El pabellón de la terraza estaba lleno de luz y sonido y gente cuando bajaron del coche. La orquesta ensayaba con el coro infantil una composición decididamente mágica que sonaba espléndidamente. Phil ya había llegado. Con los brazos cruzados, escuchaba la música con respeto evidente, mientras los reporteros gráficos de los diarios locales sacaban fotos y grupos de artistas en traje medieval, adolescentes en su mayoría, acudían a recibirlos. Felix se presentó, les dijo lo complacido que estaba y los instruyó para que se situaran en los robles cercanos.
Reuben se apresuró a subir a cambiarse. Se dio la ducha más rápida de la historia y Lisa lo ayudó a vestirse, abrochándole la camisa almidonada y haciéndole el nudo de la corbata negra de seda. La chaqueta había sido «medida a la perfección» para él, Lisa tenía razón en eso, y a Reuben le complació que le hubiera preparado un chaleco negro y no una faja de esmoquin, que detestaba. Los zapatos brillantes de charol también le quedaban impecables.
No pudo evitar reírse al ver a Stuart, que parecía muy incómodo con el traje de gala y la corbata negra, pero no por ello dejaba de tener un aspecto magnífico con sus pecas y su pelo rizado.
—Estás creciendo a ojos vistas —dijo Reuben—. Ya debes de ser tan alto como Sergei.
—División celular acelerada —murmuró Stuart—. No existe nada semejante. —Estaba ansioso e incómodo—. He de encontrar a mis amigos, y a las monjas de la escuela y las enfermeras. También a mi antigua novia, que ha amenazado con suicidarse cuando he salido del baño.
—¿Sabes qué? Este lugar está tan magníficamente preparado y esto va a ser tan divertido que no vas a tener que esforzarte mucho. Tu antigua novia está bien, ¿verdad?
—Oh, sí —dijo Stuart—. Va a casarse en junio. Somos amigos por correo electrónico. La estoy ayudando a elegir el vestido de novia. A lo mejor tienes razón. Esto será divertido.
—Bueno, hagámoslo divertido —dijo Reuben.
La planta baja estaba llena de gente.
Encargados del catering iban y venían apresuradamente entre el comedor y la cocina. La mesa estaba repleta de punta a punta con lo que parecía ser el primer plato: aperitivos calientes de incontables tipos, hornillos para mantener calientes las albóndigas en salsa, fondue, bandejas de ensaladas, frutos secos, lonchas de queso francés, dátiles confitados y una enorme sopera de porcelana de la que un joven y tieso camarero que esperaba con las manos a la espalda servía sopa de calabaza a quienes se lo solicitaban.
El hermoso sonido de un cuarteto de cuerda se impuso de repente sobre el murmullo de la multitud que lo rodeaba y Reuben captó las suaves tensiones desgarradoras del villancico Greensleeves. La música lo atraía tanto como la comida. Se tomó una taza de sopa de inmediato, pero quería salir a ver aquella orquesta. Hacía mucho que no disfrutaba de una orquesta de ese tamaño en directo y pasó entre el gentío que se agolpaba en el salón camino de la puerta.
Para su sorpresa, apareció Thibault y le explicó que iba a acompañarlo a la gran entrada este del pabellón, donde estaba Felix.
—Lo ayudarás a recibir a los invitados, ¿verdad? —Thibault parecía completamente a gusto con su traje de etiqueta.
—Pero ¿qué pasa con Laura? —le susurró Reuben mientras pasaban entre la multitud—. ¿Por qué no estás con ella?
—Laura quiere estar sola esta noche —dijo Thibault—. Y estará bien, te lo aseguro. De lo contrario, no la hubiese dejado sola.
—Te refieres a que el cambio se ha producido…
Thibault asintió.
Reuben se había detenido. Quizás hubiese estado manteniendo la vana esperanza infantil de que Laura nunca cambiaría, de que el Crisma de alguna manera no funcionaría y Laura siempre sería Laura. Pero había ocurrido. Al final había ocurrido. De repente, estaba tremendamente emocionado. Quería estar con ella.
Thibault lo abrazó igual que un padre.
—Está haciendo exactamente lo que quiere —dijo—. Y debemos dejarle hacer las cosas a su manera. Ahora ven. Felix está esperando que te unas a él.
Salieron al pabellón atestado. Decenas de personas se estaban congregando allí, y los encargados del catering servían café y otras bebidas a quienes ya se habían sentado a las mesas.
Margon, con su larga melena morena sujeta en una cola de caballo con una delgada cinta de cuero, escoltaba a la diminuta madre de Stuart, Buffy Longstreet, para que viera el belén. Buffy, con tacones de aguja, vestido corto blanco de seda sin mangas de cuello alto y diamantes, parecía una joven actriz, no lo bastante mayor para ser la madre de Stuart, quien la recibió con los brazos abiertos. Frank Vanderhoven le estaba haciendo una reverencia majestuosa y poniendo en juego aquel encanto hollywoodiense suyo. La tenía encandilada.
De repente las voces del coro infantil irrumpieron con la animada letra de The Holly and the Ivy, acallando todas las conversaciones. Reuben se detuvo solo para saborear la música, vagamente consciente de que otros también estaban volviendo la cabeza para escuchar. Enseguida se unieron a la interpretación las voces del coro adulto y la gloriosa oleada de sonido continuó sin la orquesta, que aguardaba. En la otra punta, y muy cerca del coro, Reuben vio a Phil solo en una mesa, embelesado como cuando había llegado.
No tenía tiempo de acercarse a Phil por el momento, sin embargo.
Felix se encontraba en la entrada oriental del pabellón, la más grande, saludando a cada persona que entraba, y Reuben rápidamente ocupó un lugar a su lado.
Radiante, Felix fijaba en todas las caras sus ojos oscuros y ansiosos.
—¿Cómo está, señora Malone? Bienvenida a casa. Me alegro mucho de que haya podido unirse a nosotros. Él es Reuben Golding, su anfitrión, al que estoy seguro que ya conocen. Pasen. Las chicas los acompañarán al guardarropa.
Reuben enseguida estuvo estrechando manos, repitiendo más o menos la misma bienvenida y descubriendo que era sincero.
Con el rabillo del ojo, vio a Sergei y Thibault apostados en los escalones de la puerta de la casa, también estrechando manos, respondiendo preguntas, quizá, dando la bienvenida. Había una mujer notablemente alta y atractiva justo al lado de Sergei, una mujer de cabello negro con un asombroso vestido de terciopelo rojo, que le dedicó a Reuben una sonrisa afectuosa.
La gente del pueblo estaba llegando. Allí estaban Johnny Cronin, el alcalde, los tres concejales del Ayuntamiento y la mayoría de los comerciantes que habían participado en la feria, todos con evidente curiosidad y ansiosos por la experiencia del banquete. No tardó en haber una aglomeración en la entrada y Thibault llegó con Stuart para ayudar a acelerar las cosas.
La gente anunciaba con entusiasmo quién era y de dónde venía y daba las gracias a Reuben o a Felix por la invitación. Entraron un grupo de clérigos vestidos de negro con alzacuellos de la archidiócesis de San Francisco y decenas de personas llegadas de la costa, de Mendocino, y de otras poblaciones de la zona vinícola.
Llegaron las enfermeras del hospital de Stuart y Felix, claramente emocionado, abrazó a todas y cada una de ellas. Luego llegó la hermosa doctora Cutler, que lo había tratado de sus heridas; quedó encantada de verlo en tan buena forma y le preguntó cuándo llegaría Grace. La acompañaban cinco o seis médicos y otras personas de Santa Rosa. Llegaron sacerdotes católicos del condado de Humboldt, que dieron las gracias a Felix por incluirlos, así como pastores de las iglesias situadas a lo largo de la costa, que expresaron con efusividad su agradecimiento.
Doncellas uniformadas y voluntarios adolescentes cogían los pesados abrigos y chales, y acompañaban a la gente a las mesas de espera o los invitaban a entrar en la casa. El pabellón se llenaba con rapidez. Otros chicos y chicas pasaban con bandejas de entremeses. Frank aparecía y reaparecía para escoltar a invitados a sus diversos destinos.
Las voces puras del coro cantaban a capela Coventry Carol y hubo momentos en los que Reuben se dejó llevar por la música, dejando de prestar atención vergonzosamente a las presentaciones que apenas había podido oír, pero estrechando las manos con afecto y dando la bienvenida a los invitados.
Una y otra vez, Felix atrajo su atención para que saludara a este o aquel invitado. «Juez Fleming, permítame que le presente a Reuben Golding, nuestro anfitrión». Reuben respondía de buen grado. El senador del estado al que había conocido en el pueblo no tardó en llegar, así como otras personas de Sacramento. Vinieron más clérigos y dos rabinos, ambos con barba negra y yármulke negro. Frank obviamente conocía a los rabinos, a los que saludó por su nombre y llevó ansiosamente al grueso de la fiesta.
El entusiasmo era contagioso, Reuben tenía que reconocerlo, y cuando la orquesta empezó a tocar con el coro, sintió que esa era quizás una de las experiencias más estimulantes que había vivido.
La gente llevaba todo tipo de ropa, desde vestidos de cóctel y chaqué, pasando por trajes, hasta incluso tejanos y chaquetas de plumón. Había niños vestidos de domingo y niñas con falda larga. Phil no desentonaba en absoluto con su americana de mezclilla y la camisa de cuello abierto. Muchas mujeres llevaban sombrero de fantasía o sombrero vintage, así como aquellos sombreritos de cóctel con velo que había descrito Jim.
El sheriff llegó de traje azul, acompañado por su elegante mujer y sus guapos hijos en edad escolar. Había también otros agentes, algunos de uniforme y otros vestidos de civil, con sus mujeres e hijos.
De repente, corrió la voz de que se estaba sirviendo la cena en el comedor y se produjo un movimiento en la multitud cuando muchos trataron de entrar en la casa mientras una larga fila salía a buscar mesa con platos llenos de comida.
Al final llegó Grace con Celeste y Mort. Curiosos y amables, estaban radiantes, como si ya se hubieran contagiado de la fiesta mientras esperaban para entrar. Grace, con uno de sus típicos y elegantes vestidos blancos de cachemir, llevaba el cabello suelto hasta los hombros de manera deliciosamente juvenil.
—¡Dios mío! —exclamó—. Esto es sencillamente fabuloso. —Estaba saludando a un par de médicos que conocía—. Y ha venido el arzobispo, ¡qué increíble!
Celeste estaba extraordinariamente guapa con su vestido de seda con lentejuelas. Parecía realmente feliz cuando Mort y ella se unieron a la multitud.
De hecho, la magnificencia del pabellón hacía que la gente se encontrara a gusto nada más entrar.
Inmediatamente llegó Rosy, el ama de llaves de la familia, muy juvenil y atractiva con un vestido rojo vivo y el cabello oscuro suelto, acompañada de su marido, Rolando, y sus cuatro hijas. Reuben la abrazó. Había pocas personas en el mundo a las que quisiera tanto como a ella. Estaba deseando enseñarle la casa entera, pero la vio desaparecer en la fiesta con Grace y Celeste.
Los primos de Hillsborough de Reuben aparecieron de repente deshaciéndose en gritos y abrazos y preguntas sobre la casa.
—¿De verdad viste a ese Lobo Hombre? —le susurró la prima Shelby al oído.
Reuben se puso tenso y ella se disculpó de inmediato.
—¡Tenía que preguntarlo! —confesó.
Reuben dijo que no le importaba. Y así era. Siempre le había caído bien Shelby. Era la hija mayor de su tío Tim, pelirroja como este y Grace, y le había hecho de canguro cuando era niño. Reuben adoraba al hijo de once años de su prima, el también pelirrojo Isaac, nacido fuera del matrimonio cuando Shelby todavía iba al instituto. Isaac, un niño guapo y solemne, estaba sonriendo a Reuben, impresionado por la categoría de la fiesta. Reuben siempre había admirado a Shelby por criar a Isaac, que nunca había dicho a nadie quién era el padre. El abuelo Spangler se había puesto furioso en ese momento, y al hermano de Grace, Tim, viudo reciente, se le había roto el corazón. Shelby se había convertido en una madre modélica para Isaac y, por supuesto, todos lo adoraban, sobre todo el abuelo Spangler. Grace se volvió enseguida para coger de la mano a Isaac y los otros primos.
Cuando llegó la hermana de cabello gris de Phil, Josie, con una enfermera mayor muy dulce que la cuidaba y empujaba su silla de ruedas, su padre se acercó a recogerla y la llevó a donde pudiera oír mejor el coro.
Finalmente, Felix dijo que llevaban una hora y media saludando a gente y que podían hacer una pausa para cenar.
Los invitados ya iban y venían por la entrada con libertad. Algunas personas, sobre todo las que habían trabajado todo el día en la feria, incluso empezaban a volver a casa.
Reuben deseaba más que nada en el mundo adentrarse entre los robles y ver cómo les iba allí a los invitados, pero también tenía mucha hambre.
Thibault y Frank tomaron el relevo en la puerta.
Estaban llegando varias mujeres excepcionalmente hermosas, sin duda amigas de Frank. Hum. Amigas de Thibault también. Con vestidos impresionantes y reveladores, y abrigos de noche largos, parecían actrices de cine o modelos, pero Reuben no tenía ni la menor idea de quiénes eran. Quizás alguna de esas bellezas fuera la mujer de Frank.
La gente estaba comiendo en la biblioteca, el salón y el invernadero, muchos en mesitas plegables cubiertas con manteles individuales blancos de encaje de Battenberg. El joven personal del catering servía vino y se llevaba copas y tazas de café usadas. Ardían fuegos en todas las chimeneas.
Por supuesto, había comentarios disimulados sobre «el Lobo Hombre» y «la ventana» y, de vez en cuando, la gente señalaba hacia la ventana de la biblioteca por la que el famoso Lobo Hombre había entrado la noche que apareció en la casa y mató a dos misteriosos doctores rusos. Pero nadie preguntaba abiertamente sobre el Lobo Hombre, al menos todavía no, y Reuben estaba agradecido por ello.
Oía pisadas en la vieja escalera de roble y el rumor bajo de quienes caminaban por el piso de arriba.
Se hizo con una bandeja llena de pavo, jamón, rosbif, salsa de pasas y puré de patatas, y se acercó a las ventanas del comedor para mirar el maravilloso bosque.
Era justo como lo había imaginado. Las familias recorrían los senderos y una banda de música tocaba justo a sus pies, en el camino de grava.
Los actores medievales interpretaban una danza serpenteando entre la multitud. ¡Qué extraordinarios con sus vestidos verdes cubiertos de hiedra y hojas! Uno llevaba una cabeza de caballo; otro, una máscara de calavera; otro más, una máscara de demonio. Dos tocaban el violín, uno la flauta y «el demonio» una concertina. Los demás llevaban panderetas y pequeños tambores atados a la cintura. El último de la fila estaba repartiendo lo que parecían grandes monedas doradas, quizás alguna clase de regalo de la fiesta.
Otros hombres y mujeres disfrazados repartían copas de ponche. Un tipo alto con el pelo blanco como Papá Noel y traje de terciopelo verde paseaba repartiendo juguetitos de madera a los niños: barquitos, caballos y locomotoras de madera lo bastante pequeños para caber en los bolsillos del padre o la madre; pero de su gran saco de terciopelo verde también sacaba libritos y muñequitas de porcelana. Los niños estaban encantados y se apelotonaban en torno a él; los adultos también estaban claramente complacidos. La mujer a la que había visto brevemente en el pueblo con toda su cohorte de jovencitos ya no llevaba sombrero. ¿Podía ser la Lorraine de Jim? Reuben no se atrevía a preguntárselo. Nunca hubiese dado con él a tiempo para preguntárselo, de todos modos. Debía de haber un millar de personas reunidas entre la casa y el bosque.
Reuben no tuvo mucho tiempo para engullir comida, que era lo que estaba haciendo. Varios viejos amigos de Berkeley lo habían encontrado y tenían infinidad de preguntas que hacerle sobre la casa y sobre qué demonios le había ocurrido. Se refirieron al Lobo Hombre lo mejor que pudieron, sin mencionarlo directamente. Reuben se explicó con vaguedad, mostrándose tranquilizador pero no muy comunicativo, y volvió a conducir al grupo hacia la mesa. Esta vez eligió otras salsas, perdiz asada y grandes ñames dulces, y siguió comiendo sin que le importara lo que decían. En realidad, estaba contento de ver a sus amigos, y de verlos pasándoselo tan bien, y no le resultaba nada difícil desviar sus preguntas planteando a su vez otras.
En un momento dado, oyó a Frank a su lado.
—No te olvides de echar un vistazo, cachorro —le susurró—. No te olvides de disfrutar.
Se lo veía maravillosamente vivo, como si hubiera nacido para eventos como ese. Seguramente era un morfodinámico del siglo XX. Sin embargo, Thibault se había descrito como el neófito, ¿no? ¡Oh, era imposible entenderlos a todos! Además, tenía mucho tiempo para hacerlo, eso era lo extraño. Todavía no había empezado a pensar en el tiempo como algo que se extendería más allá de una vida normal.
Hablando de tiempo, ¿se estaba tomando el necesario para disfrutar de lo que estaba ocurriendo a su alrededor?
Había contemplado la enorme mesa en toda su extensión, deslumbrado por el despliegue de verduras en salsa y los descomunales y brillantes asados. Calientaplatos y fuentes de porcelana cubrían hasta el último centímetro del mantel. Una y otra vez, los empleados del catering rellenaban las bandejas de guisantes, coles de Bruselas, boniatos, arroz, rebozados, pavo recién cortado, ternera y cerdo. Había cuencos humeantes de salsa de frutos rojos y salsa dorada, incluso rodajas de naranja fresca sobre hojas de lechuga, y una formidable ambrosía de nata montada con toda clase de fruta cortada. Cabía escoger cualquier tipo de plato de arroz imaginable. Aquellos que cuidaban su salud apilaban ansiosamente en sus platos montones de zanahoria cruda, brócoli y tomate.
Los actores enmascarados estaban en ese momento en la casa, serpenteando por el comedor, de hecho, y Reuben tendió la mano para que le dieran una de las monedas doradas que repartían. Ya no cantaban, solo tocaban los tamboriles y las panderetas y disfrutaban especialmente divirtiendo a los niños. Había muchos niños.
La moneda de oro por supuesto no era de oro, sino una imitación de gran tamaño, ligera y con la inscripción «Navidad en Nideck Point» estilo rollwerk y, en el reverso, una impresionante imagen de la casa con la fecha debajo. ¿Dónde había visto Reuben baratijas como esa? No caía, pero era un recuerdo maravilloso. Desde luego, Felix había pensado en todo.
A la izquierda, a cierta distancia, su madre y la doctora Cutler estaban hablando mano a mano y, justo detrás de ellas, vio a Celeste, cuyo estado de buena esperanza quedaba hermosamente disimulado por un vestido negro y ancho, en animada conversación con uno de los políticos de Sacramento. De repente, el hermano de Grace, Tim, apareció con su nueva mujer brasileña, Helen.
Grace se echó a llorar. Reuben fue enseguida a saludar a su tío. Siempre le resultaba un poco inquietante ver a Tim, porque parecía el gemelo de su madre, con el mismo cabello pelirrojo y los mismos ojos azules e intensos. Era como ver a su madre en un cuerpo de hombre, y no le gustaba del todo, pero tampoco conseguía apartar los ojos de él. Tim, también médico y cirujano, tenía la misma mirada dura y directa de Grace, lo cual fascinaba tanto como repelía a Reuben. Tenía un modo peculiar de preguntar: «¿Qué estás haciendo con tu vida?».
Esta vez no lo hizo, sin embargo. Únicamente habló de la casa.
—Ya he oído todas esas historias de locos —le confió—. Pero ahora no es el momento. ¡Mira qué lugar!
Su mujer brasileña, Helen, era pequeña y hacía gala de un entusiasmo generoso. Reuben acababa de conocerla. Sí, había visto a Shelby e Isaac, dijo Tim, y sí, iban a quedarse en Hillsborough con la familia en Navidad.
Mort requisó a Reuben para contarle en susurros ansiosos lo feliz que estaba por él de la llegada del bebé, pero su expresión decía que estaba inquieto, y Reuben le dijo que todo el mundo haría cuanto estuviera en su mano para que Celeste se sintiera cómoda.
—Bueno, dice que no ve el momento de entregar ese bebé a Grace, pero la verdad es que no sé si está siendo realista —dijo Mort—. Lo que sí puedo decirte es que este es un gran lugar para que crezca ese niño, un gran lugar.
Una vez más, las mujeres despampanantes captaron la atención de Reuben. Un par de ellas, cautivadoras con sus vestidos exquisitamente ceñidos, estaban abrazando a Margon, que sonreía con frío cinismo, mientras otra, de tez aceitunada, cabello negro y pechos enormes, seguía con Thibault, que la había saludado al llegar.
Los ojos de la mujer eran grandes, negros y casi tiernos. Sonrió tan generosamente a Reuben, que, cuando Thibault se volvió a mirarlo, se ruborizó y se fue.
Bueno, por supuesto que los Caballeros Distinguidos tenían amigas, ¿no? Pero ¿eran morfodinámicas? La mera idea le dio escalofríos. No quería mirarlas, aunque todos estaban haciéndolo, más o menos abiertamente. Eran robustas, extremadamente bien formadas e iban estudiadamente vestidas y enjoyadas precisamente para causar admiración. Entonces, ¿por qué no?
Margon lo llamó y rápidamente le presentó a sus acompañantes misteriosas, Catrin y Fiona.
De cerca, perfumadas y provocativas, Reuben no les notó ningún aroma salvo el humano normal suavizado por la dulzura artificial. Trató de no mirarles los pechos semidesnudos, pero era difícil. Sus vestidos de noche con pretensiones eran escasos.
—Es un placer conocerte por fin —dijo Fiona, una atractiva rubia natural con la melena ondulada hasta los hombros y unas cejas casi blancas de tan pálidas.
Parecía nórdica, como Sergei. Era de huesos grandes y hombros y caderas exquisitamente angulosos, pero con una voz discreta. Llevaba los diamantes más grandes que Reuben hubiera visto jamás lucir a una mujer en una gargantilla ceñida al cuello, en las muñecas y en dos dedos.
Reuben sabía que si se asomaba lo bastante a su corpiño ceñido le vería los pezones, así que trató de concentrarse en los diamantes. La piel de la mujer era tan clara que las venas azules se le trasparentaban, pero era una piel fresca y sana, y Fiona tenía una boca grande y tremendamente bonita.
—Hemos oído hablar mucho de ti —dijo la otra, Catrin, que parecía un poco menos audaz que Fiona y a diferencia de esta no le tendió la mano.
La melena de Catrin era castaña, completamente lisa, y la llevaba peinada con mucha sencillez. Como Fiona, iba casi desnuda. Solo los más minúsculos tirantes le sostenían un vestido como un saco oscuro con cuentas. Daban ganas de apretarla, de comérsela. La miró mientras le hablaba, para observar todas sus reacciones, pero sus ojos castaños eran afables y su sonrisa casi infantil. Tenía un hoyuelo en la barbilla.
—Qué casa tan peculiar e impresionante —dijo Catrin—, y qué lugar más hermoso y recóndito. Seguro que te encanta.
—Sí, me encanta —dijo Reuben.
—Y tú eres tan guapo como todo el mundo decía —dijo Fiona, más directa—. Pensaba que seguramente exageraban. —Era una crítica.
«Y qué digo ahora», pensó Reuben, como de costumbre. Uno no responde a un cumplido con otro cumplido, ¿no?, pero ¿cuál era la respuesta apropiada? No lo sabía ni lo había sabido nunca.
—Hemos conocido a tu padre —dijo Catrin, de repente—. Es un hombre sumamente encantador. ¡Y menudo nombre, Philip Emanuel Golding!
—¿Os ha dicho su nombre completo? —preguntó Reuben—. Estoy sorprendido. Normalmente no hace eso.
—Bueno, yo le he insistido —dijo Fiona—. No es como mucha gente de aquí. Tiene una expresión remota y solitaria en la mirada y habla consigo mismo sin que le importe si la gente lo ve.
Reuben rio abiertamente.
—Quizá solo está cantando con la música.
—¿Es cierto que es probable que se quede a vivir aquí contigo? —preguntó Fiona—. ¿Bajo este techo? ¿Este es tu plan y su plan?
La pregunta sorprendió a Margon, que la miró con brusquedad, pero Fiona mantuvo la atención centrada en Reuben, quien sinceramente no supo qué decir y, de hecho, no veía por qué debía decir nada.
—He oído que va a venir a vivir aquí —insistió Fiona—. ¿Es cierto?
—Me gusta —dijo Catrin, acercándose más a Reuben—. Tú también me gustas. Te pareces a él, ¿sabes?, pero con la tez más oscura. Debes de estar muy orgulloso de él.
—Gracias —tartamudeó Reuben—. Me siento halagado, quiero decir. Estoy complacido.
Se sentía torpe y estúpido y también estaba un poco ofendido. ¿Qué sabían aquellas mujeres de los planes de Phil? ¿Por qué les importaba eso?
Había algo decididamente indescifrable en la expresión de Margon, recelo, inquietud, algo que a Reuben le resultaba imposible determinar. Fiona lo miró con frialdad y cierto desdén, y luego volvió a mirar a Reuben.
En un visto y no visto Margon estaba llevándose a las damas. Agarró del brazo a Fiona casi con brusquedad. Esta lo fulminó con una mirada de desdén, pero lo siguió o dejó que él la acompañara.
Reuben trató de no mirarla mientras se alejaba, pero no quería perderse del todo la forma en que balanceaba las caderas en aquel vestido escaso. Lo había sacado de quicio, pero sin embargo lo fascinaba.
Frank estaba junto a la ventana del fondo con otra de las mujeres atractivas. ¿Era su mujer? ¿Era también una morfodinámica? Se parecía mucho a Frank. Tenía su mismo cabello negro brillante y su misma piel impecable. Llevaba una discreta chaqueta de terciopelo y falda larga con un montón de volantes blancos, pero tenía la misma presencia que las otras y estaba claro que Frank la trataba con intimidad. ¿Estaba Frank enfadado y le rogaba que tuviera paciencia con algo haciendo pequeños gestos de las manos e implorándoselo con la mirada? Tal vez Reuben se lo estuviera imaginando.
De repente, Frank lo miró y, antes de que pudiera darle la espalda para irse, se le acercó y le presentó a su acompañante. «Mi querida Berenice», la llamó.
Eran asombrosamente parecidos, con la misma piel clara y unos ojos oscuros juguetones. Incluso se parecían en los gestos, aunque por supuesto ella era delicada y curvilínea mientras que Frank tenía la mandíbula cuadrada y el nacimiento del pelo de estrella de cine. Se alejaron. Berenice, con una mirada suave y casi afectuosa, para seguir viendo la casa, y Frank, ansioso por mostrársela.
Entró una oleada de músicos y miembros del coro que disfrutaban de la pausa para cenar. Los niños tenían un aspecto proverbialmente angelical con la túnica y los músicos se apresuraron a decir a Reuben lo mucho que les gustaba todo y que estaban dispuestos a trasladarse desde San Francisco en cualquier momento para cualquier otra celebración.
De repente, Grace se le acercó para decirle que le llevara una bandeja a Phil, que no pensaba en moverse de su lugar privilegiado justo al lado del coro.
—Creo que sabes lo que está pasando, Niñito —dijo—. Creo que ha traído sus maletas y no se marchará esta noche.
Reuben no sabía qué decir, pero Grace no estaba disgustada.
—No quiero que sea una carga para ti, eso es todo. La verdad es que no creo que esto sea justo para ti y tus amigos.
—Mamá, no es ninguna carga, pero ¿tú estás dispuesta a que él venga a vivir aquí?
—Oh, no se quedará para siempre, Reuben, aunque te advierto que él piensa que sí. Se quedará unas cuantas semanas, en el peor de los casos unos meses, y luego volverá. No puede vivir lejos de San Francisco. ¿Qué haría sin sus paseos por North Beach? Simplemente, no quiero que sea una carga. Traté de hablar con él de esto, pero es inútil. Y que Celeste esté en casa no facilita las cosas. Trata de ser agradable con él, pero no lo soporta.
—Lo sé —dijo Reuben, enfadado—. Mira, me alegro de que haya venido a quedarse, siempre y cuando a ti te parezca bien.
Un grupo de cuerda acababa de entrar en el comedor. La multitud que rodeaba la mesa había empezado a dispersarse y los músicos se pusieron a tocar, acompañados de una estupenda soprano que con una voz deliberadamente triste y lastimera cantó un villancico isabelino que Reuben nunca había oído.
Se maravilló al escucharlo. Toda su vida había amado la música en directo aunque había tenido pocas ocasiones de disfrutarla, puesto que, como la mayoría de sus amigos, vivía en un mundo lujoso de grabaciones de todo tipo de música imaginable. Era una bendición para él escuchar a la soprano y, de hecho, simplemente observarla, observar la expresión de su rostro mientras cantaba y la actitud digna de los violinistas mientras tocaban.
Alejándose no sin cierta reticencia, Reuben fue al encuentro de su directora Billie Kale y del grupo del Observer. Billie se disculpó porque su fotógrafo sacaba fotos de todo. A Reuben no le molestaba, ni tampoco a Felix. También había periodistas del Chronicle y de la televisión que habían estado antes en el pueblo.
—Mira, necesitamos una foto de esa ventana de la biblioteca —dijo Billie—. Me refiero a que tenemos que decir algo de que el Lobo Hombre estuvo aquí.
—Sí, adelante —repuso Reuben—. Es el gran ventanal del este. Sacad todas las fotos que queráis.
Estaba pensando en otras cosas.
¿Qué pasaba con aquellas mujeres excepcionales? Vio otra, una belleza de piel oscura con una masa de cabello negro azabache y los hombros descubiertos que charlaba animadamente con Stuart. Qué intensa parecía y qué fascinado estaba Stuart, que se la llevó a ver el invernadero. Desaparecieron en la multitud. Quizá Reuben se estuviera imaginando cosas. Se recordó que había muchas mujeres hermosas presentes en la fiesta. ¿Qué era lo que hacía que esas damas brillaran de una manera tan particular?
Algunos se estaban marchando después del largo día en el pueblo y con un largo trayecto de regreso a casa por delante. Pero parecía que otros estaban llegando. Reuben aceptó las muestras de agradecimiento que le llovían. Había dejado de murmurar hacía rato que Felix era el responsable de todo y se daba cuenta de que no tenía que esforzarse para sonreír y estrechar manos. Le salía de manera natural, contagiado de la felicidad que le rodeaba.
Allí estaba otra vez esa mujer que había visto en el pueblo, la del sombrero encantador, sentada en el sofá junto a una niña de once o doce años que lloraba. Le daba palmaditas y le susurraba algo. Al otro lado de la mujer había un niño sentado con los brazos cruzados que ponía los ojos en blanco de vez en cuando y miraba mortificado al techo. Cielos, ¿qué le pasaba a la niña? Reuben trató de acercarse, pero un par de personas lo interrumpieron con preguntas y frases de agradecimiento. Alguien se puso a contarle una larga historia sobre una vieja casa que recordaba de su infancia. Lo habían obligado a girarse. ¿Dónde estaba la mujer con la niña pequeña? Se había ido.
Varios viejos amigos del instituto se le acercaron, incluida una exnovia, Charlotte, que había sido su primer amor. Charlotte ya tenía dos hijos. Reuben se descubrió estudiando al bebé de mejillas regordetas que ella llevaba en brazos. Era una masa de encantadora carne rosada que se retorcía y no dejaba de empujar, estirarse y patear para escapar de los brazos pacientes de su madre, que se lo tomaba con calma. La hija mayor, de unos tres años, se aferraba al vestido de la madre y levantaba la mirada hacia Reuben con curiosidad tristona.
«Mi hijo está en camino —pensó Reuben— y será como este, con los ojos como grandes ópalos, y crecerá en esta casa, bajo este techo, vagando por este mundo, inevitablemente sin saber valorarlo, y será algo maravilloso».
No reconoció a su antiguo amor de instituto en Charlotte. Una canción le rondaba la cabeza. ¿Cuál era? Sí, esa extraña canción sobrenatural, Take Me As I Am, de October Project. De repente, los recuerdos de Charlotte se mezclaron con el de esa canción que salía de la habitación de Marchent proveniente de una radio espectral.
Una vez más, Reuben se acercó al ventanal oriental, esta vez en la biblioteca. A pesar de que el asiento de la ventana estaba ocupado de punta a punta, logró mirar otra vez al bosque resplandeciente. Sin duda la gente lo estaba observando, preguntándose por el Lobo Hombre, deseosa de hacer preguntas. Oyó un tenue suspiro detrás de él y las palabras «justo por esa ventana».
La música se había convertido en ruido cuando los sonidos del comedor se unieron a la gran aglomeración del pabellón, y Reuben sintió la familiar somnolencia que lo invadía tantas veces cuando estaba en lugares muy bulliciosos y concurridos.
En cambio, el bosque tenía un aspecto fantástico.
La multitud era más densa que nunca, pese a que caía una fina llovizna. Gradualmente, Reuben se dio cuenta de que por todas partes había gente encaramada a los árboles, hombres y mujeres melenudos y niños delgados. Muchos sonreían a la gente de abajo y algunos incluso hablaban con ella. Todos esos seres misteriosos, por supuesto, llevaban la familiar ropa de gamuza. Y los invitados, los invitados inocentes, pensaban que formaban parte de la escenografía. Porque, hasta donde alcanzaba la vista, los miembros de la Nobleza del Bosque estaban presentes, polvorientos y con trocitos de hojas, e incluso, aquí y allá, vestidos de hiedra, sentados o de pie en las grandes ramas grises. Las innumerables luces destellaban en la lluvia que caía y Reuben casi podía oír la mezcla de risas y voces al mirarlos.
Se sacudió una vez más y miró de nuevo. ¿Estaba mareado? ¿Por qué notaba un estruendo en los oídos? Nada había cambiado en la escena. No vio a Elthram. No vio a Marchent. Sin embargo, notaba el constante movimiento y la redistribución de la Nobleza del Bosque. Muchos miembros de la tribu desaparecían y otros aparecían justo ante su mirada borrosa. Fascinado por ello, trató de captar esta o aquella figura felina y delgada cuando se desvanecía o adquiría color visible, pero se estaba mareando más. Tenía que romper el hechizo. Tenía que detenerlo.
Empezó a vagar por la fiesta como había vagado por la feria del pueblo. La música subió de volumen. Voces reales sonaron en sus oídos. Risas, carcajadas. Lo abandonó la sensación que le producía lo extraño, el horror que le causaba. Por todas partes veía gente hablando animadamente, imbuida de la excitación de la fiesta, e inusitadas agrupaciones de gente del pueblo con amigos que conocía. Más de una vez estudió a Celeste desde lejos y se fijó en lo bien que se lo estaba pasando y en que reía con frecuencia.
No dejaba de asombrarlo cómo contribuían a la fiesta los Caballeros Distinguidos. Sergei hacía presentaciones, acompañaba a los músicos de la orquesta a la mesa del comedor, respondía preguntas e incluso guiaba gente hasta la escalera.
Thibault y Frank siempre estaban conversando y en movimiento, con o sin sus acompañantes, e incluso Lisa, ocupada con todos los aspectos de la organización de la fiesta, se tomaba tiempo para hablar con los niños del coro y mostrarles detalles de la casa.
Un hombre joven se le acercó y le susurró al oído algo a lo que ella respondió:
—No lo sé. Nadie me ha contado dónde murió la mujer. —Y le dio la espalda.
¿Cuántos estaban planteando esa misma pregunta?, pensó Reuben. Seguramente sentían curiosidad. ¿Dónde había caído Marchent cuando la habían acuchillado? ¿Dónde habían encontrado a Reuben después del ataque?
Un desfile constante subía por la escalera de roble al piso de arriba. Reuben, al pie de esa escalera, oía a las jóvenes guías describiendo el papel pintado de William Morris y los muebles de Grand Rapids del siglo XIX, e incluso detalles tales como la clase de roble usado en los tablones del suelo y cómo lo habían secado antes de iniciar la construcción, cosas que el mismo Reuben desconocía. Captó una voz femenina que decía:
—Marchent Nideck, sí. Esta habitación.
La gente sonreía a Reuben al subir.
—Sí, adelante, suban —decía él con sinceridad.
Y detrás de todo aquello estaba el cerebro, el siempre encantador Felix, que se movía con tanta rapidez que daba la impresión de estar en dos sitios al mismo tiempo. Siempre sonriendo, siempre respondiendo, todo un derroche de buena voluntad.
En un momento dado Reuben se dio cuenta. Lo comprendió lentamente: la Nobleza del Bosque estaba también en la casa. Fue en los niños en quienes primero se fijó: pálidos, criaturas delgadas con los mismos vestidos rústicos de hojas cosidas que sus mayores, moviéndose entre la multitud como si estuvieran enfrascados en un juego particular. Caras hambrientas, sucias, de pilluelos. Sintió una puñalada en el corazón. Después vio algún hombre o mujer con una mirada ardiente pero reservada, vagando igual que él había estado vagando, estudiando a los huéspedes humanos como si ellos fueran los curiosos, indiferentes a quienes los miraban.
A Reuben lo incomodaba que esos niños escuálidos pudieran ser los muertos terrenales. Le provocaba un auténtico temblor en el corazón. Lo mareaba ligeramente. De repente, no soportaba la idea de que esos niños rubios que reían y sonreían y se esquivaban entre los invitados, aquí y allá, fueran fantasmas. Fantasmas. No podía concebir lo que eso significaba. Tener ese tamaño y ese aspecto eternamente… No comprendía cómo podía ser eso deseable o inevitable. Cuanto sabía sobre el nuevo mundo que lo rodeaba lo aterrorizaba, pero también lo estimulaba. Captó un atisbo de una de aquellas mujeres tan inusuales, tan extrañamente atractivas, enjoyadas y con lentejuelas, que pasaban entre la multitud con lentitud, mirando lánguidamente a derecha e izquierda. Parecía una diosa en un sentido brutal pero indefinible.
De pronto todas sus ansiedades se agolparon, invadiéndolo, atenuando el brillo de la fiesta y haciéndolo consciente de lo fuertes e inusuales que eran las emociones y experiencias de su vida presente. ¿Qué sabía antes de preocupaciones? ¿Qué sabía del terror cuando era Cielito?
Se dijo que lo único que tenía que hacer era no mirar a la Nobleza del Bosque. No mirar a esa mujer extraña. No especular. Centrarse en cambio en la gente real y material de este mundo que había por todas partes pasándoselo bien. De repente, tuvo la necesidad desesperada de hacer eso, de no ver a los invitados sobrenaturales.
Estaba haciendo algo más, sin embargo. Estaba buscando. Estaba buscando a izquierda y derecha y delante la figura que más temía en todo el mundo, la figura de Marchent.
¿Alguien detrás de él acababa de decir «sí, en la cocina fue donde la encontraron»?
Pasó junto al enorme árbol de Navidad yendo hacia las puertas abiertas del invernadero, tan abarrotado como cualquier otra sala. Bajo las innumerables lucecitas navideñas y los focos dorados, las enormes masas de follaje tropical tenían un aspecto bastante grotesco; había invitados por todas partes entre los espaldares y los tiestos, pero ¿dónde estaba ella?
Había una mujer delgada junto a la fuente, cerca de la mesa redonda de mármol en la que tantas veces habían comido Reuben y Laura. Notó un cosquilleo en la piel al acercarse a esa figura delgada y delicada de cabello rubio. De repente, justo cuando él estaba bajo las ramas arqueadas del árbol de las orquídeas, ella se volvió y le sonrió, de carne y hueso como tantas otras, otra feliz invitada anónima.
—Qué hermosa casa —dijo—. Es increíble que ocurriera aquí algo tan terrible.
—Sí, tienes razón —repuso él.
Le dio la impresión de que la mujer tenía muchas cosas en la punta de la lengua, pero solo dijo que se alegraba mucho de estar allí y se marchó.
Levantando la cabeza, Reuben miró las flores malva de los árboles. El ruido lo rodeaba, pero se sentía alejado de todo y solo. Le parecía oír la voz de Marchent hablando con él de los árboles de orquídeas, unos árboles de orquídeas hermosos; era Marchent quien los había encargado para la casa y para él. Los habían traído desde centenares de kilómetros de distancia para la Marchent viva; seguían vivos y combándose bajo el peso de las flores mientras que Marchent estaba muerta.
Alguien se le había acercado y sabía que tenía que volverse para darle la bienvenida o despedirse. Había una pareja cerca, con bandejas y copas en la mano, obviamente con intención de hacerse con la mesa, por supuesto, y por qué no.
Se volvió y, en cuanto lo hizo, vio al otro lado del enorme espacio a la persona que estaba buscando, la inconfundible Marchent, casi invisible en la penumbra contra los cristales oscuros y brillantes.
No obstante, su rostro era maravillosamente real y tenía los ojos claros fijos en él como los había tenido en el pueblo, cuando la había visto medio de perfil escuchando al sonriente Elthram, de pie a su lado. Una luz antinatural parecía destacarla del crepúsculo artificial, sutil pero sin origen, y en esa luz Reuben vio la forma de su frente suave, el brillo de sus ojos, las perlas lustrosas en torno a su cuello.
Abrió la boca para decir su nombre, pero no logró emitir sonido alguno. Mientras el corazón se le aceleraba, la figura pareció cobrar brillo hasta resplandecer para luego desvanecerse por completo. Una lluvia de gotas impactó en el acristalamiento del techo. La lluvia plateada chorreaba por las paredes de cristal. Allá donde mirara, todo a su alrededor resplandecía. «Marchent». Notaba el dolor de la pena y el anhelo en las sienes.
El corazón se le detuvo.
No había visto sufrimiento ni lágrimas ni búsqueda desesperada en el rostro de Marchent. Pero ¿qué significaba en realidad la expresión de esos ojos serios, de esos ojos pensativos? «¿Qué saben los muertos? ¿Qué sienten los muertos?».
Se llevó las manos a la cabeza. Temblaba. Tenía la piel caliente bajo la ropa, terriblemente caliente, y el corazón le latía a brincos. Alguien le preguntó si estaba bien.
Respondió que sí, que gracias, y salió del invernadero.
El aire del salón principal era más frío y lo endulzaba el aroma de las agujas de pino. Llegaba hasta él la música suave de la orquesta situada detrás de las ventanas abiertas. Su pulso estaba recuperando la normalidad. Tenía la piel fría. Pasaron unas adolescentes, sonriendo y riendo y luego corriendo hacia el comedor, obviamente en una misión de exploración.
Apareció Frank, el siempre genial Frank con su pátina de Cary Grant, y sin decir palabra le puso una copa de vino blanco en la mano a Reuben.
—¿Quieres algo más fuerte? —le preguntó, arqueando las cejas.
Reuben negó con la cabeza. Agradecido, se tomó el vino, un buen Riesling, frío, delicioso, y se quedó solo junto al fuego.
¿Por qué había ido a buscarla? ¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué la había buscado en medio de tanta alegría? ¿Por qué? ¿Quería que ella estuviera allí? ¿Si él se metía en alguna habitación cerrada, suponiendo que encontrara una, acudiría ella a su llamada? ¿Se sentarían juntos y hablarían?
En algún momento vio a su padre entre la multitud. Aquel viejo caballero con chaqueta de mezclilla y pantalones grises era Phil, sí. Parecía mucho mayor que Grace. No estaba gordo, no, ni tampoco débil. Pero nunca se había estirado la cara y tenía la piel fláccida y muy arrugada, como Thibault, y cana la tupida mata de pelo en otros tiempos rubio.
Phil estaba de pie en la biblioteca, solo entre la gente que iba y venía, mirando fijamente la gran foto de los Caballeros Distinguidos que había en la repisa de la chimenea.
Reuben casi podía ver los engranajes girando en la mente de su padre mientras estudiaba la imagen, y se le ocurrió una espantosa idea de repente: lo comprendería.
Al fin y al cabo, ¿no era obvio que el Felix actual era clavado, como todos decían, al de la foto, y que los hombres que lo rodeaban, hombres que ahora tenían por lo menos veinte años más que cuando se tomó, tenían exactamente el mismo aspecto que entonces? Felix había regresado como su propio hijo ilegítimo, pero ¿cómo explicar que Sergei, Frank o Margon no hubieran envejecido lo más mínimo en las dos últimas décadas? ¿Y qué decir de Thibault? Uno podía conceder a hombres en la flor de la vida otros veinte años de notable vigor, y aquellos jóvenes parecían en la flor de la vida. Pero Thibault, que aparentaba ser un hombre de sesenta y cinco o quizá setenta años en la fotografía, seguía teniendo exactamente el mismo aspecto. ¿Cómo era posible algo semejante? ¿Cómo podía ser que alguien de edad tan avanzada en el momento en que se tomó la foto tuviera todavía el mismo aspecto?
Aunque quizá Phil no se estuviera fijando en todo aquello. Ni siquiera sabía en qué fecha se había tomado la foto. ¿Por qué iba a saberlo? Nunca lo habían comentado, ¿no? Quizás estuviera estudiando la vegetación de la fotografía y pensando en cosas tan mundanas como dónde se habría tomado u observando detalles de la ropa y las armas.
La gente interrumpió a Reuben para darle las gracias, por supuesto, antes de marcharse.
Cuando finalmente entró en la biblioteca, ya no vio a Phil. Quien estaba sentado en el almohadón de terciopelo rojo del asiento de la ventana con vistas al bosque no era otro que el inimitable Elthram, con su piel oscura como el caramelo y las pupilas verdes relucientes al resplandor de la chimenea, como un demonio movido por fuegos que ningún otro de los presentes en la sala podía ver. Ni siquiera miró a Reuben cuando este se le acercó. Finalmente le dedicó una radiante sonrisa confidencial antes de desaparecer como había hecho en el pueblo, ignorando a quienes podían estar observándolo, como si esas cosas en realidad no importaran, y cuando Reuben miró a la gente que hablaba y reía y picoteaba de los platos se dio cuenta de que nadie se había fijado, absolutamente nadie.
De forma repentina y silenciosa, Elthram apareció a su lado. Reuben se volvió hacia sus ojos verdes al notar el peso del brazo del hombre en los hombros.
—Hay alguien aquí que tiene que hablar contigo —dijo Elthram.
—Con mucho gusto. Dime quién es —dijo Reuben.
—Mira allí —hizo un gesto hacia el gran salón—, junto al fuego. La niña con una mujer a su lado.
Reuben se volvió esperando ver a la mujer y la niña que había estado llorando, pero no eran ellas.
Enseguida se dio cuenta de que se trataba de la pequeña Susie Blakely, con su carita seria y los ojos fijos en él, y que la mujer que estaba a su lado era la pastora Corrie George, con quien Reuben había dejado a la niña en la iglesia. Susie iba muy bien peinada y con un bonito vestido anticuado con canesú, de manga corta abullonada. Llevaba también una cadena de oro con una cruz en torno al cuello. La pastora George, que vestía un traje chaqueta con un bonito encaje en el cuello, también estaba mirando fijamente a Reuben.
—Sé prudente —le susurró Elthram—, pero ella necesita hablar contigo.
A Reuben le ardía la cara y le palpitaban las manos, pero fue directamente hacia ellas.
Se inclinó a acariciarle el pelo rubio a Susie.
—Eres Susie Blakely —dijo—. He visto tu foto en el periódico. Me llamo Reuben Golding, soy periodista. Eres mucho más guapa que en la foto, Susie.
Era verdad. Estaba fresca, radiante e indemne.
—Y ese vestido rosa es muy bonito. Pareces una niña pequeña de cuento.
Ella sonrió.
El corazón de Reuben latía desbocado y quedó admirado de lo calmada que sonaba su voz.
—¿Lo estás pasando bien? —Sonrió a la pastora George—. ¿Y usted? ¿Quiere que le traiga algo?
—¿Puedo hablar con usted, señor Golding? —le preguntó Susie. Tenía la misma vocecita clara y crujiente—. Solo un momento, si es posible. Es realmente muy, muy importante.
—Por supuesto que puedes.
—Necesita hablar con usted, señor Golding —terció la pastora George—. Debe perdonarnos que se lo pidamos así, pero hemos venido de muy lejos esta noche solo para verlo, y le prometo que no serán más de unos minutos.
¿Dónde podía recibirlas con tranquilidad? En la fiesta había más gente que nunca.
Rápidamente las sacó del salón y las acompañó por el pasillo y subiendo la escalera de roble.
Su habitación estaba abierta a todos los invitados, pero por fortuna solo había una pareja tomando ponche de huevo en la mesa redonda que rápidamente la abandonó cuando Reuben entró con la niña y la mujer.
Cerró la puerta con llave y se aseguró de que no hubiera nadie en el cuarto de baño.
—Sentaos, por favor —dijo—. ¿Qué puedo hacer por vosotras? —Hizo un gesto para que se sentaran a la mesa redonda.
Susie tenía el cuero cabelludo tan rosa como el vestido y se ruborizó de repente al sentarse en la silla de respaldo alto. La pastora George se sentó a su lado y le sostuvo la mano derecha entre las suyas.
—Señor Golding, tengo que contarle un secreto —dijo Susie—. Un secreto que no puedo contar a nadie más.
—Puedes contármelo —dijo Reuben, asintiendo—. Te lo prometo, sé guardar un secreto. Algunos periodistas no saben, pero yo sí.
—Sé que vio al Lobo Hombre —dijo Susie—. Lo vio en esta casa y, la vez anterior a esa, le mordió. He oído todo eso. —Se le contrajo la cara como si estuviera a punto de llorar.
—Sí, Susie —dijo Reuben—. Lo vi. Todo eso es cierto.
Se preguntó si se estaba ruborizando igual que ella. Tenía el rostro caliente. Notaba calor por todas partes. Se compadecía de la niña. Habría hecho cualquier cosa en ese momento para que se sintiera cómoda, para ayudarla, para protegerla.
—Yo también vi al Lobo Hombre —dijo Susie—. Lo vi de verdad. Mi mamá y mi papá no me creen. —Hubo un destello de rabia en sus ojos y miró con inquietud a la pastora George al tiempo que esta asentía por ella.
—¡Ah! Así te rescataron —dijo Reuben—. Así huiste de aquel hombre.
—Sí, eso fue lo que ocurrió, señor Golding —dijo la pastora George. Bajó la voz mirando ansiosamente hacia la puerta—. Fue el Lobo Hombre quien la rescató. Yo también lo vi. Hablé con él. Las dos lo hicimos.
—Ya veo —dijo Reuben—. Sin embargo, no salió nada de eso en los periódicos. No vi nada de eso en televisión.
—Es porque no queremos que nadie lo sepa —dijo Susie—. No queremos que nadie lo capture y lo metan en una jaula y le hagan daño.
—Sí, claro, ya veo. Lo entiendo —dijo Reuben.
—Queríamos darle tiempo para que escapara —dijo la pastora George—, para que se marchara de esta parte de California. No queríamos decírselo a nadie. Pero Susie necesitaba hablar con alguien, señor Golding. Necesitaba hablar de lo que le pasó. ¡Y cuando tratamos de contárselo a sus padres no nos creyeron! A ninguna de las dos.
—Por supuesto, necesita hablar de ello —dijo Reuben—. Las dos lo necesitan. Lo entiendo. Si alguien debería entenderlo soy yo.
—Es real, ¿verdad, señor Golding? —preguntó Susie. Tragó saliva otra vez y las lágrimas asomaron a sus ojos y de repente había cierta apatía en su rostro, como si hubiera perdido el hilo.
Reuben la cogió por los hombros.
—Sí, cariño, es real —dijo—. Lo vi y también lo vieron muchas otras personas que hay abajo, en el salón. Mucha gente ha visto al Lobo Hombre. Es real, sí. Nunca dudes de tus sentidos.
—No creen nada de lo que digo —comentó Susie en voz baja.
—Creen lo del hombre que te raptó, ¿no? —preguntó Reuben.
—Sí —dijo la pastora George—. Su ADN estaba en la caravana. También lo han relacionado con otras desapariciones. El Lobo Hombre salvó la vida de Susie, eso es más que obvio. Ese individuo mató a otras dos niñas. —Calló de repente y miró a Susie con preocupación—. Pero, mire, cuando ni sus padres ni nadie cree lo que ella dice sobre el Lobo Hombre… Bueno, ya no quiere hablar más del asunto, no quiere hablar del asunto en absoluto.
—Me salvó, señor Golding —dijo Susie.
—Sé que lo hizo —repuso Reuben—. Quiero decir que creo todo lo que me estás diciendo. Deja que te cuente algo, Susie. Muchas personas no creen en el Lobo Hombre. No me creen. No creen a quienes estaban conmigo aquí, a las otras personas que lo vieron. Debemos aceptar que no nos crean, pero tenemos que contar lo que vimos. No podemos dejar que los secretos se pudran en nuestro interior. ¿Sabes lo que eso significa?
—Sí, yo sé lo que significa —dijo la pastora George—. Sin embargo, ¿se da cuenta?, tampoco queremos que se enteren los medios. No queremos que la gente lo cace, que lo mate.
—No —dijo Susie—. Y lo harán. Mi padre dice que, antes o después, lo atraparán y lo matarán.
—Bueno, escucha, cielo —dijo Reuben—. Sé que estás diciendo la verdad, que las dos la decís. Y no olvides que yo también lo vi. Mira, Susie, ojalá tuvieras edad suficiente para usar el correo electrónico. Ojalá…
—Soy lo bastante mayor —se defendió Susie—. Puedo usar el ordenador de mamá. Puedo escribirle mi dirección de correo ahora mismo.
La pastora Golding sacó un bolígrafo del bolsillo. Ya había una libreta en la mesa.
Enseguida Susie se puso a escribir su dirección de correo, mordiéndose el labio inferior. Reuben la observó hacerlo y rápidamente la copió en su iPhone.
—Te estoy mandando un mensaje, Susie —dijo, tecleando con los pulgares—. No digo nada que otra persona pueda entender.
—Está bien. Mi mamá no sabe mi dirección de correo —dijo Susie—. Solo usted y la pastora George.
La pastora George le escribió la suya y se la pasó. Reuben enseguida la copió y le mandó un mensaje.
—Vale. Vamos a mandarnos mensajes, tú y yo. Cada vez que quieras hablar de lo que viste me mandas un mensaje. Mira. —Cogió el bolígrafo—. Este es mi número de teléfono, el número de este teléfono. También te lo mandaré por correo electrónico. Puedes llamarme. ¿Lo entiendes? Y usted también, pastora George. —Arrancó una hoja de papel y se la dio a la mujer—. Los que hemos visto estas cosas debemos mantenernos unidos.
—Muchas gracias —dijo Susie—. Se lo dije al cura en confesión y él tampoco me creyó. Dijo que tal vez lo había imaginado.
La pastora George negó con la cabeza.
—Simplemente no quiere hablar más de eso ya, ¿entiende?, y eso no está bien. Simplemente no está bien.
—Desde luego. Bueno, conozco a un cura que te creerá —dijo Reuben.
Todavía tenía el iPhone en la mano izquierda y mandó un mensaje de texto a Jim: «Mi dormitorio, ahora, confesión». Pero ¿y si Jim no oía el teléfono con la música de abajo? ¿Y si tenía el teléfono apagado? Estaba a cuatro horas de distancia de su parroquia, podía haberlo apagado.
—Necesita que la crean —dijo la pastora George—. Yo puedo soportar el escepticismo de la gente. Lo último que quiero es a la prensa en mi puerta. Pero ella necesita hablar de todo lo que le ocurrió, y mucho, y seguirá siendo así durante mucho tiempo.
—Tiene razón —dijo Reuben—. Y, si eres católico, quieres hablar con tu sacerdote de las cosas que más te importan. Bueno, algunos lo hacemos.
La pastora George se encogió levemente de hombros e hizo un gesto distraído de aceptación.
Llamaron a la puerta. Reuben no creyó que fuera Jim, no tan deprisa, pero cuando la abrió allí estaba su hermano y, detrás de él, Elthram, apoyado en la pared del pasillo.
—Me han dicho que querías verme —dijo Jim.
Reuben le hizo una señal de agradecimiento con la cabeza a Elthram e hizo pasar a Jim.
—Esta niña necesita hablar contigo. ¿Puede esta mujer quedarse con ella mientras se confiesa?
—Si la niña quiere que se quede, desde luego.
Su hermano se concentró intensamente en la niña y luego saludó con la cabeza a la pastora, sonriendo formal. No le costaba el menor esfuerzo parecer muy amable, muy capaz, ser muy tranquilizador.
Susie se levantó por respeto a Jim.
—Gracias, padre —dijo.
—Susie, puedes contarle lo que quieras al padre Jim Golding —dijo Reuben—. Te prometo que te creerá. Él también guardará tus secretos y puedes hablar con él siempre que quieras, igual que puedes hablar conmigo.
Jim ocupó la silla frente a ella, haciéndole un gesto para que se sentara.
—Ahora voy a salir —dijo Reuben—. Y Susie, manda un mensaje de correo electrónico siempre que quieras, cariño, o llámame. Si salta el buzón de voz, te prometo que te llamaré.
—Sabía que me creería —dijo Susie—. Lo sabía.
—Y puedes hablar con el padre Jim de todo, Susie, pasara lo que pasase en el bosque con ese hombre malo. También cualquier cosa sobre el Lobo Hombre. Cielo, puedes confiar en él. Es un sacerdote y un buen sacerdote. Lo sé porque es mi hermano mayor.
Susie sonrió a Reuben. ¡Qué criatura tan hermosa y radiante! Cuando la recordó llorando en la caravana esa noche, cuando recordó su carita manchada, gimiendo y rogándole que no la dejara, se emocionó.
La pequeña se volvió y miró a Jim con ansiedad e inocencia.
—Te quiero, corazón —dijo Reuben, sin pensar.
Susie volvió la cabeza como si una cadena hubiera tirado de ella. La pastora George también se volvió. Las dos se quedaron mirándolo.
Entonces Reuben recordó ese momento en el bosque, a las puertas de la iglesia, en que había dejado a Susie con la pastora George y había dicho en ese mismo tono de voz: «Te quiero, corazón». Se ruborizó y se quedó allí de pie, en silencio, mirando a la niña. Su cara parecía de repente no tener edad, como la de un espíritu. Expresaba algo profundo y al mismo tiempo simple. Estaba mirándolo sin turbación ni confusión.
—Adiós, cariño —dijo, y salió cerrando la puerta tras de sí.
Al pie de la escalera, la jefa de Reuben, Billie, se le acercó. ¿No era esa Susie Blakely? ¿Había conseguido una exclusiva con Susie Blakely? ¿Reuben se daba cuenta de lo que eso significaba? Ningún periodista había podido hablar con esa niña desde que había regresado con sus padres. Era un notición.
—No, Billie, y no, y no —dijo Reuben bajando la voz para suavizar la indignación—. Esa niña es una invitada de esta casa y no tengo ningún derecho ni ninguna intención de entrevistarla. Ahora, escucha: quiero volver al pabellón y escuchar un poco de música antes de que termine la fiesta. Ven conmigo, venga.
Se mezclaron con el grueso de la multitud en el comedor, donde, afortunadamente, no podía oír a Billie ni a nadie. La mujer se alejó. Reuben estrechó manos aquí y dio las gracias con la cabeza allí sin dejar de avanzar hacia la música que entraba por la puerta principal. Solo entonces se acordó de que a Jim no le gustaba estar con niños, que odiaba verlos. Sin embargo, había tenido que recurrir a él por Susie. Su hermano lo comprendería. Jim era, ante todo, sacerdote, independientemente del dolor que pudiera sentir.
El pabellón no estaba menos atestado, pero era más fácil andar entre las mesas, intercambiando saludos, reconociendo agradecimientos, simplemente saludando con la cabeza a quienes no conocía ni lo conocían, hasta que estuvo junto al belén iluminado con artística solemnidad.
La fila de actores medievales estaba pasando, repartiendo monedas doradas conmemorativas. Había camareros y camareras por todas partes, rellenando bandejas o recogiéndolas, ofreciendo copas de vino o tazas de café. Todo eso se desvaneció al entrar en la luz tenue y ensoñadora del pesebre. Ese había sido su destino desde el principio. Olió la cera de las velas; las voces del coro eran diversas y desgarradoras, aunque un poco estridentes.
Perdió la noción del tiempo que estuvo allí, con la música cerca, hermosa y envolvente. El coro interpretó un himno triste, en esta ocasión acompañado por la orquesta al completo: «En el inhóspito invierno / el viento gélido hacía gemir / la tierra dura como el hierro, / el agua pétrea…».
Reuben mantuvo los ojos cerrados un buen rato y, cuando los abrió, miró la cara sonriente del Niño Jesús y rezó:
—Por favor, enséñame a ser bueno —susurró—. Por favor, no importa lo que sea, muéstrame cómo ser bueno.
Lo invadió la tristeza, un terrible abatimiento, temiendo todos los desafíos que tenía por delante. Sentía amor por Susie Blakely. Amor auténtico. Solo quería lo mejor para ella siempre y para siempre. Quería lo mejor para todas las personas que conocía. En aquel momento no podía pensar en la crueldad que había visto en aquellos a los que había juzgado como malvados, aquellos a los que había borrado de la faz de la Tierra con la crueldad irreflexiva de un animal. Con los ojos cerrados, repitió mentalmente la plegaria, en lo más hondo.
Como si el silencio interior y la canción envolvente duraran para siempre, gradualmente fue sintiendo paz.
Alrededor de él la gente estaba embelesada con la música. Cerca, a su izquierda, tenía a Shelby con su hijo Isaac y su padre. Estaban cantando, mirando al coro, frente al cual se congregaron otros a quienes no conocía.
El himno proseguía, suave y hermoso: «Le bastan a él, a quien los querubines / adoran noche y día. / Un pecho lleno de leche / y un pesebre de heno / le bastan, a él, ante quien / se postran los ángeles, / a quien la mula y el buey y el camello adoran».
En algún momento oyó una voz de tenor, una voz familiar, cantando a su lado, y cuando abrió los ojos vio que se trataba de Jim. Tenía a Susie de pie delante de él; sus manos descansaban en los hombros de la niña y a su lado estaba la pastora Corrie George. Parecía que hubiera pasado un siglo desde que los había dejado. Cantaban el himno juntos y Reuben se les unió: «¿Qué podría yo darle, / pobre como soy? / Si fuera un pastor / le daría un cordero, / si fuera un Rey Mago / le daría un regalo, / así que le doy lo que puedo darle. / Le doy el corazón».
Los voluntarios del comedor social de la parroquia de Jim estaban reunidos en torno a ellos. Reuben los conocía de comidas en las que había trabajado con ellos, como había hecho la Navidad anterior y la anterior a esa. Jim se quedó simplemente mirando al Niño Jesús de mármol blanco en el pesebre de heno con una curiosa expresión de perplejidad, una ceja arqueada, embargado por la tristeza. Reuben se sentía igual.
Sin decir nada, cogió un vaso de agua con gas de la bandeja que llevaba un camarero y se la bebió con calma. El coro empezó otra vez: «Quién es este niño que duerme en brazos de María…».
Una de las voluntarias lloraba discretamente y otras dos cantaban con el coro. Susie cantó en voz alta y clara, y otro tanto hizo la pastora George. La gente iba y venía a su alrededor, como si visitaran el altar. Jim y Susie y la pastora George se quedaron. Luego su hermano levantó despacio la mirada hacia el rostro sereno del ángel del frontón del establo y por encima de las copas de los árboles de detrás. Se volvió y miró a Reuben como si despertara de un sueño. Sonrió, lo abrazó y le besó la frente.
Reuben no pudo contener las lágrimas.
—Estoy muy contento por ti —le dijo confidencialmente mientras el coro seguía cantando—. Me alegro de que tu hijo esté en camino. Estoy contento de que estés aquí con amigos tan excepcionales. Quizá tus nuevos amigos sepan cosas que yo desconozco. A lo mejor saben más cosas de las que yo jamás creí posible saber.
—Jim, pase lo que pase —repuso Reuben también en tono confidencial—, estos son nuestros años, nuestros años de ser hermanos. —Se le quebró la voz y no pudo continuar. No sabía qué más decir, de todos modos—. En cuanto a la niña, sé que dijiste que era doloroso para ti estar con niños, pero tenía que…
—Tonterías. No digas ni una palabra más. —Jim sonreía—. Lo entiendo.
Ambos se volvieron, permitiendo que otros se colocaran entre ellos y el belén. La pastora George llevó a Susie hasta un par de sillas vacías de una de las mesas. La niña saludó a Jim y Reuben y, por supuesto, ambos le sonrieron.
Los dos miraban juntos el enorme pabellón. A su derecha, la orquesta tocaba la vieja y hermosa melodía de Greensleves y la voz del coro era una sola voz: «El Rey de Reyes nos trae la salvación; que los corazones que aman lo entronicen».
—Están todos muy contentos —comentó Jim contemplando las mesitas atestadas, a los camareros y camareras que entraban y salían con bandejas de bebidas—. Todos muy contentos.
—¿Eres feliz, Jim? —le preguntó Reuben.
De repente, su hermano sonrió de oreja a oreja.
—¿Cuándo he sido yo feliz, Reuben? —Soltó una carcajada, y esa fue quizá la primera vez que reía con Reuben de esa manera, a su vieja manera, desde que la vida de Reuben había cambiado para siempre—. Mira, ahí está papá. Creo que el hombre que habla con él lo tiene acorralado. Ha llegado la hora de acudir al rescate.
¿Aquel hombre había atrapado a Phil? Reuben no lo había visto nunca. Era alto, con una melena blanca hasta los hombros parecida a la de Margon, leonina. Iba vestido con una chaqueta gastada de gamuza con coderas de cuero oscuro. Asentía mientras Phil hablaba, mirando fríamente a Reuben con sus ojos oscuros. Tenía sentada a su lado a una bonita pero musculosa rubia de ojos un poco lánguidos y pómulos marcados. Llevaba el cabello pajizo suelto, como el hombre, en un torrente hasta los hombros. También ella estaba mirando a Reuben con ojos que parecían incoloros.
—Este hombre es un trotamundos —dijo Phil, después de presentarle a sus dos hijos—. Me ha estado contando historias de Navidad del mundo entero. ¡Historias de tiempos remotos y sacrificios humanos!
Reuben oyó al hombre pronunciar su nombre, Hockan Crost, con una voz dulce y profunda, una voz arrebatadora. Sin embargo, lo que él oyó fue: «morfodinámico».
—Helena —se presentó la mujer tendiéndole la mano—. ¡Qué fiesta tan bonita!
Tenía acento sin duda eslavo y una sonrisa muy dulce, pero la robustez de sus proporciones, el rostro huesudo bien maquillado, el cuello largo y los hombros firmes eran levemente grotescos. El vestido sin mangas, guarnecido de lentejuelas y cuentas, era pesado como un caparazón.
«Morfodinámicos, los dos».
A lo mejor los de su propia especie, hombres y mujeres, olían de un modo que reconocía físicamente aunque mentalmente no lo hiciera. El hombre miró a Jim y Reuben casi con frialdad desde debajo de sus cejas negras y pesadas. Tenía una cara de facciones severas, pero no era feo sino de aspecto curtido, con los labios pálidos y los hombros muy anchos.
Él y su acompañante se levantaron, les dedicaron una inclinación de cabeza y se marcharon.
—Hay gente fascinante esta noche —comentó Phil—. No tengo ni idea de por qué se me acercan para presentarse. Me he sentado aquí a escuchar música. Pero esto es muy divertido, Reuben. Tengo que reconocérselo a tus amigos. Además, la comida es espectacular. Ese Crost es un hombre extraordinario. No hay mucha gente que diga que entiende los sacrificios humanos del solsticio de invierno. —Soltó una carcajada—. Es todo un filósofo.
Empezaban a servir el postre y la gente iba hacia el gran comedor, que olía a café, pan recién horneado y tarta de calabaza. Una vez más, los camareros se lo trajeron en bandejas a quienes se quedaban en el pabellón. A Phil le encantó la tarta de nuez pacana con nata montada.
En la mesa contigua, la pequeña Susie comía con apetito y la pastora George le hizo a Reuben un gesto tranquilizador con la cabeza y esbozó una sonrisa reservada.
Cada vez más gente se estaba marchando. Felix se acercó entre las mesas, instando a todos a esperar la pieza de música que serviría de colofón. Algunos claramente no podían. Aquí y allá hablaban de que el largo camino había valido la pena. La gente mostraba la moneda dorada conmemorativa con agradecimiento, diciendo que la guardarían. A todos les encantaba «aquella casa».
Los encargados del catering estaban repartiendo velitas blancas, cada una dentro de un pequeño recipiente de papel y dirigiendo a todos hacia el pabellón para la «pieza de cierre».
¿Qué estaba ocurriendo? ¿La «pieza de cierre»? Reuben no tenía ni idea.
El pabellón de repente estaba lleno y la gente del salón principal de la casa se apretujaba en las ventanas abiertas mirando hacia él. Las puertas dobles del invernadero estaban abiertas y también había mucha gente reunida en ellas.
Estaban apagando la iluminación cenital, atenuando la iluminación general para conseguir una hermosa penumbra. Encendían velas por todas partes y la gente se las pasaba. Reuben tuvo enseguida la suya encendida. Protegió la llama con la mano.
Se levantó y trató de acercarse más a la orquesta hasta que encontró un lugar cómodo junto a la pared de piedra de la casa, justo bajo la ventana situada más a la derecha del salón. Susie y la pastora George también se acercaron al belén y la orquesta.
Felix, que estaba al micrófono a un lado del belén, anunció pausadamente que la orquesta, el coro de adultos y el coro infantil iban a interpretar a partir de ese momento «los villancicos más apreciados de nuestra tradición» y que todo el mundo estaba invitado a participar.
Reuben lo comprendió. Habían sonado muchos viejos himnos y bonitas canciones hasta ese momento, aparte de música sacra espléndida, pero no los grandes éxitos populares. Así que cuando la orquesta y los coros empezaron Joy to the World con plena energía, a Reuben le encantó.
A su alrededor todos cantaban, incluso las personas más insospechadas, como Celeste; incluso cantaba su propio padre. De hecho, apenas podía creer que Phil estuviera allí de pie con una velita encendida y cantando en voz alta y clara. Lo mismo hacía Grace. ¡Su madre estaba cantando! Hasta su tío Tim cantaba con su mujer, Helen, y Shelby e Isaac. La tía Josie cantaba en su silla de ruedas. Por supuesto, lo hacían Susie y la pastora George. También Thibault y todos los Caballeros Distinguidos que alcanzaba a ver. Incluso Stuart estaba cantando con sus amigos.
Se estaba produciendo una comunión imprevisible para él, que no creía posible, y menos en aquel lugar y aquella época. Suponía que la temperatura emocional de su mundo era demasiado fría para que sucediera semejante cosa.
La orquesta y los coros continuaron con Hark! The Herald Angels Sing con el mismo vigor, y después con God Rest Ye, Merry Gentlemen. A continuación interpretaron una serie de villancicos ingleses, cada uno más eufórico que el anterior. El júbilo y el espíritu de la música se imponían de un modo que parecía envolver a todos los presentes.
Cuando una soprano inició el magnífico O Holy Night, a la gente se le saltaron las lágrimas. Tan poderosa era su voz y tan brillante y hermosa la canción en sí, que las lágrimas afloraron a los ojos de Reuben. Susie se apoyó en la pastora George, que la abrazó con fuerza. Jim estaba al lado de la mujer.
Stuart se había acercado a Reuben, y él también rompió a cantar cuando la orquesta empezó a tocar un solemne y urgente O Come, All Ye Faithful, con el coro remontando los apasionados instrumentos de cuerda y la grave pulsación de la trompa.
Se hizo el silencio, solo turbado por el crujido de los pequeños candeleros de papel y unas cuantas toses y estornudos, lo mismo que uno podría escuchar en una iglesia repleta.
Una voz con marcado acento alemán habló por el micrófono.
—Y ahora es para mí un placer entregar la batuta a nuestro anfitrión, Felix Nideck.
Felix la cogió y la sostuvo en alto.
Al cabo de un instante la orquesta acometió las primeras notas del famoso coral «Aleluya» de El Mesías de Haendel y la gente sentada en el enorme pabellón se puso en pie. Incluso aquellos que se sentían ligeramente confundidos por esta reacción se iban levantando por deferencia a los demás. La tía Josie pugnó por ponerse en pie con la ayuda de su enfermera.
Cuando el coro entonó el primer aleluya, fue como un trompeteo. Las voces continuaron subiendo y bajando con el arrebato de la orquesta en el espléndido himno.
Alrededor de Reuben, la gente estaba cantando los ostinatos que conocía y tarareando los que no conocía. Las voces rugieron: «¡Y reinará por siempre jamás!».
Reuben se abrió paso acercándose al sonido abrumador hasta que estuvo cerca de Felix, entre la orquesta y el coro que su amigo conducía vigorosamente con la mano derecha, sosteniendo la batuta con la izquierda.
«Rey de reyes por siempre jamás».
El frenesí de la música fue aproximándose a su inevitable clímax hasta que llegó el último gran a-le-lu-ya.
Felix dejó caer los brazos a los costados e inclinó la cabeza.
El pabellón estalló en aplausos. Se alzaron voces por doquier en un delirio de agradecimiento y elogios.
Felix se irguió y se volvió, con el rostro radiante, iluminado por una sonrisa. De pronto corrió a abrazar al director, los maestros del coro y el primer violín, y luego a todos los músicos e intérpretes. Continuó la ovación mientras los intérpretes saludaban.
Reuben se abrió paso hacia Felix, que cuando lo vio lo abrazó con fuerza.
—Para ti, querido muchacho, esta Navidad, la primera que pasas en Nideck Point —le susurró al oído.
Otros trataban de alcanzar a Felix, llamándolo.
Thibault cogió a Reuben del brazo.
—Ahora lo mejor es que te quedes en la puerta, o se entretendrán dando vueltas por ahí, tratando de encontrarte para despedirse.
Tenía razón.
Todos se situaron en la entrada principal, incluso Felix. Los actores medievales y el alto y descarnado san Nicolás también estaban allí, buscando en los sacos verdes monedas y juguetes para regalar a todo el mundo.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, la gente fue saliendo, expresando su agradecimiento con exuberancia. Algunos niños querían besar a san Nicolás y tocarle el bigote blanco natural y la barba. Él dejó que lo hicieran de buen grado y ofreció juguetes a los adultos cuando ya no quedaban más críos.
Los músicos y cantantes se marcharon enseguida. Algunos aseguraban que se trataba del mejor festival navideño en el que habían participado. La noche estaba impregnada del ruido y las vibraciones de los autobuses diésel que arrancaban.
La madre de Stuart, Buffy Longstreet, lloraba. Quería que su hijo regresara con ella a Los Ángeles. Stuart la estaba calmando. Mientras la acompañaba al coche iba explicándole con dulzura que, sencillamente, no podía.
Las mujeres excepcionales y el hombre singular, Hockan Crost, se despidieron juntos. Eso disipó todas las dudas de Reuben. Tenían que ser morfodinámicos. Otra mujer de cabello oscuro, a la que Reuben no conocía, al estrecharle la mano le dijo que se llamaba Clarice y lo mucho que había disfrutado de los festejos. Era de su misma altura, incluso con zapatos de fiesta planos, y llevaba un abrigo de piel de zorro blanco políticamente más que incorrecto.
—Te van conociendo todos, ¿verdad? —le dijo, con un acento tan marcado que Reuben tuvo que inclinarse hacia ella para escucharla mejor—. Soy rusa —le explicó, viendo que le costaba entenderla—. Siempre estoy aprendiendo inglés, pero nunca termino de dominarlo. ¡Esto es todo tan inocente, tan normal! —Carraspeó ligeramente—. Quién diría que esto era la fiesta de Yule.
Los demás estaban esperando con cierta impaciencia para despedirse y, dándose cuenta, Clarice se encogió de hombros en un gesto petulante y abrazó con fuerza a Felix, confiándole algo entre dientes que le hizo sonreír un poco tenso al soltarla.
Las otras damas también lo abrazaron. Berenice, la guapa morena que tanto se parecía a Frank, lo besó largamente. Daba la impresión de haberse puesto triste de repente, y las lágrimas se le agolpaban en los ojos. La mujer a la que Reuben había visto con Thibault se presentó como Dorchella y le expresó su afectuoso agradecimiento al salir. La alta y pálida Fiona de los diamantes metía prisas a los demás. Besó a Reuben con brusquedad en la mejilla.
—Habéis traído una inesperada nueva vida a esta gran casa —le susurró Fiona—, tú y toda tu familia. ¿No estás asustado?
—¿Asustado de qué? —preguntó Reuben.
—¿No lo sabes? ¡Ah, la juventud y su perpetuo optimismo!
—No te entiendo. ¿De qué debo estar asustado?
—De atraer la atención, por supuesto —dijo Fiona con rapidez—. ¿De qué va a ser? —Antes de que Reuben pudiera responderle, se volvió hacia Felix—. Me asombra que creas que puedes salirte con la tuya con todo esto —le dijo—. ¿Acaso no aprendes de la experiencia?
—Siempre estoy aprendiendo, Fiona —repuso Felix—. Hemos venido a este mundo a aprender, amar y servir.
—Es lo más deprimente que he oído nunca.
Felix esbozó una sonrisa brillante y perfecta.
—¡Qué suerte que hayas venido, joven Fiona! —dijo con aparente sinceridad—. Estaré encantado de tenerte como invitada bajo este techo cuando quieras. ¿No estás de acuerdo conmigo, Reuben?
—Sí, absolutamente —convino Reuben—. Gracias por venir.
Una rabia profunda oscureció el rostro de Fiona, que paseó su mirada con rapidez sobre ambos. ¿Olía a algo la rabia? ¿A qué habría olido ella de no ser morfodinámica? A su espalda, la mujer llamada Helena avanzó un paso y le puso una mano en el hombro.
—Crees que puedes salirte con la tuya siempre, Felix —dijo Fiona, con la voz más desagradable que antes y las mejillas encendidas—. Creo que te gusta el desengaño.
—Adiós, querida —le respondió Felix con la misma gentileza—. Buen viaje.
Las dos mujeres se marcharon sin decir una palabra más. Catrin se fue con ellas, sonriendo a Felix y Reuben.
Sí, era morfodinámica, porque todo aquello tendría que haber olido a malicia y, sin embargo, Reuben no había percibido nada.
Los ojos de Hockan Crost se entretuvieron en Reuben un buen rato, pero Felix enseguida le habló con su camaradería habitual.
—Siempre me alegro de verte, Hockan, ya lo sabes.
—Oh, sin duda, viejo amigo —repuso Hockan con aquella voz tan melodiosa. Había nostalgia en su expresión—. Tenemos que vernos, tenemos que hablar —dijo, recalcando el «tenemos» ambas veces.
—Estoy más que deseoso —dijo Felix muy en serio—. ¿Cuándo te he cerrado yo la puerta? ¿Y durante el solsticio de invierno? Nunca. Espero que volvamos a verte pronto.
—Sí, me veréis. —Parecía preocupado y, por el modo en que dejaba aflorar sus sentimientos, por su modo de hablar implorante, resultaba atractivo de inmediato—. Tengo cosas que decirte, querido Felix. —Se lo estaba rogando con dignidad—. Quiero que me escuches.
—Desde luego, y tendremos ocasión de hablar, ¿no? —le aseguró Felix. A Reuben le dijo—: Este es Hockan Crost, un viejo y querido amigo mío, Reuben. Siempre es bienvenido, de día o de noche.
Reuben asintió y murmuró su aprobación.
Entonces el hombre, mirando a los invitados que se agolpaban hacia la salida y comprendiendo que no era el momento ni el lugar para continuar hablando, siguió su camino.
Los misteriosos se habían ido; aquellas conversaciones desconcertantes e inquietantes habían durado apenas dos o tres minutos. Felix lanzó a Reuben una mirada significativa y suspiró sonoramente, con evidente alivio.
—Reconoces a los de tu especie, ¿no? —preguntó.
—Sí —dijo Reuben—. Sin lugar a dudas.
—Por ahora, olvidémonos de ellos —dijo Felix, y volvió a las despedidas con renovado ímpetu.
Susie Blakely dio un abrazo a Reuben al acercarse a decirle adiós.
—¡No imagina el cambio que ha hecho! No puedo creerlo. ¡Se lo ha pasado bien! —susurró la pastora George.
—Lo he visto. Me alegro mucho por ella y, por favor, manténgase en contacto conmigo.
Se fueron.
Por supuesto, la familia y los amigos íntimos se quedaron un buen rato, así como Galton, el alcalde Cronin, la doctora Cutler y algunos de los viejos amigos gais de Stuart. Pero llegó un momento en que incluso Celeste y Mort dijeron que estaban cansados y tenían que irse. Grace, después de abrazar a cada uno de los Caballeros Distinguidos, dio un beso de despedida a Reuben y se marchó con la tía Josie, los primos Shelby e Isaac y el tío Tim y su mujer.
Finalmente, los amigos de Stuart también se alejaron en la noche, uno de ellos entonando el coral «Aleluya» a voz en cuello. El alcalde y Galton se marcharon hablando de algo relacionado con la feria del pueblo. Bajaron las alas de plástico gigantes que servían de puertas del pabellón. También habían cerrado las ventanas que daban al salón principal.
Debían ir a la cocina, donde Felix quería dar las gracias personalmente a las camareras y todo el equipo de catering. ¿Reuben se uniría a él, por favor? Así podría enseñarle cómo le gustaba hacer esas cosas.
Reuben estaba ansioso por aprender. Dar propina a la gente siempre le había puesto nervioso.
Lisa apareció justo al lado de ellos con un gran bolso de cuero del cual Felix fue sacando un sobre blanco tras otro para entregárselos a cada cocinero, camarero, camarera o doncella al darle las gracias. No tardó en cederle el lugar a Reuben, a quien entregó los sobres para repartir a los trabajadores. Reuben hizo lo posible por adoptar el mismo porte cortés y descubrió con qué facilidad resolvía la incómoda cuestión de dar propina simplemente mirando a los ojos a la gente.
Al final, entregaron sobres a los sorprendidos voluntarios adolescentes que habían estado haciendo de guías en el piso de arriba y que no esperaban semejante consideración. Estaban encantados.
Los otros Caballeros Distinguidos se habían marchado. Pronto solo quedaron Lisa, Jean Pierre y Heddy ordenando esto o aquello, y Felix se sentó en el sillón orejero junto al fuego de la biblioteca y se quitó los zapatos de fiesta de charol.
Reuben se quedó de pie, tomando una taza de chocolate caliente y mirando a las llamas. Ansiaba decirle a Felix que había visto a Marchent, pero no era capaz de hacerlo en ese momento porque cambiaría el humor de Felix de manera demasiado drástica y quizás alterara también su propio estado de ánimo.
—Ahora es cuando repaso para mis adentros cada minuto de la tarde y me pregunto qué podría haber hecho mejor y qué puedo hacer el año que viene —dijo Felix con felicidad.
—Sabes que la mayoría de esas personas nunca había visto nada semejante —dijo Reuben—. No creo que mis padres se hayan planteado en toda su vida dar una gran fiesta, y mucho menos una siquiera remotamente parecida a esta.
Se sentó en la butaca y confesó que él solo había escuchado una orquesta sinfónica en directo quizá cuatro veces en toda su vida, y que solo había oído El Mesías de Haendel en una ocasión… en la cual se había quedado dormido. El hecho era que siempre había encontrado aburridas las fiestas, que consistían casi siempre en canapés en bandejas de plástico, vino blanco en vasos de plástico que no manchara la alfombra o la mantelería de nadie y gente deseando marcharse. La última vez que se había divertido tanto había sido en una fiesta de Berkeley a la que cada cual traía una botella y en que la única comida había sido pizza, y no en abundancia.
Entonces, de repente y con un sobresalto, se acordó de Phil. ¿Phil todavía estaba allí?
—Dios mío, ¿dónde está mi padre?
—Se están ocupando de él, muchacho —dijo Felix—. Está en la mejor habitación, en el centro del lado este. Lisa lo ha acompañado y se ha ocupado de que no le falte de nada. Creo que está aquí para quedarse, pero no quiere darlo por hecho.
Reuben volvió a sentarse.
—Felix, ¿qué implica eso para nuestra fiesta de Yule? —preguntó.
No importaba la tristeza que sentía por el hecho de que sus padres se estuvieran alejando de él cada vez más. De hecho, eso no era ninguna novedad.
—Bueno, Reuben, pediremos su consentimiento esa noche al salir al bosque. Diremos que es una costumbre europea. Algo así. Hablaré con él. Estoy seguro de que estará encantado de permitirnos seguir con nuestras propias costumbres del Viejo Mundo. Tu padre sabe mucho de historia. Sabe mucho de las viejas costumbres paganas europeas. Es un lector muy erudito. Y tiene ese don celta.
Reuben estaba inquieto.
—¿Es un don poderoso? —preguntó.
—Bueno, creo que sí. Pero ¿tú no lo sabes?
—Phil y yo nunca hemos hablado de eso —dijo—. Recuerdo que explicó que su abuela veía fantasmas y que él también los había visto, pero no me comentó nada más del tema. En casa no somos muy dados a esa clase de conversaciones.
—Bueno, hay mucho más, estoy seguro. Pero lo principal es que no tienes por qué estar preocupado en lo más mínimo. Le explicaré que en Nochebuena tenemos nuestras propias costumbres.
—Sí, claro —dijo Reuben.
Lisa estaba llenando su taza de chocolate caliente otra vez.
—Así es como lo manejaremos, por supuesto.
—Escucha, hay algo que tengo que confesarte —dijo Reuben. Esperó hasta que Lisa hubo salido de la biblioteca—. Había una niña pequeña aquí esta noche…
—Lo sé, querido. La he visto. La he reconocido por los periódicos. Las he felicitado a ella y a su amiga cuando han entrado. No esperaban que las admitieran con tanta facilidad. Han pedido hablar contigo. Les he dicho que todo el mundo era bienvenido. He insistido en que se unieran a la fiesta, les he dicho que te encontrarían en el salón y después te he visto con ellas junto al belén. Produjiste un buen efecto en el ánimo de la niña.
—Mira, no le he revelado nada, al menos no deliberadamente. Estaba tratando de asegurarle que sí, que el Lobo Hombre es real y que lo que había visto era real…
—No te preocupes. Sabía que era lo que harías. Confiaba en que lo manejaras con elegancia y he visto que lo has hecho.
—Felix, creo que quizás ella sospechaba… Porque puede que haya dicho algo, algo a la ligera, que haya hecho que me reconociera; quiero decir, por un momento al menos. No estoy seguro.
—No te preocupes, Reuben. ¿Te das cuenta de que esta noche muy poca gente ha mencionado siquiera al Lobo Hombre o ha preguntado por el escenario del crimen? Oh, sí, murmuraban; pero esta noche lo importante ha sido la fiesta. Disfrutemos de nuestros agradables recuerdos de la fiesta, y si la niña está inquieta, bueno, nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento.
»Sé que estabas muy desconcertado con Hockan Crost y varios más esta noche —agregó Felix tras un silencio—. Seguramente Stuart también lo está.
Reuben sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Morfodinámicos, obviamente.
Felix suspiró.
—¡Oh, si supieras lo poco que me preocupa su compañía!
—Creo que lo entiendo. Me han despertado curiosidad, nada más. Supongo que es natural.
—Nunca han aprobado mucho mis maneras ni tampoco a mí —dijo Felix—. Esta casa, mi vieja familia y el pueblo. Nunca han comprendido mi amor por el pueblo. No entienden las cosas que hago, y me culpan en parte por mi propia desgracia.
—Eso me ha parecido —dijo Reuben.
—Pero en el solsticio de invierno los morfodinámicos nunca abandonan a los de su especie. Nunca ha sido mi política rechazar a nadie en ningún momento. Hay formas de vivir esta vida, y mi forma siempre ha sido inclusiva, con los de nuestra propia clase, con toda la humanidad, con todos los espíritus, con todas las cosas que existen bajo el sol. No es una virtud, en mi caso. No conozco ninguna otra forma de estar en el mundo.
—Pero no los invitaste.
—No los invité, no, pero todo el mundo estaba invitado y ellos lo sabían. Así que no me sorprende que vinieran, y se sobrentiende que pueden unirse a nuestra celebración de Yule. Si vienen, por supuesto que los incluiremos. Pero, francamente, no creo que lo hagan. Ellos tienen sus propias formas de celebrar la fiesta de Yule.
—Ese hombre, Hockan Crost, parecía que te caía bien —aventuró Reuben.
—¿Y a ti?
—Es impresionante —dijo Reuben—. Tiene una voz definitivamente hermosa.
—Siempre ha sido poeta y orador —dijo Felix—. Tiene magnetismo y me atrevo a decir que es enormemente atractivo. Esas cejas negras suyas, esos ojos negros y la melena blanca… Inolvidable.
—¿Y es viejo y con experiencia? —preguntó Reuben.
—Sí. Oh, no tan viejo como Margon. No hay nadie tan viejo y tan respetado como Margon. Además Hockan es de los nuestros, me refiero a que es literalmente afín a nosotros. Tenemos nuestras diferencias, pero no me desagrada. Hay veces en que aprecio profundamente a Hockan. Es con Helena con quien hay que ser cauto, y con Fiona.
—Eso me ha parecido; pero ¿por qué? ¿Qué es lo que las ofende tanto?
—Todo y nada —dijo Felix—. Tienden a entrometerse en los asuntos de los demás, pero solo cuando les interesa. —Parecía enfadado—. Helena es cordial y está orgullosa de su edad, de su experiencia, pero la verdad es que es muy joven en nuestro mundo, como también Fiona, y aún más en nuestro grupo.
Reuben recordó la inusitadamente impertinente pregunta de Fiona respecto a si Phil iba a vivir en Nideck Point. Le repitió la conversación a Felix.
—No se me ocurre qué tiene eso que ver con ella.
—Le preocupa, porque no es uno de los nuestros —dijo Felix—. Más le valdría no meterse. Siempre he vivido entre seres humanos, siempre. Mis descendientes vivieron aquí durante generaciones. Este es mi hogar y este es su hogar. Puede guardarse sus malditas ideas. —Suspiró.
A Reuben le daba vueltas la cabeza.
—Lo siento —se disculpó Felix—. No pretendía ser tan grosero. Fiona consigue provocarme. Que no te alarme todo esto, Reuben. No son un grupo de nuestra especie particularmente aterrador. Son un poco más, bueno, un poco más brutales que nosotros. Es simplemente que ahora comparten las Américas con nosotros, por así decirlo. Podría ser peor. Las Américas son enormes, ¿no? —Rio entre dientes—. Podría haber muchos más de los nuestros.
—¿Son un grupo, pues, y Hockan es su líder?
—No exactamente —dijo—. Si hay un grupo, es el de las mujeres que siguen a Helena, sin contar a Berenice. Berenice pasaba mucho tiempo con nosotros, aunque últimamente no lo hace. Hockan ha estado con ellas de manera intermitente durante mucho tiempo. Él ha sufrido sus propias pérdidas, sus propias tragedias. Creo que está bajo el hechizo de Helena. Antes este grupo se limitaba al continente europeo, pero ahora es demasiado difícil ser morfodinámico en Europa, sobre todo morfodinámico creyente en los sacrificios humanos durante el solsticio de invierno. —Soltó una carcajada desdeñosa—. Y los morfodinámicos de Asia son más celosos de su territorio que nosotros. Así que aquí están, en América; de hecho llevan décadas aquí, buscando quizás un lugar especial. No lo sé. No los invito a que me hagan confidencias y, francamente, ojalá Berenice los dejara y se viniera a vivir con nosotros, si Frank pudiera soportarlo.
—¡Sacrificios humanos! —Reuben se estremeció.
—Oh, en realidad no es tan espantoso. Seleccionan a un malvado, algún bribón irredento completamente censurable, algún asesino. Drogan al pobre desgraciado hasta que está en un perfecto estado de estupor y se dan un festín con él a medianoche de Nochebuena. Suena peor de lo que es en realidad, teniendo en cuenta de lo que todos somos capaces. No me gusta. No convertiré la muerte de malvados en un acto ceremonial. Me niego a incorporarlo a un ritual. Me niego.
—Te entiendo.
—Sácatelo de la cabeza. Hablan mucho pero les falta resolución, tanto colectiva como personal.
—Creo que entiendo lo que ha ocurrido —dijo Reuben—. Estuvisteis lejos de aquí durante veinte años. Ahora habéis vuelto todos vosotros, y ellos han venido a echar otro vistazo a este lugar.
—Eso es exactamente —dijo Felix con una sonrisa amarga—. ¿Y dónde estaban ellos cuando estuvimos cautivos y luchando por sobrevivir? —Su voz se caldeó—. No les vi el pelo. Por supuesto, no sabían dónde estábamos, o eso han dicho. Una y otra vez. Y sí, hemos vuelto a Norteamérica, y digamos que ellos sienten curiosidad. Son como polillas congregándose en torno a una luz brillante.
—¿Hay otros, además de estos, que podrían aparecer en la fiesta de Yule?
—No es probable.
—Pero ¿qué me dices de Hugo, el extraño morfodinámico que encontramos en la selva?
—Oh, Hugo nunca deja ese lugar siniestro. No creo que Hugo haya salido de la selva desde hace quinientos años. Pasa de un puesto de avanzada en la selva a otro. Cuando su actual refugio se derrumbe por fin, buscará otro. Puedes olvidarte de Hugo. En cuanto a si podrían venir otros, bueno, sinceramente no lo sé. No hay un censo universal de morfodinámicos. Y te diré algo más si me prometes olvidarte de ello de inmediato.
—Lo intentaré.
—Tampoco somos todos de la misma especie.
—¡Dios santo!
—¿Por qué sabía que te pondrías ceniciento cuando te dijera eso? Mira. Verdaderamente, no importa. Vamos, no te agites. Por eso soy tan reacio a inundarte de información. Deja que yo me ocupe de los demás por el momento. Déjame el mundo a mí, con su infinidad de inmortales depredadores.
—«¿Su infinidad de inmortales depredadores?».
Felix rio.
—Estoy bromeando.
—No estoy seguro.
—No, en serio. Es fácil provocarte, Reuben. Siempre respondes.
—Pero, Felix, ¿hay reglas universalmente aceptadas sobre todo esto? Me refiero a si todos los morfodinámicos están de acuerdo con esta o aquella ley.
—Más bien no —dijo con un desagrado apenas disimulado—. Pero tenemos nuestras costumbres. A eso me refería antes, a las costumbres de la fiesta de Yule. Nos recibimos con cortesía, y pobre del que no siga la costumbre. —Hizo una breve pausa—. No todos los morfodinámicos tienen un lugar para celebrar la Navidad como nosotros. Así que, si otros se unen a nosotros en Modranicht, bueno, serán bienvenidos.
—Modranicht —repitió Reuben con una sonrisa—. Nunca había oído llamar así la fiesta de Yule.
—Pero conoces el término.
—Noche de la Madre —dijo Reuben—. Lo usa san Beda en su descripción de los anglosajones.
Felix rio bajito.
—Nunca me decepcionas, mi querido erudito.
—Noche de la Madre Tierra —dijo Reuben, saboreando las palabras, la idea y el placer de Felix.
Felix se quedó un momento en silencio.
—En los viejos tiempos (es decir, los viejos tiempos de Margon), la fiesta de Yule era el momento de unirse, de prometerse fidelidad, de jurar vivir en paz, de reafirmar la resolución de amar, aprender y servir. Eso me enseñó el maestro hace mucho tiempo. Eso es también lo que enseñó a Frank, Sergei y Thibault. Eso es lo que la fiesta de Yule sigue significando para nosotros, «para nosotros» —enfatizó—: un tiempo de renovación y renacimiento. Da igual lo que signifique para Helena y todos los demás.
—Para amar, aprender y servir —repitió Reuben.
—Bueno, no es tan espantoso como hago que parezca —dijo Felix—. No hacemos discursos, no rezamos. La verdad es que no.
—No me ha parecido espantoso en absoluto. Me ha parecido una de esas fórmulas concisas que he estado buscando toda la vida. Lo he visto esta noche, en la fiesta, intoxicando a los invitados como una especie de maravilloso estupefaciente. He visto a mucha gente comportándose y respondiendo de las maneras más inusuales. Mi familia nunca ha sido partidaria de ceremonias, fiestas ni celebraciones de renovación, diría yo. Es como si el mundo hubiera dejado atrás todo eso.
—Ah, pero el mundo nunca deja atrás todo eso —dijo Felix—. Y aquellos que no podemos envejecer debemos tener una forma de marcar el paso de los años, de celebrar nuestra propia determinación de renovar nuestro espíritu y nuestros ideales. Estamos atados al tiempo, pero el tiempo no nos afecta. Si no lo tenemos en cuenta, si vivimos como si no hubiera tiempo, bueno, el tiempo podría matarnos. La fiesta de Yule es el momento en que decidimos tratar de hacerlo mejor que en el pasado, eso es todo, maldita sea.
—Los propósitos de Año Nuevo del alma —dijo Reuben.
—Amén. Vamos, olvidémonos de los demás. Cojamos los abrigos y vayamos al robledal. Ha parado de llover. No he tenido ocasión de caminar por el bosque cuando la fiesta estaba en su apogeo.
—Yo tampoco, y también quiero hacerlo —dijo Reuben.
Rápidamente se pusieron el abrigo y salieron juntos a la maravilla del bosque iluminado.
Qué tranquilo y silencioso estaba con aquella iluminación suave y sublime, como el lugar encantado que había sido la primera vez que salió a pasear solo.
Reuben miró la maraña oscura que lo rodeaba, preguntándose por la Nobleza del Bosque, preguntándose si estarían sentados en las ramas, por encima de su cabeza.
Continuaron caminando, más allá de las mesas dispersas, adentrándose en el brillo del cuento de hadas.
Felix estaba callado, sumido en sus pensamientos. Reuben no quería molestarlo, arruinar su satisfacción, su obvia felicidad. Sin embargo, le pareció que debía hacerlo. No tenía elección. Lo había pospuesto demasiado. «Debería ser una noticia alegre», pensó. Entonces, ¿por qué estaba dudando? ¿Por qué se sentía en conflicto?
—He visto a Marchent hoy —confesó—. La he visto más de una vez y estaba sensiblemente distinta.
—¿Sí? —Felix estaba desconcertado—. ¿Dónde? Cuéntame. Cuéntamelo todo.
Reuben percibió de inmediato aquella aflicción tan impropia de Felix. Ni siquiera durante la conversación sobre los otros morfodinámicos se había angustiado tanto.
Reuben le explicó que la había visto de lejos en el pueblo, en compañía de Elthram, moviéndose con él como si fuera completamente material, y luego fugazmente, en el rincón oscuro del invernadero, como si hubiera respondido a su llamada.
—Siento no habértelo contado de inmediato. No puedo explicarlo bien. Fue algo muy intenso.
—Oh, lo entiendo —dijo Felix—. Eso da igual. La has visto. Es lo que importa. Yo no podría haberla visto, me lo hubieras contado o no. —Suspiró.
Se agarró los antebrazos con las manos. Reuben le había visto hacer ese mismo gesto la primera vez que habían hablado del espíritu de Marchent.
—Se han abierto paso —dijo con tristeza—, como esperaba que ocurriera. Pueden llevársela ahora que está dispuesta a irse. Pueden proporcionarle su camino, sus respuestas.
—Pero ¿adónde van, Felix? ¿Dónde estaban cuando los llamaste?
—No lo sé —respondió—. Algunos siempre están aquí. Algunos siempre están vagando por donde el bosque es más denso y más oscuro y más silencioso y virgen. Yo los reuní. Llamé a Elthram, eso fue lo que hice. No sé si alguna vez se alejan, no puedo saberlo, pero no es su estilo reunirse en un lugar o mostrarse repetidamente.
—¿Marchent se convertirá en uno de ellos?
—Viste lo que viste —dijo—. Diría que ya ha ocurrido.
—¿No habrá un momento en el que pueda hablar realmente con ella? —preguntó Reuben. Había bajado tanto la voz que susurraba, no porque temiera que lo oyera la Nobleza del Bosque, sino porque le estaba abriendo su alma a Felix—. Había pensado que tal vez lo habría. Sin embargo, cuando la he visto en el invernadero, no se lo he preguntado. Me ha invadido una especie de parálisis, una ausencia de pensamiento racional. No le he dado a entender lo muchísimo que deseo hablar con ella.
—Recuerda que fue ella la que acudió a ti —dijo Felix—. Fue ella la que trató de hablar, la que tenía preguntas. Quizás ahora tenga las respuestas.
—Ruego para que así sea —repuso Reuben—. Parecía satisfecha. Parecía entera.
Felix se quedó un momento en silencio, simplemente reflexionando, dejando vagar la mirada por el rostro de Reuben. Le sonrió levemente.
—Vamos, tengo cada vez más frío —dijo—. Volvamos. Ella tiene tiempo, mucho tiempo para hablar contigo. Ten en cuenta que la Nobleza del Bosque no se irá antes de Navidad y probablemente tampoco antes de Año Nuevo. Es demasiado importante para ellos estar aquí cuando hagamos nuestro círculo. La Nobleza del Bosque cantará con nosotros y tocará sus violines y sus flautas y tambores.
Reuben trató de imaginarlo.
—Va a ser indescriptible.
—Varía de vez en cuando lo que traen a la ceremonia, pero siempre son amables, siempre son buenos, siempre están llenos del verdadero significado de la renovación. Son la esencia del amor por esta tierra y sus ciclos, sus procesos, su renovación constante. No les gustan los sacrificios humanos en el solsticio de invierno, puedo asegurártelo. Nada los haría irse tan rápidamente como eso. Y, por supuesto, tú les gustas mucho, Reuben.
—Eso dijo Elthram —repuso Reuben—. Pero sospecho que fue Laura paseando por el bosque lo que les robó el corazón.
—Ah, sí, bueno, te llaman el Guardián del Bosque —dijo Felix—. Y a ella la llaman la Dama del Bosque. Además, Elthram sabe lo que has sufrido con Marchent. No creo que quiera abandonarte sin que haya antes algo decidido respecto a ella. Incluso si el espíritu de Marchent sigue adelante, Elthram tendrá algo que decirte antes de Año Nuevo, estoy seguro.
—Y tú ¿qué esperanza tienes respecto a Marchent, Felix?
—Espero que esté pronto en paz —dijo—. La misma esperanza que tienes tú, y que me perdone por todas las cosas que hice mal y que fueron imprudentes y alocadas. Pero ten en cuenta que la Nobleza del Bosque se distrae fácilmente.
—¿Qué quieres decir?
—Todos los espíritus, los fantasmas, los sin cuerpo, se distraen —dijo Felix—. No están arraigados en lo físico y, por lo tanto, no están ligados al tiempo. Pierden la noción de las cosas que nos causan dolor. No se trata de infidelidad por su parte, sino de la naturaleza etérea de los espíritus. Solo están focalizados en lo físico.
—Recuerdo que Elthram usó la misma palabra, «focalización».
—Sí, bueno, es una palabra importante. La teoría de Margon es que estos espíritus no pueden adquirir verdadera estatura moral a menos que estén en lo físico. Pero nos hemos adentrado demasiado en este bosque para pronunciar el nombre de Margon. —Rio—. No quiero enfadar a nadie innecesariamente.
Había empezado a llover otra vez. Reuben veía la lluvia arremolinándose en las luces como si las gotas fueran demasiado ligeras para caer al suelo.
Felix se detuvo. Reuben se quedó a su lado, esperando.
Lentamente, vio a la Nobleza del Bosque materializándose. Estaban otra vez en las ramas, igual que antes. Vio sus caras volviéndose más claras, vio su ropa oscura y suelta, las rodillas peladas, los pies calzados con botas ligeras en las ramas, los ojos impasibles mirándolos, las caritas infantiles como pétalos de flor.
En la lengua antigua, Felix les dijo algo que sonó como un saludo amable, pero siguió caminando. Reuben también.
Hubo muchos ruidos de chasquidos y roces en los árboles y una ducha de hojitas verdes cayó de repente. Las hojas revoloteaban como la lluvia, cayendo a la tierra solo gradualmente. La Nobleza del Bosque estaba desapareciendo.
Continuaron en silencio.
—Todavía están a nuestro alrededor, ¿verdad? —preguntó Reuben.
Felix se limitó a sonreír. Siguieron caminando en silencio.
Solo en su habitación, en pijama y bata, Reuben trató de escribir todo lo sucedido durante el día.
No quería olvidar las imágenes que inundaban su cerebro, ni las preguntas, ni los momentos especiales. Sin embargo, se encontró únicamente enumerando las muchas cosas que habían ocurrido en un orden laxo, y a la gente que había visto y conocido.
La lista se alargaba más y más.
Simplemente, estaba demasiado excitado y mareado para asimilar realmente por qué había sido todo tan divertido y tan distinto de cualquier otra cosa que conociera o hubiera hecho. Anotó uno a uno todos los detalles, de los más simples a los más complejos. Se refirió en una especie de código a la Nobleza del Bosque, «nuestros vecinos del bosque y sus hijos lánguidos», y justo cuando pensaba que ya no recordaba nada más se puso a describir los villancicos tocados y cantados, los distintos platos que habían cubierto la mesa y a aquellas bellezas memorables que habían caminado como diosas por las distintas salas.
Se tomó su tiempo para describir a las morfodinámicas: Fiona, Catrin, Berenice, Dorchella, Helena, Clarice. Cuando intentó recordar el color de su cabello, los rasgos faciales y la ropa lujosa de cada una de ellas, cayó en la cuenta de que en modo alguno era la suya una belleza convencional. Si destacaban era por su cabello exuberante y lo que la gente llamaba «porte». Poseían lo que podía calificarse de un «porte regio».
Se habían vestido y comportado con una seguridad excepcional. Tenían un halo de audacia. También algo más, sin embargo. Una especie de calor seductor emanaba de aquellas mujeres, al menos tal y como lo veía Reuben. Era imposible recordar a ninguna de ellas sin sentir ese calor. Incluso la muy dulce Berenice, la mujer de Frank, poseía esa sensualidad incitante.
¿Era un misterio del animal y el humano mezclado en los morfodinámicos? ¿Ejercían las hormonas y las feromonas una potencia subliminal de la que se desconocía su influencia en la especie? Probablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo?
Describió a Hockan Crost: los ojos negros hundidos del hombre y sus manos grandes y la forma descarada en que lo había inspeccionado antes de saludarlo. Anotó lo diferente que le había parecido al despedirse de Felix, lo amable, lo necesitado. Estaba además esa voz grave, su forma exquisita de hablar, tan persuasiva.
Reuben supuso que tenía que haber alguna forma de que los morfodinámicos machos se reconocieran entre sí, estuvieran o no las señales eróticas implicadas. ¿No había experimentado algo muy similar a un campanilleo de alarma al conocer a Felix? No estaba seguro. Y luego ¿qué decir de los primeros momentos del desastroso encuentro con el condenado Marrok? Cuando un morfodinámico entraba en escena era como si el mundo se redujera a un dibujo de bolígrafo, mientras que el morfodinámico estaba representado en rica pintura al óleo.
No escribió la palabra «morfodinámico». Nunca la escribiría, ni siquiera en su diario secreto del ordenador. Escribió: «Abundan las preguntas habituales». Y luego: «¿Es posible que nos despreciemos unos a otros?».
Escribió sobre Marchent. Describió las apariciones en detalle, rebuscando en su memoria todos los pormenores, pero eran como sueños. Se habían desvanecido muchos detalles esenciales. Una vez más, fue muy cuidadoso con las palabras. Lo que había escrito podía ser un poema en recuerdo de alguien. Lo tranquilizaba que el aspecto de Marchent hubiera cambiado, que no hubiera visto nada de sufrimiento ni dolor en ella. Sin embargo, había visto otra cosa, no sabía qué, y no le había servido de consuelo. ¿Era concebible que él y ese fantasma pudieran hablar? Lo deseaba con toda el alma pero, no obstante, lo temía.
Estaba medio dormido en la almohada cuando se despertó pensando en Laura: Laura sola en el bosque, al sur; Laura después de transformarse de manera inimaginable en una plena y misteriosa morfodinámica; Laura, su preciosa Laura. Se encontró murmurando una oración por ella y preguntándose si habría un Dios que escuchara las plegarias de un morfodinámico. Bueno, si había un Dios quizás escuchaba a todos. En caso contrario, ¿qué esperanza había? «Mantenla a salvo —rezó—, mantenla a salvo del hombre y la bestia, y mantenla a salvo de otros morfodinámicos». No podía pensar en ella y en aquella extraña y dominante Fiona. No. Ella era su Laura, y recorrerían juntos el extraño camino de la revelación y la experiencia.