20

Fue una de las semanas que le pasaron más deprisa en la vida a Reuben. Tener a su padre viviendo con él era infinitamente más divertido de lo que había imaginado, sobre todo desde que la casa entera hubo recibido a Phil y todos asumieron que había venido para quedarse. Reuben no pensaba en otra cosa.

Entretanto, la casa se recuperó del banquete y avanzó hacia Nochebuena.

El pabellón había quedado completamente desmontado la tarde del martes. Se habían llevado el parapeto de madera, las tiendas y los muebles alquilados. El gran belén de mármol, pesebre, iluminación y abetos incluidos, había sido trasladado al pueblo de Nideck, donde lo habían abierto inmediatamente al público una vez montado en el viejo teatro, frente al hotel.

La hermosa iluminación de las ventanas y los hastiales de la casa, así como la del robledal, seguía como antes. Felix dijo que mantendrían las luces hasta el 6 de enero, la Epifanía, como dictaba la tradición, y habría gente que de vez en cuando pasearía por el bosque.

—Pero en Nochebuena no —aseguró—. Esa noche la propiedad estará a oscuras para nosotros y nuestra fiesta de Yule.

El miércoles llegaron los libros de Phil y un venerable arcón antiguo que Edward O’Connell, el abuelo de Phil, había traído de Irlanda. Su padre enseguida empezó a contarle a Reuben todo sobre su abuelo y el tiempo que habían pasado juntos cuando Phil era niño. Aunque había perdido a sus abuelos a los doce años, los recordaba claramente. Reuben nunca en su vida había escuchado a Phil hablar de aquello. Quería saberlo todo sobre los abuelos. Quería preguntarle sobre el don de ver fantasmas, pero no se atrevía a mencionar el tema. Todavía no, no tan pronto, no tan cerca de Nochebuena, cuando tendría que caer un velo entre él y su padre.

Todo esto mantuvo la mente de Reuben apartada del inquietante recuerdo de los morfodinámicos en la fiesta y de la expectación por encontrarse con Laura en la fiesta de Yule.

Durante el desayuno del martes, Margon les había dicho a todos con brusquedad que no prestaran atención a los «extraños huéspedes no invitados» que se habían presentado en el banquete. A la inmediata andanada de preguntas de Stuart, replicó:

—Nuestra especie es antigua. Eso lo sabes. Sabes que hay morfodinámicos por todo el mundo. ¿Por qué no iba a haberlos? Como bien ves, nos reunimos en manadas como los lobos, y las manadas tienen su territorio. Pero no somos lobos ni luchamos contra aquellos que de vez en cuando entran en nuestro territorio. Los soportamos hasta que se van. Siempre lo hemos hecho así.

—Pero me doy cuenta perfectamente de que no te gustan esos otros —dijo Stuart—. Y esa Helena era aterradora. ¿Es amante del tal Hockan? Cuando hablas de nuestro inherente sentido del bien y el mal, bueno, no me cuadra con esa antipatía. ¿Qué ocurre si detestas a un compañero morfodinámico completamente inocente y recto?

—¡Nosotros no odiamos! —dijo Sergei—. Estamos decididos a nunca odiar y nunca discutir. Y sí, de vez en cuando hay problemas. Sí, lo reconozco, hay problemas, pero se terminan deprisa, como ocurre con los lobos, y luego nos vamos, buscamos nuestra parte del mundo pacífica y hacemos valer nuestro derecho.

—Eso podría ser lo que más les molesta —comentó Thibault en voz baja. Miró a Margon y, viendo que no lo interrumpía, continuó—: Hemos reivindicado una vez más esta parte del mundo, y tenemos una fortaleza y una resistencia que a otros les parece, bueno, envidiable.

—No importa —dijo Margon levantando la voz—. Esto es Yule y recibimos a todos los demás como hemos hecho siempre, incluso a Helena y Fiona.

Fue Felix quien dio por terminada la conversación anunciando que la casa de huéspedes estaba a punto para Phil y que quería llevar a padre e hijo a verla. Confesó que estaba un poco enfadado por el hecho de que los obreros no la hubieran tenido lista antes del banquete, pero él los había sacado de la casa de huéspedes para que trabajaran en la fiesta y, bueno, la cuestión era que no la habían terminado antes.

—Ahora está arreglada para tu padre —le dijo a Reuben—, y me muero por enseñársela.

Enseguida subieron a buscar a Phil, que también acababa de desayunar, y los tres bajaron al acantilado bajo la lluvia suave.

Los obreros se habían ido y se habían llevado todo el plástico de embalaje y los escombros. La pequeña obra maestra de Felix, como él la llamaba, estaba lista para la inspección.

Era una cabaña espaciosa de piedra gris con el tejado puntiagudo y chimenea también de piedra. En la fachada, dos espaldares flanqueaban unas puertas dobles. Plantarían las enredaderas en primavera, dijo Felix, y los parterres estarían llenos de flores.

—Me han contado que antes era uno de los lugares más encantadores de toda la propiedad —comentó.

Había una pequeña zona delante de la cabaña de viejos adoquines que habían descubierto y restaurado. En primavera y verano Phil podría sentarse en aquella explanada, que no tardaría en estar llena de flores. Era el lugar para los geranios, dijo Felix. A los geranios les sentaba estupendamente el aire del océano. Prometió que sería espectacular. Rododendros enormes crecían más allá de los espaldares en ambas direcciones. Cuando florecieran, explicó, se llenarían de capullos de color violeta. Le habían dicho que en el pasado la casa siempre estaba cubierta de madreselva, buganvilla y hiedra, y lo estaría otra vez.

Un roble gigantesco se alzaba al borde de la explanada, con un viejo banco de hierro rodeando el descomunal tronco gris.

En realidad, Reuben había visto poca cosa del edificio cuando se aventuró por primera vez, con Marchent, a entrar en una ruina medio quemada, rodeada de pinos y oculta por las malas hierbas y los helechos de Monterrey.

La casita de huéspedes se asomaba al acantilado sobre el océano y las grandes ventanas de pequeños paneles ofrecían una vista del mar sin obstrucciones de color pizarra. Gruesas alfombras cubrían las anchas tablas del suelo, muy pulidas, y habían reformado el cuarto de baño con una ducha de mármol y una bañera digna de la realeza, o eso afirmó Phil.

Había espacio más que suficiente en el dormitorio con alcoba para una mecedora de roble y un sillón reclinable de piel, colocados a cada lado de la gran chimenea estilo Craftsman, así como para la mesa rectangular, también de roble, situada bajo la ventana. La cama estaba contra la pared norte, frente a la chimenea, y contaba en el cabezal con una lámpara curvada para leer. Un escritorio de roble de buen tamaño ocupaba el rincón de la derecha.

A la izquierda de la puerta principal, una escalera de caracol de madera conducía a un enorme desván, cuya ventana ofrecía la mejor vista del mar y los acantilados circundantes en opinión de Reuben. Phil podía trabajar allí. Sí, dijo su padre, pero por el momento la acogedora planta baja era perfecta para él.

Felix había elegido los muebles, pero le explicó a Phil que debía hacerse con la casa y sustituir o quitar cualquier cosa que no fuera de su agrado.

Phil se sentía agradecido por todo ello y, al caer la noche, ya estaba cómodamente instalado.

Colocó su ordenador y su lámpara de bronce favorita en el escritorio. Toleró el teléfono recién instalado, aunque dijo que nunca lo atendería.

Las estanterías de obra que flanqueaban la gran chimenea de piedra no tardaron en estar llenas de cajas de cartón procedentes de San Francisco. Amontonaron leña cerca y equiparon la cocinita con la máquina de café especial de Phil y un microondas que, según él aseguraba, era todo lo que necesitaba para llevar la vida de ermitaño de sus sueños. También había una mesita bajo la ventana con espacio justo para dos personas.

Lisa le llenó la nevera de yogur, fruta, aguacates, tomates y toda la comida cruda de la que se alimentaba a lo largo del día, aunque, según declaró más de una vez, no tenía ninguna intención de dejar que Phil se las arreglara solo.

Una colcha de retazos desvaída apareció en el diván. Phil explicó que la había confeccionado su abuela, Alice O’Connell. Reuben nunca la había visto. La existencia en sí de aquellas reliquias familiares lo tenía bastante fascinado. Su padre contó que el motivo de la colcha era el de los anillos de boda y que su abuela la había cosido antes de casarse. Un par de cosas más salieron del arcón, incluida una jarrita blanca para nata que había pertenecido a la abuela Alice y varias cucharas de plata antiguas con las iniciales «O’C» en el mango.

«Saca todos los tesoros que ha guardado todos estos años y pone la colcha en su cama porque siente que ahora puede hacerlo».

A pesar de que Phil aseguró que no necesitaba la enorme televisión de pantalla plana de encima de la chimenea, no tardó en tenerla encendida con el sonido bajo de manera permanente, reproduciendo un DVD tras otro de su colección de «grandes películas».

Los senderos rocosos que iban de la casa de huéspedes a la terraza o al camino no suponían ningún problema para Phil, que había sacado otra reliquia familiar más de su arcón: una vieja cachiporra que había pertenecido a su abuelo irlandés, Edward O’Connell. Era un palo grueso y bellamente pulido con un peso en la empuñadura para golpear a la gente en la cabeza, presumiblemente, y que se convirtió en el bastón perfecto para dar largos paseos, durante los cuales Phil llevaba una boina de lana gris que también había pertenecido al viejo Edward O’Connell.

Con la boina y el bastón, Phil desaparecía durante horas interminables, lloviera o hiciera sol, en los extensos bosques de Nideck. Con frecuencia no aparecía hasta mucho después de la cena, cuando Lisa lo obligaba a sentarse a la mesa de la cocina y a comer estofado de ternera y pan francés. Lisa también le bajaba cada mañana el desayuno, aunque con frecuencia se había ido antes de que llegara, así que le dejaba la comida en la encimera de la cocina mientras limpiaba la casa de huéspedes y hacía la cama.

Reuben había bajado paseando varias veces para hablar con él, pero al encontrarlo tecleando furiosamente en el ordenador, se había quedado fuera un rato y luego había vuelto a subir la cuesta. Al cabo de una semana, Sergei o Felix ya visitaban a Phil y conversaban animadamente con él sobre algún hecho histórico o sobre la historia de la poesía o el teatro. Felix, que había pedido prestados a Phil los dos tomos de Mediaeval Stage, de E. K. Chambers, se pasaba horas sentado en la biblioteca estudiando la obra minuciosamente, asombrado por las pulcras anotaciones de su padre.

Todo saldría bien, esa era la cuestión, y Felix advirtió a Reuben que no se preocupara ni un minuto más.

No cabía duda de que todos los Caballeros Distinguidos querían a Phil y se alegraron la única noche que cenó en la gran mesa.

Lisa casi había arrastrado a Phil y la conversación había sido fantástica, relacionada con las peculiaridades de Shakespeare que la gente tomaba erróneamente por representativas de la forma en que la gente escribía en su época pero que, de hecho, no eran en absoluto rasgos típicos sino más bien un tanto misteriosos, por eso a Phil le encantaba estudiarlos. Margon se sabía de memoria largos pasajes de Shakespeare y se lo habían pasado bien intercambiando tal verso de tal capítulo de Otelo. La obra que fascinaba a Phil por encima de todas era, sin embargo, El rey Lear.

—Yo debería estar loco y desvariando por el páramo —dijo Phil—. Allí es exactamente donde cabría esperar que estuviera, pero no: estoy aquí y soy más feliz de lo que había sido en años.

Por supuesto, Stuart planteó preguntas de estudioso sobre la obra. ¿No estaba loco el rey? Y si lo estaba, ¿cómo podía ser una tragedia? ¿Por qué había sido tan tonto como para ceder todos sus bienes a sus hijos?

Phil rio y rio, pero no llegó a darle realmente una respuesta directa.

—Bueno —dijo al fin—, quizá lo genial de la obra, hijo, es que todo eso es cierto pero no nos importa.

Todos y cada uno de los Caballeros Distinguidos, e incluso Stuart, le dijeron a Reuben lo bien que les caía Phil y lo mucho que les gustaría que viniera a cenar cada noche.

Stuart lo resumió así:

—¿Sabes, Reuben? Eres muy afortunado, me refiero a que incluso tu padre es absoluta y completamente genial.

Qué distinto de la casa de Russian Hill, donde nadie prestaba la menor atención a Phil y Celeste con tanta frecuencia le había confesado que era bastante insoportable. «Lo siento mucho por tu madre».

Había pruebas de que otras criaturas misteriosas también amaban a Phil. El viernes por la noche, había vuelto a la cabaña con picaduras de abejas en la cara y las manos. Reuben se había alarmado y había llamado enseguida a Lisa para que trajera Benadryl de la casa grande. Pero su padre lo había rechazado. Podría haber sido mucho peor.

—Estaban en un roble hueco —dijo—. Tropecé y caí contra él. Estaban enjambrándose, pero por fortuna para mí tus amigos vinieron, esa gente del bosque, los que estaban aquí en la feria y la fiesta.

—Sí. ¿Quiénes exactamente? —preguntó Felix.

—Oh, ya sabes, el hombre de los ojos verdes con la piel morena, Elthram, ese hombre tan asombroso. Así se llama, Elthram. Te aseguro que el tipo es fuerte. Me alejó de esas abejas; simplemente me cogió en brazos y me llevó. Podría haber sido mucho peor. Me picaron tres veces aquí. Él puso las manos sobre las picaduras y te digo que tiene un don. Se me estaban hinchando. Ahora no me duelen nada.

—Será mejor que, de todas formas, tomes Benadryl —dijo Reuben.

—¿Sabes?, son muy buena gente. ¿Dónde viven, exactamente?

—En el bosque, más o menos —dijo Reuben.

—No, pero me refiero a dónde viven —insistió Phil—. ¿Dónde está su casa? Fueron muy amables. Me gustaría invitarlos a un café. Me encantaría disfrutar de su compañía.

Lisa llegó corriendo.

Reuben ya tenía un vaso de agua preparado.

—No te acerques a esa zona —dijo Lisa—. Son abejas asesinas africanas, y muy agresivas.

Phil rio.

—Bueno, ¿cómo demonios sabes por dónde estaba paseando, Lisa?

—Porque Elthram me lo ha contado —dijo ella—. Suerte que te ayudó.

—Justo estaba diciéndole a Reuben que en esa familia son muy amables. Él y esa hermosa pelirroja, Mara…

—Creo que no conozco a Mara —dijo Reuben, esforzándose por ser convincente.

—Bueno, estaba en la feria del pueblo —dijo Phil—. No sé si vino a la fiesta. Tiene un hermoso cabello pelirrojo y la piel clara, como tu madre.

—Mira, no vayas a esa parte del bosque, Philip —dijo Lisa con brusquedad—. Y tómate estas pastillas ahora, antes de que te suba la fiebre.

El sábado, Reuben fue a San Francisco a recoger los regalos para la familia y los amigos. Todos los había comprado por teléfono o por Internet a través de un marchante de libros raros. Inspeccionó cada uno de ellos personalmente antes de envolverlos con la tarjeta apropiada. Para Grace había encontrado un libro de memorias del siglo XIX, de un médico desconocido que narraba una vida larga y heroica dedicado a la medicina en la frontera. Para Laura una primera edición de las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo de Rilke. Para Margon tenía una primera edición especial de la autobiografía de T. E. Lawrence y, para Felix, Thibault y Stuart, excelentes ediciones tempranas en tapa dura de libros de fantasmas de autores ingleses que a Reuben le gustaban especialmente, como Amelia Edwards, Sheridan Le Fanu y Algernon Blackwood. Tenía libros de memorias de viajeros para Sergei, Frank y Lisa, y libros de poesía inglesa y francesa para Heddy y Jean Pierre. A Celeste le había comprado un ejemplar especial encuadernado en piel de la autobiografía de Clarence Darrow; para Mort había elegido una edición vintage de La casa de los siete tejados de Hawthorne, que sabía que le encantaba.

Para Jim tenía libros sobre los directores de cine Robert Bresson y Luis Buñuel y una primera edición de ensayos de lord Acton. Para Stuart, un par de libros excelentes: uno sobre J. R. R. Tolkien, C. S. Lewis y los Inklings, y una nueva traducción en verso de Sir Gawain y el Caballero Verde.

Por último, para Phil, había logrado reunir por fin todos los pequeños volúmenes en tapa dura de las obras de Shakespeare editadas por George Lyman Kittredge, esos libritos de la editorial Ginn and Company que tanto le gustaban a su padre en su época de estudiante. Era una caja de libros, todos ellos sin anotaciones y en muy buen estado, editados en papel de calidad y bien impresos.

Había recopilado algunos libros nuevos de Teilhard de Chardin, Sam Keen, Brian Greene y otros autores para añadirlos al regalo, y comprado unos cuantos detalles personales para su amada ama de llaves Rosy: perfume, un bolso, algunas fruslerías. Para Lisa había encontrado un camafeo particularmente elegante en una tienda de San Francisco, y para Jean Pierre y Heddy, pañuelos de cachemira.

Finalmente dio la tarea por terminada.

En la casa de Russian Hill no había nadie cuando llegó. Después de dejar todos los regalos familiares al pie del árbol, se marchó a casa.

El domingo pasó la mañana escribiendo un extenso artículo para Billie sobre la evolución del concepto de la Navidad y el Año Nuevo en Estados Unidos, desde la prohibición de todas las celebraciones navideñas en las primeras colonias hasta la actual condena de la naturaleza comercial de la fiesta. Se dio cuenta de lo feliz que era escribiendo esa clase de ensayo informal y lo mucho que lo prefería a cualquier otro tipo de artículo. Tenía en mente escribir la historia de las costumbres navideñas. No dejaba de pensar en aquellos actores medievales a los que Felix había contratado para la fiesta, ni de preguntarse cuánta gente sabía que esos actores antaño habían sido parte integrante de la Navidad.

Billie no le encargaba ningún artículo. (Le había dicho demasiadas veces que entendía su postura respecto a Susie Blakely. Eran empujoncitos, recordatorios que Reuben había decidido ignorar). A Billie le gustaban sus ensayos y se lo decía siempre que podía. Los ensayos daban peso al Observer, según ella. También la complacía que Reuben encontrara viejos bocetos a tinta victorianos para ilustrar su trabajo. Sin embargo, la directora se preguntaba si le apetecería cubrir las noticias culturales del norte de California, quizá reseñar algunas producciones teatrales menores de varias poblaciones o acontecimientos musicales de la zona vinícola. Eso le pareció muy bien a Reuben. ¿Y el festival de Shakespeare en Ashland, Oregón? Sí, a Reuben le encantaría cubrir eso. Inmediatamente pensó en Phil. ¿A Phil le gustaría acompañarlo?

El viernes habían llegado dos «empleados» más de Europa, una mujer y un hombre, Henrietta y Peter, en principio para ser secretarios y ayudantes de Felix; pero al día siguiente ya estaba claro que ambos trabajaban a las órdenes de Lisa realizando cualquier tarea que les exigía. Tenían un bonito cabello y posiblemente eran hermano y hermana, suizos de nacimiento, o eso dijeron. Hablaban muy poco. Se movían por la casa en completo silencio y satisfacían las necesidades de todos los que estaban bajo ese techo. Henrietta pasaba horas en la vieja antecocina de Marchent, elaborando sus recetas caseras. Stuart y Reuben intercambiaban miradas discretas, estudiando los movimientos de la pareja y la forma en que parecían estar comunicándose entre sí sin hablar.

Reuben recibió un breve mensaje de correo electrónico de Susie Blakely que decía: «Me encantó la fiesta y la recordaré toda mi vida». Le respondió diciendo que le deseaba que pasara sus mejores Navidades y que ahí estaba por si alguna vez quería escribir o llamar. La pastora George le envió un mensaje más largo contándole que a Susie le iba mucho mejor y que estaba dispuesta a confiar otra vez en sus padres, aunque estos todavía no creían que hubiera sido rescatada por el famoso Lobo Hombre. La pastora iría a San Francisco a comer con el padre Jim y para ver su iglesia de Tenderloin.

Noche tras noche, Reuben se despertaba de madrugada. Noche tras noche daba un largo y lento paseo por los pasillos del piso de arriba y el de abajo, ofreciéndose en silencio a recibir a Marchent. Nunca percibió ni la más leve insinuación de su presencia, sin embargo.

El domingo por la tarde, cuando dejó de llover, Phil y Reuben dieron un largo paseo por el bosque. Reuben confesó que nunca había recorrido toda la propiedad. Felix había explicado a la hora de comer que estaba vallándola por entero, incluidas las tierras de Drexel y Hamilton. Era una tarea colosal, pero a Felix le parecía que en ese momento era algo que debía hacer y, por supuesto, Reuben estaba de acuerdo.

Prometió que después de Navidad llevaría a Reuben y Phil a ver las viejas casas de Drexel y Hamilton, ambas grandes edificios victorianos que podían ser remodelados y puestos al día sin que perdieran su encanto.

La valla era de alambre, de metro ochenta de altura, pero con numerosas puertas. Felix se aseguraría de que la hiedra y otras enredaderas atractivas cubrieran hasta el último centímetro de malla metálica. Por supuesto, la gente podría seguir yendo de excursión por el bosque, sí, desde luego, pero entraría por la puerta principal y Reuben y Felix sabrían quién andaba por ahí. Y, bueno, en ocasiones abrirían todas las puertas y la gente podría vagar libremente. No estaba bien ser «propietario» de aquel bosque, pero quería preservarlo y volver a conocerlo.

—Bueno, eso no alejará del bosque a Elthram y su familia, ¿no? —preguntó Phil.

Felix estaba sorprendido, pero se recuperó con rapidez.

—¡Oh, no! Siempre son bienvenidos: en el bosque, en todas partes y en todo momento. Nunca se me ocurriría tratar de mantenerlos alejados. Este bosque es su bosque.

—Me alegro de saberlo —comentó Phil.

Esa noche, Reuben se encontró al subir una túnica larga de terciopelo verde oscuro sobre la cama y un par de zapatillas gruesas también de terciopelo verde. La túnica tenía capucha y le llegaba hasta los pies.

Margon le explicó que era para Nochebuena, para que la llevara en el bosque. Era muy similar al hábito de un monje: larga, suelta y de manga larga, aunque acolchada y forrada de seda, sin cinturón y cerrada por delante, con ojales y botones dorados. Llevaba bordados de oro fino en el dobladillo y las bocamangas, siguiendo un patrón curioso. Podía ser algún tipo de escritura, como la misteriosa de los Caballeros Distinguidos, que parecía de origen árabe. Tenía un halo de misterio e incluso de santidad.

La utilidad de la prenda era obvia. Los miembros del grupo se convertirían en lobos en el bosque y dejarían caer esas túnicas con facilidad a sus pies. Sería más sencillo vestirse después. Reuben estaba tan ansioso de que llegara la Nochebuena que apenas podía contenerse. Stuart estaba siendo un poco cínico. Quería saber qué clase de «ceremonia» iban a celebrar. En cambio, Reuben sabía que sería maravilloso. Francamente, no le importaba lo que hicieran. No le preocupaban Hockan Crost ni las mujeres misteriosas. Felix y Margon parecían completamente calmados y moderadamente impacientes por la noche más importante.

Reuben vería a Laura. Por fin estaría con Laura. Nochebuena había adquirido para él el carácter y la solemnidad de su noche de bodas.

Felix ya le había explicado a Phil su tradicional celebración del Viejo Mundo en el bosque y le había pedido indulgencia. Phil había estado más que de acuerdo. Pasaría la Nochebuena como siempre, escuchando música y leyendo, y probablemente se dormiría mucho antes de las once. La última cosa que quería era ser un incordio. Dormía maravillosamente allí, con las ventanas abiertas al aire del océano. A las nueve de la noche ya estaría acostado.

Llegó al fin la mañana de Nochebuena, fría y vigorizadora, con un cielo blanco en el que poco brillaría el sol antes del crepúsculo. El mar espumoso era azul oscuro por primera vez en días. Reuben bajó caminando la cuesta ventosa hasta la casa de huéspedes con la caja de regalos para su padre.

En su casa de San Francisco siempre habían intercambiado los regalos antes de ir a la Misa del Gallo, así que Nochebuena era el gran día para Reuben. El de Navidad siempre había sido informal y para el placer. Phil se iba a su habitación a ver películas basadas en Cuento de Navidad de Dickens, y Grace ofrecía un bufé a sus amigos del hospital, sobre todo para el personal que estaba lejos de casa y de la familia.

Su padre estaba levantado y escribiendo, e inmediatamente le sirvió una taza de café torrefacto italiano. La casita de huéspedes era la esencia de lo «acogedor». Habían puesto cortinas blancas con volantes en las ventanas, un toque bastante femenino, pensó Reuben, pero eran bonitas y suavizaban la cruda vista del mar interminable, que a Reuben le resultaba inquietante.

Se sentaron juntos al lado del fuego y Phil le regaló a su hijo un librito envuelto en papel brillante. Reuben lo abrió enseguida. Lo había hecho el propio Phil, ilustrándolo con dibujos a mano alzada; «al estilo de William Blake», dijo mofándose de sí mismo. Reuben vio que se trataba de una colección de poemas que Phil había escrito a lo largo de los años para sus hijos. Algunos los había publicado, pero la mayoría no los había leído nunca nadie.

Para mis hijos, se titulaba sencillamente.

Reuben estaba profundamente conmovido. Los dibujos de trazo fino de Phil rodeaban cada página, entretejiendo imágenes como en los manuscritos iluminados medievales, y a menudo eran marcos de follaje con objetos domésticos sencillos incorporados. Aquí y allá, entre los trazos densos y serpenteantes, había una taza de café o una bicicleta, o una pequeña máquina de escribir o una canasta de baloncesto; en ocasiones caras pícaras, caricaturas burdas pero amables de Jim y Reuben y Grace y el propio Phil. Había un dibujo primitivo a página completa de la casa de Russian Hill con todas sus pequeñas habitaciones repletas de muebles y objetos muy apreciados.

Phil nunca había hecho una recopilación parecida. A Reuben le encantó.

—Hoy mismo tu hermano recibirá su ejemplar por FedEx.

Y también le he enviado uno a tu madre —dijo—. No leas ni una palabra ahora. Llévatelo al castillo y lo lees cuando puedas leerlo. La poesía debería tomarse en pequeñas dosis. Nadie necesita poesía. Nadie necesita obligarse a leerla.

Había otros dos regalos y Phil aseguró a Reuben que Jim estaba recibiendo otros idénticos. El primero era un libro que él mismo había escrito titulado simplemente Nuestros antepasados en San Francisco. Dedicado a mis hijos. Reuben no podría haberse sentido más feliz. Por primera vez en su vida, quería realmente saberlo todo sobre la familia de Phil. Había crecido bajo la sombra gigantesca de su abuelo Spangler, pero sabía poco o nada de los Golding, y aquel libro no estaba escrito en el ordenador, sino en la legible letra cursiva, anticuada y hermosa, de Phil. Contenía reproducciones de antiguas fotos que Reuben no había visto nunca.

—Tómate tu tiempo también con eso —dijo Phil—. Tómate el resto de tu vida para leerlo, si quieres. Y pásaselo a tu hijo, por supuesto, aunque tengo intención de contarle a ese niño algunas de las historias que nunca os conté a ti y a tu hermano.

El último regalo era una boina de mezclilla que había pertenecido al abuelo O’Connell, igual que la que había visto llevar a Phil en sus paseos.

—Tu hermano recibirá otra igual —dijo Phil—. Mi abuelo nunca salía sin una de estas gorras. Y tengo un par más en el arcón para ese niño que está en camino.

—Caray, papá, son los mejores regalos que nadie me ha hecho nunca —dijo Reuben—. Es una Navidad extraordinaria. No deja de mejorar y mejorar.

Ocultó el dolor que sentía por haber tenido que perder la vida para comprender realmente su valor, por haber tenido que abandonar el reino de la familia humana para desear conocer y comprender a sus antepasados.

Phil lo miró con gravedad.

—¿Sabes, Reuben? —dijo—. Tu hermano Jim está perdido. Se ha enterrado vivo en el sacerdocio católico por razones equivocadas. El mundo en el que lucha es reducido y oscuro. No hay magia en él, ni asombro ni misticismo. Pero tú tienes el universo esperándote.

«Si al menos pudiera contarle una pequeñísima parte, si al menos pudiera confiarme a él y pedirle orientación. Si al menos…».

—Toma, papá, mis regalos —dijo. Cogió la gran caja de pequeños volúmenes cuidadosamente envueltos y se la puso delante.

Phil se echó a llorar cuando abrió el primero y vio el pequeño volumen en tapa dura de Hamlet editado por Ginn and Company, el mismo libro que tanto valor tenía para él antes de licenciarse. Y al darse cuenta de que allí estaban las obras completas, todas y cada una de ellas, se sintió abrumado. Era algo que ni siquiera había soñado: la colección completa. Aquellos libros ya estaban descatalogados cuando él los había encontrado por primera vez en librerías de segunda mano en sus días de estudiante.

Reprimió las lágrimas, hablando en voz baja del tiempo pasado en Berkeley como el período más rico de su vida, cuando leía a Shakespeare, representaba a Shakespeare, vivía a Shakespeare a diario; cuando pasaba horas bajo los árboles del viejo y bello campus y paseaba por las librerías de la avenida Telegraph en busca de obras eruditas sobre el Bardo, emocionándose cada vez que alguna crítica perspicaz le daba una nueva perspectiva o hacía que las obras cobraran vida para él de una forma nueva. Entonces creía que le encantaría siempre el mundo académico. Nada deseaba más que quedarse en un ambiente de libros y poesía para siempre.

Luego se dedicó a la enseñanza y a repetir las mismas palabras año tras año. Llegaron las reuniones interminables del comité y las tediosas fiestas de la facultad y la presión incesante para que publicara teorías críticas o ideas que ni siquiera tenía. Luego llegó el hastío, incluso el odio por todo ello, y la convicción de su completa insignificancia y su mediocridad. Sin embargo, aquellos pequeños volúmenes lo devolvieron a la época más dulce, cuando era un recién llegado lleno de esperanza, antes de que todo se convirtiera en un fraude para él.

Lisa se presentó entonces con un desayuno completo para ambos: huevos revueltos, salchichas, beicon, tortitas, sirope, mantequilla, tostadas y mermelada. Lo dispuso con rapidez en la mesita del comedor y se puso a preparar café. Jean Pierre apareció con una jarra de zumo de naranja y una bandeja de galletas de jengibre a las que Phil no pudo resistirse.

Después de zamparse el desayuno, Phil se quedó un buen rato mirando por la ventana rectangular el mar y el horizonte azul oscuro bajo el cobalto más brillante del cielo despejado. Luego dijo que nunca había soñado que podría ser tan feliz, que nunca había soñado que le quedara tanta vida.

—¿Por qué la gente no hace lo que quiere hacer, Reuben? —preguntó—. ¿Por qué con tanta frecuencia nos conformamos con aquello que nos hace profundamente desgraciados? ¿Por qué aceptamos que la felicidad sencillamente no es posible? Mira lo que ha ocurrido. Ahora soy diez años más joven que hace una semana. ¿Y tu madre? A tu madre le parece bien. Perfecto. Siempre fui demasiado viejo para tu madre, Reuben. Demasiado viejo de espíritu y demasiado viejo en todos los aspectos. Cuando tengo la más leve duda respecto a si ella es feliz, la llamo y hablo con ella. Escucho el timbre de su voz, ¿sabes?, la cadencia de su habla. Siente alivio estando sola.

—Te entiendo, papá —dijo Reuben—. Siento un poco lo mismo cuando recuerdo mis años con Celeste. No sé por qué me despertaba cada mañana con la idea de que tenía que adaptarme, de que tenía que aceptarlo, que contemporizar.

—Se acabó, ¿no? —dijo Phil, dando la espalda a la ventana. Se encogió de hombros e hizo un gesto de resignación con las manos—. Gracias, Reuben, por dejarme venir aquí.

—Papá, no quiero que te vayas nunca.

La expresión de los ojos de Phil fue la única respuesta que necesitaba. Su padre se acercó a la caja de libros de Shakespeare y eligió el ejemplar de El sueño de una noche de verano.

—Mira, estoy impaciente por leerles fragmentos de esto a Elthram y Mara. Mara dijo que no había oído hablar de El sueño de una noche de verano. Elthram conocía la obra. Recita trozos de carrerilla. ¿Sabes, Reuben? Voy a regalar el viejo ejemplar de comedias a Elthram y Mara. Está por aquí, en alguna parte. Bueno, tengo dos. Les daré el que no tiene anotaciones, el limpio. Creo que será un buen regalo para ellos. Mira lo que me han regalado. —Indicó el ramito de flores silvestres de colores vivos que había en su escritorio—. No sabía que hubiera tantas flores silvestres en el bosque en esta época del año. Me lo han regalado a primera hora de la mañana.

—Es hermoso, papá —dijo Reuben.

Esa tarde fueron en coche hasta la costa y el pueblo de Mendocino para dar un paseo mientras el clima lo permitiera. Mereció la pena. Los edificios victorianos de la playa estaban tan alegremente decorados como Nideck, y el pequeño centro de la población bullía de gente que hacía sus compras navideñas en el último momento. El mar permanecía en calma y de un azul hermoso, y el cielo, lleno de nubes blancas que se deslizaban, era soberbio.

Sin embargo, a las cuatro en punto, cuando regresaban en coche a casa, el cielo se puso plomizo y la penumbra de la noche empezó a envolverlos. Gotitas de lluvia golpeaban el parabrisas. Reuben pensó lo poco que importaría cuando adoptara su pelaje de lobo que una tormenta se abatiera sobre Nideck Point, y se instaló en su propia y creciente expectación. ¿Cazarían esa noche? Tenían que cazar. Se moría de ganas de cazar y sabía que a Stuart le ocurría lo mismo.

Se quedó el tiempo suficiente en la casita de Phil para llamar a Grace y Jim y desearles a ambos la más feliz de las Navidades. Jim oficiaría la Misa del Gallo esa noche en la iglesia de St. Francis at Gubbio, como siempre, y Grace, Celeste y Mort estarían allí. Al día siguiente, servirían la cena de Navidad en el comedor de San Francisco para los pobres y las personas sin hogar de Tenderloin.

Finalmente llegó el momento de dejar a Phil. Nochebuena al fin. Era noche cerrada y la lluvia se había convertido en una fina neblina al otro lado de la ventana. El bosque lo llamaba.

Al subir la cuesta, Reuben se dio cuenta de que habían apagado las luces exteriores de Nideck Point. La alegre casa de tres plantas, tan visible de noche con las luces de Navidad, había desaparecido, convertida en una gran sombra oscura por cuyas ventanas solo salía la escasa iluminación interior, con los hastiales ocultos por la mortaja de neblina.

Solo unas cuantas velas iluminaron su ascenso por la escalera. En su habitación encontró la túnica con capucha de terciopelo verde preparada para él, con las zapatillas.

Había añadido otro elemento espectacular al conjunto: un gran cuerno dorado para beber, bellamente labrado con figuritas y símbolos. Un ribete de oro decoraba el borde y el extremo en punta también estaba rematado en oro. Una larga cinta de cuero servía para llevarlo al hombro. Era un objeto hermoso, demasiado grande para ser un cuerno de búfalo o de oveja, obviamente.

Una llamada a su puerta interrumpió su inspección. Oyó la voz amortiguada de Felix.

—Ya es la hora —dijo.