25

La pastora George vino por la tarde. Había llamado a Reuben la noche anterior y solicitado verlo en privado, cosa a la que él no podía negarse.

Se reunieron en la biblioteca. Ella iba otra vez bien vestida, como en la fiesta de Navidad, en esta ocasión con un traje chaqueta rojo y un fular de seda blanco. Se había arreglado los rizos grises y llevaba un poco de colorete y lápiz de labios, como si aquella fuera una visita importante para ella.

Reuben la invitó a sentarse en el sillón orejero, junto al fuego. Él se sentó en el sofá Chesterfield y le sirvió café y pastel, ya preparados.

La pastora George estaba bastante tranquila y simpática. Cuando le preguntó por Susie, le dijo que le iba muy bien. Una vez que el padre Jim la hubo creído, había estado dispuesta a hablar con él y con sus padres de las otras cosas que le habían ocurrido durante su secuestro, y volvía a ser una niña feliz.

—No puedo darle suficientemente las gracias por todo lo que ha hecho. Sus padres la han llevado dos veces a ver al padre Jim —dijo la pastora George—. Asistieron a la Misa del Gallo en su iglesia.

Aliviado, Reuben no pudo disimular su satisfacción. Sin embargo, la pastora George solo sabía una parte de la historia. «Supongo que Jim ha podido hacer algo para ayudarla en relación con el secreto que cargué sobre sus hombros. Y seguramente eso le ha venido bien también a él». En cuanto a Susie, estaba encantado de que estuviera en el camino de la recuperación, eso si alguna niña podía recuperarse de la crueldad de la que Susie había sido víctima.

La pastora George continuó un poco más hablando de lo amable que era el padre Jim y diciendo que era el primer sacerdote católico al que conocía personalmente. Se había ofrecido a hablar en su pequeña iglesia sobre las necesidades de los indigentes y le estaba profundamente agradecida.

—No pensaba que un sacerdote quisiera venir a una pequeña iglesia no confesional como la mía, pero está más que dispuesto. Estamos muy contentos.

—Es un buen hombre —dijo Reuben, sonriendo fugazmente—. Y es mi hermano. Siempre he podido confiar en Jim.

La pastora George se quedó en silencio.

«Ahora qué», estaba pensando Reuben. ¿Cómo empezaría a especular sobre el misterio del Lobo Hombre? ¿Cómo abordaría el tema? Se preparó, inseguro todavía acerca de todo lo que debía hacer o decir para distanciarse del misterio, para mantener la conversación en un plano abstracto, sin concretar.

—Fue usted quien rescató a Susie, ¿verdad? —le preguntó la pastora George.

Reuben se quedó de piedra.

Ella lo miraba directamente, tan tranquila como antes.

—Fue usted, ¿verdad? Usted la llevó hasta mi puerta.

Reuben sabía que se estaba ruborizando. Notaba que le temblaban las piernas y las manos. No dijo nada.

—Sé que fue usted —dijo ella en voz baja, confidencialmente—. Lo supe cuando le dijo adiós de esa manera, aquí arriba, cuando dijo: «Te quiero, corazón». Lo supe también por otras cosas, por lo que la gente llama «porte»: su forma de moverse, de caminar, el sonido de su voz. Oh, no era igual, no, pero hay una cierta… cadencia en la voz de una persona, una cadencia propia. Fue usted.

Reuben no respondió. No sabía exactamente qué hacer ni qué decir, pero sabía que no podía admitirlo ante ella. No podía dejarse arrastrar a alguna clase de reconocimiento, ni entonces ni nunca. A pesar de ello, detestaba mentirle, lo aborrecía con todo su ser.

—Susie también lo sabe —dijo la pastora George—. Pero ella no tiene que venir aquí a preguntárselo. Lo sabe y con eso le basta. Es su héroe. Es su amigo secreto. Puede decirle a su hermano Jim que lo sabe, que ella lo sabe, porque él es sacerdote y no puede decirle a nadie lo que escucha en confesión. Así no necesitará decir a nadie más quién es usted. Yo tampoco. Ninguna de las dos tiene que contarlo. Pero yo tenía que venir. Tenía que decírselo. No sé por qué tenía que venir, por qué tenía que preguntárselo, pero es así. Quizá porque soy pastora, creyente, alguien para quien lo misterioso es, bueno, algo muy real. —Lo decía con una voz calmada, casi carente de emoción.

Reuben le sostuvo la mirada sin decir ni una palabra.

—La policía está equivocada, ¿no? —preguntó ella—. Han estado buscando en la costa algún yeti o sasquatch cuando, de hecho, el Lobo Hombre se transforma en lo que es y vuelve a cambiar. No sé cómo se convierte en Lobo Hombre, pero ellos no tienen ni idea.

A Reuben la sangre se le estaba agolpando en las mejillas. Bajó la mirada. Quiso coger la taza de café, pero le temblaba demasiado la mano y tuvo que apoyarla con suavidad en el brazo del sofá. Lentamente, volvió a mirarla.

—Solo tenía que confirmar que tengo razón —dijo la pastora George—. Tenía que asegurarme de que no eran sospechas vagas por mi parte, de que era usted. Créame, no le deseo ningún mal. No puedo juzgar algo o a alguien como usted. Sé que salvó a Susie. Ahora estaría muerta si no la hubiera salvado. Además, cuando Susie lo necesitó, aquí, en esta casa, estuvo a su disposición y la puso en contacto con el hombre que podía ayudarla a recuperarse. No le deseo ningún mal.

Imágenes más que pensamientos corrían por la mente de Reuben, imágenes enredadas y enervantes del fuego de Yule, de la Nobleza del Bosque, de la horripilante inmolación de las dos morfodinámicas, de aquel desdichado que había secuestrado a Susie, de su cuerpo ensangrentado y destrozado cuando Reuben lo había sostenido en sus brazos. Luego se quedó en blanco. Apartó la mirada otra vez y se concentró de nuevo en la pastora George. Le latían las sienes, pero tenía que seguir mirándola a los ojos.

Ella lo miraba con una expresión plácida y agradable. Cogió la taza de café y tomó un sorbo.

—Es un buen café —murmuró. Dejó la taza y se quedó mirando el fuego.

—Le deseo lo mejor en este mundo a Susie —dijo Reuben. Le temblaba la voz a pesar de que trataba de mantenerla bajo control.

—Lo sé —dijo la mujer. Asintió sin apartar la mirada de las llamas—. Yo le deseo lo mismo. Deseo lo mejor de este mundo a todos. No quiero causar ningún daño, nunca. —Parecía elegir las palabras cuidadosamente y las pronunciaba despacio—. Se lo aseguro: lo más drástico de la consagración a Dios es la determinación de amar, de amar realmente en su nombre.

—Creo que tiene razón —dijo Reuben.

—Bueno, eso dice también su hermano Jim.

Cuando lo miró otra vez, lo hizo con una sonrisa.

—Le deseo lo mejor del mundo, señor Golding. —Se levantó—. Quiero darle las gracias por haberme dejado venir.

Reuben se levantó y la acompañó lentamente a la puerta.

—Por favor, comprenda que tenía que saberlo —dijo ella—. Era como si mi cordura dependiera de ello.

—Lo entiendo —dijo Reuben.

Le pasó un brazo por los hombros al acompañarla a la terraza. El viento era violento y las gotas de lluvia eran como trocitos de metal que le mordían la cara y las manos.

Reuben le abrió la puerta del coche.

—Cuídese, pastora George —dijo Reuben. Oyó el temblor de su propia voz, pero confió en que ella no—. Por favor, mantengámonos en contacto. Por favor, escríbame cuando pueda y mándeme noticias de Susie.

—Lo haré, señor Golding. —Esta vez su sonrisa fue resplandeciente y natural—. Lo tendré siempre presente en mis oraciones.

Reuben se quedó observándola bajar la cuesta hasta la verja.

Una hora más tarde explicó la conversación a Felix y Margon.

Estaban sentados en la cocina, tomando su té de la tarde. Les gustaba el té mucho más que el café, al parecer, y todos los días, a eso de las cuatro, tomaban su té de la tarde.

Sorprendentemente, no se preocuparon, y ambos elogiaron a Reuben por la forma en que había manejado la situación.

—Has hecho lo mejor que podías hacer —dijo Felix.

—No importa, ¿verdad? —preguntó Reuben—. Se lo guardará para ella. Tiene que hacerlo. Nadie la creería si…

Ninguno de los dos hombres respondió.

—Se lo guardará hasta que alguien a quien conoce y ama sufra una violencia indecible, algún mal terrible —dijo Margon—. Entonces tendrás noticias suyas. Acudirá a ti para pedir justicia. Te llamará y te hablará de lo que le ha ocurrido a su amigo o su pariente o su feligrés y te dirá quién ha ejercido esa violencia terrible si lo sabe. No te pedirá que hagas nada. Se limitará a contarte su historia. Así es como empieza, con llamadas esporádicas de quienes lo saben y quieren que los ayudemos. Nadie te explicará por qué te cuenta tales congojas, pero llamarán o vendrán y te las contarán. Ella quizá sea la primera o quizá lo sea Susie Blakely. ¿Quién sabe? Quizá lo sea Galton o el sheriff del condado o alguien a quien no recuerdas haber conocido. Una vez más, ¿quién sabe? Pero empezará a ocurrirte y, cuando empiece, deberás manejarlo del mismo modo que la has manejado a ella esta tarde. Sin reconocer nada. Sin decir nada voluntariamente. Sin ofrecer nada. Simplemente recogiendo la información y pasándonosla. Luego decidiremos juntos, tú, Felix y yo, lo que conviene hacer.

—Esto es inevitable —dijo Felix con calma—. No te preocupes. Cuanto más hagamos lo que nos piden, más leales nos serán.