El día amaneció gris, pero no llovía. Había mucha humedad en el aire, como si en cualquier momento el cielo monótono fuera a disolverse en lluvia, pero a las diez de la mañana todavía no había descargado.
Reuben se había despertado maravillosamente fresco, sin haber tenido sueños ni indicios de la presencia de Marchent. A las nueve ya estaba en la planta baja para tomar un desayuno rápido.
Estaban llegando grandes camiones frigoríficos y los encargados del catering se afanaban en la cocina y el patio posterior, descargando hornos portátiles, máquinas de hielo y otros artefactos, mientras los adolescentes que harían de guías por la casa y el bosque esperaban recibir «orientación» de Lisa.
Todos los Caballeros Distinguidos estaban presentes y elegantemente vestidos con traje oscuro. A las nueve y media, Felix, Reuben, Stuart y Margon salieron hacia el pueblo mientras Thibault, Sergei y Frank se quedaban en la casa para prepararse para el banquete.
El pueblo había renacido; eso o Reuben simplemente nunca lo había mirado con atención. Con luces decorativas en todas las fachadas, apreció por primera vez los almacenes del Viejo Oeste con sus tejados en voladizo que protegían las aceras y la forma gloriosa en que el hotel de tres plantas dominaba la calle principal, justo en medio de la extensión de tres manzanas, frente al viejo teatro.
Pese a que estaba en pleno proceso de restauración, habían abierto el teatro para que albergara uno de los mercadillos de artesanos, y los encargados de los puestos ya vendían a las familias con niños y a los más madrugadores.
Los coches estaban pegados, parachoques contra parachoques, a lo largo de las tres manzanas de lo que se consideraba el centro, así que ya los estaban dirigiendo hacia los aparcamientos de las calles laterales, situados a varias manzanas de distancia.
Todas las tiendas hervían de actividad y un grupo de músicos con trajes del Renacimiento tocaba a las puertas del hotel mientras, a una manzana y media, otro grupo cantaba villancicos cerca de la única gasolinera del pueblo. Varias personas vendían paraguas ligeros y transparentes, y había gente ofreciendo galletas de jengibre y empanadillas humeantes en mesas o llevándolas en bandejas entre la multitud.
La gente abrumó a Felix en cuanto se bajó del coche. A Reuben también lo saludaban todos. Margon fue a ver cómo iban las cosas en el hotel. Reuben, Stuart y Felix prosiguieron su avance lento y pausado por una acera con el propósito de regresar por la opuesta.
—Ah, a la Nobleza del Bosque le va a encantar —dijo Felix.
—¿Están aquí, ahora? —preguntó Stuart.
—Todavía no los veo, pero vendrán. Adoran esta clase de actos, a la gente que viene al bosque y a sus pueblecitos olvidados, gente amable, gente a la que le encanta el aire fresco con aroma de pino. Ya lo verás. Vendrán.
Habían convertido más de una enorme tienda vacía en una verdadera galería comercial. Reuben vio a la venta colchas, muñecos de tela hechos a mano, muñecas de trapo, ropa de bebé y gran variedad de telas y lazos. Pero le resultaba imposible concentrarse en un puesto en particular, porque mucha gente quería estrecharle la mano y darle las gracias por la feria. Una y otra vez explicó que Felix había sido el genio responsable de todo. Pese a ello, enseguida tuvo claro que la gente lo consideraba el joven señor del castillo e incluso se lo decían en esos términos.
A las once de la mañana empezaron a desviar el tráfico y la calle se convirtió en un centro comercial peatonal.
—Deberían haberlo hecho de entrada —dijo Felix—. Nos aseguraremos de que sea así el año que viene.
La multitud se incrementaba de manera regular mientras la lluvia iba y venía. El frío no parecía detener a nadie. Los niños llevaban gorro y manoplas; también había abundancia de gorros y mitones en venta. Los vendedores de chocolate caliente estaban haciendo su agosto y, cuando la lluvia amainó, la gente ocupó el centro de la calle.
Tardaron más de dos horas en completar el circuito del centro, haciendo una parada para ver un número de marionetas y varios coros de villancicos, y no había otra cosa que hacer salvo empezar otra vez con la gente nueva que no dejaba de llegar.
Solo unas cuantas personas preguntaron a Reuben por el famoso ataque del Lobo Hombre en la mansión, como si no hubieran oído nada más de él. Reuben tenía la clara sensación de que muchos otros querían preguntárselo, pero no se les ocurría ningún modo de relacionar aquel asunto con la feria. Se apresuró a responder que nadie en el norte de California, que él supiera, había vuelto a ver al Lobo Hombre después de esa «noche espantosa». En cuanto a lo ocurrido, bueno, apenas podía recordarlo. El viejo tópico de que «todo ocurrió demasiado deprisa» le vino de perlas.
Cuando llegó, Laura se echó en brazos de Reuben. Tenía las mejillas hermosamente sonrosadas y llevaba una bufanda rosa de cachemir con el abrigo largo azul marino de buen corte. Estaba entusiasmada con la feria y abrazó a Felix con afecto. Quería ver los puestos de muñecas de trapo y, por supuesto, los de colchas. Había oído que alguien vendía también muñecas antiguas, alemanas y francesas.
—¿Cómo has conseguido organizar esto en solo unas semanas? —le preguntó a Felix.
—Bueno, sin cobrar entrada, sin requisitos de licencia, sin normas, sin restricciones y con algunos incentivos de dinero en efectivo —dijo Felix, eufórico—, además de con muchas y repetidas invitaciones personales por teléfono y correo electrónico y a través de una red de ayudantes telefónicos. Y, voilà, han venido. Pero piensa en lo que conseguiremos el año que viene, querida.
Hicieron una pausa para un almuerzo rápido en el hotel, donde ya tenían una mesa preparada para ellos. Margon estaba conversando en otra con agentes inmobiliarios y potenciales inversores, ansioso por recibir a Felix y presentarle gente.
Un senador del estado había estado buscando a Reuben. Dos diputados y mucha otra gente querían saber qué opinaba Felix de ampliar y mejorar la carretera de la costa, o si era cierto que existía un proyecto para construir detrás del cementerio, y si podía hablar un poco sobre el plan arquitectónico que tenía en mente.
Los periodistas iban y venían. Se referían directamente al ataque a la casa del Lobo Hombre formulando las mismas preguntas de siempre, y Reuben les daba las mismas respuestas de siempre. Había unas cuantas cámaras de informativos de las poblaciones de los alrededores grabando. Pero la feria navideña y el banquete posterior en el castillo eran la verdadera noticia. ¿Se convertiría en una tradición anual? Sí, por supuesto.
—Y pensar que ha conseguido que esto ocurra, que ha reunido toda esta vida donde esencialmente no había vida… —le dijo Laura a Margon.
Margon asintió, tomándose despacio su chocolate caliente.
—Esto es lo que le encanta hacer. Esta es su casa. Así era hace años. Este era su pueblo, y ahora ha vuelto y otra vez tiene libertad para ser mentor y el ángel creativo durante otro par de décadas. Luego… —Calló—. Luego —repitió mirando a su alrededor—, ¿qué haremos?
Después de comer, Laura y Reuben visitaron el puesto de muñecas antiguas y otros dos de colchas. Reuben llevó todos los artículos que eligió Laura a su Jeep. Ella había aparcado al borde mismo del cementerio y, para su asombro, Reuben encontró el camposanto atestado de gente fotografiando el mausoleo y las viejas tumbas.
El lugar tenía un aspecto bastante pintoresco, como siempre, pero eso no impidió que lo paralizara un escalofrío al mirar las tumbas. Había un enorme ramo de flores frescas ante las puertas de hierro del mausoleo de los Nideck. Cerró los ojos un momento y rezó mentalmente una plegaria por Marchent, reconociendo ¿qué? ¿Que ella no podía estar allí, que no podía ver ni saborear la sensación de formar parte de aquel mundo vibrante y en movimiento?
Él y Laura disfrutaron de un breve momento de calma en el Jeep antes de arrancar. Fue la primera oportunidad de Reuben para hablarle de la Nobleza del Bosque, para contarle las cosas extrañas y conmovedoras que Elthram había dicho acerca de ella y decirle que la había conocido cuando paseaba por el bosque con su padre. Laura se quedó sin habla hasta que, después de una larga pausa, confesó que siempre había notado la presencia de los espíritus del bosque.
—Pero creo que todos los que pasamos tiempo a solas en el bosque la notamos. Lo achacamos a nuestra imaginación, igual que hacemos cuando sentimos la presencia de fantasmas. Me pregunto si los ofendemos, a los espíritus, a los muertos, al no creer en ellos.
—No lo sé, pero creerás en este espíritu —dijo—. Tenía un aspecto tan real como tú lo tienes para mí ahora o lo tengo yo para ti. Era sólido. El suelo crujía cuando caminaba. La silla crujía cuando se sentaba en ella. Olía a…, no lo sé, como a madreselva y cosas verdes, y a polvo, pero sabes que el polvo puede oler a limpio, como cuando caen las primeras gotas de lluvia y el polvo se levanta.
—Lo sé —dijo ella—. Reuben, ¿por qué te entristecen estas cosas?
—No es verdad —protestó.
—Sí, lo es. Te están entristeciendo. Tu voz ha cambiado justo cuando has empezado a hablar de estas cosas.
—Oh, no lo sé. Si estoy triste, siento una tristeza dulce —dijo—. Es simplemente que mi mundo está cambiando y me veo atrapado entre dos aguas, o formo parte de ambas; sin embargo, el mundo real, el mundo de mis padres, de mis viejos amigos, no puede conocer este mundo nuevo y, por tanto, tampoco conocer esa parte de mí que ha cambiado tanto.
—Pero yo la conozco —dijo ella. Lo besó.
Sabía que si la abrazaba no podría soportarlo, no podría soportar no tenerla, no podría soportar estar con ella en el Jeep, con gente pasando a su lado de camino a los coches. Era muy doloroso.
—Tú y yo forjamos una nueva alianza, ¿no? —preguntó—. Quiero decir que forjamos una nueva alianza en este mundo nuevo.
—Sí —dijo ella—. Y cuando te vea en Nochebuena, quiero que sepas que soy tuya; soy tu novia en este mundo, si me quieres.
—¿Quererte? No puedo existir sin ti.
Lo decía en serio. No importaba el miedo que le daba que se transformara en loba, lo decía en serio. Reuben superaría ese miedo. El amor por ella lo llevaría más allá de ese temor, y no cabía duda de que la amaba. Cada día que pasaba sin ella sabía que la amaba.
—Seré tu esposo en Nochebuena —dijo él—. Y tú serás mi novia, y sí, este será el sello de nuestra alianza.
Fue la separación más dura hasta el momento, pero finalmente, tras besarla en ambas mejillas, Reuben se apeó del Jeep y se quedó en la cuneta viéndola irse.
Eran las dos en punto cuando ella se marchó hacia la autopista.
Reuben volvió al hotel. Estuvo en la habitación privada que habían reservado para él y sus acompañantes el tiempo suficiente para usar el cuarto de baño, terminar un breve artículo para el Observer y mandar un correo a su directora, Billie Kale, con el mensaje de que tenía más para añadir si ella quería.
Billie ya había salido para asistir al banquete, pero Reuben sabía que había alquilado un coche con chófer para ella y otros miembros de la redacción, así que podría revisar el artículo durante el viaje.
De hecho recibió un sí por respuesta cuando salía del hotel con Felix y los demás a los primeros rayos de sol que habían atravesado las nubes. Billie le envió un mensaje de texto en el que le decía que el artículo sobre tradiciones navideñas era el más descargado de la web del periódico, pero que le gustaría que le añadiera un breve párrafo diciendo que nadie había visto al Lobo Hombre durante la feria del pueblo.
«Vale», le contestó Reuben, y escribió el párrafo tal como ella le había pedido.
Después de saludar a un grupo de periodistas de televisión, él y Felix se separaron de Stuart y Margon para pasar revista a todos los puestos, porque Felix quería oír de boca de los artesanos y comerciantes cómo iban las ventas y qué podía hacer para mejorar la feria en años posteriores.
Reuben se quedó asombrado al ir pasando de puesto en puesto examinando la cerámica vidriada, los extraordinarios cuencos y tazas y bandejas, y luego las muñecas de manzana seca y otra vez las colchas, siempre las colchas. Había artesanos del cuero que vendían cinturones y bolsos, comerciantes de hebillas de latón y peltre, oro fino y joyería de plata, y estaban también los inevitables profesionales de la venta ambulante que ofrecían artículos obviamente hechos a máquina, e incluso un comerciante que vendía best sellers de tapa dura, probablemente robados, a mitad de precio.
Felix dedicó tiempo a todos, asintiendo una y otra vez ante tal o cual cumplido o queja. Tenía los bolsillos llenos de tarjetas de visita. Aceptó tazas de hidromiel y cerveza de los vendedores, pero rara vez bebió más de un trago.
Durante todo el proceso, a Felix se lo veía locamente feliz, incluso un poco maniático. Necesitaba de vez en cuando escapar a un retrete o un callejón, donde él y Reuben se encontraban con los parias culpables que daban caladas furtivas a sus cigarrillos prohibidos y se disculpaban antes de volver a unirse a los «salvados».
Había momentos en los que Reuben se mareaba, pero era un mareo agradable, con los villancicos subiendo y bajando en el zumbido general de voces, rodeado por doquier de enormes coronas de Navidad en los marcos de las puertas y el olor de las agujas de pino y la brisa fresca y húmeda.
Acabó perdiendo a Felix. Perdió a todos. Pero daba igual. Se detenía de vez en cuando a tomar notas para el siguiente artículo, tecleando en el iPhone con los pulgares, pero sobre todo deambulaba fascinado por el movimiento y el colorido, los gritos y las risas de los niños, el constante tránsito de vendedores que en ocasiones más parecía una danza.
Vio tenderete tras tenderete de pequeños adornos navideños en forma de hada y elfo y ángel, así como fascinantes juguetes de madera hechos a mano. Allá donde mirara había comerciantes de jabones perfumados y aceites de baño, puestos de botones, hilos teñidos, cintas y encajes, y también de sombreros de fantasía. ¿O eran sombreros vintage? Alguien le había hablado recientemente de sombreros como aquellos, de ala ancha con flores. No lo recordaba con claridad. Vendían velas artesanas de Navidad cada pocos metros, así como incienso y libretas hechas a mano.
Pero aquí y allá se topaba con uno de esos artesanos excepcionales que ofrecían multitud de tallas de animales y figuritas de madera sin nada que ver con los más comerciales animalitos del bosque de ojos grandes del puesto siguiente, o con el joyero cuyos broches de oro y plata eran creaciones verdaderamente espectaculares, o con el hombre que pintaba bufandas de seda y terciopelo con figuras completamente excéntricas y originales.
Y luego estaba el pintor que no exhibía otra cosa que sus lienzos originales, fascinantes, sin ninguna explicación en absoluto, o la mujer que creaba enormes ornamentos barrocos de découpage con trozos de encaje y trenza dorada y recortes brillantemente coloreados de viejas reproducciones victorianas.
Había en venta flautas de madera, campanas de latón, rin gongs tibetanos, cítaras y tambores. Un hombre ofrecía viejas partituras y otro tenía un puesto de maltrechos libros infantiles. Una mujer había creado hermosos servilleteros y brazaletes con cucharas de plata vieja de segunda ley.
El cielo estaba blanco y el viento había amainado.
La gente compraba, decían los comerciantes. Algunos vendedores de comida habían agotado sus existencias. Un ceramista confesó que lamentaba no haber traído todas sus tazas y cuencos nuevos, porque ya casi no le quedaba nada que vender. Había al menos un comerciante que se estaba haciendo de oro con zapatos de cuero hechos a mano.
Finalmente, Reuben descansó apoyado en una fachada y, mirando por un hueco entre la multitud, trató de ganar perspectiva sobre el ambiente del festival. ¿La gente estaba realmente disfrutando tanto como parecía? Sí, indudablemente. Artistas de globos se afanaban en su dinámico negocio con los niños pequeños. Se vendía algodón de azúcar e incluso caramelo de agua salada, y algunos artistas les pintaban la cara a los niños.
A su derecha había una lectora de tarot con su mesa de cartas cubierta con un paño de terciopelo y, un metro más allá, un quiromante tenía un cliente enfrente sentado en una silla plegable.
En la tienda de delante vendían trajes del Renacimiento y la gente se reía con deleite de las camisas de encaje a «precios fabulosos». Al lado de esa tienda, un librero de segunda mano atendía las mesas de libros de viejo sobre California y su historia y la historia de las secuoyas y la geología costera.
Reuben se sentía adormilado y cómodo sin que nadie reparara en él por un momento. Casi se le cerraban los ojos cuando distinguió dos figuras familiares en la puerta abierta de la tienda del Renacimiento. Una era sin lugar a dudas la del alto y huesudo Elthram, con su camisa y los pantalones de gamuza beis de siempre y la melena negra y poblada, incluso con trozos de hoja seca enredados. La mujer delgada y grácil que estaba justo a su lado, peinada y arreglada, era Marchent.
Por un momento Reuben no dio crédito a lo que veía, pero enseguida se dio cuenta de que era completamente cierto. En nada se distinguían de quienes los rodeaban, salvo aquello mismo que los habría diferenciado de haber estado vivos.
Elthram era mucho más alto que Marchent. Sus grandes ojos brillaron cuando sonrió, susurrando algo a Marchent, daba la impresión, susurrándole algo, sonriente, con los labios húmedos y el brazo derecho en torno a ella, y ella, vuelta solo ligeramente hacia Elthram, con el cabello bien peinado, miraba directamente a Reuben asintiendo con la cabeza.
El mundo quedó en silencio. Pareció vacío salvo por ellos dos: Elthram mirando lentamente a Reuben y Marchent tranquilizándolo con los ojos mientras continuaba escuchando, asintiendo.
La multitud se desplazó, se movió, cerró el hueco a través del cual Reuben los había visto. De repente, el ruido que lo rodeaba se hizo atronador y él se precipitó hacia el centro de la calle. Allí estaban los dos, sólidos y vívidos hasta el menor detalle, pero en ese momento le dieron la espalda para adentrarse en la oscuridad envolvente de la tienda.
Las visiones y sonidos de la feria se atenuaron otra vez. Alguien tropezó con Reuben, que cedió sin pensar ni responder, apenas consciente de una mano en su brazo. Notó una puñalada en los intestinos y un calor que se alzaba en él amenazando con convertirse en dolor.
Alguien se le había acercado por detrás, pero él solo miraba la impenetrable oscuridad de la tienda, buscándolos, esperándolos, con el corazón latiendo como siempre le ocurría cuando veía a Marchent y trataba de reconstruir los detalles de lo que había visto. No tenía pruebas evidentes de que Marchent realmente lo hubiera visto; quizá solo miraba hacia delante. Su rostro había estado calmado, reflexivo, pasivo. No podía saberlo.
De repente, notó una mano en el brazo y oyó una voz muy familiar.
—Bueno, es un hombre de aspecto muy interesante.
Se despertó como de un sueño.
Era su padre el que estaba su lado. Era Phil, y estaba mirando hacia la tienda.
—Hay un montón de gente interesante aquí —siguió murmurando Phil en el mismo tono.
Reuben se quedó desconcertado mientras las dos figuras emergían de nuevo de la oscuridad: Elthram todavía sonriendo, abrazando a Marchent con la misma fuerza que antes, y ella, tan delicada con su vestido de lana marrón y las botas marrones, tan delgada y frágil, con el mismo vestido largo que llevaba el día de su muerte. Esta vez sus ojos pálidos se posaron en Reuben y le dedicó una levísima sonrisa de reconocimiento, una encantadora sonrisa distante.
Acto seguido ya no estaban. Simplemente habían desaparecido, sustraídos del mundo en movimiento que los rodeaba, como si nunca hubieran estado allí.
Phil suspiró.
Reuben se volvió hacia él, clavándole la mirada, incapaz de decir lo que hubiese querido. Phil todavía estaba mirando la puerta de la tienda. Tenía que haberlos visto desaparecer, pero no le dijo nada. Simplemente se quedó allí con la chaqueta gris de mezclilla, la bufanda gris en torno al cuello, el cabello ligeramente alborotado por la brisa, mirando la tienda abierta, igual que antes.
El dolor en las tripas de Reuben se había agudizado y le dolía el corazón. Si al menos hubiera podido contárselo todo a su padre, absolutamente todo; si al menos hubiera podido llevar a su padre al mundo en el que él, Reuben, estaba luchando; si al menos hubiera tenido acceso a la sabiduría que siempre había estado a su alcance y que había desperdiciado con demasiada frecuencia a lo largo de la vida.
Pero ¿cómo empezar siquiera? Además, las medias tintas eran tan intolerables como ese silencio.
Un sueño destelló en su corazón. Phil finalmente se mudaría a la casa de huéspedes de Nideck Point. Habían hablado de su visita con frecuencia, desde luego. Y cuando Phil se mudara a la casa de huéspedes, cosa que seguramente haría, se sentarían juntos, y él, con la bendición de los Caballeros Distinguidos, se lo explicaría todo. Se sentarían a la luz de las velas, con el ruido atronador del mar en los escollos de fondo, y hablarían y hablarían y hablarían.
Pero cuando el sueño estalló como una burbuja, se le planteó un panorama asombroso y horripilante. En lo venidero, la brecha entre él y su padre solo podía hacerse cada vez más grande. Sintió su soledad como un caparazón en el que se estuviera asfixiando. Lo invadió una gran tristeza. Notó un nudo en la garganta.
Apartó la mirada, sumido en sus pensamientos, sin fijarse en nada en particular. Cuando echó un vistazo a la calle vio por todas partes las figuras vestidas de piel de la Nobleza del Bosque, algunas de verde oscuro, otras de distintos tonos de marrón, algunas de colores vivos, pero todas distinguibles por la ropa de gamuza suave, la abundante cabellera enredada al viento. Tenían la piel resplandeciente y chispitas en los ojos. Rebosaban felicidad y excitación. Era muy fácil verlos pasar, caminando entre seres humanos, muy fácil identificarlos. Reconoció aquí y allá a mujeres y niños que había visto en ese momento siniestro en el comedor, cuando todos se habían congregado alrededor de la mesa antes de desaparecer en la noche.
Ellos también estaban observándolo, ¿no? Estaban señalándolo. Una mujer de melena pelirroja le hizo una leve y rápida reverencia antes de desaparecer entre la multitud. Estaban mirando a Phil, también.
Su padre seguía de pie, pasivo y en silencio como antes, con las manos en los bolsillos, limitándose a observar aquel gran desfile.
—Mira esa mujer —dijo, sin darle importancia— con ese sombrero antiguo. ¡Qué hermoso sombrero!
Reuben miró hacia donde le indicaba y captó un atisbo de una mujer delgada guiando con los brazos a toda una tropa de chiquillos entre la multitud. Era un sombrero precioso, de fieltro, con flores aplastadas. Algo sobre los sombreros… Vaya, por supuesto. ¿Cómo podía haber olvidado a Lorraine, la terrible historia de dolor y sufrimiento de Jim con Lorraine? A Lorraine le encantaban los sombreros vintage. La mujer había desaparecido con su rebaño de niños. ¿Podía tratarse de Lorraine? Seguramente no.
Empezó a llover otra vez.
Al principio la gente ignoró la lluvia, pero luego fue refugiándose en los porches y los pequeños soportales. El cielo se oscureció y se encendieron más luces en las tiendas y ventanas, y a continuación también las farolas, las pintorescas farolas antiguas de hierro negro.
Al cabo de poco un nuevo aire festivo había barrido la feria y daba la impresión de que el sonido de la multitud era más fuerte que nunca. Las ristras de luces de colores sobre la calle lucían con renovado brillo.
Stuart y Margon aparecieron de repente y dijeron que eran casi las cuatro en punto, que debían ir a casa a cambiarse.
—Esta es noche de corbata negra para todos nosotros, porque somos los anfitriones —dijo Margon.
—¿Corbata negra? —Reuben casi tartamudeó.
—¡Oh, no te preocupes! Lisa nos lo ha preparado todo. Pero deberíamos ir a casa ya para estar listos cuando las primeras personas empiecen a abandonar la feria.
Calle abajo, Felix saludó a Reuben. Aunque enseguida le bloquearon el avance con más saludos y agradecimientos, siguió adelante.
Por fin se reunieron todos. Phil fue a coger su coche, porque había venido solo, adelantándose al resto de la familia.
Reuben echó una última mirada a la feria antes de volverse para irse. Los cantantes entonaban hermosos villancicos delante del hotel, como si la oscuridad los hubiera animado a congregarse otra vez; en esta ocasión, los acompañaban un violinista y un niño con una flauta dulce. Reuben miró a lo lejos a aquel niño de pelo largo, vestido de gamuza marrón, tocando la flauta de madera. Mucho más a la derecha, en la oscuridad, vio a Elthram con Marchent, la cabeza de ella rozándole casi el hombro, los ojos clavados en el mismo joven flautista.