16

¿Dónde estaban? ¿Importaba? Reuben y Stuart se sentían tan hambrientos que les daba igual. También estaban agotados. La vieja mansión en ruinas se encontraba en la ladera de la montaña, y la selva ecuatorial que avanzaba retorciéndose ya la estaba reclamando: las ventanas en arco sin cristal, las columnas griegas desconchadas, los suelos cubiertos de hojas en descomposición y suciedad.

Un tesoro escondido de criaturas hambrientas se escabullía entre los restos fétidos y la maleza marchita que obstruía pasillos y escaleras.

Su anfitrión, Hugo, era el único morfodinámico que habían visto aparte de los Caballeros Distinguidos: un gigante, un hombre descomunal de cabello castaño largo apelmazado y ojos negros de maníaco, vestido con harapos que antaño podían haber sido una camisa y unos pantalones cortos caqui. Iba descalzo, cubierto de tierra.

Después de acompañarlos a las habitaciones sucias en las que podrían dormir en colchones manchados y podridos, Sergei dijo entre dientes:

—Esto es lo que pasa cuando un morfodinámico vive permanentemente como un animal.

La mansión olía a zoo urbano en pleno verano. De hecho, el calor era balsámico y relajante después del frío inclemente del norte de California. Sin embargo, era como una toxina que agotaba y debilitaba a Reuben a cada paso.

—¿Tenemos que quedarnos aquí? —preguntó Stuart en voz baja—. ¿No hay un motel norteamericano, un hostalito o un bonito alojamiento con algunos viejos nativos, en una cabaña, en alguna parte?

—No hemos venido por los servicios de la casa —dijo Margon—. Ahora escuchadme, los dos. No pasamos todas nuestras horas lupinas cazando seres humanos y nunca ha habido ninguna ley que diga que debamos hacerlo. Hemos venido para merodear por las ruinas antiguas de estas selvas (ruinas de templos, de tumbas, de una ciudad) de un modo en que los hombres y las mujeres no pueden hacerlo, como morfodinámicos. Nos alimentaremos de roedores de la selva mientras tanto. Veremos cosas que nadie ha visto en siglos.

—Esto es un sueño —afirmó Reuben—. ¿Por qué no había pensado en estas cosas? —Un millar de posibilidades se abrían ante él.

—Primero llenad el estómago —dijo Margon—. Nada puede haceros daño aquí, ni los animales ni las serpientes ni los insectos ni los nativos si alguno se atreve a acercarse. Dejad la ropa aquí donde estáis y respirad y vivid como morfodinámicos.

Enseguida le obedecieron, desprendiéndose de la camisa y los pantalones empapados de sudor.

El pelaje de lobo se abrió paso en todo el cuerpo de Reuben, eliminando el calor al igual que siempre eliminaba el frío. La enervante debilidad en sus miembros se evaporó con una inyección de poder. Enseguida lo asaltaron los zumbidos, suspiros y voces de la selva. Al otro lado de las colinas y valles que los rodeaban, la selva bullía como un gran ser fungoso y ondulante.

Bajaron sin esfuerzo hasta el entramado de hojas de borde afilado y enredaderas con pinchos. El cielo nocturno, rosado y luminiscente, les permitió deslizarse sin temor por la ladera.

Los perniciosos roedores de pelaje marrón se alejaban de ellos en todas direcciones. La caza era fácil, la presa grande y acre ahogaba gritos de impotencia mientras, con dientes afilados, los morfodinámicos rasgaban la piel y los tendones y provocaban chorros de sangre.

Se dieron un festín revolcándose ruidosamente en el monte bajo, mientras en la selva que los rodeaba se disparaban las alarmas de los seres vivos, grandes y pequeños, que los temían. Los micos nocturnos chillaban en las copas de los árboles. Ramas podridas y viejos troncos de árbol se quebraban bajo su peso; sus movimientos más leves azotaban y arrancaban enredaderas duras y fibrosas; las serpientes se sacudían desesperadamente entre el follaje mientras los insectos se agolpaban a su alrededor, tratando sin éxito de cegarlos o detenerlos.

Una y otra vez, Reuben atrapó gruesas y suculentas ratas, grandes como mapaches, y desgarró la sedosa piel para morder la carne. Siempre la carne, la misma carne salada y empapada de sangre. El mundo devora al mundo para crear el mundo.

Al final, todos se tumbaron bajo una cubierta de hojas de palma rotas y ramas ganchudas, satisfechos, cansados y adormilados. Qué colosal era el aire caliente e inmóvil, el rumor profundo de vida maligna a su alrededor.

—Venid —dijo Margon.

Lo siguieron mientras él abría un túnel en el denso follaje, moviéndose con gracilidad a cuatro patas, saltando de vez en cuando para trazar el mapa de un habilidoso pasaje a través de la selva, muy por encima del suelo.

Llegaron a un valle profundo que dormía bajo ese dosel verde y retorcido.

Olían el mar a lo lejos y, por un momento, a Reuben le pareció haber oído subir y bajar las olas, olas ecuatoriales, sin viento, lamiendo una y otra vez una playa imaginada.

No había en aquel lugar más olor de humanos que alrededor de la mansión. Reinaba el engañoso pero tranquilizador silencio del mundo natural, con el sonido de la muerte cociéndose a fuego lento: muerte en las copas de los árboles; muerte en el suelo de la selva. Ninguna voz humana lo quebraba.

A Reuben le heló la sangre pensar de repente cuánto tiempo había pasado el mundo entero como ese lugar, libre de ojos y oídos humanos, de lenguaje humano. ¿Margon estaba pensando en esas mismas cosas? Margon, que había nacido en una época en la que el mundo no había atacado despiadadamente la estirpe de millones y millones de años tropicales.

Reuben se sintió invadido por una soledad terrible y una sensación de fatalidad. Sin embargo, era una percepción de valor incalculable, un momento de valor incalculable. Y se sentía magníficamente alerta, lo maravillaba el universo de formas cambiantes y movimientos que podía elegir en la oscuridad etérea. Se sabía hombre y morfodinámico a la vez. Sergei se levantó sobre las patas traseras y echó la cabeza atrás, con la boca abierta y los colmillos brillando, como si estuviera tragándose la brisa. Incluso Stuart, con su gran figura lobuna marrón e imprecisa, casi tan grande como la de Sergei, parecía satisfecho por el momento. Estaba agachado pero no para saltar, sino simplemente examinando con los ojos azules brillantes el valle que se extendía a sus pies y las distantes laderas del otro lado.

¿Margon estaba soñando? Cambió ligeramente el peso de un pie al otro, con los grandes brazos peludos caídos a los costados, como si la brisa lo estuviera limpiando.

—Por aquí —dijo finalmente, señalando.

Se adentraron con él en lo que para los seres humanos habría sido una maraña impracticable de enredaderas y hojas afiladas, punzantes y amenazadoras. Atravesando ruidosamente una zona tras otra de bosque bajo, fétido y húmedo, avanzaron inexorablemente mientras los pájaros chillaban hacia el cielo y los lagartos se escabullían a su paso.

Por delante, Reuben vio la enorme mole de una pirámide. A cuatro patas recorrieron su enorme base y luego subieron los empinados escalones, desgarrando el techo de ramas que la cubría como si fuera papel de envolver.

Qué nítidos los curiosos relieves mayas bajo el cielo rosado, tan exquisitamente tallados, con brazos y piernas retorcidos como las serpientes y las enredaderas de la selva que los rodeaba. Con la cara solemne de perfil, los ojos entornados y la nariz como el pico de un gran pájaro, las cabezas estaban coronadas de plumas. Había formas y patrones misteriosos incrustados en los cuerpos, como aprisionados en el tejido mismo del mundo tropical.

Continuaron, pisando con las patas las imágenes de piedra al arrancar el velo de follaje.

Qué privados e íntimos resultaban esos momentos. Lejos, en el mundo prosaico, reliquias como aquellas se preservaban en los museos, intocables y descontextualizadas de una noche como esa.

Sin embargo, allí Reuben apretó las almohadillas de las patas y la frente contra aquel monumento, disfrutando de la superficie tosca e incluso del profundo aroma de la respiración de la piedra que se deshacía.

Se separó de los demás y subió por la pirámide, ganando tracción con facilidad gracias a sus garras y ascendiendo hasta quedar bajo las estrellas tenues y titilantes.

La neblina, iluminada por la luz de la luna, trataba de devorar los luceros celestes, o eso podría haberse dicho un poeta cuando, en realidad, todo el mundo oloroso y tembloroso que lo rodeaba, hecho de tierra y flora y fauna impotente, de nubes gaseosas y aire húmedo, suspiraba y cantaba con un millón de propósitos entrecruzados y, en última instancia, sin ningún propósito conocido, en un caos accidental que servía ciegamente a la belleza incomprensible que Reuben contemplaba.

«¿Qué somos que todo esto nos parece tan hermoso? ¿Qué somos si, poderosos en este momento como leones y sin temor a nada, sin embargo vemos esto con los ojos y el corazón de seres pensantes, creadores de música, creadores de historia, creadores de arte? ¿Creadores de los sinuosos grabados que cubren esta vieja estructura empapada de sangre? ¿Qué somos si sentimos cosas como la que estoy sintiendo?».

Vio a los otros rondando, correteando, deteniéndose y avanzando de nuevo. Bajó a reunirse con ellos.

Durante horas merodearon entre paredes melladas, por edificios bajos de techo plano y por las pirámides mismas, buscando caras, formas y diseños geométricos, hasta que finalmente Reuben se cansó y tuvo ganas de sentarse otra vez bajo el cielo a disfrutar con los cinco sentidos del inconfundible ambiente de aquel lugar secreto y descuidado. Sin embargo, la pequeña manada siguió avanzando hacia el aroma del mar. Él también quería ver la costa. Soñó de repente con correr por la interminable arena desierta.

Margon iba en cabeza y Sergei se movía con rapidez detrás de él. Reuben dio alcance a Stuart y siguieron viajando sin forzar el ritmo hasta que Margon se detuvo de repente y se irguió cuan alto era.

Reuben sabía la razón. Él también las había oído: voces en la noche donde no debía haberlas.

Subieron hasta un acantilado de poca altura. El gran océano templado, ese tentador mar tropical tan diferente del océano frío del norte, se extendía más allá de él, titilando maravillosamente bajo las nubes incandescentes. Al pie vieron el camino serpenteante que conducía a una playa irregular de arena aparentemente blanca. Las espumosas olas negras chocaban contra las rocas.

Las voces procedían del sur. Margon se encaminó en esa dirección. ¿Por qué? ¿Qué oía?

Al ir tras él, todos lo oyeron. Reuben percibió el cambio en Stuart y en sí mismo, el delicioso endurecimiento del cuerpo, el ensanchamiento del pecho.

Gritos en la noche, gritos infantiles.

Margon echó a correr y todos intentaron desesperadamente mantener su ritmo.

Avanzaron en dirección sur, más allá de una serie de acantilados, hacia donde la vegetación desaparecía para dejar paso a un promontorio rocoso. Cuando se detuvieron los azotó un viento que se había vuelto más intenso y más fresco.

Mucho más abajo, a su izquierda, atisbaron la forma de una casa provista de luz eléctrica y enclavada en la ladera, rodeada de extensos jardines cuidados, piscinas iluminadas y aparcamientos pavimentados. La casa era un conglomerado de tejados planos embaldosados y amplias terrazas. Reuben alcanzaba a oír el ruido de máquinas. Había coches en los aparcamientos, como escarabajos exóticos.

Se alzó un coro con sordina de gritos y palabras de desesperación. Había niños en la casa. Niños y niñas aterrorizados, agitados y sin esperanza. Por encima del deprimente coro de sufrimiento se alzaban las voces más profundas de hombres que hablaban en inglés, tratándose con naturalidad y camaradería, y las más bajas de mujeres que se expresaban en otro idioma, hablando de disciplina y dolor.

—Aquí están los mejores, los mejores de todos —dijo una grave voz masculina—. No encontraréis nada igual en ninguna parte del mundo, ni siquiera en Asia.

Una niña lloraba sin palabras. Una voz airada de mujer le ordenaba obediencia en un idioma extranjero, con una melosidad amenazadora.

El aroma de la inocencia y el sufrimiento, el aroma del mal y otros aromas extrañamente ambiguos e inclasificables, odiosos y desagradables, los rodeaban.

Margon saltó desde el borde del risco, con los brazos levantados. Cayó pesadamente en el techo de baldosas. Todos lo siguieron, aterrizando en silencio sobre las almohadillas de sus patas. ¿Cómo no iban a seguirlo? Stuart emitió un sonido grave que no era un rugido ni un gruñido. Sergei le respondió.

Una vez más saltaron, esta vez a una terraza espaciosa. Ah, qué lugar tan maravilloso, con flores que se mecían en la brisa, espléndidas a la suave luz eléctrica y las piscinas relucientes como joyas extrañas. Las palmeras se balanceaban con la caricia del viento.

Tenían ante sí los muros de una mansión con ventanales, luces sutiles y relajantes, cortinas que se hinchaban y se retorcían en la brisa nocturna.

El susurro de un niño rezando.

Con un rugido, Margon entró en la habitación, provocando una cacofonía de gritos y chillidos.

Los niños saltaron de la cama y corrieron a los rincones mientras la mujer y el hombre semidesnudo corrían para salvar la vida.

—¡El Chupacabra! —rugió la mujer.

Olor de maldad, de maldad habitual y vieja. La mujer le lanzó una lámpara al morfodinámico que se acercaba. Soltó una retahíla de maldiciones, como un fluido tóxico.

Margon agarró a la mujer por el cabello y Stuart atrapó al hombre que gimoteaba y sollozaba. Al cabo de un instante estaban muertos y sus restos eran arrastrados por la habitación y arrojados por encima del muro del jardín.

Desnudos, un niño y una niña de pelo negro y brillante se encogieron de miedo, con la cara y el cuerpo moreno contraídos de terror. Adelante.

Pero algo confundía a Reuben, algo lo tenía inquieto mientras corría por los anchos pasillos y entraba en una habitación tras otra. Había hombres que huían pero que no olían a maldad. Emanaba de ellos la fetidez del miedo, el hedor de los intestinos sueltos, de la orina y de algo más que podía ser vergüenza.

Dos de ellos, contra la pared, hombres blancos de complexión común con ropa ordinaria, estaban completamente aterrorizados, con la cara húmeda y pálida, la boca abierta, babeando. ¿Cuántas veces había visto Reuben esa misma actitud, esa impotencia, esa mirada anonadada de un ser humano quebrado y al borde de la locura? Pero faltaba algo, algo era confuso, algo no encajaba.

¿Dónde estaba el imperativo ineludible? ¿Dónde estaba el aroma decisivo? ¿Dónde la innegable evidencia del mal que siempre lo había instado a matar instantáneamente?

Margon se puso a su lado.

—No puedo hacerlo —susurró Reuben—. Son cobardes, pero no puedo…

—Sí… Son la clientela ignorante e irreflexiva de estos traficantes de esclavos —dijo Margon entre dientes—, la marea de apetito que promueve este sucio negocio. Están por toda la casa.

—Pero ¿qué hacemos? —preguntó Reuben.

Stuart se quedó de pie con impotencia, esperando la orden.

Abajo había gente corriendo y gritando. ¡Ah, allí estaba el aroma! El viejo hedor impulsó a Reuben a bajar volando la escalera. Mal, te odio, te mato, maldad auténtica, apestando como una planta carnívora. Qué fácil era abatir a los endurecidos, la escoria, uno detrás de otro. ¿Eran los viejos depredadores habituales o sus sirvientes? No lo sabía. No le importaba.

Sonaron disparos en las salas.

—¡El Chupacabra! ¡El Chupacabra!

Exclamaciones salvajes en español estallaban como el estruendo de la artillería.

Se oyó un coche arrancando en la noche y el rugido de un motor que aceleraba.

Por las puertas abiertas de par en par al jardín, Reuben vio la figura gigantesca de Sergei saltando detrás del coche y superándolo con facilidad, rebotando primero en el techo y cayendo delante del parabrisas. El vehículo hizo un trompo y se detuvo. Los cristales estallaron.

Otro de aquellos cobardes se arrodilló justo delante de Reuben con los brazos en alto y la cabeza calva inclinada; le brillaban las gafas de montura metálica; salían plegarias de sus labios, oraciones católicas, palabras sin sentido como los murmullos de un maníaco.

—Santa María Madre de Dios, Jesús, José y todos los santos, Dios mío, por favor, madre de Dios, Dios, por favor, lo juro, no, por favor, por favor, no…

Una vez más, faltaba el hedor a maldad claro e inequívoco, un olor que lo obligara, que se lo dejara claro, que lo hiciera posible.

La gente estaba muriendo en el piso de arriba. Aquellos hombres, los hombres que Reuben había dejado vivos, estaban muriendo. Por la barandilla de la escalera cayó otro cuerpo. Aterrizó de cara o de lo que quedaba de su cara ensangrentada.

—¡Hazlo! —susurró Margon.

Reuben sintió que no podía. Culpable, sí, culpable, empapado en vergüenza, sí, y temor, un temor indescriptible, pero no maldad absoluta, no, en modo alguno. Ese era el horror. Aquello era otra cosa, algo más fétido y espantoso y, a su manera, más frustrante que el mal voluntario, que la destrucción decidida de todo lo humano; era algo que hervía con hambre impotente y negación agónica.

—No puedo.

Margon mató al hombre. Mató a otros.

Apareció Sergei. Sangre y sangre y sangre.

Otros corrían por los jardines. Algunos salían a toda prisa por las puertas. Sergei fue tras ellos y lo mismo hizo Margon.

Reuben oyó la voz torturada de Stuart.

—¿Qué podemos hacer con estos niños?

Sollozos, sollozos por todas partes a su alrededor.

Y los grupos de mujeres cómplices, sí, aterrorizadas, heridas, derrotadas, todas también de rodillas.

—¡Chupacabra! —Oyó los gritos de las mujeres entretejidos en sus llantos—. Ten piedad de nosotros.

Margon y Sergei regresaron con cuajarones pegados al pelaje.

Sergei caminaba a cuatro patas ante el grupo de aterrorizadas mujeres, murmurando en español palabras que Reuben podía entender y seguir.

Las mujeres asintieron con la cabeza; los niños rezaron. En algún lugar sonó un teléfono.

—Vamos, dejémoslo ya. Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Margon.

—¿Y los niños? —inquirió Stuart.

—Vendrá gente —respondió Margon—. Vendrán a por los niños y correrá la voz. Y el miedo hará su trabajo. Ahora nos vamos.

De regreso a la mansión desvencijada, se tumbaron en los colchones, sudando, agotados y atormentados.

Reuben miró el techo manchado y el yeso desconchado. Oh, sabía que ese momento llegaría. Había sido demasiado sencillo hasta entonces. La Hermandad del Olor, que actuaba como la mano derecha de Dios, incapaz de equivocarse.

Margon estaba sentado contra la pared con las piernas cruzadas y la melena negra suelta sobre los hombros desnudos, los ojos cerrados, sumido en sus meditaciones o sus oraciones.

Stuart se levantó del colchón y caminó de parte a parte de la habitación, una y otra vez, incapaz de estar quieto.

—Habrá momentos así —dijo finalmente Margon—. Pasaréis por ellos, sí, y por situaciones incluso más desconcertantes y frustrantes. En todo el mundo, día tras día y noche tras noche, hay víctimas que tropiezan y caen al abismo con los culpables, y el débil y el corrupto que no merecen la muerte pagan con la vida de una forma u otra por lo que hacen y lo que no hacen.

—¡Y nos vamos! —gritó Stuart—. ¿Abandonamos a los niños sin más?

—Ha terminado —dijo Margon—. Llévate contigo la lección.

—Algo se ha conseguido —dijo Sergei—, no te quepa duda. El lugar está destrozado. Se marcharán todos; los niños tendrán la oportunidad de escapar y lo recordarán. Recordarán que alguien asesinó a los hombres que habían ido a abusar de ellos. Eso no lo olvidarán.

—O los enviarán en barco a otro burdel —dijo Stuart con desaliento—. ¡Dios! Podemos librar una guerra contra ellos, ¿una guerra consistente?

Sergei rio por lo bajo.

—Somos cazadores, lobito, y ellos son la presa. Esto no es una guerra.

Reuben no dijo nada. Pero había visto algo que no olvidaría y le maravillaba que no le hubiera sorprendido. Había visto a Margon y Sergei matando voluntariamente a aquellos que no exudaban el olor fatal, a esas almas sucias impulsadas por apetitos pecaminosos y una debilidad inveterada.

«Si podemos hacer eso —pensó—, también podemos luchar entre nosotros. El aroma del mal no nos hace ser lo que somos, y cuando nos transformamos en animales podemos matar como animales, y solo tenemos para guiarnos nuestra parte humana, la parte humana falible».

Esas ideas eran abstractas y remotas, sin embargo. Solo los recuerdos eran inmediatos: niños y niñas corriendo aterrorizados, y las mujeres, las mujeres pidiendo clemencia a gritos.

En algún lugar, fuera de la sucia mansión, Margon estaba hablando con el misterioso Hugo.

¿Había concebido un plan para destruir el burdel de la costa?

Sin duda ya no quedaba nadie en él. ¿Quién en su sano juicio se hubiese quedado?

Reuben se durmió odiando la suciedad y el polvo del colchón, esperando el coche que vendría antes de que se hiciera de día para llevarlos al hotel de lujo donde se bañaría y cenaría antes de tomar el vuelo de regreso a casa.