Elthram permaneció días en la cabaña, sentado junto a la cama de Phil, que dormía. Le daban una y otra vez un potente elixir que preparaban Elthram y Lisa para que durmiera. Adormilado en ocasiones, gemía o cantaba bajito mientras sus heridas sanaban visiblemente. La fiebre le subía y le bajaba, hasta que desapareció por completo.
Poco a poco, empezaron a notarse en él cambios sutiles: el cabello blanco más espeso, la agitación de brazos y piernas, el fortalecimiento muscular y, por supuesto, los ojos. Cuando los abría de vez en cuando se apreciaba que sus pupilas pálidas color avellana se habían vuelto de un verde más oscuro.
En todo ese tiempo, Reuben durmió en el suelo, cerca de la cama de Phil, en una silla junto al fuego o, de vez en cuando, en el espacioso desván, en un colchón que Lisa había preparado para él.
Laura, que le había traído el ordenador, pasaba las noches en el colchón del desván, a su lado, o sola mientras él permanecía abajo, en el sillón reclinable junto al fuego, escuchando adormilado el ritmo de la respiración de Phil. Pero Laura se iba a menudo. Todavía no podía controlar la transformación y ella y Thibault se escabullían una y otra vez al bosque, juntos.
Felix y los demás cuidaban a Phil con frecuencia. Una terrible sensación de melancolía atenazaba a Felix, pero no mostraba ningún deseo de hablar con nadie. Era como si un alma oscura y torturada se hubiera instalado en el cuerpo de Felix, exigiendo para sí su rostro y su voz, aunque no podía ser la suya.
Reuben salía a recibirlo y se quedaban en silencio bajo la lluvia, simplemente abrazándose, compartiendo un mudo dolor por los terribles sucesos de Modranicht. Luego Felix se marchaba, solo, y Reuben volvía a su vigilia.
Margon había susurrado que todos debían dejar solo a Felix tras la cáustica invectiva de Hockan.
—Hockan, el juez —había resoplado con desprecio Sergei—. Es el sumo sacerdote de las palabras. Palabras y más palabras. Sus palabras se aparean y engendran palabras. Sus palabras proliferan.
Stuart aparecía de vez en cuando, tan atormentado como los demás.
—Así que puede haber guerra entre nosotros —le dijo a Reuben en susurros ansiosos—. Puede haber un conflicto terrible. Lo sabía.
Stuart necesitaba hablar con Reuben, y este lo sabía, pero no podía dejar a Phil en ese momento. No podía apartar su mente de Phil. No podía responder a las numerosas preguntas de Stuart. Además, quién mejor para responder a esas preguntas que Margon, si quería hacerlo.
Lisa le contó a Reuben que la primera cosa que Felix había hecho el martes por la mañana había sido idear un sistema de aspersores para proteger la casa, conectado a la red de suministro de agua del condado y además a un enorme depósito de reserva que estaría instalado en la zona de aparcamiento, detrás del ala de los criados. «Nadie incendiará nunca Nideck Point —había dicho—. Al menos mientras yo respire en este cuerpo». Salvo estas palabras, Felix no había dicho nada más de los horrores de Modranicht.
—Está en la antigua habitación de Marchent —le explicó Lisa a Reuben—. Duerme allí, encima de la colcha, sin deshacer la cama. Esto no es bueno, tiene que acabarse. —Negó con la cabeza.
Pero qué ocurría con Margon, le preguntó Reuben a Lisa en susurros furtivos; con Margon, que tanto se oponía a la Nobleza del Bosque. ¿No lo alarmaba que esta hubiera conseguido semejante poder físico en Modranicht? ¿Cuántas veces le habían contado a Reuben que la Nobleza del Bosque nunca había hecho daño a nadie?
Lisa desdeñó sus preocupaciones.
—Margon adora a tu padre —repuso—. Sabe por qué hicieron lo que hicieron.
De vez en cuando, Margon se pasaba para ver cómo estaba Phil y actuaba con el cuidado y la precisión de un médico, con Stuart siempre cerca. A Margon no lo inquietaba que Elthram estuviera allí. Se saludaban con un gesto, como si nada inusual hubiera ocurrido en la historia de la Nobleza del Bosque, como si no se hubiera concentrado en masa para matar a dos morfodinámicos ante los ojos de todos.
Phil estaba claramente fuera de peligro.
De vez en cuando gritaba en sueños y Lisa se arrodillaba a su lado, susurrando.
—Al principio estaba con los vivos y los muertos —le contó a Reuben—. Ahora solo está con los vivos.
Elthram no hablaba con nadie. Si podía dormir en su forma material, no dio pruebas de ello. Cada mañana, la gente de la Nobleza traía flores frescas. Él las ponía en jarrones y vasos que colocaba en los alféizares y las mesas.
Lisa estaba a gusto con la presencia de Elthram, como siempre, a quien de vez en cuando Sergei y Thibault hablaban con naturalidad durante sus visitas a la casa de huéspedes, aunque él se limitaba a asentir con la cabeza y rara vez apartaba los ojos de Phil.
Pero a buen seguro que la enorme muestra de poder físico de la Nobleza del Bosque había significado algo para los otros. Tuvo que haberlos sorprendido a todos. Reuben pensaba mucho en ello. La Nobleza del Bosque podía realmente hacer daño a otros si se lo proponía. ¿Quién podía negarlo ya?
Sin embargo, se sentía a gusto con Elthram, más cómodo quizá que nunca. La presencia de Elthram ejercía un efecto tranquilizador en él. Si Phil empeoraba, Elthram sería el primero en verlo y llamar su atención. De eso estaba seguro.
Una mañana temprano, mientras Laura dormía, Reuben escribió todo lo que podía recordar de las declaraciones de Hockan. No intentó tanto una reconstrucción del discurso como redactar una crónica precisa de lo ocurrido. Cuando terminó, inquieto en la calma seca y caliente del desván, con la ventana convertida en un parche de luz blanca, sentía un sufrimiento profundo y sordo.
En la mañana del cuarto día, el 28 de diciembre, Reuben se levantó cuando todavía estaba oscuro para ducharse, afeitarse y ponerse ropa limpia. Él y Laura hicieron luego el amor en su dormitorio y no pudo evitar quedarse dormido en sus brazos. Pero no estuvo bien. No le pareció suficiente. Reuben la deseaba en su forma animal; quería que los dos se aparearan en el bosque, salvajes, como habían hecho junto al fuego de Yule. Sin embargo, para eso tendría que esperar.
Eran las diez de la mañana cuando se despertó, solo, sintiéndose culpable y preocupado por Phil. ¿Cómo podía haberlo dejado así? Apresuradamente se puso los vaqueros y el polo y buscó los zapatos y la chaqueta.
Le dio la impresión de que tardaba una eternidad en llegar a la cabaña. Entró y se encontró a Phil sentado a su mesa de trabajo, escribiendo en su diario. Lisa estaba preparando su desayuno en la cocina. Dejó la bandeja y jarrita de café, con tazas y platos para padre e hijo, y se escabulló de la cabaña. Elthram se había ido.
Phil continuó escribiendo hasta que finalmente cerró el diario y se levantó. Llevaba una sudadera negra limpia y pantalones de chándal también negros. Sus ojos verde oscuro miraron a Reuben con calma, pero sin verlo, como si tratara de salir de sus más profundos y cruciales pensamientos.
—Hijo mío —dijo. Indicó con un gesto el desayuno de la mesa de la ventana.
—¿Sabes lo que te ha ocurrido? —le preguntó Reuben.
Se sentó a la mesa, con la ventana a su izquierda. El mar era de un azul acerado bajo un cielo blanco resplandeciente. La sempiterna lluvia caía con fuerza en una cortina silenciosa de destellos plateados.
Phil asintió.
—¿Qué recuerdas, papá?
—Prácticamente todo. Si he olvidado algo, bueno, no sé qué. —Cortó con avidez los huevos fritos, mezclándolos con el beicon y la sémola de maíz—. Vamos, ¿no tienes hambre? Un hombre de tu edad siempre tiene hambre.
Reuben miró la comida.
—Papá, ¿qué recuerdas?
—Todo, hijo, ya te lo he dicho, salvo cómo me llevaron al bosque; eso no lo recuerdo. Fue el frío lo que me despertó. Eso y la luz del fuego. Pero recuerdo todo lo que ocurrió después. No llegué a perder la conciencia. Pensaba que iba a hacerlo, pero no llegué a perderla del todo.
—Papá, ¿querías que hiciéramos lo que hicimos? O sea, lo que hicimos por salvar tu vida. Sabes ahora lo que te ha ocurrido, ¿no?
Phil sonrió.
—Siempre hay tiempo para morir, ¿verdad, Reuben? —respondió—. Y multitud de ocasiones para hacerlo. Sí, sé lo que hicisteis y me alegro de que lo hicierais.
Tenía un aspecto juvenil y vigoroso a pesar de las familiares arrugas en la frente y la leve papada que tenía desde hacía años.
—Papá, ¿no tienes preguntas que hacerme sobre lo que viste? ¿No quieres una explicación de lo que viste o de lo que oíste?
Phil tragó un par de bocados más de comida, cogiendo una buena cantidad de sémola con el huevo. Luego se recostó en la silla y se comió lo que quedaba de beicon con los dedos.
—Mira, hijo, no me resultó chocante, aunque verlo de esa manera sí que fue una conmoción. Pero no puedo decir que me sorprendiera del todo. Sabía que habías ido a celebrar Modranicht con tus amigos y, más o menos, sabía cómo te iría a ti, conociendo las viejas costumbres de la fiesta de Yule.
—Pero, papá, ¿quieres decir que lo sabías? ¿Sabías todo el tiempo lo que somos todos nosotros?
—Deja que te cuente una historia —dijo Phil. Tenía la misma voz de siempre, pero aquellos ojos verdes no dejaban de sorprender a Reuben—. Tu madre no bebe mucho, ya lo sabes. No creo que hayas visto nunca a tu madre borracha.
—Alguna vez alegre, tal vez.
—Bueno. No prueba el alcohol porque si lo hace desvaría, siempre le ha pasado, y luego funde a negro y no recuerda lo ocurrido. Es malo para ella, malo para ella porque se pone emotiva y llora y luego no sabe lo que ha hecho.
—Recuerdo que dijo eso.
—Además, por supuesto, es cirujana, y cuando suena ese teléfono quiere estar preparada para entrar en el quirófano.
—Sí, papá. Lo sé.
—Bueno. Justo después de Acción de Gracias, Reuben, creo que fue la noche del sábado siguiente, tu madre se emborrachó sola y entró llorando en mi habitación. Llevaba una semana entera contando para los periódicos y las televisiones, a todas horas, que había visto al Lobo Hombre con sus propios ojos, que lo había visto aquí, en Nideck Point, entrar por la puerta principal y matar a esos dos científicos rusos. Sí, había estado diciendo a todos los que preguntaban que el Lobo Hombre de California no era un mito, sino alguna clase de mutación, ¿sabes?, una anomalía física, un caso único, una realidad biológica para la que todos tendríamos pronto una explicación. Bien. La cuestión es que entra en mi habitación, se sienta al lado de mi cama, sollozando, y me cuenta que sabe, que simplemente lo sabe, que el corazón le dice que tú y todos tus amigos sois de la misma especie. «Son todos Lobos Hombre —dice entre sollozos—, y Reuben es uno de ellos». Y continúa explicando que sabe que es cierto, simplemente lo sabe, y que sabe que tu hermano Jim lo sabe, porque Jim no puede hablar de ello, lo cual solo puede significar una cosa, que no puede revelar lo que se le dijo en confesión. «Están todos juntos en esto. ¿Has visto esa gran foto suya de la repisa de la chimenea, en la biblioteca? Son monstruos y nuestro hijo es uno de ellos». Por supuesto, la ayudé a volver a la cama y me quedé tumbado a su lado hasta que dejó de llorar y se durmió. Luego, por la mañana, Reuben, no recordaba nada salvo que se había emborrachado y había estado llorando por algo. Se sentía humillada, terriblemente humillada como siempre que se pone demasiado emotiva, como siempre que pierde el control. Se tragó medio frasco de aspirinas y se fue a trabajar como si no hubiera pasado nada. Bueno, ¿qué crees que hice?
—Fuiste a ver a Jim —dijo Reuben.
—Exactamente —repuso Phil con una sonrisa—. Jim estaba celebrando la misa de las seis, como de costumbre, cuando llegué allí. Había, cuántas, ¿cincuenta personas en la iglesia? Probablemente la mitad. Y la gente de la calle estaba fuera haciendo cola para entrar a dormir en los bancos.
—Sí —dijo Reuben.
—Pillé a Jim justo después de misa, justo después de que despidiera a los feligreses en la puerta. Estaba volviendo por el pasillo hacia la sacristía. Le conté lo que vuestra madre había dicho. «Ahora, dime —le pregunté—: ¿es concebible que esta criatura, este Lobo Hombre, no sea un monstruo de la naturaleza sino que haya una tribu entera de ellos y que tu hermano forme de hecho parte de esa tribu? ¿Es posible que sean de una especie desconocida que ha existido siempre y que, cuando mordieron a Reuben en esa casa oscura, se convirtiera en uno de los suyos?».
Phil calló para tomar un buen trago de café caliente.
—¿Y qué dijo Jim? —preguntó Reuben.
—Eso fue todo, hijo. No dijo nada. Solo me miró un buen rato y la expresión de su rostro, bueno, no tengo palabras para describirla. Luego levantó la mirada al altar y vi que estaba mirando la imagen de san Francisco y el lobo de Gubbio. Entonces dijo con tristeza y desánimo: «Papá, no puedo arrojar ninguna luz sobre este asunto». Yo repuse: «Está bien, hijo, dejémoslo así, tu madre no recuerda nada de esto de todos modos», y simplemente salí de la iglesia, pero ya lo sabía. Sabía que era todo cierto. De hecho, supe que era cierto cuando tu madre me lo estaba explicando, sentí que lo era, lo sentí, lo sentí aquí; pero tuve la seguridad cuando observé a Jim caminando hacia la sacristía de detrás del altar, porque había un millón de cosas que podría haber dicho si hubiera sido absurdo, y no dijo ninguna.
Phil se limpió la boca con la servilleta y volvió a llenar la taza de café.
—Sabes que Lisa prepara el mejor café del mundo, ¿no?
Reuben no respondió. Sentía lástima por Jim, mucha pena por haberlo cargado con aquel peso, pero ¿qué iba a hacer sin él? Bueno, era hora de ocuparse de él, de desagraviarlo, de darle las gracias, de agradecerle que se hubiera encargado de Susie Blakely.
—Pero, papá, si mamá lo sabía —preguntó—, ¿por qué te dejó venir aquí a vivir con nosotros?
—Hijo, tuvo un apagón esa noche, ya te lo he dicho. Lo que me reveló procedía de algún lugar de su interior al que no tiene acceso cuando no bebe. Y al día siguiente no lo sabía. Ahora no lo sabe.
—Ah, pero sí que lo sabe —dijo Reuben—. Lo sabe. Lo que hizo el alcohol fue hacerle hablar de ello, confesarlo, afrontarlo. También sabe que no puede hacer nada al respecto, que no puede mencionármelo abiertamente, que nunca podrá convertirse en cómplice. La única forma que tiene de vivir con ello es fingir que no sospecha nada.
—A lo mejor —dijo Phil—; pero, volviendo a tu pregunta de qué pensé cuando os vi a todos vosotros en el bosque en Nochebuena, bueno, me quedé asombrado. Eso te lo garantizo. Fue el espectáculo más asombroso que había visto en mi vida, pero no estaba sorprendido y sabía lo que ocurría. Además, reconocí a esa artera de Helena por su acento polaco cuando me sacó de la cama y me dijo: «¿Estás dispuesto a morir por tu hijo, para darles a él y sus amigos una lección?».
—¿Eso te dijo?
Phil asintió con la cabeza.
—¡Oh, sí! Ese era su plan, aparentemente. Reconocí la voz de Fiona, que iba con ella. «Estúpido humano. No deberías haber venido —me dijo la tal Fiona—. La mayoría de los humanos tienen mejor instinto».
Phil tomó un sorbo de café, apoyó los codos en la mesa y se pasó las manos por el pelo. Parecía un hombre veinte años más joven, por mucho que la edad le hubiera marcado el rostro, con los hombros remarcablemente rectos y el pecho más ancho. Incluso tenía las manos más grandes y fuertes que antes.
—Me quedé sin sentido cuando aparecieron aquí —dijo—, pero cuando desperté en el bosque vi claro el plan maligno de esas dos: usarme como prueba humana de la actitud de Felix en Nideck Point, de su decisión de vivir entre seres humanos, de continuar como si fuera un ser vivo, un hombre normal, un hombre generoso; demostrar que todo esto era, en palabras de Fiona, «una locura». Vi y oí todo eso cuando se desarrolló el espectáculo.
—Entonces sabes lo que les ocurrió a Fiona y Helena —dijo Reuben.
—No, al principio no lo entendí —dijo Phil—. Eso es lo único que no tenía claro, que me desconcertaba. Tumbado en esa cama tuve pesadillas. Soñé que habían quemado Nideck Point y arrasado el pueblo.
—Ella dijo esas mismas cosas —dijo Reuben.
—Exacto, eso lo oí —dijo Phil—. Pero lo que no tenía claro era que ella y Helena hubieran muerto. No vi lo que les ocurrió. Las pesadillas eran terribles. Agarré a Lisa y traté de convencerla de que Nideck Point estaba en peligro por culpa de esas dos. Fue entonces cuando ella me contó que Elthram y la Nobleza las habían arrojado al fuego. Me explicó quiénes eran los de la Nobleza, o al menos lo intentó. Dijo algo sobre que «eran los espíritus del bosque y no gente como nosotros». —Rio suavemente, entre dientes, negando con la cabeza—. Debería haberlo sabido. Bueno. Lisa me dijo que nadie había visto hacer algo semejante a la Nobleza del Bosque, pero que nunca lo habría hecho de no haber tenido un motivo grave. Y Elthram estaba allí, junto a mi cama, me refiero, justo al lado de Lisa. Lo vi mirándome. Me tocó con una de sus manos calientes y me dijo: «Estás a salvo».
—Eso es lo que ocurrió —dijo Reuben.
—Y entonces supe que no habían venido para hacer daño a nadie y comprendí mejor el resto de lo que había oído: lo que había oído decir a Hockan, con esa voz suya, comparable al espléndido Adagio en sol menor de Albinoni arreglado por Giazotto.
Reuben soltó una risita amarga.
—Sí, es exactamente así, ¿verdad?
—Oh, sí, ese Hockan tiene una hermosa voz, pero todos la tienen. Felix tiene la voz como un concierto de piano de Mozart, siempre llena de luz. Sergei… Bueno, Sergei suena como Beethoven.
—¿No como Wagner?
—No —dijo Phil sonriendo—. Prefiero a Beethoven. Pero respecto a Hockan, lo noté triste durante el banquete, diría que profundamente melancólico. Parecía amar a esa Helena aunque ella le daba pavor. Me di cuenta de eso. Las preguntas que ella me hizo lo aterrorizaron. —Negó con la cabeza—. Sí, Hockan es el violín del Adagio en sol menor, exacto.
—¿Y estás de acuerdo con lo que ha ocurrido? —preguntó Reuben—. ¿Con que usaran el Crisma para salvar tu vida y que ahora seas uno de nosotros?
—¿No acabo de decirte que sí?
—¿Puede alguien culparme por plantear una pregunta como esta dos veces? —preguntó Reuben.
—No, por supuesto que no —dijo Phil con amabilidad. Se sentó y miró a su hijo con la más triste de las sonrisas—. Eres muy joven y muy ingenuo y realmente bueno de corazón.
—¿Lo soy? ¡Siempre quise que estuvieras con nosotros! —susurró Reuben.
—Sabía lo que hacía cuando vine aquí.
—¿Cómo podías saberlo realmente?
—No fue el misterio lo que me atrajo —explicó Phil—. No fue la insensata suposición de que esos amigos tuyos realmente conocían el secreto de la vida eterna. Sí, claro, sabía que existía una posibilidad de que eso fuera así. Llevo tiempo atando cabos, igual que tu madre. No solo por la foto de la biblioteca o por la personalidad inusual de los hombres que conviven contigo. No solo por su anacrónico modo de hablar o por los anticuados puntos de vista que tienen. ¡Diablos, tú tienes una forma de hablar que nos ha hecho decir en broma muchas veces que te cambiaron al nacer! —Negó con la cabeza—. Así pues, no era tan sorprendente que cultivaras ciertas amistades que hablaban de un modo tan raro como tú a veces. La inmortalidad es abrumadora e irresistible, desde luego. Lo es. Pero no sé si creía en eso del todo. No sé si creo ahora. Cuesta menos creer que un ser humano se convierta en animal que creer que vivirá eternamente.
—Te entiendo muy bien —dijo Reuben—. Yo me sentía exactamente igual.
—Fue algo más mundano pero infinitamente más profundo y significativo lo que me trajo aquí. Vine a vivir contigo en este lugar ungido porque tenía que hacerlo. Simplemente tenía que hacerlo. Tenía que encontrar este refugio del mundo al que he consagrado mi larga, gris e intrascendente vida.
—Papá…
—No, hijo. No discutas conmigo. Sé quién soy, así como sabía que tenía que venir. Tenía que estar aquí. Tenía que pasar los días que me quedaban en algún lugar donde verdaderamente deseara estar, haciendo las cosas que me importan, por más triviales que sean. Caminar por el bosque, leer mis libros, escribir poemas, contemplar ese océano, ese océano interminable. Tenía que hacerlo. No podía seguir avanzando hacia la tumba paso a paso, ahogado por la pena, ahogado por la amargura y la decepción. —Contuvo el aliento, como si estuviera sufriendo. Tenía la mirada fija en la línea apenas visible del horizonte.
—Lo entiendo, papá —dijo Reuben en voz baja—. A mi manera, a mi manera joven e ingenua, sentía lo mismo el día que llegué aquí. No puedo decir que estuviera en el deprimente camino hacia la tumba. Solo sabía que no había vivido, que había evitado vivir, como si hubiera aprendido pronto a decidirme contra la vida más que a favor de ella.
—Ah, eso es hermoso —dijo Phil. Su sonrisa se hizo más brillante otra vez al mirar a Reuben.
—Papá, ¿entiendes las cosas que dijo Hockan? ¿Seguiste el hilo de la conversación?
—En su mayor parte. Fue un poco como un sueño. Estaba tumbado en la tierra y era fría, pero no tenía frío bajo esas mantas. Le estaba escuchando. Sabía que estaba apuntando sus dardos contra Felix y contra ti y Stuart. Lo oí. Lo comprendí. En las noches transcurridas desde entonces he estado dándole muchas vueltas, con algún que otro susurro de Lisa de vez en cuando, componiéndolo todo.
Reuben se armó de valor.
—¿Crees que era cierto lo que dijo Hockan? —le preguntó a su padre—. ¿Crees que tenía razón?
—¿Tú qué opinas, Reuben?
—No lo sé —repuso Reuben sin convicción—. Cada vez que reflexiono sobre ello, cada vez que veo a Felix o a Margon o a Sergei, me doy más cuenta de que tengo que decidirme, que decidirme yo, acerca de las cosas que dijo Hockan de nosotros.
—Eso lo entiendo y lo respeto.
Reuben sacó un trozo de papel doblado del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó a Phil.
—Esto es todo lo que dijo de nosotros, está aquí escrito —le explicó—. Palabra por palabra. Exactamente como lo recuerdo.
—Mi hijo, el estudiante de matrícula —dijo Phil.
Desdobló la página y leyó lo que ponía lenta y concienzudamente antes de volver a doblarla.
Miró con expectación a Reuben.
—Ha tenido un efecto devastador sobre Felix —dijo Reuben—. Está profundamente desanimado.
—Eso es comprensible —dijo Phil. Iba a decir algo más, pero Reuben continuó.
—Margon no parece conmovido, ni en un sentido ni en otro —dijo—, y Sergei y Stuart dan la impresión de haberlo olvidado todo, de haberlo borrado como si nunca hubiera ocurrido. Desde luego, no están asustados de Elthram ni de la Nobleza del Bosque. Parecen tan cómodos con ellos como siempre.
—¿Y Laura?
—Laura ha planteado la pregunta lógica: ¿quién es Hockan? ¿Es un oráculo o una criatura falible como el resto de nosotros?
—Entonces los realmente perjudicados por esto sois tú y Felix.
—No lo sé, papá. No me saco lo que dijo de la cabeza. Nunca he podido sacarme de la cabeza las voces negativas. He luchado toda la vida por descubrir mi propia verdad y me he visto asfixiado por lo que decían otras personas. Es como si siempre me hubieran estado gritando, acosándome, agitando los puños ante mí. La mitad del tiempo no sé lo que pienso.
—No te menosprecies, hijo —dijo Phil—. Creo que sabes lo que piensas.
—Papá, tienes que saber esto —dijo Reuben—. Amo esa casa, este lugar, esta parte del gran bosque del mundo. Quiero traer a mi hijo aquí. Quiero estar aquí contigo. Amo a toda mi nueva familia. Los amo a todos, más de lo que puedo decir. A Laura, Felix, Margon, Stuart, Thibault, Sergei, a todos ellos. Amo a Lisa, sea quien sea y lo que sea. Amo a la Nobleza del Bosque.
—Te entiendo, hijo —dijo Phil sonriendo—. Yo también le tengo mucho cariño a Lisa. —Soltó una risita confidencial—. «Sea quien sea y lo que sea».
—Dejar atrás Nideck Point, romper todo contacto con mi madre, entregar a mi hijo a mamá para que lo críe, no volver a ver a Jim… No soporto pensar en esas cosas. Se me rompe el corazón.
Phil se limitó a asentir.
—Me siento más grande y más fuerte aquí de lo que me he sentido en ninguna parte —prosiguió Reuben—. Ese día en la feria del pueblo y luego en el banquete, aquí, percibí la energía creativa a mi alrededor. Sentí un espíritu creativo contagioso. No tengo otra manera de describirlo. Sentía que estaba bien todo lo que había hecho Felix, todo lo que Felix había hecho realidad. Era como magia, papá. Una y otra vez creaba algo de la nada. Un invierno inhóspito, una población que agoniza, una gran casa vacía, un día que podría haber sido como un millar de otros días. Transformó todo esto. Y fue bueno. Juro que lo fue. Sin embargo, llega el juicio de Hockan. Hockan hace una lectura oscura del guion y hace surgir otra historia.
—Sí, Reuben, eso es exactamente lo que hizo Hockan —dijo Phil.
—Hockan dice que esta gran casa es una trampa, una abominación.
—Sí, hijo, lo oí.
—¿Cuál es el pecado de Felix, papá? ¿Querer vivir en compañía de todas las criaturas vivas, sean espíritus, fantasmas, morfodinámicos, gente sin edad como Lisa o seres humanos? ¿Es eso realmente malvado? ¿Es ese el pecado original que mató a Marchent?
—¿Qué opinas, Reuben? ¿Lo es?
—Papá, no tengo ni idea de lo que es la inmortalidad. Ya lo he reconocido antes, simplemente no lo sé. Pero sé que estoy luchando por un sentimiento mejor, por una comprensión mejor. Sea lo que sea, tengo alma. Siempre lo he sabido. No puedo creer que Marchent esté perdida y sufriendo por el espantoso secreto de lo que somos, por el pecado de Felix al amarla a ella y a sus padres y esconderles nuestros secretos. Felix nunca habría dejado a Marchent si esos hombres malvados no lo hubieran hecho prisionero.
—Lo sé, hijo. Conozco la historia. Hockan aportó todas las piezas del rompecabezas que me faltaban cuando estaba tumbado en el calvero.
—Y no es culpa de Felix que la Nobleza del Bosque sorprendiera a todos. Hicieron algo que nadie sabía que eran capaces de hacer. Eso es obvio. Pero ¿fue culpa de Felix por haberlos llamado e invitado a estar allí?
—No. No creo que lo fuera —dijo Phil—. La Nobleza del Bosque siempre ha tenido su propia reserva de poder.
—¡Si al menos pudiera hablar con Marchent! —exclamó Reuben—. ¡Si al menos pudiera oír su voz! La he visto, he visto sus lágrimas, he visto su sufrimiento. ¡Maldita sea! Incluso he hecho el amor con ella, papá, la he tenido en mis brazos. Pero no salía ninguna voz de ella. No salía ninguna verdad de ella.
—¿Y qué podía contarte, Reuben? —preguntó Phil—. Es un fantasma, no una deidad ni un ángel. Es un alma perdida. Ten cuidado con lo que podría decir, igual que deberías tener cuidado con Hockan.
Reuben suspiró.
—Eso lo sé. Lo sé. No he dejado de querer preguntárselo a Elthram. Seguramente él sabe por qué acecha. Debe saberlo.
—Elthram sabe lo que Elthram sabe —dijo Phil—, no lo que sabe Marchent, si es que ella sabe algo.
Se quedaron en silencio. Phil tomó otra taza de café. Arreció la lluvia, brillando y martilleando en las ventanas. ¡Qué sonido tan íntimo el de la lluvia azotando los cristales! El cielo incoloro era incomprensiblemente luminoso a pesar de la lluvia y, mar adentro, un barco se movía por el horizonte distante, apenas visible con el resplandor gris del mar.
—No me dirás qué debo hacer, ¿verdad? —preguntó Reuben.
—No quieras que te diga lo que debes hacer —dijo Phil—. Tienes que descubrirlo por ti mismo. Pero te diré esto: me has hecho olvidar rápidamente dolores y sufrimientos; has obrado maravillas en mí y, pase lo que pase, decidas lo que decidas, decida lo que decida Felix, nadie te separará de mí ni me separará a mí de ti y de Laura.
—Es verdad. Eso es absolutamente cierto. —Miró a su padre—. Eres feliz, ¿verdad, papá?
—Sí.