Era Nochevieja. Una gran tormenta había azotado la costa, inundando carreteras de un extremo a otro del país; el viento agitaba las vigas de Nideck Point y gemía en las chimeneas. Una lluvia cegadora batía contra las ventanas.
Habían llamado a Phil esa misma tarde para que pasara la noche en la casa, en una elegante habitación del ala este donde ya había dormido antes; habían tomado todas las medidas necesarias para su comodidad.
Volaron chispas en el robledal antes de que se apagaran las luces. Se encendió el generador de emergencia para proporcionar un mínimo de energía a los circuitos de la casa. En la cocina, la cena se elaboraba a la luz de lámparas de aceite con todo lo dispuesto con antelación en previsión del clima.
Una vez más, los reunidos se habían puesto corbata negra, a instancias del optimista Felix, e incluso Phil había cedido, no sin citar antes a Emerson diciendo que «uno debe ser consciente de todas las empresas que requieren ropa nueva».
Laura había bajado con un vestido de noche azul cobalto de tirantes con pedrería. Todos los criados iban vestidos para sentarse a la mesa con la hermandad, como mandaba la tradición.
Lisa había renunciado al negro en pro de un espectacular vestido de manga larga de encaje marfil tachonado de perlas y pequeños diamantes. Henrietta, tan silenciosa ella, tan tímida, llevaba un vestido juvenil de tafetán rosa. Incluso Heddy, la mayor de todas, siempre tan callada y reservada, se había puesto un vestido festivo de terciopelo verde que revelaba por primera vez una figura bien proporcionada.
Berenice todavía no se había ido para unirse a la otra manada; de hecho, ya no estaba claro que fuera a marcharse. Cuando apareció vestida de chiffon negro, Frank quedó encantado y la cubrió de besos.
Margon cedió la cabecera de la mesa a Felix y ocupó la vieja silla de este, al lado de Stuart.
En cuanto estuvieron servidos el faisán, el pollo asado con miel y los gruesos bistecs a la parrilla aderezados con mantequilla y ajo, los criados entraron y ocuparon sus lugares para escuchar la bendición que Felix pronunció en voz baja.
—Hacedor del Universo, te damos gracias porque este año llega a su fin —dijo—, porque estamos otra vez bajo este techo y con nuestros amigos más queridos, y también te damos gracias porque los Geliebten Lakaien estén otra vez aquí con nosotros. Lisa, Heddy, Henrietta, Peter y Jean Pierre, damos gracias por todos y cada uno de vosotros.
—Geliebten Lakaien —repitió Margon—, para aquellos que no comparten nuestra lengua alemana, es el viejo y legendario nombre de estos queridos sirvientes que durante tanto tiempo nos han protegido y han mantenido encendido el fuego de nuestros hogares. Todo el mundo los conoce por ese nombre, y son muy buscados y queridos. Estamos agradecidos, verdaderamente agradecidos, por contar con su confianza y su lealtad.
Todos los reunidos repitieron el saludo, y el rubor asomó a las mejillas de Lisa. «Si es un hombre —pensó Reuben—, bueno, es el hombre mejor disfrazado que he visto nunca». Pero en realidad ya pensaba en Lisa exclusivamente en femenino. Saboreó el nombre de esos misteriosos eternos, y agradeció el nuevo fragmento de información.
—Y por vosotros, buenos señores, jóvenes y ancianos —dijo Lisa con la copa levantada—. Ni por un momento olvidamos el valor de vuestro amor y vuestra protección.
—Amén —gritó Margon—. Y basta de discursos mientras la comida está todavía caliente. El reloj de pie va a dar las diez de la noche y me estoy muriendo de hambre. —Se sentó de inmediato y cogió una bandeja de carne, dando a todos los demás permiso para empezar a servirse.
Frank se encargó de que un animado concierto de Vivaldi sonara por los pequeños altavoces de un reproductor Bose en el aparador, y luego se unió al resto.
Las risas y la conversación animada habían regresado a Nideck Point, y la tormenta hacía que la fiesta fuera más agradable y estimulante todavía. La conversación fluía con facilidad en torno a la mesa, englobando con frecuencia a todos los presentes y otras veces dividiéndose naturalmente en grupos de voces animadas y expresiones ansiosas.
—Pero ¿qué hace la Nobleza del Bosque en una noche como esta? —preguntó Phil. Oían cómo los viejos robles se sacudían y gemían. De algún lugar lejano en la oscuridad les llegó el estrépito de una rama rompiéndose.
—Ah, bueno, los invité a la fiesta —dijo Margon—, al menos a Elthram y Mara y a quien quisieran traer, pero me dijeron en los términos más amables que tenían otros centenarios a los que asistir en el lejano norte, así que supongo que no están aquí. Aunque, puesto que no son cuerpos reales y existen como elementos en el aire, imagino que una tormenta no hace más que excitarlos.
—Pero volverán, ¿verdad? —preguntó Stuart.
—Oh, desde luego —dijo Felix—, pero solo ellos saben cuándo. Nunca creas que no hay espíritus en el bosque. Hay más gente ahí fuera: otros a los que no conocemos por su nombre y que no nos conocen por el nuestro, pero que podrían manifestarse si sienten necesidad de hacerlo.
—¿Están custodiando esta casa? —preguntó Laura en voz baja.
—Sí —dijo Felix—. La están custodiando. Y nadie bajo este techo debería sentir jamás el más leve temor de ellos. Porque cualquiera que intente hacer daño a esta casa…
—Bueno. Esta no es la noche apropiada para hablar de estas preocupaciones o esas molestias rutinarias e insignificantes —dijo Margon—. Vamos, bebamos otra vez. Bebamos por todos y cada uno de nosotros, por esta rara hermandad de valor inestimable.
Y así continuaron, brindis tras brindis, mientras devoraban las carnes, y al final entre todos recogieron la mesa con tanta naturalidad como siempre, y sirvieron fruta, quesos, los más egregios y asombrosos postres de chocolate y pastas alemanas.
Eran las once y media cuando Felix se levantó otra vez. En esta ocasión los reunidos estaban más apagados y quizá preparados para sus sobrias reflexiones. La música había terminado hacía rato. Habían arrojado nuevos troncos al fuego. Todos estaban cómodamente sentados con su café o su coñac. Felix había puesto cara filosófica, pero la habitual sonrisa le aleteaba en las comisuras de la boca como siempre que estaba de buen humor.
—Termina otro año —dijo, sin mirarlos directamente—, y hemos perdido a Marrok, a Fiona y a Helena.
No había terminado, pero Margon habló en voz baja.
—Por nada del mundo quisiera nombrar esta noche a quienes trajeron la muerte a nuestro Modranicht, pero lo haré por ti, Felix, si lo necesitas, y por todos los que aquí quieran llorar por ellos.
La sonrisa de Felix era triste pero reflexiva.
—Bueno, nombrémoslos por última vez —dijo Margon— y recemos porque hayan ido a un lugar de descanso y comprensión.
—¡Eso, eso! —dijeron de inmediato Thibault y Sergei.
—Y perdónanos por esto, Philip, por favor —dijo Frank.
—¿Perdonaros? —preguntó Phil—. ¿Qué tengo que perdonaros? —Alzó la copa—. Por las madres de mi Modranicht y la vida que ahora tengo en mi interior. No os deseo ningún mal y no os insultaré con mi agradecimiento por este nuevo capítulo de mi historia.
Hubo una rápida ronda de aplausos.
Phil bebió.
—Y por este año que llega y todas sus bendiciones —dijo Felix—. Por el hijo de Reuben. Por el futuro brillante de todos los aquí reunidos. Por el destino y la fortuna, que sean amables, y por nuestros corazones, que no olviden las lecciones aprendidas con todo lo que hemos presenciado en este Yule, nuestro primer Yule con nuestra nueva familia.
Sergei soltó el rugido habitual y movió la botella de coñac por encima de su cabeza, y Frank golpeó la mesa y declaró que se había acabado el tiempo de la solemnidad.
—El reloj va a dar la medianoche —dijo Frank— y otro año acaba, tanto si somos más viejos como si no, y los mismos malditos desafíos de siempre nos esperan.
—Bueno, eso es muy solemne —dijo Berenice con una risita.
De hecho, la risa se les estaba contagiando de manera espontánea a todos sin razón aparente salvo el estado de ebriedad y el bienestar del grupo.
—Se me ocurren muchas ideas sobre lo que este nuevo año nos depara —dijo Felix.
—¡Piensas demasiado! —gritó Sergei—. Bebe, no pienses.
—Ah, pero en serio —insistió Felix—. Una cosa que debemos hacer el año que viene es compartir la historia de nuestra vida con nuestros nuevos hermanos.
—Vaya, brindo por eso —dijo Stuart—. La verdad y nada más que la verdad.
—¿Quién ha dicho nada de la verdad? —preguntó Berenice.
—Mientras no tenga que oír ni una sola palabra de eso esta noche… —dijo Sergei—. Y vosotros, los jóvenes, esperad a que los Geliebten Lakaien empiecen a narrar los cuentos de sus orígenes y sus historias.
—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? —preguntó Stuart—. Quiero saber la verdad acerca de todo, maldita sea.
—Me apunto a oírlo —dijo Reuben.
Phil asintió y alzó la copa.
Las risas iban y venían como en una charla, y Felix había renunciado a poner una nota final seria a la velada, preparándose para brindar y provocando a Stuart y desviando las puyas de Margon.
La perspectiva de oír los cuentos que los Caballeros Distinguidos tenían que contar entusiasmaba a Reuben, y si podía convencer a los Geliebten Lakaien de que le revelaran algo, sería maravilloso.
Se tomó su café, saboreando el sabor intenso y la inyección de cafeína, y apartó la copa de vino. Miró con amor y sentimentalismo a Laura, cuyos ojos azules tanto realzaba el vestido azul, y las emociones se agolparon peligrosamente en su interior. «Siete minutos para fin de año —pensó; llevaba el reloj sincronizado con el del salón—, y luego la abrazas con todas tus fuerzas y ella te abrazará y nunca olvidarás esta noche, este Yule, este Modranicht, este año, esta temporada en la que ha empezado tu nueva vida y con ella tus más profundos amores y conocimientos».
De repente, sonó un estruendo en la puerta principal.
Por un momento nadie se movió. Otra vez se oyó el sonido de alguien que, fuera, bajo la lluvia, llamaba a la puerta.
—Pero ¿quién demonios será? —exclamó Frank. Se levantó como si fuera el centinela de guardia y cruzó el comedor hacia el salón.
Una ráfaga de viento barrió la casa cuando abrió la puerta, apagando las llamas frágiles de las velas, y luego oyeron el golpe de la puerta al cerrarse, el pestillo y dos voces discutiendo.
Felix se quedó en silencio a la cabecera de la mesa, copa en mano, escuchando como si tuviera un presentimiento o supiera quién había llamado. Los otros aguzaban el oído tratando de determinar a quién pertenecía la nueva voz, y a Berenice se le escapó un gemido de pena.
Frank apareció, ruborizado y enfadado.
—¿Lo quieres en esta casa?
Felix no respondió de inmediato. Estaba mirando más allá de Frank, al espacio entre el comedor y el salón. En cuanto Frank hubo vuelto a su silla, le hizo una seña al recién llegado.
Apareció un Hockan empapado y desaliñado, con la cara y las manos blancas y temblando.
—¡Dios mío, estás empapado! —dijo Felix—. Lisa, trae uno de mis jerséis de arriba. Heddy, toallas.
El resto del grupo permaneció en silencio en torno a la mesa. Reuben observaba fascinado.
—Ven, quítate el abrigo —dijo Felix, desabotonándole la prenda él mismo y sacándosela.
Heddy se puso detrás de Hockan para secarle el cabello húmedo y luego le ofreció la toalla para que se secara la cara, pero Hockan simplemente la miró como si no supiera para qué servía.
—Quítate los zapatos mojados, señor —dijo Heddy.
Hockan se quedó allí plantado, de pie, mirando a Felix a los ojos, con la cara temblorosa y una expresión ilegible. Luego emitió un sonido, algo parecido a una palabra estrangulada o un gemido, y de repente se vino abajo, llevándose una mano a los ojos para tapárselos mientras su cuerpo se agitaba en sollozos.
—Están muertos, están todos muertos —dijo con profunda angustia, entre sollozos convertidos en toses—. Están muertos: Helena, Fiona y todos los demás.
—Oh, vamos —dijo Felix con suavidad. Puso un brazo en torno a Hockan y lo llevó a la mesa—. Lo sé —dijo—. Pero nos tienes a nosotros. Siempre nos tendrás. Estamos aquí para ti.
Hockan se aferró a Felix, llorando en su hombro.
Margon puso los ojos en blanco y Thibault negó con la cabeza. Sergei profirió el inevitable gruñido de desaprobación.
—Dios mío, Felix, has agotado mi paciencia, amigo mío —dijo Frank en voz baja y dura.
—Felix —dijo Sergei—. ¡No hay bajo el sol persona, hada, elfo, demonio, trol o perfecto bribón a quien no intentes amar y con quien no quieras vivir en paz!
Thibault prorrumpió en una breve carcajada amarga.
Sin embargo, Hockan no parecía oír nada de todo eso. Sus sollozos de impotencia continuaron.
Felix lo contenía en un abrazo amable, pero logró volver la cabeza y mirar a los demás.
—Yule, caballeros —dijo, con los ojos vidriosos—. Yule —dijo otra vez—. Y él es nuestro hermano.
Nadie respondió. Reuben miró de reojo a Phil, que con expresión desalentadoramente triste miraba la mesa y a los dos hombres, aunque también con cierta perplejidad.
Hockan parecía tan destrozado como pueda estarlo un hombre, vaciando el alma con sus sollozos, completamente ajeno a todo y a todos salvo a Felix.
—No sé adónde ir —dijo con la voz ahogada—. No sé qué hacer.
—Yule —dijo Margon por fin. Se levantó y puso la mano derecha en el hombro de Hockan—. Está bien, hermano. Ahora estás con nosotros.
Lisa había regresado con el jersey, pero no era el momento para eso y esperó en la oscuridad.
Hockan vertía lágrimas silenciosas de impotencia.
—Yule —dijo Berenice, con las mejillas arrasadas de lágrimas.
—Yule —dijo Frank con un suspiro de exasperación, alzando la copa.
—Yule —dijo Sergei.
Y la misma palabra salió de los labios de Laura y de Phil y de Lisa y de los otros Geliebten Lakaien.
Laura tenía lágrimas en los ojos. Berenice siguió llorando, asintiendo a los demás con agradecimiento.
Reuben se puso en pie. Se quedó al lado de Felix.
—Gracias —dijo Felix en un susurro confidencial.
—Es medianoche —le indicó Reuben—. El reloj está sonando. —Y rodeó con los brazos a Felix y Hockan antes de volverse para abrazar a su amada Laura.