En la casa imperaba un agradable barullo de gente yendo y viniendo por todas partes.
Thibault y Stuart estaban decorando el enorme árbol de Navidad y reclutaron a Reuben para que los ayudara. Thibault llevaba traje y corbata, como casi siempre; con el rostro arrugado y las cejas pobladas parecía el maestro al lado de Stuart, quien, en tejanos recortados y camiseta, subía como un ángel joven y musculoso por la ruidosa escalera de mano hasta el último peldaño para decorar las ramas más altas.
Thibault había puesto un disco de villancicos navideños tradicionales interpretados por el coro del St. John’s College de Cambridge, y la música era relajante y evocadora.
La intrincada iluminación de todas las ramas del árbol ya estaba lista y lo que había que hacer en ese momento era colgar las incontables manzanas doradas y plateadas, pequeños adornos ligeros que centelleaban con hermosura en medio de las gruesas agujas de pino. Aquí y allá añadían casitas y figuritas humanas comestibles de galleta de jengibre con un aroma delicioso.
Stuart quería comérselas, y también Reuben, pero Thibault les prohibió con severidad incluso pensarlo. Lisa había decorado personalmente todas y cada una de ellas y no había suficientes. Los «niños» debían «comportarse».
Habían colocado en la cúspide del árbol un elegante san Nicolás con la cabeza de porcelana, demacrado pero benevolente, y túnica de terciopelo verde claro, y espolvoreado todas las ramas, desde arriba hasta abajo, con alguna clase de dorado sintético. El efecto era magnífico, impresionante.
Stuart, con su sempiterna sonrisa y aquellas pecas que se le ponían más oscuras cuando reía, hizo gala de su optimismo habitual al explicar a Reuben que había podido invitar a «todos» a la fiesta de Navidad, incluso a las monjas de su instituto y a todos sus amigos, y también a las enfermeras que había conocido en el hospital.
Thibault se ofreció para ayudar a Reuben a añadir a cualquier amigo de la facultad o del periódico en el último momento, pero Reuben ya se había ocupado de todo eso… cuando Felix había llamado a su puerta para ofrecerse a ayudarlo. Habían hecho numerosas llamadas de teléfono. La directora de Reuben en el San Francisco Observer asistiría con la redacción al completo. Iban a venir tres amigos de la facultad. Tampoco faltarían sus primos de Hillsborough ni el hermano de Grace, el tío Tim de Río de Janeiro, que vendría en avión con su hermosa esposa, Helen, porque ambos querían ver aquella fabulosa casa. Incluso la hermana mayor de Phil, Josie, que vivía en una residencia de Pasadena, viajaría hasta allí. Reuben adoraba a su tía Josie. Jim se traería unas cuantas personas de la parroquia de St. Francis y varios de los voluntarios que lo ayudaban regularmente con el comedor social.
Entretanto la actividad continuaba a su alrededor. Lisa y los del servicio de catering habían dispuesto todos los platos y bandejas de plata en la gigantesca mesa del comedor, y Galton y sus hombres se arremolinaban en el patio trasero, despejando una antigua zona de aparcamiento situada detrás de las habitaciones del servicio para los camiones frigoríficos que llegarían el día del banquete. Un grupo de adolescentes que obedecían órdenes de Jean Pierre y Lisa (todo el mundo obedecía las de Lisa) estaban colocando guirnaldas en los marcos de todas las puertas y ventanas interiores.
Reuben pensó que tanto verde podría haber quedado ridículo en una casa pequeña, pero resultaba perfecto en esas habitaciones inmensas. Estaban colocando grupos de velones en las repisas de las chimeneas y Frank Vanderhoven había traído una caja de cartón llena de viejos juguetes de madera de la época victoriana para colocarlos bajo el árbol cuando terminaran.
A Reuben le encantaba todo aquello. No solo lo distraía, sino que lo reconfortaba. Cuando pasaron Heddy y Jean Pierre, trató de no examinarlos en busca de pistas de la naturaleza que compartían con la imponente Lisa.
Del exterior llegaba el ruido de martillos y sierras.
En cuanto a Felix, se había marchado antes de mediodía en avión a Los Ángeles para encargarse de los «últimos detalles» con los actores y otra gente que trabajaría disfrazada en la feria navideña de Nideck o en la fiesta de la casa, una vez terminada esta. Haría escala en San Francisco antes de volver a casa para ocuparse de la orquesta que estaba reuniendo.
Margon había ido a recibir al coro de niños de Austria que cantaría en la fiesta. Les habían prometido una semana en Estados Unidos como parte de su remuneración. Después de ocuparse de alojarlos en los hoteles de la costa, iba a comprar algunas estufas de aceite más para el exterior, o eso les dijeron a Reuben y Stuart.
Frank y Sergei, ambos hombres muy grandes, iban y venían continuamente con cajas de porcelana y cubertería de plata y otros adornos de los almacenes del sótano. Frank iba elegante, con un polo y tejanos limpios y planchados. Como siempre, incluso cargando cajas, tenía esa pátina suya de Hollywood. Sergei, el gigante de la casa, con el cabello rubio desordenado, llevaba la camisa tejana arrugada y sudada. Parecía un poco aburrido pero era como siempre simpático.
Un equipo de doncellas profesionales estaba inspeccionando todos los baños de los pasillos interiores del piso de arriba para asegurarse de que estuvieran adecuadamente equipados para los invitados al banquete. El domingo, las doncellas se quedarían a las puertas de esos cuartos de baño para darles indicaciones.
Los transportistas tocaban el timbre cada veinte minutos y había algunos periodistas fuera desafiando la llovizna para fotografiar el belén de estatuas y la actividad incesante.
En realidad era deslumbrante y tranquilizadora, sobre todo porque no había podido localizar ni a Felix ni a Margon para preguntarles nada.
—Cuenta con que toda la semana será así —dijo Thibault con naturalidad al sacar los adornos de la caja para dárselos a Reuben—. Llevamos así desde ayer.
Al final hicieron una pausa para comer, tarde, en el invernadero, el único lugar que no estaban decorando porque las flores tropicales resultaban impropias de la Navidad.
Lisa les sirvió bandejas con montones de costillas recién cortadas, patatas enormes aliñadas con mantequilla y nata agria y boles de zanahorias y calabacines humeantes. El pan estaba recién horneado. Lisa desplegó la servilleta de Stuart y se la puso en el regazo, y habría hecho lo mismo por él si hubiera tenido ocasión. Sirvió café a Reuben, con dos sobrecitos de edulcorante, vino a Thibault y cerveza a Sergei.
Reuben percibió en Lisa cierta dulzura que no había visto antes, pero sus gestos y movimientos le seguían pareciendo extraños. Un rato antes la había visto subida a una escalera de cinco peldaños para limpiar unas manchas de los cristales de las ventanas delanteras sin agarrarse a nada.
En ese momento echó carbón en la estufa Franklin blanca y se quedó cerca, llenando las copas sin decir una palabra, mientras Sergei atacaba su comida como un perro, usando el cuchillo solo de vez en cuando y metiéndose rollos de carne en la boca con los dedos e incluso despedazando la patata del mismo modo. Thibault comió como un director de escuela que da ejemplo a los alumnos.
—¿Es así como se comía en la época en que naciste? —le preguntó Stuart a Sergei.
Le encantaba provocar a Sergei a la menor ocasión. Solo al lado del gigante Sergei el musculoso y alto Stuart parecía pequeño, y más de una vez los grandes ojos azules de Stuart se entretenían repasando el cuerpo de Sergei como si disfrutara de esa visión.
—¡Ah! Estás deseando saber cuándo llegué a este mundo, ¿eh, lobito? —dijo Sergei. Le dio un empujón en el pecho.
Stuart se mantuvo en sus trece, achicando los ojos con cara de condescendencia, alegre y burlón.
—Apuesto a que fue en una granja de los Apalaches, en mil novecientos cincuenta y dos —dijo—. Cuidabas de los cerdos hasta que te escapaste para alistarte en el Ejército.
Sergei soltó una risotada sarcástica.
—Oh, eres un animalito muy listo. ¿Y si te dijera que soy el gran san Bonifacio en persona, el que llevó el primer árbol de Navidad a los paganos de Alemania?
—Y un cuerno —dijo Stuart—. Es una historia ridícula y lo sabes. Después me dirás que eres George Washington y que tú mismo talaste el cerezo.
Sergei rio otra vez.
—¿Y si soy el mismísimo san Patricio que sacó las serpientes de Irlanda? —preguntó Sergei.
—Si viviste en esos tiempos —dijo Stuart—, eras un remero cabezota de un barco vikingo y pasabas el tiempo saqueando pueblos de la costa.
—No te equivocas mucho —dijo Sergei, todavía riendo—. En serio: fui el primer Románov que gobernó Rusia. Fue entonces cuando aprendí a leer y escribir y cultivé mi gusto por la buena literatura. Ya vivía siglos antes. También fui Pedro el Grande. Eso fue divertidísimo, sobre todo la fundación de San Petersburgo. Y antes de eso fui san Jorge, el que mató al dragón.
Stuart se dejó llevar por el tono burlón de Sergei.
—No. Yo sigo apostando por Virginia Occidental —dijo—, al menos en una encarnación, y antes de eso te enviaron aquí como esclavo. ¿Y tú, Thibault, dónde crees que nació Sergei?
Thibault negó con la cabeza y se limpió la boca con la servilleta. Con el rostro muy arrugado y el cabello gris aparentaba ser décadas mayor que Sergei, pero eso no significaba que lo fuera.
—Fue mucho antes de mi época, jovencito —dijo—. Soy el neófito de la manada, debo confesarlo. Incluso Frank ha visto mundos de los cuales yo no sé nada. Pero es inútil preguntar la verdad a estos caballeros. Solo Margon habla de orígenes, y todos lo ridiculizan cuando lo hace, incluido yo, debo confesarlo.
—Yo no lo ridiculicé —dijo Reuben—. Estuve pendiente de cada palabra que dijo. Ojalá todos nos bendijeran un día con sus historias.
—¡Bendecidnos! —exclamó Stuart con un gruñido—. Eso podría ser el fin de la inocencia para ti y para mí, y nuestra muerte literalmente por aburrimiento. A eso hay que sumarle que en ocasiones me sale un terrible sarpullido alérgico cuando la gente se pone a contar una mentira detrás de otra.
—Dame una oportunidad de adivinarlo, Thibault —aventuró Reuben—. ¿Es justo?
—Por supuesto, faltaría más —respondió Thibault.
—Tu época fue el siglo XIX y tu lugar de nacimiento Inglaterra.
—Casi —dijo Thibault con una sonrisa conocedora—. Pero no nací morfodinámico en Inglaterra. Estaba viajando en los Alpes en ese momento. —Se interrumpió, como si la conversación le hubiera traído a la mente alguna idea profunda y no demasiado agradable. Se quedó sentado muy quieto. Luego pareció despertar de su ensimismamiento, cogió su café y se lo tomó.
Sergei soltó una larga cita, sospechosamente poética pero en latín. Thibault sonrió y asintió.
—Ya estamos otra vez con el erudito que come con las manos —dijo Stuart—. Te digo que no estaré contento hasta ser tan alto como tú, Sergei.
—Lo harás —dijo Sergei—. Eres un cachorro, como dice siempre Frank. Ten paciencia.
—Pero ¿por qué no puedes hablar de dónde y cuándo naciste con naturalidad —dijo Stuart—, como haría cualquiera?
—Porque no se habla de eso —dijo Sergei con brusquedad—. Y cuando se habla con naturalidad suena ridículo.
—Bueno, Margon desde luego tuvo la decencia de responder a nuestras preguntas inmediatamente.
—Margon te contó un viejo mito —dijo Thibault—, que él afirma que es una historia cierta, porque necesitabas un mito, necesitabas saber de dónde venimos.
—¿Estás diciendo que era todo mentira? —preguntó Stuart.
—De hecho, no. ¿Cómo voy a saberlo? Pero al maestro le encanta contar historias, y las historias cambian de vez en cuando. No tenemos el don de una memoria perfecta. Las historias tienen vida propia, sobre todo las historias vitales de Margon.
—¡Oh, no, por favor, no me digas eso! —se quejó Stuart. Parecía francamente inquieto por la idea, casi enfadado—. La de Margon es la única influencia estabilizadora en mi nueva existencia.
—Y necesitamos influencias estabilizadoras —dijo Reuben entre dientes—. Sobre todo influencias estabilizadoras que nos cuenten cosas.
—Ambos estáis en excelentes manos —dijo Thibault en voz baja—, y te estoy provocando hablándote de tu mentor.
—Lo que nos contó sobre los morfodinámicos era todo cierto, ¿verdad? —dijo Stuart.
—¿Cuántas veces nos has preguntado eso? —le preguntó Sergei. Su voz era tan profunda como la de Thibault y un poco más severa—. Lo que dijo era cierto por lo que él sabe. ¿Qué más quieres? ¿Yo procedo de la tribu que describió? No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Hay morfodinámicos por todo el mundo. Pero te diré una cosa: nunca he encontrado a ninguno que no reverencie a Margon el Impío.
Eso calmó a Stuart.
—Margon es una leyenda entre los inmortales —continuó Sergei—. Hay inmortales en todas partes que no querrían otra cosa que sentarse a los pies de Margon durante todo el día. Ya lo descubrirás. No tardarás en verlo. No menosprecies a Margon.
—No es momento para todo esto —dijo Thibault con una pizca de sarcasmo—. Tenemos demasiadas cosas que hacer, cosas prácticas, cosas pequeñas, las cosas de la vida que realmente importan.
—Como doblar miles de servilletas —dijo Stuart—, y bruñir cucharitas de café, colgar adornos y llamar a mi madre.
Thibault rio entre dientes.
—¿Qué sería del mundo sin servilletas? ¿Qué sería de la civilización occidental sin servilletas? ¿Podría prescindir Occidente de las servilletas? ¿Y qué sería de ti, Stuart, sin tu madre?
Sergei soltó una risotada ruidosa.
—Bueno, sé que yo puedo pasar sin servilletas —dijo, y se lamió los dedos—. La evolución de la servilleta ha ido del hilo al papel, y sé que Occidente no puede prescindir del papel. Es completamente imposible. Tú, Stuart, eres demasiado joven para prescindir de tu madre. Me gusta tu madre. —Apartó la silla, se tomó la cerveza de un trago y se fue a buscar a Frank para «poner esas mesas bajo los robles».
Thibault dijo que ya era hora de volver al trabajo y se levantó para ponerse en marcha. Sin embargo, ni Reuben ni Stuart se movieron. Stuart le hizo un guiño a Reuben, que miró significativamente a Lisa, que los estaba observando.
Thibault vaciló. Luego se encogió de hombros y se marchó sin ellos.
—Lisa, será mejor que nos dejes un minuto —dijo Reuben.
Con cara de reprobación, Lisa se fue, cerrando las puertas del invernadero tras de sí.
—¡Qué demonios está pasando! —gritó inmediatamente Stuart—. ¿Por qué está furioso Margon? Él y Felix ni siquiera se hablan. ¿Y qué pasa con Lisa? ¿Qué está pasando aquí?
—No sé por dónde empezar —dijo Reuben—. Si no consigo hablar con Felix antes de esta noche voy a volverme loco. Pero ¿a qué te refieres con eso de Lisa? ¿Qué le has notado?
—¿Estás de broma? No es una mujer, es un hombre —dijo Stuart—. Fíjate en cómo camina y se mueve.
—¡Oh, eso es! —dijo Reuben—. Por supuesto.
—A mí me da igual, claro —dijo Stuart—. ¿Quién soy yo para criticarla si quiere ponerse un vestido de noche? Soy gay, soy defensor de los derechos humanos. Si quiere ser Albert Nobbs, ¿por qué no? Pero tiene más cosas raras. También las tienen Heddy y Jean Pierre. No son… —Calló.
—¡Dilo!
—No usan manopla para tocar cosas calientes —dijo Stuart susurrando, aunque ya no era necesario—. Mira, se escaldan cuando preparan café y té; dejan que el agua hirviendo los salpique o sumergen en ella los dedos y no se queman. Además, nadie se molesta en ser discreto cuando ellos están presentes. Margon dice que lo entenderemos todo en su momento. ¿Cuándo? Y algo más está pasando en esta casa. No sé cómo describirlo, pero hay ruidos, gente invisible en la casa. No creas que estoy loco.
—¿Por qué iba a pensar eso? —preguntó Reuben.
Stuart soltó una risa extraña.
—Sí, claro —dijo. Las pecas se le oscurecieron otra vez y se puso un poco colorado cuando negó con la cabeza.
—¿Qué más has notado? —lo incitó a proseguir Reuben.
—No me refiero al espíritu de Marchent —dijo Stuart—. Que Dios me ayude, yo no he visto eso. Sé que tú lo has visto, pero yo no. Pero te digo que hay algo más en esta casa por las noches. Las cosas se mueven, se agitan, y Margon lo sabe y está furioso por eso. Dijo que era culpa de Felix, que Felix era un supersticioso y un loco. Dijo que tenía que ver con Marchent y que Felix estaba cometiendo un error terrible.
Stuart se recostó en la silla como si no tuviera nada más que contar. De repente, a Reuben le pareció muy inocente, tanto como se lo había parecido la primera vez que lo vio, la noche espantosa en que unos matones acabaron con la vida del compañero y amante de Stuart, y en el caos Reuben lo mordió sin querer y le transmitió el Crisma.
—Bueno, puedo decirte lo que sé de todo esto —dijo Reuben. Se había decidido.
No iba a tratar a Stuart como lo estaban tratando a él. No iba a guardarse las cosas ni a andarse con juegos. No iba a hacer vagas sugerencias de esperar a que hablara el jefe. Se lo contó todo a Stuart.
Le describió con detalle las visitas de Marchent y le explicó que Lisa podía verla. Stuart puso unos ojos como platos cuando Reuben se lo contó.
A continuación, le relató lo que le había ocurrido la noche anterior. Describió a los miembros de la Nobleza del Bosque, que habían actuado con amabilidad, tratando de ayudarlo en la oscuridad, y que él se había enrabietado y se había transformado. Describió a Margon sentado con desánimo en la cocina y las extrañas palabras de Lisa sobre la gente del bosque. Le contó lo que había dicho Sergei y, por último, le confió todas las revelaciones de Lisa.
—Dios mío, lo sabía —dijo Stuart—. Lo saben todo de nosotros. Por eso nadie es discreto cuando están sirviendo en el comedor. ¿Y dices que ellos son también alguna clase de tribu de inmortales que existen para servir a otros inmortales?
—Los Eternos, eso es lo que ella dijo —dijo Reuben—. Lo oí con letras mayúsculas. Pero no me preocupo por ella ni por ellos, sean lo que sean. Lo que me importa es la Nobleza del Bosque.
—Tiene que ver con el fantasma de Marchent —dijo Stuart—. Sé que es así.
—Bueno, supongo que sí, pero ¿en qué sentido exactamente? Esa es la cuestión. ¿Cómo están relacionados con Marchent? —Pensó otra vez en sus sueños de Marchent corriendo en la oscuridad y aquellas formas que la rodeaban y estiraban los brazos hacia ella. No podía comprenderlo.
Stuart estaba bastante agitado. Parecía a punto de llorar, a punto de convertirse en un niño pequeño ante los ojos de Reuben como había hecho en el pasado. Pero su pequeño tête-à-tête terminó de repente.
Thibault regresó.
—Caballeros, os necesito a los dos —dijo.
Tenía una lista de encargos para cada uno y la madre de Stuart había llamado otra vez para preguntar qué debía ponerse para la fiesta.
—¡Maldita sea! —dijo Stuart—. Se lo he dicho cincuenta veces. Que lleve lo que quiera. A nadie le importa. Esto no es un almuerzo de Hollywood.
—No, esa no es la forma de enfocar este asunto con las mujeres, joven —dijo Thibault con suavidad—. Ponte al teléfono, escucha todo lo que te diga, di que te parece maravilloso, que adoras un color o una prenda que te describa, que estará realmente arrebatadora, y dale todas las explicaciones que puedas sobre eso. Así quedará más que satisfecha.
—Genio —dijo Stuart—. ¿Te importaría hablar con ella?
—Si quieres, desde luego que lo haré —dijo Thibault con paciencia—. Es una niña pequeña, ¿sabes?
—Dímelo a mí —se quejó Stuart con un gruñido—. ¡Buffy Longstreet! —Se burló del nombre artístico de su madre—. ¿Quién demonios usa toda la vida el nombre de Buffy?
Frank estaba en el umbral.
—Vamos, cachorro —dijo—. Hay trabajo que hacer. Si habéis terminado de zumbar en torno al árbol de Navidad como un par de pequeños espíritus del bosque, podéis venir a ayudar con estas cajas.
Hasta última hora de la tarde Reuben no encontró a Thibault solo. Este se había puesto la gabardina negra e iba hacia su coche. Toda la propiedad seguía llena de trabajadores.
—¿Y Laura? —le preguntó—. Estuve con ella ayer, pero no me dijo nada.
—No hay mucho que decir —le explicó Thibault—. Cálmate. Voy a verla ahora. El Crisma se está tomando su tiempo con Laura. Esto ocurre a veces en el caso de las mujeres. El Crisma no tiene nada de científico, Reuben.
—Eso me contaron —dijo Reuben, pero lo lamentó de inmediato—. No hay ciencia que valga para nosotros; no hay ciencia que valga para los fantasmas y probablemente no hay ciencia que valga para los espíritus del bosque.
—Bueno, hay un montón de teorías pseudocientíficas, Reuben. No quieres implicarte en todo eso, ¿verdad? Laura lo está haciendo bien. Lo estamos haciendo bien. La fiesta de Navidad será espléndida y nuestra fiesta de Yule será más alegre de lo habitual, porque os tenemos a ti y a Stuart y tendremos a Laura. Ahora debo ponerme en camino. Ya llego tarde.