24

Fue su primera cena desde Modranicht. Se sentaron en torno a la mesa del comedor para darse un festín de pescado al horno, pollo asado y filetes de cerdo acompañados de bandejas humeantes de verduras y zanahoria hervida con mantequilla. Lisa había horneado pan y pastel de manzana para el postre, y el Riesling frío centelleaba en los decantadores y las copas de cristal.

Reuben ocupaba su lugar habitual, a la derecha de Margon, y Laura se había sentado junto a él. A continuación estaban Berenice, Frank y Sergei, mientras que al otro lado tenía a Felix, como siempre con Thibault a su izquierda y, a continuación, Stuart y Phil.

Fue una cena cómoda y callada, como si hubieran cenado de ese modo un centenar de veces, y cuando surgió la conversación, fue sobre cosas ordinarias, como la fiesta de Nochevieja prevista para el hotel del pueblo o el tiempo, que no cambiaba.

Felix permaneció en silencio. Completamente en silencio. Reuben apenas podía soportar la expresión de su rostro, la sombra de espanto en sus ojos de mirada perdida.

Daba la impresión de que Margon estaba siendo inusualmente amable con Felix, y más de una vez trató de hablar con él sobre cuestiones poco importantes o neutrales; pero, al no obtener respuesta, decidió no insistir, como si supiera que eso frustraría su amable propósito.

En un momento, Berenice dijo de pasada pero educadamente que las otras lobas habían vuelto a Europa y que no pensaba reunirse con ellas pronto. Obviamente eso no era noticia para Frank, pero sí para los demás, si bien ninguno preguntó lo que Reuben quería preguntar: ¿Hockan no se había ido con ellas?

Reuben no iba a pronunciar el nombre de Hockan en esa mesa.

—Bueno, Berenice —dijo Margon finalmente—, desde luego eres bienvenida para quedarte aquí si no quieres irte. Eso ya lo sabes, naturalmente.

Ella se limitó a asentir. Había una expresión de resignación intencionada en su rostro. Frank estaba simplemente mirando hacia otro lado, como si aquello no lo concerniera.

—Mira, Berenice —dijo Thibault—. Creo que deberías quedarte con nosotros. Creo que deberías olvidar tus viejos lazos con esas criaturas. No hay razón por la que no podamos tratar de formar otra vez una manada de machos y hembras. Y esta vez deberíamos hacerla funcionar. De hecho, querida, ahora tenemos a Laura.

Berenice estaba sorprendida pero no ofendida. Solo sonrió. Laura estaba observando la escena con preocupación obvia.

—Me gustaría que te quedaras —dijo en voz baja—, aunque desde luego eso es asunto tuyo y no mío.

—A todos nos gustaría que te quedaras —agregó Frank con desaliento—. ¿Por qué las hembras forman con tanta frecuencia sus propias manadas? ¿Por qué no podemos vivir juntos y en paz?

Nadie dijo ni una palabra.

Justo antes del final de la comida, después de tomarse el pastel de manzana y el café y de que Sergei hubiera ingerido una enorme cantidad de coñac, llegó Elthram, con su familiar indumentaria de gamuza verde. Sin decir palabra, se sentó en la silla de brazos, a la cabecera de la mesa.

Margon lo recibió con una amable inclinación de cabeza. Elthram se arrellanó, casi despatarrado en la silla, y sonrió a Margon cuando este hizo un pequeño gesto de impotencia con los hombros.

Todo esto fue desconcertante para Reuben. ¿Por qué Margon no estaba furioso con lo que había hecho la Nobleza del Bosque? ¿Por qué no estaba asegurando que él había previsto una posibilidad tan truculenta o que había tenido razón al prevenirlos contra su implicación? Sin embargo, no había dicho tales cosas y, en ese momento, estaba sentado tranquilamente con Elthram a la cabecera de la mesa.

Stuart estudiaba cada detalle de este último con cierta fascinación. Elthram le sonrió amablemente, pero el grupo continuó en su silencio abatido.

Uno tras otro se fueron escabullendo. Berenice y Frank se marcharon al pueblo a tomar una copita en el hotel. Stuart subió a terminar la novela que estaba leyendo. De repente, Sergei se había ido con su coñac, y Thibault preguntó a Laura si podía ayudarlo a resolver su acostumbrada frustración con los problemas informáticos.

Phil se levantó para irse, alegando un completo agotamiento. Rechazó todas las ofertas de ayuda, argumentando que ya no tenía ni la más leve dificultad para caminar ni para encontrar la cabaña en la oscuridad. Ahora era la «cabaña», ya no era la casa de huéspedes.

Elthram se quedó sentado mirando fijamente a Margon. Algo se dijeron sin palabras. Luego Margon se levantó y, tras dar un rápido y cálido abrazo a Felix, al que este no respondió en absoluto, se marchó a la biblioteca.

Silencio.

No llegaba sonido alguno de ninguna parte, ni del fuego de la chimenea ni de la cocina. La lluvia había cesado por completo y el bosque iluminado más allá de la ventana era un espectáculo dulce pero triste.

Reuben levantó la mirada y se encontró con Elthram observándolo.

Solo quedaban Reuben, Felix y Elthram.

Entonces, después de un buen rato de silencio, Elthram dijo:

—Id ahora, los dos. Id al calvero si queréis verla.

Felix se sobresaltó. Miró a Elthram. Reuben estaba anonadado.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Reuben—. ¿Estará allí?

—Quiere que vayas —dijo Elthram—. Id ahora, mientras la lluvia da un respiro. Un fuego arde en el lugar. Me he ocupado de ello. Quiere seguir adelante. Es en el calvero donde ella es más fuerte.

Antes de que Reuben pudiera decir otra palabra, Elthram se había ido.

Rápida y silenciosamente, Felix y Reuben fueron al armario a buscar abrigos y bufandas y salieron por la puerta de atrás. La lluvia cantaba en el bosque, pero ya no llovía, solo las ramas altas soltaban su suave goteo.

Felix caminaba delante con rapidez en la oscuridad.

Reuben pugnaba por mantener el ritmo, consciente de que, más allá de las luces de la casa y del robledal, estaría completamente perdido sin Felix.

Daba la impresión de que llevaban una eternidad avanzando con dificultad por una sucesión de sendas estrechas y desiguales. Reuben logró ponerse los guantes de piel sin aminorar el paso y se cubrió el rostro con la bufanda para protegerse del viento.

El bosque temblaba y susurraba con la lluvia acumulada, y el suelo bajo sus pies estaba en muchos sitios embarrado y resbaladizo.

Finalmente, Reuben atisbó un destello pálido reluciendo contra el cielo y distinguió a la luz de ese resplandor la fila de rocas a la que se acercaban.

Por el estrecho paso cruzaron una vez más al vasto calvero. Reuben notó el fuerte olor de hollín y cenizas, pero el aire frío enseguida pareció diluirlo y diseminarlo.

Todos los restos de Modranicht habían desaparecido: los instrumentos esparcidos, los cuernos, las ascuas, el caldero. Lo único que quedaba de la hoguera era un gran círculo negro, en cuyo centro ardía otro pequeño fuego de troncos gruesos. Las llamas danzaban entre volutas de niebla.

Se acercaron a la fogata caminando sobre carbones y restos brillantes del viejo fuego. Reuben era dolorosamente consciente de que Fiona y Helena habían muerto allí. Pero no había tiempo para lamentarse por las dos hembras que habían atacado a Phil.

Se quedaron tan cerca de las llamas como pudieron, y Reuben se quitó los guantes y se los guardó en los bolsillos. Él y Felix se calentaron las manos. Felix temblaba de frío. Reuben tenía el pulso acelerado.

«¿Y si no viene? —pensó con desesperación, pero sin atreverse a decirlo en voz alta—. ¿Y si viene y lo que nos dice es terrible, más lacerante, más hiriente, más condenatorio incluso que las palabras de Hockan?».

Reuben estaba negando con la cabeza, mordiéndose el labio inferior, pugnando con el sufrimiento de la expectación cuando se dio cuenta de que había alguien de pie justo enfrente, al otro lado del fuego, perfectamente visible por encima de las llamas, mirándolo.

—Felix —dijo Reuben.

Y Felix levantó la cabeza y también la vio.

Un gemido escapó de los labios de Felix.

—Marchent.

La figura se hizo de repente más brillante y Reuben le vio perfectamente la cara, fresca y suave como en el último día de su vida. Marchent tenía las mejillas coloradas por el frío y los labios sonrosados. Sus ojos grises destellaban a la luz del fuego. Llevaba un sencillo atuendo gris con capucha, bajo la cual Reuben vio el cabello rubio corto que le enmarcaba el rostro ovalado.

Estaba a poco más de un metro de ellos.

El único sonido intenso procedía del fuego y, de más allá, llegaban una serie de suaves suspiros procedentes del gran bosque.

Por fin oyeron la voz de Marchent, por primera vez desde la noche de su muerte.

—¿Cómo podéis pensar que me entristece que estéis aquí juntos? —preguntó.

¡Ah, esa voz, esa voz que Reuben nunca había olvidado, tan nítida, tan característica, tan amable!

—Reuben, esta casa, esta tierra… ¡Deseaba tanto que las tuvieras! Y tú, Felix, quería tanto que estuvieras vivo y a salvo, lejos del alcance de cualquiera que pudiera hacerte daño. Vosotros dos, a los que he amado con toda mi alma, ahora sois amigos, ahora sois familia, ahora estáis juntos.

—Querida mía, bendita seas —dijo Felix con la voz rota—. Te quiero muchísimo. Siempre te he querido.

Reuben temblaba violentamente, con las mejillas arrasadas de lágrimas. Se las enjugó con torpeza con la bufanda, pero en realidad no le preocupaban. Mantuvo los ojos centrados en Marchent, cuya voz sonó otra vez con el mismo poder característico.

—Eso lo sé, Felix —dijo. Estaba sonriendo—. Siempre lo he sabido. ¿Crees que, viva o muerta, te he culpado alguna vez de nada? Tu amigo Hockan, y es tu amigo, me alista en una causa por la que no siento ninguna simpatía.

Su rostro era absolutamente afable y expresivo al hablar, su voz tan lírica y natural como había sido ese último día.

—Ahora, por favor, escuchadme los dos. No sé cuánto tiempo tendré para deciros estas cosas. Cuando se repita la invitación, debo aceptarla. Vuestras lágrimas me retienen aquí. Debo liberaros para poder liberarme yo también. —Gesticulaba con naturalidad con las manos al hablar, y se acercó más al fuego, inmune a su calor—. Felix, no fue tu poder secreto lo que oscureció mi vida —dijo con ternura—, sino la incalificable traición de mis desamorados padres. Perecí a manos de unos enfermos ciegos. Fuiste el sol de mi vida en el jardín que plantaste aquí para tus descendientes y, en mi hora más oscura, cuando todo el mundo vibrante se me escapaba, fuiste tú, Felix, quien mandó a los espíritus amables del bosque a traerme luz y comprensión.

Felix lloraba quedamente. Reuben percibía que quería hablar, pero los ojos de Marchent se habían desplazado a él.

—Reuben, tu cara amable ha sido mi lucero —dijo ella. Era la misma actitud que había adoptado con él el fatídico día, amable y casi tierna—. Déjame ser tu lucero ahora. Veo que abusan de tu inocencia de nuevo, no los de tu antigua familia sino, esta vez, alguien que habla con amargura y fingida autoridad. Fíjate en la inteligencia oscura que te ofrece. Te separará de aquellos a los que amas y de aquellos que a su vez te aman: de la escuela misma en la que las almas se embeben de su gran sabiduría. —Bajó la voz, subrayando su indignación—. ¿Cómo se atreve un alma viva a asignarte a las filas de los condenados o a concebir para ti un camino de penitencia, de cadenas y restricciones? Eres lo que eres y no lo que otros quieren que seas. ¿Quién no lucha con la vida y la muerte? ¿Quién no se enfrenta al caos del mundo vivo que respira como hacéis Felix y tú? Reuben, oponte a la maldición de las Escrituras. Resiste mis palabras, Reuben, si ofenden los anhelos más profundos de tu espíritu honesto. —Hizo una pausa, pero solo para incluir a los dos antes de continuar—. Felix, me dejaste esta casa y estas tierras. Yo las cedí en tu memoria a Reuben y ahora os las dejo a los dos, unidos por lazos tan fuertes como pueda haberlos bajo el cielo. Las lámparas vuelven a brillar en Nideck Point. Tu futuro se extiende hacia el infinito. Recuérdame y perdóname. Perdóname por lo que no sabía, por lo que no hice y por lo que no supe ver. Te recordaré allí donde vaya, mientras la memoria sobreviva en mí. —Sonrió. Había una minúscula traza de aprensión, de miedo, en su mirada y en su voz—. Esto es una despedida, queridos. Sé que he de proseguir, pero no sé hacia qué ni adónde, ni si volveré a veros. Os veo ahora, sin embargo, vitales y preciosos y llenos de un innegable poder. Os amo. Rezad por mí.

Se quedó en silencio. Se convirtió en la imagen de sí misma, mirando al frente con los labios juntos y una leve expresión de asombro. Luego su rostro empezó a disolverse, a desvanecerse; al cabo de poco lo único que quedaba de ella era su silueta recortada en la oscuridad, que acabó también por desaparecer.

—Adiós, querida —susurró Felix—. Adiós, mi preciosa niña.

Reuben estaba llorando desconsoladamente.

El viento soplaba en los árboles oscuros e invisibles alrededor del calvero.

Felix se enjugó las lágrimas con la bufanda. Abrazó a Reuben y lo sujetó.

—Ahora se ha ido, Reuben, se ha ido a casa —dijo Felix—. ¿No lo ves? Nos ha liberado, como dijo que quería hacer. —Estaba sonriendo entre lágrimas—. Sé que encontrará la luz; su corazón es demasiado puro, su valor demasiado grande para otra cosa.

Reuben asintió, pero lo único que podía sentir por el momento era pesar: pesar por el hecho de que se hubiera ido, pesar por no volver a oír su voz nunca más. Tardó en darse cuenta de que le habían dado un gran consuelo.

Cuando se volvió y miró otra vez a los ojos a Felix, sintió una calma profunda, confianza en que, de alguna manera, el mundo era el buen lugar que siempre había creído.

—Vamos —dijo Felix, dándole un apretón y luego soltándolo, con los ojos llenos otra vez de vigor y luz—. Estarán todos esperándonos asustados. Vamos con ellos.

—Todo vuelve a estar bien —dijo Reuben.

—Sí, querido, así es. Y la decepcionaríamos terriblemente si no nos diéramos cuenta de eso.

Lentamente, regresaron por el campo de cenizas y carbonilla al estrecho pasaje entre las rocas, desde donde iniciaron el largo camino a la casa en un cómodo silencio.