde vive, este…, este pequeño Scarface fanfarrón, este Pablo Escobar de nuestros días, este Al Capone cara de rata con sus grandes sueños. Está tan paranoico que se ha encerrado en un apartamento del cuarto piso con una sola entrada y solo admite a un puñado de lacayos en la casa. Pues se sienta allí, me sirve coñac y me ofrece cigarros cubanos. Me ofrece un donativo de un millón de dólares para mi iglesia, un millón de dólares; los tiene allí mismo, en un maletín, y dice que podemos ser socios, él y yo, que solo le diga dónde está Jeff. Quiere hablar con Jeff, hacer las paces con él, traer a Jeff, desengancharlo. —Se quedó callado otra vez, mirando a su alrededor, obviamente pugnando por mantener la calma—. No me enfrenté al pequeño monstruo. Me quedé allí sentado, escuchando, respirando ese repulsivo humo de cigarro. Me habla de Boardwalk Empire y Breaking Bad y de que es el nuevo Nucky Thompson y de que San Francisco vuelve a ser la Barbary Coast. San Francisco es una ciudad mucho más bonita de lo que fue jamás Atlantic City, dice. Lleva esos zapatos con puntera, como Nucky Thompson. Tiene un armario lleno de camisas de colores con el cuello blanco. Dona veinticinco centavos de cada dólar a obras de caridad, dice, espontáneamente. Asegura que tenemos un futuro juntos, él y yo. Financiará una clínica de rehabilitación y un refugio en la iglesia que podré llevar como me parezca. Este millón de dólares es solo el principio. Su corazón es de sus clientes, dice. Algún día harán una película sobre nosotros, sobre él y sobre mí, y este refugio estilo Delancey Street Fundation que abriré con su dinero. Si él no vende a la purria, otro lo hará, dice. Eso lo sé, ¿no?, me pregunta. No quiere que nadie resulte herido, y Jeff menos que nadie. ¿Dónde está Jeff? Quiere desintoxicarlo, enviarlo a una facultad del este. Jeff tiene talento artístico, puede que no lo sepa. Me levanté y me fui.
—Te entiendo.
—Salí de allí y volví caminando a casa. A la mañana siguiente me hablan de una donación anónima de un millón de dólares a St. Francis at Gubbio destinado a la rehabilitación y albergue. ¡Está en el maldito banco! —Jim negó con la cabeza. Las lágrimas eran gruesas en sus ojos vidriosos—. No me atreví a ir a ver a Jeff después de eso —continuó—. Lo llamaba todos los días, dos veces al día. Sé discreto. No llames a nadie. No salgas. Me confirmó lo que yo pensaba. No permiten entrar a más de cinco personas en esa casa victoriana. La paranoia se impone a la avaricia y al deseo de servicio personal. Tres esbirros endurecidos se ocupan de todo, y luego está Fulton, aparte del laboratorio que funciona en el sótano. El Super Bo concentrado lo prepara allí un equipo que trabaja al día sin fórmula magistral; meten éxtasis líquido, oxicontina, escopolamina, lo que tengan. ¡Es veneno! Y lo están produciendo en cantidades asombrosas. Todo va en plataformas rodantes a camiones de «perfume». Esa es la tapadera: una empresa de perfumes. Los distribuidores de la calle lo mezclan con soda y lo venden el mismo día que se lo suministran.
—Me hago una idea —dijo Reuben.
—¿Te das cuenta de lo que podría ocurrir si volviera a casa? —preguntó Jim—. ¿Te das cuenta de lo que esos monstruos podrían hacer al que encuentren cuando me estén buscando?
—Me doy cuenta —dijo Reuben.
—¡Y no consigo que un coche patrulla se quede a la puerta de casa!
Reuben asintió.
—Me hago una idea, ya te digo.
—Advertí a mamá. Le dije que contrate un servicio de seguridad privado. No sé si me ha escuchado o no.
—Lo entiendo bien.
—Están locos. Este Blankenship y su banda son suicidas. Son tan peligrosos como perros rabiosos.
—Eso parece —dijo Reuben entre dientes.
Una vez más, Jim hizo un gesto con el dedo para pedir atención.
—Busqué la casa en Google —dijo Jim—. No tiene acceso para vehículos, ni delante ni detrás. Los camiones de perfume tienen que parar en la calle. Hay un pequeño patio trasero.
Reuben asintió.
—Entiendo.
—Me alegro —dijo Jim con una sonrisa amarga—. Pero ¿cómo vas a hacerlo? ¿Cómo los conseguirás sin que todo el mundo salga otra vez a cazar al Lobo Hombre?
—Con facilidad —repuso Reuben—. Déjalo en mis manos.
—No veo cómo…
—Déjamelo a mí —insistió Reuben con un poco más de firmeza pero en voz baja—. No pienses en ello ni un momento más. Tengo otros que pueden ayudarme a planearlo. Ve y date una ducha. Pediré la cena. Cuando salgas la comida ya estará aquí y lo habremos pensado hasta el último detalle.
Jim se quedó un momento sentado, reflexionando, y luego asintió. Sus ojos llorosos eran como de cristal, la luz les arrancaba destellos. Miró a su hermano y sonrió con amargura un instante, con la boca temblorosa. Luego se levantó y salió de la habitación.
Reuben se acercó a la ventana.
La lluvia caía con un poco más de intensidad, pero la vista del parque y la gran masa pálida de la catedral eran tan impresionantes como siempre, aunque la fachada neogótica de la iglesia inquietó profundamente a Reuben. Le dolía el corazón. Había despertado en él recuerdos inesperados, no tanto de esa iglesia en concreto como de muchas otras parecidas en las que había rezado por todo el mundo. Una profunda pena se estaba apoderando de él. Reuben se la tragó como se tragó el cambio que tanto amenazaba con liberarse.
Cuando Felix contestó al teléfono, durante una fracción de segundo no pudo hablarle. El dolor se le acentuó y entonces oyó su propia voz, baja y forzada, explicando con detalle toda la historia a Felix. Seguía con la mirada fija en las torres distantes de la catedral, que tanto le recordaban las de Reims, Noyon y Nantes.
—Estaba pensando que alquilaré un par de suites aquí —dijo Reuben—. Bueno, si estás dispuesto…
—Deja que las reserve yo —propuso Felix—. Y por supuesto que estamos dispuestos. ¿No te das cuenta de que es la noche de Reyes? Empieza la temporada de carnaval hasta la cuaresma. Será nuestra fiesta de la epifanía.
—Pero la discreción, la cuestión de la ocultación del cadáver…
—Querido, somos diez —dijo Felix—. Además, Phil y Laura nunca han probado carne humana. No quedará ni un bocado.
—Por supuesto.
Reuben sonrió a su pesar, a pesar de lo que le dolía el corazón, a pesar de la gran silueta negra de la catedral que se recortaba contra el cielo occidental. Ya había anochecido y, de repente, de manera inesperada, las luces decorativas del enorme templo se encendieron, iluminando gloriosamente la fachada. Era asombroso: el fantasma de la iglesia se tornó sólido y maravillosamente vivo con sus torres gemelas y el brillo tenue del rosetón.
—¿Sigues ahí? —le preguntó Felix.
—Sí, estoy aquí. Y en eso estaba pensando: en comer hasta el último bocado y lamer los platos.
Silencio.
La habitación estaba a oscuras. «Debería encender unas cuantas luces», pensó. Pero no se movió. A cierta distancia oyó un sonido terrible, el llanto de su hermano Jim.
La puerta del dormitorio estaba abierta.
Le llegó el aroma de la inocencia, el aroma del inocente sufriendo.
Reuben se acercó silenciosamente a la puerta.
Jim, con una bata blanca de felpa del hotel, estaba arrodillado junto a la cama, con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas en un gesto de oración. Los hombros le temblaban con los sollozos.
Reuben volvió junto a la ventana, a la visión reconfortante de la catedral bellamente iluminada.