Reuben bajó la escalera a la luz de una sola vela, consciente de la inmensidad y el vacío de la casa.
Se oía a lo lejos el rumor inquietante de los tambores.
Cuando salió a los escalones de la parte de atrás, apenas distinguió las cinco figuras con capucha en la densa oscuridad. Los tambores distantes sonaban con una cadencia extraña y levemente amenazadora. Apenas más tenue que el sonido del viento, oyó la melodía de las flautas. La lluvia ya no era más que una neblina espesa. La notaba pero no la oía. El viento, sin embargo, ululaba entre los árboles distantes.
Lo atenazó un temor instintivo. A lo lejos atisbó el parpadeo de un fuego. Era un fuego enorme, tan enorme que despertó en él la alarma. Sin embargo, el bosque empapado de lluvia no corría peligro a causa del fuego. Reuben lo sabía.
Gradualmente fue distinguiendo las siluetas de quienes tenía cerca. Oyó que frotaban una cerilla y un pequeño resplandor reveló a Margon con una antorcha delgada en la mano.
La antorcha prendió enseguida y las otras figuras emergieron gracias a la luz creciente.
Reuben olía la brea o el alquitrán de la antorcha, no estaba seguro de lo que era.
Empezaron a caminar por el bosque con Margon encabezando el grupo, antorcha en mano. Daba la impresión de que los tambores distantes sabían que se acercaban. Se oía el redoble insistente y profundo de grandes tambores y el incesante y estimulante sonido de tambores más pequeños. Luego los cuernos se impusieron a la percusión. Se sumó otra voz instrumental: tal vez una gaita irlandesa, alta, nasal y bastante triste.
Alrededor de ellos el bosque susurraba, crujía y se agitaba en la oscuridad. Al afanarse para superar rocas y helechos en su progreso firme, Reuben oyó susurros y risitas. Distinguía las caras blancas y borrosas de los miembros de la Nobleza del Bosque, simples destellos a ambos lados del sendero irregular que seguían. De repente, sonó una música tenue y misteriosa para acompañarlos al ritmo del sonido más fuerte que los llamaba desde lejos: las ásperas y tristes notas de las flautas dulces, la percusión y el tintineo de las panderetas, un zumbido inquieto.
Notó que se le erizaba el vello de los brazos y la nuca. Era un escalofrío agradable. Su desnudez bajo la túnica le parecía erótica.
Continuaron caminando. Reuben empezó a sentir el profundo cosquilleo que anunciaba el cambio, pero Felix le agarró la muñeca.
—Espera —le dijo en voz baja, adaptándose al ritmo de Reuben y colocándose a su lado, sujetándolo cuando tropezó y estuvo a punto de caer.
Los tambores en la distancia sonaron más fuerte. Los más graves redujeron el ritmo a un ominoso y aterrador toque de difuntos. El gemido de las gaitas irlandesas era hipnótico. Por encima de ellos, las altas ramas de las secuoyas crujían bajo el peso de la Nobleza del Bosque. También del sotobosque surgían chasquidos como de enredaderas rotas en la oscuridad y ramas golpeando la maleza.
El fuego era un gran resplandor rojo en la neblina que parpadeaba entre la enorme masa de arbustos y ramas entrecruzadas.
Se desviaban a un lado y a otro en su caminata. Reuben ya no tenía ni idea de en qué dirección iba, solo sabía que se estaban acercando cada vez más al resplandor.
Delante de él, los encapuchados eran indistinguibles a la luz distante de la solitaria antorcha parpadeante. De repente tuvo la impresión de que solo Felix era real; Felix, que estaba a su lado. Se inquietó por Stuart. ¿Tenía miedo Stuart? Y él, ¿tenía miedo?
No. Ni siquiera lo tuvo cuando los tambores se volvieron más ruidosos y los músicos espectrales que los rodeaban respondieron, tejiendo las hebras estridentes de su melodía al ritmo del tambor. No tenía miedo. Una vez más notó el hormigueo y que el pelo de la nuca quería salir. El vello de lobo luchaba contra la piel de hombre. ¿El lobo que había en él respondía a los tambores? ¿Los tambores ejercían sobre el animal un poder oculto del cual él no era consciente? Pugnó contra la transformación con valor, pero también con deleite, sabiendo que pronto se desencadenaría.
El brillo del fuego distante aumentó y pareció devorar la débil luz de la antorcha de Margon. Había algo tan espantoso en aquel brillo tembloroso y palpitante que despertó en él otra vez una alarma tremenda. Sin embargo, el fuego los estaba llamando, y Reuben, ansioso, se adelantó para agarrar con firmeza el brazo de Felix.
De repente, la expectación que sentía era embriagadora. Tuvo la sensación de que llevaba una eternidad caminando por el bosque oscuro y de que esa era la mejor de las experiencias, la de estar con los demás, dirigiéndose hacia el fuego distante que ardía y parpadeaba muy por encima de ellos, como si surgiera de la boca de un volcán o de alguna oscura chimenea invisible bajo su luz.
Olores penetrantes le invadieron las fosas nasales: el riquísimo aroma de un jabalí vivo como los que había cazado muy de vez en cuando; la fragancia embriagadora del vino calentado a fuego lento con clavo, canela y nuez moscada; el olor dulce de la miel. Todo eso olió además del humo, los pinos, la bruma húmeda. Le inundaban los sentidos.
Le pareció oír el chillido de un jabalí, un grito gutural salido de la noche y, una vez más, sintió que la piel le ardía. Tenía retortijones de hambre; hambre de carne viva, sí.
Una colosal canción sin palabras se elevó del coro de seres invisibles que los rodeaban cuando llegaron a un verdadero muro de negrura por encima del cual volaban chispas hacia el cielo desde la hoguera rugiente que ya no podían ver con claridad.
De repente, la pequeña antorcha de Margon se estaba moviendo hacia arriba. Reuben atisbó las rocas grises que había visto a la luz del día y al cabo de un momento él mismo estaba trepando por una empinada cuesta rocosa y entrando por indicación de Felix en un pasaje escarpado por el que apenas podía avanzar. Los tambores sonaron más fuerte en sus oídos y las gaitas rugieron otra vez, pulsantes, insistentes, instándolo a moverse con rapidez.
Frente a él, el mundo explotó en una danza de llamas anaranjadas.
La última de las figuras oscuras que tenía delante se había apartado hacia el calvero. Avanzó a trompicones y descubrió que había pisado tierra compacta. El fuego lo cegó momentáneamente.
Era un espacio amplio.
A unos treinta metros de distancia, la gran hoguera crepitaba con furia, con su oscuro andamiaje de troncos plenamente visible en el interior de aquel horno de llamas amarillas y anaranjadas.
El fuego parecía marcar el centro mismo de un amplio escenario. A su derecha e izquierda, Reuben vio las rocas que se extendían hacia las sombras inevitables, no sabía hasta dónde.
Justo en la boca del pasaje por el cual acababan de llegar estaban los músicos, todos ellos conocidos, con túnica de terciopelo verde y capucha. Era Lisa quien tocaba con estruendo los timbales, cuya vibración agitaba hasta los huesos de Reuben. La rodeaban Henrietta y Peter tocando las flautas dulces, Heddy con un tambor largo y estrecho y Jean Pierre tocando la enorme gaita escocesa. Desde muy arriba llegaban el canto de la Nobleza del Bosque, el sonido inconfundible de violines y flautas traveseras y las notas vibrantes de los dulcémeles.
Todos trataban de crear una melodía de expectación y reverencia, de solemnidad incuestionable.
Entre las peñas y el fuego que Reuben tenía delante había un caldero dorado enorme sobre un fuego que ardía con suavidad y brillaba como si estuviera hecho de ascuas. Reuben se dio cuenta de que el caldero ocupaba el centro del círculo que los morfodinámicos formaban alrededor.
Dio un paso adelante y ocupó su lugar. Los vapores de la mezcla especiada del caldero ascendieron agradablemente hacia sus fosas nasales.
La música se enlenteció y se suavizó a su alrededor. Dio la impresión de que el aire contenía el aliento con el retumbar de los tambores como una sucesión de truenos.
Se oyeron los chillidos del jabalí, los gruñidos, los profundos aullidos guturales. Esos animales estaban encerrados con seguridad en algún sitio, Reuben lo intuía. Confiaba en que así fuera.
Entretanto, los morfodinámicos se acercaron todo lo posible al calor del caldero, en un círculo aún no lo bastante pequeño para que se tocaran, pero sí lo suficiente para que todos los rostros fueran visibles.
Entonces, de las sombras que danzaban más allá del fuego, a su derecha, surgió una figura desconocida para unirse al círculo. Cuando se apartó la capucha verde de la cara, Reuben vio que era Laura.
Se quedó sin aliento. Laura estaba frente a él, sonriéndole a través del tenue vapor que se elevaba del enorme caldero. Los demás prorrumpieron en vítores y saludos.
—Modranicht —rugió Margon—. La noche de la Madre Tierra y nuestra fiesta de Yule.
Todos enseguida alzaron los brazos y rugieron para responderle, en el caso de Sergei con un profundo aullido. Reuben los alzó también y se esforzó por soltar el aullido que albergaba en su interior.
De repente, los timbales retumbaron agitando a Reuben hasta el tuétano y las flautas tocaron una melodía penetrante.
—Gente del Bosque, uníos —declaró Margon con los brazos en alto.
De las rocas que los rodeaban surgió un clamor de tambores y flautas y violines y asombrosas trompetas de latón.
—¡Morfodinámicos! —gritó Margon—. Sed bienvenidos.
De la oscuridad salieron más figuras encapuchadas. Reuben vio claramente el rostro de Hockan, la cara de Fiona y formas más pequeñas y femeninas que tenían que ser Berenice, Catrin, Helena, Dorchella y Clarice. El círculo se ensanchó, admitiéndolas una por una.
—¡Bebed! —gritó Margon.
Todos convergieron en el caldero para sumergir los cuernos en el brebaje hirviente y retrocedieron de nuevo para tomárselo trago a trago. La temperatura era perfecta para encender un fuego en la garganta y el corazón, para encender los circuitos del cerebro.
Una vez más sumergieron los cuernos y volvieron a beber.
De repente, Reuben se tambaleó, se estaba cayendo. A su derecha, Felix se estiró para sujetarlo. Le bailaba la cabeza y se le escapaba la risa. Laura le sonrió con una mirada abrasadora y se llevó el cuerno brillante a los labios. Lo saludó. Dijo su nombre.
—No es momento para palabras humanas: ni para poesía ni para sermones —gritó Margon—. Esta no es una reunión para hablar, porque todos conocemos las palabras. Pero ¿cómo vamos a llorar la pérdida de Marrok si no pronunciamos su nombre?
—¡Marrok! —gritó Felix, y, acercándose al caldero, hundió su cuerno y bebió.
—Marrok —dijo Sergei—, viejo amigo, amigo querido.
Uno por uno fueron haciendo todos lo mismo. El último en hacerlo fue Reuben, que tuvo que alzar el cuerno y gritar el nombre del morfodinámico al que había matado.
—¡Marrok, perdóname! —gritó. Y oyó la voz de Laura haciéndose eco de las mismas palabras: «Marrok, perdóname».
Sergei volvió a rugir y, esta vez, Thibault y Frank rugieron con él, y también Margon.
—Marrok, danzamos por ti esta noche —gritó Sergei—. Has entrado en la oscuridad o en la luz, no lo sabemos. Te saludamos.
—Y ahora, con alegría —gritó Felix—, saludamos a los más jóvenes de nosotros: Stuart, Laura, Reuben. Es vuestra noche, mis jóvenes amigos, vuestro primer Modranicht entre nosotros.
Esta vez le respondieron los terroríficos aullidos de todo el grupo.
Se estaban deshaciendo de las túnicas. Felix se había desnudado y, con los brazos en alto, se estaba convirtiendo en el Lobo Hombre. Frente a Reuben, Laura de repente quedó desnuda y blanca, con los hermosos pechos visibles a través del vapor que se alzaba del caldero. Sergei y Thibault estaban desnudos, con el vello de lobo naciendo en ellos mientras la flanqueaban.
Reuben soltó un grito ahogado de terror. Olas de deseo lo recorrieron junto con cierto mareo de borrachera.
Su túnica yacía a sus pies y el aire frío lo envolvió, despertándolo y envalentonándolo.
Todos estaban transformándose. Todos aullaron sin poder evitarlo. La música era un clamor atronador. Un cosquilleo gélido le recorrió la cara y el cuero cabelludo, primero, y luego el tronco y las extremidades. Sintió una fracción de segundo de dolor en los músculos cuando se le hincharon hasta alcanzar su gloriosa nueva fuerza y flexibilidad.
Pero era a Laura a la que estaba viendo, como si no hubiera nadie más en el maravilloso universo en expansión salvo Laura, como si la transformación de Laura fuera su transformación.
Un espantoso temor atenazó a Reuben, un miedo tan terrible como el que había sentido la primera vez que de niño había visto una fotografía del órgano sexual femenino, esa boca secreta maravillosa y terrible, tan húmeda, tan abierta, tan velada por el vello enredado, espantosa como el rostro de Medusa, atrayéndolo y amenazándolo con convertirlo en piedra. Pero no podía apartar la mirada de Laura.
Estaba viendo crecer el pelo gris oscuro en la coronilla de Laura mientras le salía a él; el pelo le cayó hasta los hombros a ella mientras la melena se le derramaba sobre los hombros a él. Vio el pelo lacio y brillante revistiendo las mejillas y el labio superior de Laura, su boca convirtiéndose en carne negra y sedosa como la suya, los colmillos blancos brillantes creciéndole, el grueso pelaje bestial cerrándose sobre su torso, tragándose sus pechos y pezones.
Petrificado, Reuben vio los ojos de Laura ardiendo en la faz de la bestia y cómo aumentaba de estatura, con sus poderosas patas delanteras de lobo levantadas, con las garras hacia el cielo.
Miedo y deseo palpitaban en él, enloqueciéndolo infinitamente más que el aroma del jabalí o el martilleo de la música o los ensordecedores violines y gaitas de la Nobleza del Bosque.
Pero los del grupo de enfrente se movían. Laura cambió de lugar con Thibault y luego con Hockan y luego con Sergei y luego con otro y otro hasta que estuvo al lado de Reuben.
Él cogió en sus zarpas la máscara de lobo que era el rostro de Laura, mirándola directamente a los ojos, observándola, decidido a comprender plenamente el misterio del rostro monstruoso que tenía delante y que, con el pelaje gris y los dientes brillantes, a él le resultaba tremendamente hermoso.
De repente, Laura cerró los brazos poderosos en torno a él, desconcertándolo con su fuerza, y él devolvió el abrazo, abriendo la boca sobre su boca, metiendo la lengua entre sus dientes. Estaban pegados los dos, desnudos bajo el glorioso camuflaje del pelaje de lobo, y los demás gritaban sus nombres:
—¡Laura, Reuben! ¡Laura, Reuben!
La música estaba adoptando el ritmo de una danza y, a la luz cambiante del fuego, Reuben vio acercarse a la Nobleza del Bosque. Elthram y los demás se acercaron con largas guirnaldas de madreselva y enredaderas en flor con las que adornaron a Reuben y Laura, pasándoselas por los hombros. Daba la impresión de que llovían pétalos de flores sobre ellos. Pétalos blancos y amarillos y rosados: pétalos de rosa, pétalos de cerezo, frágiles pétalos de flores silvestres. A su alrededor, la Nobleza del Bosque seguía cantando y cubriéndolos de besos etéreos sin aroma, besos que solo olían a flores.
—Laura —susurró en el oído de su amada—. Laura, huesos de mis huesos, carne de mi carne.
Oyó la profunda voz bestial de ella respondiéndole con palabras suaves y dulces.
—Mi querido Reuben, allá adonde vayas iré yo y donde te alojes me alojaré.
—Y yo contigo —respondió él. Las palabras saltaron desde su recuerdo hasta su lengua—. Y tu gente será mi gente.
Les entregaron cuernos de vino, de los que ellos bebieron; los intercambiaron y bebieron otra vez. El vino se derramó de sus bocas y les cayó por el grueso pelaje. ¡Qué poco importaba! Alguien le había vertido un cuerno de vino sobre la cabeza a Reuben, que en ese momento vio a Laura ungida de modo similar.
Aplastó la cara contra la de ella y sintió la presión caliente de los pechos de ella contra su pecho, el calor pulsando a través del vello.
—¡Y los peludos danzarán en torno al caldero! —gritó Margon.
Los tambores acompañaron rítmicamente la danza y las gaitas tocaron la melodía.
Enseguida se pusieron a mecerse, balancearse, saltar y desplazarse en círculo hacia la derecha, todos ellos, cada vez más rápido.
El ritmo de los tambores era el de una danza y estaban danzando, porque eso hacían, con los brazos estirados, las rodillas dobladas, saltando en el aire, dando vueltas. Sergei cogió a Reuben y lo hizo girar para enseguida continuar con Laura. Una y otra vez, otros se juntaban y luego se separaban, y el impulso a la derecha en torno al caldero continuaba.
—¡En torno al fuego! —rugió el gigante Sergei, cuya voz de barítono era inconfundible en forma de lobo.
Se apartó de un salto del círculo y los otros corrieron tras él. Reuben y Laura los siguieron juntos lo más deprisa que pudieron.
La tremenda velocidad de los que iban por delante de Reuben lo animaba a continuar tanto como los tambores, con Laura manteniendo el ritmo a su lado, bajo su atenta mirada, tocándolo con el costado de vez en cuando al saltar juntos hacia delante.
Conocía los rugidos que hendían el aire, conocía los aullidos de Frank, Thibault, Margon, Felix y Sergei. Oyó los desconocidos gritos salvajes de las otras morfodinámicas y luego la voz de Laura, a su lado, vibrante, más alta y más dulce que la suya, y exquisitamente salvaje cuando rugió.
Corrió tras ella, perdiéndola de vista mientras los otros se movían con más rapidez que él.
Nunca en toda su vida había corrido tan deprisa, había saltado tan lejos ni tenido la sensación de que podía despegar corriendo, ni siquiera esa noche lejana en la que había recorrido kilómetros para encontrar a Stuart. Había demasiados obstáculos en su camino; el miedo excesivo a lesionarse lo había inhibido. Pero en ese momento estaba en éxtasis, como si lo hubieran ungido con el ungüento secreto de las brujas. Al igual que Goodman Brown, viajaba verdaderamente por el aire nocturno, liberado de la gravedad de la Madre Tierra y, sin embargo, fortalecido por sus vientos, tocando el suelo apenas el tiempo suficiente para notarlo.
De nuevo los aullidos guturales y los gritos descarnados se alzaron por encima de la machacona e incitante música.
«¡Modranicht! ¡Yule!», gritaban. Palabras quizás ininteligibles para el oído humano puesto que salían de las gargantas profundas de los morfodinámicos. Delante de Reuben, dos figuras que corrían chocaron y rodaron por el suelo, rugiendo, aullando, tocándose juguetonamente; luego una corrió dejando que la otra le diera caza.
Una figura descargó todo su peso encima de Reuben, que rodó alejándose del fuego hacia las rocas que los rodeaban, sacándosela de encima, y luego fingió lanzarse hacia su garganta cuando la figura la emprendió con él como un felino monstruoso. Le dio la espalda y siguió corriendo, sin que le preocupara quién había sido, sin que le preocupara nada, limitándose a estirar cada tendón de su cuerpo poderoso y a saltar tanto como podía sobre las almohadillas de las extremidades delanteras y traseras, precipitándose hacia la figura más lenta que tenía delante, rodeando la gran hoguera quizá por quinta o sexta vez, no lo sabía, y ávido de notar el viento en la cara, como si estuviera devorando el viento entre las sombras amenazadoras de la gigantesca fogata, impulsado por el ritmo profundo de los tambores y el sonido salvaje de las gaitas.
El pesado aroma almizclado del jabalí le llegó con fuerza. Reuben gritó. No quedaba nada de humano en él. De repente, vio por delante la enorme mole de un macho monstruoso corriendo a la misma velocidad y con la misma furia con la que él corría. Antes de poder atraparlo, otro morfodinámico se había adelantado, había hundido los dientes en el enorme cuello del jabalí y estaba cabalgando tenazmente con las piernas abiertas sobre el lomo del animal.
Otro jabalí y otro morfodinámico pasaron corriendo a su lado. Reuben salió tras ellos a toda velocidad, con el estómago encogido de hambre.
Una vez más, vio que caía el jabalí.
Los chillidos horripilantes de los animales heridos y furiosos resonaban en la noche junto con los rugidos de los morfodinámicos.
Reuben insistió hasta que vio delante de él a quien sabía que era Laura. Rápidamente la rebasó y adoptaron el mismo paso.
De repente, oyó las pezuñas junto a sus orejas, y sintió el dolor agudo de un colmillo en el costado. Se volvió, enfurecido, y abriendo mucho la boca en un rugido delicioso clavó los dientes en el costado del cuello del animal. Notó que rompía la piel almizclada, desgarraba los músculos y, por fin, lo abrumó el sabor delicioso de la carne.
Laura, encima del animal, le desgarró el flanco.
Reuben rodó una y otra vez con el jabalí, que chillaba y gruñía luchando por su vida, arrancándole un pedazo de carne palpitante tras otro. Al final, el rostro lobuno de Reuben encontró la tripa del animal y la desgarró para su lengua hambrienta. Laura hundió los dientes en el festín, justo a su lado.
Reuben se atiborró de carne sangrante y caliente, dando mordiscos al flanco mientras el animal agonizaba, agitando todavía las patas. Laura lamió la sangre, desgarró tiras de músculo sangriento. Él se quedó observándola.
Dio la impresión de que pasaba una eternidad hasta que los chillidos y gruñidos se apagaron, los golpes de las pezuñas cesaron y solo los característicos rugidos agudos de los morfodinámicos perforaban la noche envueltos en la callada nube de la música fascinante.
Reuben estaba ebrio y saciado de carne, casi incapaz de moverse. La caza había terminado.
La calma se había abatido sobre el inmenso calvero en el que ardía el fuego monstruoso, y la música continuaba sonando.
Entonces se alzó un grito:
—¡Huesos a la hoguera!
Hubo un estruendo en el corazón del fuego y luego otro, como si la hoguera fuera un volcán en erupción.
Reuben se levantó, cogió el cadáver desgarrado y ensangrentado del jabalí con el que se había dado un festín y lo arrojó al fuego. Vio a otros haciendo lo mismo, y enseguida el hedor de carne quemada se alzó a su alrededor, nauseabundo y sin embargo tentador. Laura chocó con él, se apoyó pesadamente en él, con jadeos roncos. Estaban conociendo el calor del pelaje de lobo, la sed del pelaje lobuno.
La figura de Sergei apareció a su lado, diciéndole que volviera, que se uniera a los demás junto al caldero. Encontraron a los otros reunidos, bebiendo de sus cuernos e intercambiando cuernos. Reuben identificó a los siete que no formaban parte de su manada, pero no distinguía la identidad de las lobas. Conocía a Hockan. Hockan tenía un gran cuerpo lobuno como el de Frank y el de Stuart, y su pelaje era casi por completo blanco, con rayas grises aquí y allá, lo cual hacía que destacaran poderosamente sus ojos negros. Otros morfodinámicos de ojos oscuros no tenían esa ventaja.
Nada distinguía claramente a las hembras salvo su menor tamaño y sus movimientos ligeramente felinos. Sus pechos y genitales estaban cubiertos de pelo largo y vello. Su altura variaba, igual que la de los hombres, y sus extremidades eran obviamente poderosas. Mirara hacia donde mirara, Reuben veía caras peludas manchadas de sangre coagulada y trozos de palpitante carne de jabalí, torsos ensangrentados, pechos hinchándose con inspiraciones profundas. Una y otra vez, sumergían los cuernos en un caldero aparentemente inagotable. ¡Qué natural parecía todo, qué perfecto! Saciar su sed de ese modo, una y otra vez. Qué divina era la borrachera que sentía, la completa seguridad del momento.
Sergei retrocedió hacia los músicos reunidos y soltó un rugido espantoso.
—¡A saltar el fuego! —gritó.
Despegó con un salto tremendo, tocando el suelo una vez antes de lanzarse directamente hacia las llamas. Reuben estaba aterrorizado por él, pero enseguida los otros se pusieron a correr en círculo y hacia el fuego del mismo modo, propulsándose por encima de las llamas más altas, con gritos de triunfo al superar el infierno y aterrizar de pie.
Oyó la voz de Laura llamándolo y vio de reojo que se separaba del grupo, corría hacia los músicos y luego daba la vuelta y se impulsaba como había hecho Sergei, proyectando el cuerpo hacia arriba y hacia las llamas hambrientas.
No pudo evitar seguirla. Pese a que estaba aterrorizado por el fuego, se sentía invulnerable, se sentía ansioso, se sentía enloquecido con el nuevo y seductor desafío.
Corrió con todas sus fuerzas y saltó como había visto hacer a los otros, con el fuego cegándolo, con el calor envolviéndolo, notando el olor de su propio pelaje chamuscado en las fosas nasales hasta que salió al viento frío y cayó al suelo para empezar a correr una vez más en torno al círculo.
Laura lo había esperado. Laura iba corriendo a su lado. Reuben veía las patas de ella volando por delante de su cuerpo, sus poderosos hombros agitándose bajo el pelaje de loba gris oscuro.
Corrieron en torno al caldero y de nuevo se precipitaron en esa alocada carrera y saltaron las llamas.
La siguiente vez que se acercaron al caldero, el grupo se había reunido en círculo otra vez; todos se sostenían sobre las patas traseras. Enseguida se unieron a los demás.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué la música se había hecho más lenta, por qué tenía ritmo sincopado de mal agüero?
El sonido incitante de las flautas se enlenteció también; cada cuarta nota era más fuerte que las tres anteriores. Los demás estaban balanceándose, adelante y atrás, adelante y atrás, y Margon cantaba algo en su lengua antigua. Felix se sumó a la canción y después lo hizo la vibrante voz de barítono de Sergei. Thibault estaba tarareando; la figura inconfundible de Hockan Crost, el más parecido a un lobo blanco del grupo, también estaba tarareando mientras se balanceaba. Surgió una especie de gemido de las otras hembras.
De repente, Hockan pasó corriendo junto a Felix y Reuben y agarró a Laura con ambas patas.
Antes de que Reuben pudiera acudir en su defensa, Laura empujó a Hockan hacia atrás, hacia el caldero, que casi se volcó; el líquido caliente salpicó como metal fundido.
Sergei, Felix y Margon aullaron con ferocidad y rodearon a Hockan, que alzó las patas enseñándoles las zarpas, gruñéndoles mientras retrocedía.
—Es Modranicht —dijo con su profunda voz brutal de lobo. Soltó un aullido amenazador.
Margon negó con la cabeza y dio la respuesta gutural más grave y amenazadora que Reuben había oído jamás a un morfodinámico.
Una de las hembras salió del grupo y empujó a Hockan de forma juguetona pero poderosa con las dos patas. Cuando se abalanzó hacia ella, echó a correr en torno al fuego con él persiguiéndola de cerca.
La tensión de los machos protectores se redujo.
Otra hembra empujó a Frank con las patas, y Frank, aceptando el reto, fue tras ella.
Ya estaba ocurriendo en todas partes alrededor de ellos. Felix salió tras la tercera de las lobas, y Thibault detrás de la cuarta. Incluso Stuart fue de repente cortejado y seducido y se lanzó en persecución de su hembra.
Laura se acercó a Reuben, con los pechos poderosos latiendo contra el pecho de él, rozándole la garganta con los dientes, llenándole los oídos de gruñidos. Reuben trató de levantarla del suelo, pero se le subió encima y lucharon, rodando en la oscuridad hacia las rocas.
Estaba excitado por ella; le mordisqueó la garganta y le lamió las orejas, la piel sedosa de la cara, la carne suave y negra del hocico, deslizó la lengua sobre la de ella.
Enseguida estuvo dentro de Laura, moviéndose adelante y atrás en una vagina tensa y húmeda, más profunda y musculosa que su sexo humano, que se cerraba contra él con tanta fuerza que casi le hizo daño, pero solo casi. El cerebro de Reuben había desaparecido, había desaparecido en el animal, en las entrañas del animal, y esa cosa, esa cosa que tanto se parecía a él, esa cosa poderosa y amenazadora que había sido Laura era suya con la misma seguridad que él era de ella. El cuerpo atlético de Laura se agitó con espasmos bajo él, con la mandíbula abierta y un rugido ronco que salió de su boca como si no pudiera ejercer ningún control. Reuben se dejó llevar en un torrente de envites que lo cegó.
Calma. La lluvia fina y plateada caía sin ningún sonido. Solo se oía el silbido del gran fuego, cuyos troncos oscuros, cuyas altas torres de leña se derrumbaban lentamente.
La música era baja, furtiva, paciente, como la respiración de un animal adormilado, y adormilados estaban Laura y Reuben. Envueltos en la oscuridad, contra las rocas, yacían uno en brazos del otro, sus corazones latiendo al unísono. El pelaje del lobo no era desnudez sino completa libertad.
Reuben estaba aturdido y borracho y medio dormido. Las palabras afloraron a la superficie de su mente: «Te amo, te amo, te amo, amo el animal inagotable que hay en ti, en mí, en nosotros, te amo». Notaba el peso de Laura contra su pecho, con las garras enredadas en la melena de ella, con los pechos calientes de Laura contra su cuerpo, calientes como los tenía cuando era mujer, más calientes que el resto del cuerpo; también notaba el calor del sexo de Laura de esa misma vieja manera, contra su pata. El aroma limpio y suave de Laura, que no era un aroma en absoluto, llenó sus fosas nasales y su cerebro. Ese momento se le antojó más embriagador que el de la danza, el de la caza, el de la muerte, el del sexo; esa extraña suspensión del tiempo, la desaparición de todas las preocupaciones, con el animal cediendo sin esfuerzo a la modorra; esa mezcla de adormilamiento y satisfacción perpleja. Para siempre, así, con el fuego de Yule chisporroteando y crepitando, con el aire frío y cortante, la lluvia suave convertida en poco más que una neblina, sí, no era realmente lluvia, y todas las cosas reveladas, todas las cosas selladas entre él y Laura.
«¿Y ella me amará mañana?».
Abrió los ojos.
La música se había acelerado; volvía a ser una danza. Sonaban panderetas y, al dejar caer la cabeza hacia un lado, vio entre él y la inmensa fogata las figuras de la Nobleza del Bosque, saltando y danzando. Recortadas contra las llamas, danzaban enlazando los brazos y moviéndose en círculos, como los campesinos siempre habían danzado, sus cuerpos ligeros y gráciles convertidos en hermosas siluetas contra el fuego mientras corrían alrededor de él. Luego se detuvieron para volver a sus pasos elaborados, riendo, armando jolgorio, llamándose. Su canción, una mezcla de voces de soprano espléndidas y otras más graves de tenor y barítono, iba subiendo y bajando al ritmo de sus pasos. Dio la impresión de que temblaban momentáneamente, de que se volvían transparentes como si fueran a disolverse, pero al cabo de un momento eran sólidos otra vez y se oía el ruido sordo de sus pisadas.
Reuben estaba riendo. Disfrutaba viéndolos con el cabello al viento, las faldas de las mujeres volando, los niños pequeños formando cadenas para rodear a los ancianos.
Entonces se unió a ellos un morfodinámico.
Allí estaba Sergei, marchando, saltando, girando con ellos. Se le unió la figura familiar de Thibault.
Lentamente, Reuben se levantó, provocando a Laura con caricias y besos húmedos.
Se pusieron en pie y se unieron a los demás. Qué antigua y céltica sonaba la música en ese momento, después de sumarse a ella los violines e instrumentos de cuerda mucho más profundos y oscuros que los violines, y las notas claras y metálicas del dulcémele.
Reuben ya estaba borracho. Estaba terriblemente borracho. Borracho de hidromiel, borracho de hacer el amor, borracho de atracarse de carne palpitante del jabalí, borracho de noche y de crepitar de llamas susurrantes contra sus párpados. Un viento helado sopló en el calvero, reavivando el fuego y atormentándolo con una lluvia ligera.
Hum. Un aroma en el viento, un aroma mezclado con la lluvia. ¿Aroma de humano? «No es posible. No te preocupes. Es Modranicht».
Siguió bailando, girando, dejándose llevar. La música burbujeaba y hervía y empujaba y lo apresuraba, con los tambores tocando más deprisa y más deprisa, un ostinato chocando con el siguiente.
Alguien gritó. Era una voz masculina, una voz cargada de rabia. Un grito estrangulado desgarró la noche. Nunca había oído a un morfodinámico gritar de ese modo.
La música había cesado. El cantar de la Nobleza del Bosque había enmudecido. La noche estaba vacía, pero de repente se llenó del crujido y la explosión del fuego.
Abrió los ojos. Estaban todos corriendo, rodeando el fuego hacia los músicos y el caldero.
El aroma persistía, más fuerte ahora. Un aroma humano, inequívocamente humano. Nada en ese calvero, nada que tuviera que estar en ese calvero o en esos bosques esa noche olía así.
A la débil luz danzante, los morfodinámicos se apiñaron en círculo; pero el caldero no estaba en el centro de ese círculo sino bastante apartado de ellos. Había otra cosa en el centro de ese círculo. La Nobleza del Bosque se mantenía a cierta distancia, susurrando y murmurando.
Hockan le estaba rugiendo a Margon, y las otras voces masculinas que Reuben conocía se elevaron con creciente furia.
—Dios santo —dijo Laura—. Es tu padre.