11

Reuben durmió hasta la tarde, cuando lo despertó una llamada de Grace. Sería mejor que fuera, dijo su madre, a firmar los documentos matrimoniales y que la ceremonia se celebrase al día siguiente por la mañana. Reuben mostró su conformidad.

Se detuvo al salir, solo para buscar a Felix, pero no lo encontró. Lisa pensaba que quizás hubiera ido a Nideck a supervisar los preparativos de la feria navideña.

—Estamos todos muy ocupados —le dijo, con un destello en la mirada, e insistió en que Reuben comiera.

Ella, Heddy y Jean Pierre habían puesto cuencos y bandejass de plata de ley en la larga mesa del comedor calientaplatos. Las puertas de la despensa estaban abiertas y había un montón de cajas de cubertería en el suelo, junto a la mesa.

—Ahora, escúchame, tienes que comer —insistió Lisa, yendo rápidamente hacia la cocina.

—No. —Reuben le dijo que cenaría con su familia en San Francisco—. Pero es divertido ver todos estos preparativos.

Lo era. Se dio cuenta de que faltaban solo siete días para la gran fiesta.

El robledal estaba atestado de trabajadores que llenaban las gruesas ramas grises de los árboles de lucecitas de Navidad. Ya estaban montando las tiendas en la terraza delantera de la casa. Galton y sus primos iban y venían. Habían llevado las magníficas estatuas de mármol del belén hasta un lado de la terraza, donde permanecían agrupadas a la intemperie, esperando a ser colocadas adecuadamente; a pesar de la llovizna, una cuadrilla de obreros construía algo que solo podía ser un pesebre navideño.

Reuben detestaba marcharse, pero no tenía elección. En cuanto al viaje que le esperaba, bueno, no iba a parar para recoger a Laura, que llegaría para la celebración nupcial del día siguiente en el Ayuntamiento.

Resultó que las cosas salieron peor de lo esperado.

Lo pilló un diluvio antes de alcanzar el Golden Gate y tardó más de dos horas en llegar a la casa de Russian Hill. La tormenta no daba indicios de amainar. La lluvia era de las que te empapan con solo correr del coche a la puerta de casa. Llegó despeinado y tuvo que ir a cambiarse de inmediato.

Ese fue el menor de sus problemas, sin embargo. En la firma de los documentos con Simon Oliver no hubo complicaciones, pero Celeste tenía un ataque de rabia al que dio rienda suelta con comentarios sarcásticos y resentidos al firmar la cesión de tutela del niño. Reuben reprimió un grito al ver las cantidades de dinero que estaban cambiando de manos, pero por supuesto no dijo nada.

No sabía lo que significaba gestar a un hijo y nunca lo sabría, ni tenía idea de lo que significaba renunciar a uno. Estaba contento por el hecho de que Celeste se marchara con suficiente dinero para el resto de su vida si planificaba las cosas bien.

Sin embargo, después de que los abogados se fueran y de soportar la cena en silencio, Celeste explotó en una andanada verbal acusando a Reuben de ser uno de los seres humanos más inútiles y menos interesantes jamás nacidos en el planeta.

Oír aquello no fue en absoluto fácil para Grace ni para Phil, pero no se levantaron de la mesa, y Grace no dejó de hacer gestos disimulados a Reuben pidiéndole paciencia. En cuanto a Jim, su expresión era compasiva pero extrañamente impávida, más estudiada que reflexiva. Iba como siempre bien vestido, con traje negro y alzacuellos. Su cabello castaño ondulado y sus ojos extremadamente agradables y atractivos completaban su imagen de sacerdote-estrella de cine, en opinión de Reuben. Jim era un hombre atractivo, pero nadie se refería nunca a ello, al menos si podía referirse al atractivo de su Reuben.

Reuben dijo poco o nada durante los primeros veinte minutos, mientras Celeste lo fustigaba tildándolo de haragán, guaperas que pierde el tiempo, zascandil inmerecidamente respetado, insulso y cabeza hueca que salía con animadoras, tipo sin ambición al que todo le resultaba tan fácil que no tenía ni la menor fibra moral. Nacido guapo y rico, desperdiciaba su vida.

Al cabo de un rato, Reuben apartó la mirada. Si el rostro de Celeste no hubiera estado colorado, contraído de rabia y arrasado de lágrimas, podría haberse enfadado. El caso era que sentía lástima y al mismo tiempo cierto desprecio por ella.

Nunca en la vida había sido perezoso y lo sabía. Tampoco había sido nunca «el chico insulso y cabeza hueca que salía con animadoras», pero no tenía ninguna intención de decirlo. Empezó a sentir un frío distanciamiento, incluso cierta tristeza. Celeste nunca lo había conocido lo más mínimo y, gracias a Dios, aquel era un matrimonio temporal. ¿Y si hubieran intentado casarse en serio?

Cada vez que ella mencionaba su «atractivo», él se daba cuenta de algo aún más profundo. Celeste lo despreciaba, lo despreciaba físicamente. Esa mujer con la cual había tenido intimidad en infinidad de ocasiones no podía soportarlo físicamente. Se le erizó el vello de la nuca al pensar en ello y en lo espantoso que podría haber sido un matrimonio real con Celeste.

—Y el mundo simplemente te da un bebé, del mismo modo que te da todo lo demás —dijo ella por fin, aparentemente concluyendo su razonamiento, agotada su furia, con un temblor en los labios—. Te odiaré hasta el día de mi muerte —añadió.

Celeste estaba a punto de continuar cuando él se volvió y la miró. Ya no sentía lástima, sino desagrado. La miró sin decir ni una palabra. Continuó mirándola a los ojos en silencio, y entonces, por primera vez, por primera vez en meses, ella pareció ligeramente asustada. De hecho, parecía asustada de Reuben como la primera vez que él había experimentado la influencia del Crisma, cuando empezó a cambiar de muchas formas sutiles antes de la transformación en lobo. Él no lo había entendido entonces y, por supuesto, ella nunca lo comprendió, pero había estado asustada.

Al parecer, los otros también percibieron cierto aumento del sufrimiento colectivo, y Grace empezó a hablar, pero Phil la instó a quedarse en silencio.

—He tenido que trabajar toda mi vida —dijo de pronto Celeste en voz baja y torturada—. Tuve que trabajar mucho de niña. Mi padre y mi madre dejaron una pequeña finca. Trabajé por todo. —Suspiró, obviamente exhausta—. A lo mejor no es culpa tuya que no sepas lo que eso significa.

—Exacto —dijo Reuben, cuyo tono de voz, profundo y brusco, lo sorprendió pero no lo detuvo—. Quizá nada de esto sea culpa mía. Quizá nada en nuestra relación haya sido nunca culpa mía, salvo no reconocer antes tu desprecio manifiesto por mí. Pero hace falta valor para ser cruel, ¿no?

Los demás estaban anonadados.

—¿No? —insistió Reuben.

Celeste bajó un momento la cabeza antes de volver a mirarlo. Parecía muy pequeña y vulnerable en la silla, con la cara blanca y demacrada y el bonito cabello despeinado. Su mirada se suavizó.

—Bueno, al fin y al cabo tienes voz —dijo con amargura—. Si lo hubieras descubierto un poco antes, tal vez nada de esto habría ocurrido.

—Oh, mentiras y estupideces —dijo Reuben—. Estupideces ególatras. Si no hay nada más que quieras decir, tengo cosas que hacer.

—¿Ni siquiera vas a decir que lo sientes? —preguntó ella con exagerada sinceridad. Estaba otra vez al borde de las lágrimas. Estaba palideciendo y temblando ante los ojos de Reuben.

—¿Que lo siento por qué? ¿Porque olvidaste tomar la píldora? ¿Porque la píldora no funcionó? ¿Que siento que una vida nueva vaya a venir a este mundo y que yo desee esa vida y tú no? ¿Qué es lo que hay que sentir?

Jim le hizo un gesto para que frenara.

Reuben miró fijamente a su hermano un momento y luego a Celeste.

—Te agradezco que estés dispuesta a tener este bebé —dijo—. Te agradezco que estés dispuesta a dármelo. Estoy muy agradecido. Pero no lamento absolutamente nada.

Nadie habló, ni siquiera Celeste.

—En cuanto a todas las mentiras y estupideces que has escupido durante la última hora, las he soportado como siempre he soportado tu crueldad y tu maldad, para mantener la paz. Así que, si no te importa, me gustaría disfrutar de un poco de paz ahora mismo. He terminado aquí.

—Reuben —dijo Phil con suavidad—, cálmate, hijo. Es solo una niña, igual que tú.

—Gracias, pero no necesito tu compasión —le dijo Celeste a Phil, echando chispas por los ojos—, y estoy segura de que no soy una niña.

La vehemencia con la que habló provocó un grito ahogado colectivo.

—Si alguna vez le hubieras enseñado a tu hijo algo práctico sobre lo que significa ser adulto en este mundo —continuó Celeste—, puede que las cosas fueran diferentes. La gente no puede permitirse tu aburrida poesía.

Reuben se había puesto furioso de repente. No confiaba en sí mismo para seguir hablando. Pero Phil ni siquiera pestañeó.

Grace se levantó abrupta y torpemente de la mesa, rodeó a Celeste y la ayudó a levantarse de la silla, aunque eso no era necesario desde el punto de vista físico.

—Estás cansada, muy cansada —le dijo con suavidad, solícita—. En cierto modo el agotamiento es una de las peores cosas.

A Reuben le asombró la forma en que Celeste aceptó aquella amabilidad sin una palabra de gratitud, como si fuera el deber de Grace ser amable con ella, o como si se hubiera acostumbrado a que lo fuera y lo diera por sentado.

Grace la acompañó al piso de arriba. Reuben deseaba desesperadamente hablar con su padre, pero Phil estaba mirando hacia otro lado con expresión abstraída y pensativa. Daba la impresión de estar completamente ausente de aquel momento y aquel lugar. ¿Cuántas veces había visto esa misma expresión en el rostro de Phil?

Todos permanecieron sentados en silencio hasta que reapareció Grace, que miró a Reuben un buen rato y por fin dijo:

—No sabía que pudieras enfadarte tanto. Vaya. Dabas miedo. —Se rio, incómoda.

Phil respondió con una risita e incluso Jim forzó una sonrisa. Grace puso su mano en la de Phil y ambos intercambiaron una mirada de intimidad silenciosa.

—¿Daba miedo? —preguntó Reuben. Todavía temblaba de rabia, el suyo era un temblor del alma—. Mira —dijo—, no soy un supermédico como tú, madre, ni soy un superabogado como ella. Tampoco soy un supersacerdote misionero de los barrios pobres como tú, Jim, pero no me parezco en nada al hombre que ella ha descrito aquí, y ninguno de vosotros ha pronunciado ni una palabra en mi defensa. Ni uno solo. Bueno, tengo mis sueños y mis aspiraciones y mis objetivos, y podrían no ser los vuestros, pero son los míos. He trabajado por ellos toda mi vida. No soy la persona que ella ha descrito, y podríais haber defendido a papá de ella, aunque no tuvierais estómago para defenderme. Él tampoco merecía su veneno.

—No, por supuesto que no —dijo Jim con rapidez—. Por supuesto que no. Pero Reuben, ella todavía puede desembarazarse de ese niño si cambia de opinión. ¿No lo entiendes? —Bajó la voz—. Esa es la única razón por la que hemos estado aquí sentados escuchándola. Nadie quiere arriesgarse a que descargue su ira contra este bebé.

—¡Oh, al diablo con ella! —dijo Reuben bajando la voz pese a su rabia—. No abortará, y menos con todo el dinero que ha cambiado de manos. No está loca y yo no voy a soportar más su maltrato. —Se levantó—. Papá, siento lo que te ha dicho. Ha sido feo y deshonesto como todo lo que sale de su boca.

—Olvídate de eso, Reuben —dijo Phil con calma—. Siempre me ha dado mucha lástima.

Esto sorprendió a Jim y también a Grace, aunque ella estaba obviamente luchando con multitud de emociones. Todavía se aferraba a la mano de Phil.

Nadie habló, y Phil continuó:

—Yo crecí como ella, hijo, trabajando por todo lo que tengo —dijo—. Pasará mucho tiempo hasta que se dé cuenta de lo que verdaderamente quiere en este mundo. Por el bebé, Reuben, por el bebé, sé paciente con ella. Recuerda que este niño te librará de Celeste y librará a Celeste de ti. No está mal en absoluto, ¿no?

—Lo siento, papá, tienes razón. —Reuben estaba avergonzado, completamente avergonzado.

Abandonó la reunión.

Jim salió tras él, siguiéndolo en silencio por la escalera. Pasó junto a su hermano y entró en la habitación de este.

El pequeño fuego de gas ardía bajo la repisa de la chimenea y Jim ocupó su sillón orejero acolchado favorito junto al hogar.

Reuben se quedó en el umbral un momento y luego suspiró, cerró la puerta tras de sí y ocupó su viejo sillón, enfrente del de Jim.

—Deja que diga una cosa —empezó Reuben—. Sé lo que te he hecho. Sé la carga que te he impuesto al contarte cosas horribles, cosas atroces en confesión, atado como estás a mantener el secreto. Jim, si pudiera volver atrás, no lo haría. Pero cuando acudí a ti, te necesitaba.

—Y ahora ya no —dijo Jim con voz apagada y los labios temblorosos—, porque tienes todos esos amigos hombres lobo en Nideck Point, ¿verdad?, y a Margon, el distinguido sacerdote de los impíos, ¿verdad? Vas a criar a tu hijo en esa casa con ellos. ¿Cómo vas a hacerlo?

—Preocupémonos de eso cuando nazca el niño —dijo Reuben. Pensó un momento—. No desprecias a Margon y los demás. Sé que no lo haces. No puedes. Creo que lo has intentado y no has sido capaz.

—No, no los desprecio —reconoció Jim—. En absoluto. Eso es lo misterioso. No los desprecio. No veo cómo alguien podría despreciarlos basándome en lo que sé de ellos y en lo bien que te trataron.

—Me alivia oír eso —dijo Reuben—. Estoy más aliviado de lo que puedo expresar. Sé lo que te he hecho con estos secretos. Créeme que lo sé.

—¿Te importa lo que piense? —preguntó Jim, sin sarcasmo ni amargura. Miró a Reuben como si sinceramente quisiera saberlo.

—Siempre —dijo Reuben—. Sabes que sí. Jim, fuiste mi primer héroe. Siempre serás mi héroe.

—No soy ningún héroe. Soy sacerdote, y soy tu hermano. Confiaste en mí. Confías en mí ahora. Estoy tratando desesperadamente de comprender qué puedo hacer por ayudarte. Además, deja que te diga que no soy ni he sido nunca el santo que tú crees. No soy tan buena persona como tú, Reuben. Quizá podríamos aclarar las cosas ahora. Sería bueno para los dos. He hecho cosas terribles en mi vida, cosas de las que no sabes nada.

—Eso me resulta muy difícil de creer —dijo Reuben.

Pero la voz de Jim era cruda y había una expresión en su mirada que Reuben nunca había visto.

—Bueno, tienes que creerme —dijo Jim—, y tienes que calmarte con Celeste. Esta es mi primera lección, mi primera preocupación. Quiero que escuches. Todavía podría librarse de ese bebé en cualquier momento. Oh, lo sé, tú no crees que lo haga y tal y cual, pero cálmate, Reuben. ¿Lo harás? Hasta que nazca este niño. —Calló, como si no supiera bien qué decir a continuación.

Cuando Reuben trató de hablar, empezó otra vez.

—Quiero decirte algunas cosas sobre mí, algunas cosas que podrían ayudarte a entender todo esto. Te pido que me escuches. Tengo que decírtelo, ¿vale?

Fue tan inesperado que Reuben no supo qué decir. ¿Cuándo lo había necesitado Jim?

—Por supuesto, Jim —respondió—. Cuéntame lo que quieras. ¿Cómo puedo negarte una cosa así?

—Vale, entonces escucha —dijo Jim—. Engendré un niño en una ocasión y lo maté. Lo engendré con la mujer de otro hombre. Lo hice con una hermosa joven que confió en mí y tendré esa sangre en mis manos toda la vida. No, no digas nada y escucha. A lo mejor volverás a confiarte a mí y a confiar en mí si sabes qué clase de persona soy y que siempre has sido mucho mejor que yo.

—Estoy escuchando, pero es solo que no…

—Tú tendrías unos once años cuando yo dejé la facultad de medicina —dijo Jim—, pero nunca supiste lo que ocurrió. Detestaba estudiar para ser médico, lo odiaba de verdad. Aunque cómo me dejé arrastrar solo por mamá y el tío Tim, por eso de que éramos una familia de médicos, por el abuelo Spangler y lo mucho que los adoraba a ellos y me adoraba es otra historia.

—Suponía que no querías hacerlo. ¿Qué más…?

—Eso no es lo importante —dijo Jim—. Bebía mucho en Berkeley. Me estaba pasando mucho y tenía una aventura con la mujer de uno de mis profesores, una hermosa inglesa. ¡Oh, al marido no le importaba! Al contrario; lo planeó. Me di cuenta enseguida. Tenía veinte años más que ella e iba en silla de ruedas a consecuencia del accidente de moto sufrido en Inglaterra a los dos años de casados. No tenían hijos. Eran él en su silla de ruedas, dando brillantes cursos en Berkeley, y Lorraine, una especie de ángel que lo cuidaba como si fuera su padre. Me invitaba a estudiar con él a su casa del sur de Berkeley, una de esas viejas casas hermosas de Berkeley con paneles oscuros, suelos de madera noble, viejas y grandes chimeneas de piedra y árboles al otro lado de las ventanas. El profesor Maitland llegaba a las ocho en punto y me decía que usara la biblioteca hasta la hora que quisiera: «Pasa la noche en la habitación de invitados, mira, aquí tienes la llave».

Reuben asintió.

—Un chollo —comentó.

—Oh, sí, y Lorraine, tan dulce. No tienes ni idea. Dulce, esa es la palabra que siempre me viene a la cabeza cuando hablo de Lorraine. Muy dulce. Amable, reflexiva, con ese acento inglés cristalino y la nevera llena de cerveza, una cantidad inagotable de cerveza, y whisky escocés de malta en el aparador y en el dormitorio de invitados, y yo me aproveché de todo. Prácticamente me mudé allí. Al cabo de unos seis meses de que empezara todo me enamoré de ella, si es que alguien que bebe a todas horas puede enamorarse. Finalmente reconocí lo mucho que la amaba. Me emborrachaba hasta el sopor cada noche en esa casa y ella me estuvo cuidando tanto como cuidaba al profesor. Lorraine empezó a ocuparse de todas las cosas complicadas de mi vida.

Reuben asintió. Era todo muy nuevo e inimaginable para él.

—Era excepcional, realmente lo era —dijo Jim—. Nunca supe si comprendió del todo la forma en que el profesor Maitland lo había orquestado todo. Yo lo sabía, pero ella no. Al mismo tiempo, ella había decidido que no le haríamos daño si lo manteníamos en secreto y nunca mostrábamos ni un atisbo de afecto especial el uno por el otro cuando él estuviera cerca. Trató de ayudarme, sin embargo. No se limitaba a llenarme la copa. No dejaba de decirme: «Jamie, tu problema es el alcohol. Tienes que dejarlo». De hecho me arrastró a dos reuniones de Alcohólicos Anónimos antes de que me diera una pataleta. Una y otra vez, ella terminaba los trabajos por mí, se ocupaba de mis pequeños proyectos, sacaba los libros que yo necesitaba de la biblioteca de la universidad, esa clase de cosas, pero no dejaba de decir: «Tienes que pedir ayuda». Estaba faltando a clase y ella lo sabía. En ocasiones, yo le seguía la corriente, hacía un par de promesas, hacía el amor con ella y luego me emborrachaba. Finalmente se rindió. Simplemente me aceptó como era, igual que aceptaba al profesor.

—¿Mamá y papá sospechaban la cuestión de la bebida?

—Oh, mucho. Los esquivaba. Lorraine me ayudaba a esquivarlos. Inventaba excusas para mí cuando ellos se pasaban a verme y yo estaba borracho como una cuba en la habitación de invitados de su casa. Pero ya llegaré a papá y mamá. Lorraine se quedó embarazada. No tenía que haber ocurrido, pero ocurrió. Fue entonces cuando estalló la crisis. Me volví loco. Le dije que tenía que abortar y salí de la casa en un ataque de rabia.

—Ya veo —dijo Reuben.

—No, no lo ves. Ella vino a mi apartamento. Me dijo que nunca abortaría, que quería a ese hijo más que a nada en el mundo y que dejaría al profesor Maitland en un abrir y cerrar de ojos si yo se lo pedía. Cuando el profesor Maitland se enteró de lo del bebé, lo comprendió. Le ofreció el divorcio, sin problema. Ella tenía unos pequeños ingresos. Estaba lista para hacer las maletas y venirse conmigo. Yo estaba horrorizado, en estado de shock, quiero decir.

—Pero tú la amabas.

—Sí, Reuben, la amaba, pero no quería hacerme responsable de nada ni nadie. Por eso la aventura con ella había sido tan estupenda. ¡Estaba casada! Cuando ella trataba de imponerme algo, yo me levantaba y me iba a mi casa y no respondía al teléfono.

—Lo entiendo.

—De repente, se había convertido en una pesadilla. Estaba rogándome que me casara con ella, que me convirtiera en un marido, en un padre. Eso era lo último que yo quería. Mira, estaba tan metido en el alcohol en ese momento, que la única cosa en que podía pensar era en juntar cerveza y whisky, cerrar la puerta y emborracharme. Traté de explicarle todo esto: que estaba hecho polvo, lo sentía por ella, que no podía quererme, que tenía que desembarazarse del bebé inmediatamente. Lorraine no se lo creía y, cuanto más hablaba ella, más me emborrachaba yo. Trató de quitarme el vaso de la mano. Fue la espoleta. Nos peleamos, me refiero a una verdadera pelea. Empecé a lanzarle cosas, a dar portazos, a romperlo todo. Estaba como una cuba, diciéndole las cosas más amenazadoras, pero ella se negaba a aceptarlo. No dejaba de decirme: «Es el alcohol el que habla, Jamie. No quieres decir estas cosas». Le pegué, Reuben. Empecé a darle bofetadas, luego la golpeé. Recuerdo su cara ensangrentada. Le pegué una y otra vez, hasta que estuvo en el suelo y seguí dándole patadas, diciéndole que nunca me comprendería, que era una zorra egoísta, una furcia egoísta. Le dije cosas que nadie debería decirle a otro ser humano. Se hizo un ovillo, tratando de protegerse…

—Eso era el alcohol, Jim —dijo Reuben con voz suave—. Nunca lo habrías hecho de no ser por el alcohol.

—Eso no lo sé, Reuben —dijo—. Yo era un tipo egoísta. Sigo siendo básicamente un tipo egoísta. Entonces pensaba que el mundo giraba en torno a mí. Tú solo tenías once o doce años. No tenías ni idea de cómo era yo realmente.

—¿Perdió el bebé?

Jim asintió. Tragó saliva. Estaba mirando el fuego de gas.

—Me desmayé en algún momento. Fundido a negro. Cuando me desperté, se había ido. Había sangre por todas partes: sangre en la alfombra, sangre en los tablones de madera, sangre en los muebles, en las paredes. Fue horrible. No puedes imaginar la cantidad de sangre que había. Fui siguiendo un rastro de sangre por los escalones y cruzando el jardín hasta la calle. Su coche ya no estaba.

Jim calló. Reuben cerró los ojos. Se oía el suave martilleo de la lluvia en los cristales. Por lo demás, la habitación estaba en silencio. La casa estaba en silencio. Luego Jim empezó a hablar otra vez.

—Continué en la peor borrachera que me he corrido nunca. Simplemente cerré la puerta y bebí. Sabía que había matado al bebé, pero estaba aterrorizado de haberla matado también a ella. Creía que la policía llegaría en cualquier momento. En cualquier momento llamaría el profesor Maitland. En cualquier momento. Podría haberla matado pegándole de aquel modo. La forma en que la pateé… Es increíble que no lo hiciera. Pasé días simplemente tirado en ese apartamento, bebiendo. Siempre almacenaba suficiente alcohol para hacerlo, y no sé cuánto tiempo pasó hasta que empezó a acabarse. No comía. No me duchaba. Nada. Solo bebía, bebía y me arrastraba por el apartamento, a cuatro patas en ocasiones, buscando para ver si quedaba algo en las botellas. Bueno, puedes imaginarte lo que pasó.

—Mamá y papá.

—Exacto. Aporrearon la puerta y eran papá y mamá. Resulta que habían pasado diez días, diez días, y que fue mi casero quien los llamó. Yo debía el alquiler y él estaba preocupado. Era un buen tipo. Bueno, el cabrón probablemente me salvó la vida.

—Gracias a Dios —dijo Reuben. Trataba de imaginarse todo aquello, pero no podía. Lo único que veía era a su hermano, sereno y fuerte, con su alzacuellos y su traje negro, sentado en el sillón de enfrente, contando una historia que apenas podía creer.

—Se lo conté todo —dijo Jim—. Me derrumbé y se lo conté todo. Estaba borracho, ¿entiendes?, así que me fue fácil babear, llorar, confesar todo lo que había hecho. Confesar cosas cuando estás como una cuba es pan comido. Sentía mucha pena por mí. Había destrozado mi vida. Le había hecho daño a Lorraine. Estaba suspendiendo en la facultad. Les dije a mamá y papá todo eso; simplemente, me sinceré. Y cuando mamá oyó cómo había pegado a Lorraine, cómo la había pateado, cómo había arrancado la vida a ese niño, bueno, puedes imaginarte la expresión de su rostro. Cuando vio las manchas de sangre en la alfombra, en el suelo, en las paredes… Luego los dos me metieron en la ducha, me lavaron y me llevaron directamente al Betty Ford Center de Rancho Mirage, California. Estuve allí noventa días.

—Jim, lo siento mucho.

—Reuben, fui afortunado. Lorraine podría haberme hecho meter entre rejas por lo que le hice. Por lo visto ella y el profesor Maitland habían vuelto a Inglaterra antes de que mamá y papá llamaran a mi puerta. Mamá se enteró de todo. La madre del profesor había sufrido un ictus grave en Cheltenham. Lorraine se había encargado de todas las gestiones en la universidad, así que estaba bien, aparentemente. Mamá lo verificó. La casa del sur de Berkeley estaba en venta. Si Lorraine había ingresado en un hospital después de mi paliza, bueno, nunca lo supimos.

—Te escucho, Jim, sé lo que me estás diciendo. Lo entiendo.

—No soy el héroe de nadie ni el santo de nadie, Reuben. Si no fuera por papá y mamá, si no me hubieran llevado al Betty Ford, si no hubieran estado a mi lado, no sé dónde habría acabado. No sé si seguiría vivo. Pero, mira, escucha lo que te estoy diciendo. Síguele el juego a Celeste por el bien del bebé. Esa es la lección número uno. Deja que tenga el bebé, Reuben, porque no sabes cómo lo lamentarías, hasta el día de tu muerte, si ella se desprende de él por algo que tú le hayas dicho. Reuben, hay veces en que es muy doloroso para mí incluso ver niños, ver niños pequeños con sus padres. Yo… Mira, no sé si podría trabajar en una parroquia católica normal, Reuben, con escuela y niños. Simplemente, no podría. Hay una razón por la que estoy metido en Tenderloin. Hay una razón para que mi misión haya sido trabajar con adictos. Hay una razón, ¿lo ves?

—Lo entiendo. Mira, voy a hablar con ella ahora, a disculparme.

—Hazlo, por favor —dijo Jim—. Quién sabe, Reuben, quizá de alguna manera este niño pueda mantenerte conectado a nosotros: a mí, a mamá y papá, a tu familia de carne y hueso, a cosas que nos importan a todos en la vida.

Reuben fue a llamar a la puerta de Celeste. La casa estaba en silencio, pero él vio la luz encendida en su habitación.

Iba en camisón, pero inmediatamente lo invitó a pasar. Estuvo fría, pero educada. Reuben se quedó de pie y se disculpó con ella lo más sinceramente que pudo.

—Oh, lo entiendo —dijo ella con aire levemente despectivo—. No te preocupes por eso. Pronto todo terminará entre nosotros.

—Quiero que seas feliz, Celeste —dijo.

—Lo sé, Reuben, y sé que serás un buen padre para este bebé. Lo serías aunque Grace y Phil no estuvieran aquí para hacer el trabajo sucio. Nunca he tenido ninguna duda sobre eso. En ocasiones, los hombres más infantiles e inmaduros se convierten en los mejores padres.

—Gracias, Celeste —dijo Reuben, forzando una sonrisa gélida. La besó en la mejilla.

No hubo necesidad de repetir esa conversación a Jim cuando volvió a su habitación.

Su hermano estaba junto al fuego, quieto y sumido en sus cavilaciones. Reuben se acomodó en su silla como antes.

—Cuéntame —dijo—, ¿es esta la verdadera razón de que te hicieras sacerdote?

Durante un buen rato, Jim no respondió. Entonces levantó la cabeza como si estuviera ligeramente mareado.

—Me hice sacerdote porque quise, Reuben —dijo en voz baja.

—Lo sé, Jim, pero ¿crees que tenías que enmendar lo que hiciste durante el resto de tu vida?

—No lo entiendes. —Jim parecía cansado, desmoralizado—. Me tomé mi tiempo para decidir qué hacer. Viajé. Pasé meses en una misión católica en el Amazonas y un año estudiando filosofía en Roma.

—Eso lo recuerdo —dijo Reuben—. Recibíamos esos grandes paquetes de Italia. No podía comprender que no vinieras a casa.

—Tenía muchas opciones, Reuben. Quizá por primera vez en la vida tuve verdaderas opciones. De hecho, el arzobispo me planteó la misma pregunta cuando le pedí entrar en el seminario. Discutimos el asunto. Se lo conté todo. Hablamos de expiación y de lo que significa hacerse sacerdote, vivir como sacerdote un año tras otro durante el resto de tu vida. Insistió en otro año de sobriedad en el mundo antes de aceptar mi solicitud de entrada al seminario. Normalmente exigía cinco años de vida sobria, pero hay que reconocer que mi período de alcoholismo había sido relativamente corto. Aparte estaban la donación del abuelo Spangler y el apoyo constante de mamá. Trabajé todos los días en Saint Francis at Gubbio como voluntario durante ese año. Cuando entré en el seminario, llevaba tres años sobrio y estaba en estricta libertad vigilada. Una copa y estaría fuera. Pasé por todo eso porque quise, Reuben. Me hice sacerdote porque era lo que quería hacer con mi vida.

—¿Qué pasa con la fe? —preguntó Reuben. Estaba recordando lo que había dicho Margon, eso de que Jim era un sacerdote que no creía en Dios.

—Oh, se trata de la fe —dijo Jim. Su voz era baja ahora y más confidencial—. Por supuesto, se trata de fe, de fe en que este es el mundo de Dios y nosotros los hijos de Dios. ¿Cómo no iba a tratarse de fe? Creo que si uno ama verdaderamente a Dios con todo su corazón, tiene que amar al prójimo. No es una elección. No amas a los demás para ganar puntos ante Dios. Los amas porque estás tratando de verlos y abrazarlos como Dios los ve y los abraza. Los amas porque están vivos.

Reuben era incapaz de hablar. Negó con la cabeza.

—Piensa en ello —dijo Jim en un susurro—. Mira a cada persona y piensa: «Dios creó este ser; Dios puso un alma en este ser». —Se sentó en la silla y suspiró—. Lo intento. Tropiezo. Me levanto. Lo intento otra vez.

—Amén —dijo Reuben en un susurro reverente.

—Quería trabajar con adictos, con borrachos, con gente cuya debilidad comprendía. Por encima de todo quería hacer algo que importara, y estaba convencido de que, siendo sacerdote, podría hacerlo. Podría cambiar la vida de la gente, quizás incluso salvar alguna de vez en cuando (salvar una vida, imagina) para compensar de algún modo la que había destruido. Podría decirse que Alcohólicos Anónimos y los Doce Pasos me salvaron tanto como mamá y papá. Y sí, me llevaron a tomar la decisión que tomé. Pero tuve elección y la fe formaba parte de ella. Salí de toda aquella pesadilla teniendo fe y tremendamente agradecido por no tener que ser médico. No te imaginas lo mucho que realmente deseaba no serlo. La medicina no necesita más corazones fríos, egoístas y bastardos. Gracias a Dios que me libré de eso.

—No lo entiendo —dijo Reuben—, pero yo nunca he tenido mucha fe en Dios.

—Lo sé —dijo Jim, mirando el pequeño fuego de gas—. Sabía eso de ti cuando eras niño. Pero yo siempre he tenido fe en Dios. La creación me habla de Dios. Veo a Dios en el cielo y en las hojas caídas. En mi caso siempre ha sido así.

—Creo que sé a qué te refieres —dijo Reuben en voz baja. Quería que Jim continuara.

—Veo a Dios en los pequeños gestos amables de la gente por el prójimo. Veo a Dios en los ojos de los marginados con los que trato. —Calló de repente, negando con la cabeza—. La fe es una decisión personal, ¿no? Es algo que reconoces tener o que reconoces no tener.

—Creo que tienes razón.

—Por eso nunca he sermoneado a la gente sobre el supuesto pecado de no creer —dijo Jim—. Nunca me oirás tachar a un descreído de pecador. Eso no tiene ningún sentido para mí.

Reuben sonrió.

—Y quizá por eso siempre das a la gente la impresión equivocada. Creen que no crees cuando, de hecho, lo haces.

—Sí, eso ocurre de vez en cuando —dijo Jim, con una sonrisa amable—. Pero no importa. El modo en que la gente cree en Dios es un tema amplio, ¿no te parece?

Se hizo un silencio entre ellos. Había muchas cosas que Reuben quería preguntar.

—¿Alguna vez viste o tuviste noticias de Lorraine? —preguntó.

—Sí —dijo Jim—. Le escribí una carta pidiéndole perdón alrededor de un año después de salir del Betty Ford. Le escribí más de una, pero me las devolvieron desde la dirección de reenvío que había dejado en Berkeley. Entonces conseguí que Simon Oliver me confirmara que ella estaba de hecho en Cheltenham y en esa dirección. No podía culparla por devolverme las cartas. Le escribí otra vez, exponiéndoselo todo en los términos más francos. Le dije cuánto lo sentía, que a mis ojos era culpable de asesinato por lo que le había hecho al bebé, que temía haberle causado a ella un perjuicio irreparable y que nunca pudiera tener hijos. Recibí una nota breve pero muy compasiva diciéndome que estaba bien y que no me preocupara. No le había causado ningún daño permanente; debía continuar con mi vida.

»Posteriormente, antes de entrar en el seminario, le escribí otra vez, preguntándole por su bienestar y contándole mi decisión de hacerme sacerdote. Le dije que con el tiempo mi sentimiento del daño que le había causado se había hecho más hondo. Le conté que los Doce Pasos y mi fe me habían cambiado la vida. Hice demasiado hincapié en mis propios planes y sueños y mi ego en esa carta. A toro pasado, en realidad fue algo egoísta por mi parte, pero también era una carta de desagravio, por supuesto. Ella me escribió una carta extraordinaria, simplemente extraordinaria.

—¿Por qué?

—Me decía, lo creas o no, que yo le había proporcionado la única felicidad real que había conocido en los últimos años. Continuaba diciendo algo sobre lo mal que había estado antes de que yo llegara a su vida, lo desmoralizada que se sentía hasta el día en que el profesor Maitland me llevó a su casa. Decía que su vida había cambiado completamente para mejor al conocerme y que no quería que me preocupara, que no le había hecho ni una pizca de daño. Decía que pensaba que sería un sacerdote maravilloso. Encontrar una vocación tan importante en este mundo era de hecho algo «inusitado». Recuerdo que usó esa palabra, «inusitado». A ella y al profesor les iba estupendamente, decía. Me deseaba lo mejor.

—Eso tuvo que impresionar al arzobispo —dijo Reuben.

—Bueno, en realidad sí. —Jim soltó una risita, restándole importancia—. Así era Lorraine —dijo—. Siempre amable, siempre considerada, siempre generosa. Lorraine siempre fue muy dulce. —Cerró los ojos un momento y continuó—: Hace un par de años, no recuerdo la fecha en realidad, leí un breve obituario del profesor en el New York Times. Espero que Lorraine haya vuelto a casarse. Rezo por que lo haya hecho.

—Da la impresión de que hiciste todo lo que pudiste —dijo Reuben.

—Ella y ese niño me persiguen —dijo Jim—. ¡Cuando pienso en todas las cosas que podría haber hecho por ese niño! Lo quiera o no, pienso en lo que podría haber hecho. En ocasiones simplemente no puedo tener niños cerca. No quiero estar en ningún lugar donde hay niños. Doy gracias a Dios por estar en la parroquia de Saint Francis, en Tenderloin, y por no tener que predicar a familias con hijos. Me carcome pensar en lo que podría haberle dado a ese niño.

Reuben asintió.

—Pero vas a amar a este pequeño sobrino tuyo que pronto llegará.

—Oh, desde luego —dijo Jim—, con todo mi corazón. Sí. Lo siento. No quería decir esas cosas sobre los niños. Es solo que…

—Créeme, lo entiendo —dijo Reuben—. Quizá no debería haberlo expresado así.

Jim desvió la mirada otra vez hacia el fuego durante un buen rato, como si no hubiera oído a su hermano.

—Pero toda mi vida me acecharán Lorraine y ese niño —dijo—, y lo que podría haber sido ese niño. No espero que dejen de acosarme. Lo merezco.

Reuben no respondió. No estaba del todo seguro de que Jim tuviera razón en todo aquello. La vida de su hermano parecía modelada por la culpa, por el remordimiento, por el dolor. Había muchas preguntas que quería hacerle, pero no se le ocurría cómo planteárselas. Se sentía más cerca que nunca de Jim, inconmensurablemente más cerca, pero perdido en cuanto a qué decirle. También era muy consciente de que él mismo vivía en un reino en el que acababa con una vida humana sin una pizca de remordimiento. Lo sabía. Sabía todo eso, pero no le provocaba ninguna emoción catastrófica.

—Varias veces, en los últimos dos años —continuó Jim—, he visto a Lorraine. Al menos eso creo. He visto a Lorraine en la iglesia. Nunca es más que un atisbo y siempre durante la misa, cuando no puedo abandonar el altar. La veo, al fondo, y entonces, por supuesto, cuando doy la última bendición, ya se ha ido.

—¿No crees que te lo estás imaginando?

—Bueno, lo creería de no ser por los sombreros.

—¿Los sombreros?

—A Lorraine le encantaban los sombreros. Le encantaban la ropa vintage y los sombreros vintage. No sé si es una cosa británica o qué, pero Lorraine siempre tuvo mucho estilo, y desde luego adoraba los sombreros. En cualquier función universitaria de entonces llevaba alguna pamela, normalmente con flores, y por la noche se ponía esos sombreros negros de cóctel con velo, ¿sabes?, los que llevaban las mujeres hace años. En realidad probablemente no sabes cuáles. Coleccionaba ropa vintage y sombreros vintage.

—Y la mujer que ves en la iglesia lleva un sombrero.

—Siempre, y es un verdadero sombrero de Lorraine Maitland. Es, mira, un sombrero como los de Bette Davis o Barbara Stanwyck. Y además están su cabello, su larga melena rubia y lisa, y su rostro y la forma de la cabeza y los hombros. Tú a mí me reconocerías a distancia. Yo te reconocería a distancia. Estoy seguro de que es Lorraine. A lo mejor ahora vive aquí o puede que solo me lo esté imaginando.

Jim hizo una pausa, mirando las llamas del fuego de gas, y entonces continuó.

—Ahora no estoy enamorado de Lorraine. Creo que lo estuve, con alcohol o sin él. Sí, estuve enamorado de ella, pero ahora no lo estoy, y la verdad es que no tengo derecho a localizarla si vive aquí. No tengo derecho a inmiscuirme en su vida, a hacerle revivir todos esos recuerdos, pero egoístamente me encantaría saber que es feliz, que ha vuelto a casarse y quizá tiene hijos. ¡Si pudiera saber eso a ciencia cierta! ¡Ella quería tanto ese bebé! Quería ese bebé más de lo que me quería a mí.

—Ojalá supiera qué decirte —dijo Reuben—. Me rompe el corazón que estés pasando por esto, y créeme, saldré a comprarle piña a Celeste a medianoche si es lo que quiere.

Jim rio.

—Creo que te irá bien con Celeste, siempre y cuando no te enfrentes a ella. Deja que crea en todas las cosas malas que tiene que creer.

—Te entiendo.

—Hace falta más valor para renunciar a este bebé de lo que Celeste está dispuesta a reconocer. Así que deja que descargue su rabia en ti.

—Es lo que hago —dijo Reuben, levantando las manos.

Jim estaba mirando otra vez el fuego, las llamas azules y anaranjadas que lamían el aire.

—¿Cuándo fue la última vez que crees que viste a Lorraine?

—No hace mucho —dijo Jim—. Unos seis meses, tal vez. Un día de estos voy a alcanzarla fuera de la iglesia, y eso será cuando ella decida que es el momento. Si me dice que le hice tanto daño que no pudo tener hijos, bueno, eso será exactamente lo que mereceré oír.

—Jim, si le causaste tanto daño, podría denunciarte. Podría denunciarte incluso ahora por lo que ocurrió, ¿no?

—Sí —dijo Jim. Asintió y miró a Reuben—. Desde luego que podría. Siempre he sido sincero con mis superiores acerca de esto, como te he contado, pero ellos también han sido sinceros conmigo. Sabían que lo que había hecho había ocurrido en una pelea de borracho. Era un alcohólico debilitado. No lo consideraron un crimen premeditado. Un hombre que mata no puede ser sacerdote. Sin embargo, cualquier escándalo, en cualquier momento, podría hundirme. Una carta al arzobispo, una amenaza de hacerlo público, con eso bastaría. Lorraine podría hundirme, sí, y la gran misión personal de Jim en los suburbios de San Francisco terminaría como si nada.

—Bueno, ella probablemente lo sabe —dijo Reuben—. A lo mejor solo quiere hablar contigo y se está armando de valor.

Jim lo estaba sopesando.

—Es posible —dijo.

—O te sientes tan culpable por todo eso que cualquier mujer bonita con sombrero te parece Lorraine.

Jim sonrió y asintió.

—Eso podría ser —concedió—. Si es Lorraine, probablemente tratará de protegerme de la verdad pura y dura sobre lo que le hice. Ese era el tono de sus cartas. Es dulce, muy dulce. Era la persona más amable que he conocido. Solo puedo imaginar cómo fue para ella cuando me dejó ese último día. ¿Cómo lo soportó? Volver a casa enferma, con hemorragia, perder un bebé y tener que contárselo a Maitland. —Negó con la cabeza—. No sabes lo protectora que era con Maitland. No es de extrañar que él se la llevara de allí y volvieran a Inglaterra. Ictus. No creo que su madre tuviera un ictus. Vaya si lo decepcioné. Me eligió para que fuera un consuelo para su mujer y la golpeé hasta casi matarla.

Reuben estaba completamente perdido.

—Bueno, escucha, esta es la segunda lección —dijo Jim—. No soy un santo. Nunca lo fui. Tengo una vena mezquina de la cual no sabes nada y siempre la tendré. Trabajo con adictos en mi iglesia porque soy un adicto y los comprendo y comprendo las cosas que han hecho. Así que deja de pensar que tienes que protegerme de las cosas que te están pasando. Puedes acudir a mí y contarme lo que te sucede y yo puedo soportarlo, Reuben. Te lo juro.

A Reuben le parecía estar mirando a Jim a través de una enorme brecha abierta entre ellos.

—No puedes hacer mucho para ayudarme —dijo Reuben—. No estoy huyendo de lo que soy ahora.

—¿Has pensado en hacerlo? —preguntó Jim.

—No, no quiero —dijo Reuben.

—¿Has pensado en tratar de revertirlo?

—No.

—Nunca has pensado en preguntar a tus augustos mentores si puede revertirse o no.

—No —reconoció Reuben—. Nos lo habrían dicho a Stuart y a mí si pudiera revertirse.

—¿Lo habrían hecho?

—Jim, eso… no es posible. Eso es indiscutible. No estás entendiendo el poder del Crisma. Has visto un Lobo Hombre con tus propios ojos, pero nunca has visto a uno de nosotros experimentar el cambio. No es algo que pueda revertirse en mi caso. No. —«¿Renunciar a la vida eterna? ¿Renunciar a ser inmune a las enfermedades, al envejecimiento?»—. Pero por favor. Por favor. Quiero que sepas que estoy haciendo el mejor uso que puedo del don del lobo.

—El don del lobo —dijo Jim con una leve sonrisa—. Qué bonita expresión. —No estaba siendo sarcástico. Parecía estar soñando, paseando la mirada por la habitación a oscuras y fijándola quizás en las ventanas mojadas de lluvia. Reuben no estaba seguro.

—Recuerda, Jim —dijo—, que Felix y Margon están haciendo todo lo que está en su mano para guiarnos a Stuart y a mí. No es un reino sin ley, Jim. No nos faltan leyes ni reglas ¡ni conciencia! Recuerda que podemos percibir el mal. Podemos olerlo. Podemos distinguir el olor de la inocencia y el del sufrimiento. Si alguna vez he de llegar al fondo de lo que somos, de lo que son nuestros poderes, de lo que significan, bueno, será a través de otros como Margon y Felix. El mundo no me va a ayudar con todo esto. No puede. Sabes que no puede. Es imposible.

Jim pareció considerarlo durante un rato y luego asintió.

—Entiendo por qué te sientes así —murmuró, y luego pareció sumirse en sus pensamientos—. Dios sabe que no he sido de mucha ayuda hasta el momento.

—Sabes que no es cierto, y sabes cómo es mi vida en Nideck Point.

—Oh, sí, es magnífica. Es maravillosa. Esa casa y esos amigos tuyos son como nada que haya imaginado. Has sido recibido por una especie de aristocracia monstruosa, ¿verdad? Es como una corte real. Sois todos príncipes de sangre. ¿Cómo puede competir con eso la «vida normal»?

—Jim, ¿recuerdas la película Tombstone? ¿Recuerdas lo que le dice Doc Holliday a Wyatt Earp cuando Doc está muriendo? Vimos la película juntos, ¿lo recuerdas? Doc le dice a Wyatt: «La vida normal no existe, Wyatt. Solo existe la vida».

Jim rio entre dientes. Cerró los ojos un momento y luego volvió a mirar el fuego.

—Jim, sea lo que sea, estoy vivo. Absoluta y completamente vivo. Formo parte de la vida.

Jim lo observó con otra de esas encantadoras sonrisas suyas.

Lentamente, Reuben le contó lo ocurrido con Susie Blakely. No lo planteó con fanfarronería ni lo adornó. Sin mencionar en absoluto el fantasma de Marchent, le explicó que había ido a cazar porque lo necesitaba, infringiendo las reglas establecidas por los regios Felix y Margon, y de qué manera había rescatado a Susie y la había llevado a la iglesia de la pastora George. Susie ya estaba con sus padres.

—Esa es la clase de cosas que hacemos, Jim —dijo—. Así son los morfodinámicos. Esta es nuestra vida.

—Lo sé —respondió Jim—. Lo entiendo. Siempre lo he sabido. Leí lo de esa niña. ¿Crees que lamento que le salvaras la vida? ¡Demonios, salvaste todo un autocar de niños secuestrados! Sé estas cosas, Reuben. Olvidas dónde trabajo, dónde vivo. No soy ningún sacerdote de parroquia de un barrio residencial que aconseja a parejas casadas sobre el decoro público. Sé lo que es el mal. Lo distingo en cuanto lo veo y, a mi manera, también lo huelo. Puedo oler la inocencia y la impotencia y la necesidad desesperada, pero conozco el peligro de enfrentarse al mal jugando a ser Dios. —Se interrumpió, frunciendo ligeramente las cejas, sopesando algo, y luego añadió—: Quiero amar como Dios, pero no tengo derecho a arrebatar una vida como Dios. Ese derecho le corresponde solo a Él.

—Mira, te lo dije la primera vez que me confesé: eres libre de llamarme y hablar de esto en cualquier momento; puedes abordar el asunto libremente. Cuando necesites hablar…

—¿Tenemos que hablar de mis necesidades? Estoy pensando en ti. Pienso en ti alejándote cada vez más de la vida ordinaria, y ahora quieres llevarte a tu hijo a Nideck Point. Ni siquiera el milagro de este niño te devolverá a nosotros, Reuben. Quizá no pueda.

—Jim, allí es donde vivo y este es el único hijo humano que tendré.

Jim se estremeció.

—¿Qué quieres decir?

Reuben se lo explicó. En adelante cualquier niño que engendrara sería con otro morfodinámico y también sería morfodinámico, casi con toda seguridad.

—Así que Laura no puede concebir un hijo contigo —dijo Jim.

—Bueno, pronto podrá. Se va a convertir en una de nosotros. Mira, Jim, lo siento. Siento sacar esto a relucir contigo, porque no hay nada que puedas hacer para ayudarme, salvo guardarme el secreto y seguir siendo mi hermano.

—¿Laura ha tomado esta decisión? ¿Por sí sola?

—Por supuesto que sí. Mira todo lo que ofrece el Crisma, Jim. No envejecemos. Somos invulnerables a la enfermedad o la degeneración. Pueden matarnos, sí, pero la mayoría de las heridas no nos afectan en absoluto. Eludiendo accidentes y percances, podemos vivir para siempre. No adivinarías la edad de Margon ni la de Sergei o la de cualquiera de los otros. Sabes de qué estoy hablando. Lo sabes, Felix. Has pasado horas hablando con esos hombres. ¿Crees que Laura rechazará la vida eterna? ¿Quién tiene la fortaleza necesaria para hacer eso?

Silencio. La pregunta obvia era si Jim la hubiera rechazado de habérsela ofrecido, aunque Reuben no tenía intención de llegar a eso.

Su hermano parecía confundido, alicaído.

—Mira, quiero pasar un poco de tiempo con mi pequeño —dijo Reuben—. Unos años al menos. Quizá después vaya a la escuela en San Francisco y viva con mamá y papá, o quizás a alguna escuela de Inglaterra o Suiza. Tú y yo nunca quisimos, pero podríamos haber hecho lo mismo, y mi pequeño puede tenerlo. Lo protegeré de lo que soy. Los padres siempre tratan de proteger a sus hijos de… de algo, de muchas cosas.

—Entiendo lo que estás diciendo —murmuró Jim—. ¿Cómo podría no entenderlo? Pienso en ese niño, en el niño de Lorraine, mi hijo, todo el tiempo. Supongo que tendría doce años ahora, no lo sé…

Jim parecía cansado y viejo, pero no derrotado. En cierto modo estaba elegante como siempre, con alzacuellos y el traje negro que, también como siempre, constituía una especie de armadura. De repente, Reuben sintió pánico al mirarlo. No podía saber hasta qué punto aquello lo había afectado. Trató de imaginarlo. Trató de ponerse en la piel de Jim, pero simplemente no pudo, y la historia de Lorraine y el bebé solo lo hizo sufrir más por el bienestar de Jim.

¡Qué diferente de la noche que Reuben había entrado en forma de lobo en el confesionario de la iglesia de St. Francis, tremendamente necesitado de Jim, torturado y confuso! Ahora solo quería proteger a Jim de todo eso y no sabía cómo hacerlo. Quería hablarle del fantasma de Marchent, pero no podía. No podía añadir más carga sobre Jim.

Cuando su hermano se levantó para irse, Reuben no lo detuvo. Le sorprendió que se volviera hacia él y lo besara en la frente. Jim murmuró algo con suavidad, algo sobre el amor, y luego salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Reuben se quedó sentado en silencio un buen rato, luchando contra las ganas de llorar. Lamentaba no estar en Nideck Point. Multitud de preocupaciones se abatieron sobre él. ¿Y si Celeste abortaba? ¿Cómo demonios iba a vivir Phil bajo el mismo techo que Celeste, que no podía disimular su desprecio por él? Demonios, ¿acaso no era la casa de su padre? Reuben tenía que apoyarlo. Tenía que llamarlo, que visitarlo, que pasar tiempo con él. Si al menos hubiera estado acabada la casa de huéspedes de Nideck Point… En cuanto lo estuviera, llamaría a su padre y lo instaría a instalarse en ella por tiempo indefinido. Tenía que encontrar una forma de demostrarle a Phil lo mucho que lo amaba y que siempre lo había amado.

Finalmente, se tumbó y se quedó dormido, exhausto por las vueltas mentales que estaba dando. Solo entonces se sumergió en las imágenes de Nideck Point; solo en ese momento oyó la voz tranquilizadora de Felix y reflexionó, en ese mundo a medio camino entre dormir y soñar, acerca de que su tiempo en esa casa había terminado realmente y el futuro le deparaba cosas hermosas. Quizá fuera así también para Celeste. Quizá sería feliz, y él la conocía lo suficientemente bien para saber que si sacrificaba a ese hijo se sentiría desdichada.

La boda estaba prevista para las once en el despacho del juez. Laura los estaba esperando bajo la cúpula del Ayuntamiento cuando entraron. Enseguida besó a Celeste y le dijo que estaba espléndida. Se ganó su simpatía y le dijo que se alegraba de volver a verla, todo ello de forma un poco despreocupada, predecible y ridícula.

Entraron inmediatamente en el despacho del juez y en cinco minutos todo había terminado. Reuben lo encontró triste y bastante lúgubre; Celeste no le hizo el menor caso, como si ni siquiera existiera, al dar el «sí, quiero».

Jim permaneció en un rincón de la sala con los brazos cruzados y la mirada baja.

Casi habían llegado a las puertas del edificio cuando Celeste anunció que tenía algo que decir y pidió que todos se colocaran a un lado.

—Siento todo lo que dije ayer —anunció con monotonía e insensibilidad—. Tienes razón. Nada de esto es culpa tuya, Reuben. Es culpa mía y lo siento, y siento lo que dije a Phil. Nunca debería haberla tomado con Phil de esa manera.

Reuben sonrió y asintió con agradecimiento. Una vez más, como había hecho la noche anterior, la besó en la mejilla.

Laura estaba visiblemente confundida y un poco ansiosa, mirándolos alternativamente. En cambio, Grace y Phil estaban notablemente tranquilos, como si les hubieran advertido que eso iba a ocurrir.

—Todos lo entendemos —dijo Grace—. Estás embarazada y tienes los nervios de punta. Todos lo saben. Reuben lo sabe.

—Haré lo que esté en mi mano para facilitar las cosas —dijo Reuben—. ¿Quieres que esté en la sala de partos? Allí estaré.

—¡Oh, no seas tan condenadamente servil! —le respondió Celeste con brusquedad—. No soy capaz de deshacerme de un bebé solo porque el embarazo sea inoportuno. Nadie tiene que pagarme para que tenga un bebé. Si fuera capaz de abortar, el bebé ya no existiría.

Jim se acercó enseguida y puso el brazo derecho en torno a Celeste. Sujetó la mano de Grace con su izquierda.

—San Agustín escribió algo en cierta ocasión, algo en lo que pienso con frecuencia —dijo—. «Dios triunfa sobre la ruina de nuestros planes». Quizás eso es lo que está ocurriendo aquí. Cometemos errores garrafales, nos equivocamos y, de alguna manera, se abren nuevas puertas, surgen nuevas posibilidades, oportunidades con las que nunca hemos contado. Confiemos en que eso sea lo que nos está ocurriendo a todos nosotros.

Celeste le dio a Jim un beso fugaz, y enseguida lo abrazó y apoyó la cabeza en el pecho del sacerdote.

—Estamos contigo a cada paso del camino, querida —dijo este. Estaba allí de pie como un roble—. Todos nosotros.

Era una actuación magistral, hecha con convicción, pensó Reuben. Le resultaba obvio que Jim despreciaba a Celeste. Aunque tal vez Jim simplemente estuviera amándola, amándola realmente como trataba de amar a todos. ¿Qué iba a hacer ahora?, pensó Reuben.

Sin una palabra más, la pequeña reunión se disolvió. Grace y Phil se llevaron a Celeste, Jim puso rumbo a la iglesia de St. Francis y Reuben se llevó a Laura a comer.

Cuando se sentaron en la penumbra del restaurante italiano y hablaron por fin, Reuben le contó brevemente a Laura con desesperanza lo ocurrido la noche anterior y cómo había herido a Celeste.

—No debería haberlo hecho —dijo, alicaído de repente—, pero es que tenía que decir algo. Te digo que creo que ser odiado es doloroso, pero ser profundamente despreciado lo es aún más, y eso es lo que recibo de ella, un intenso desprecio. Es como una llama. Siempre lo sentía cuando estaba con ella, y me ha marchitado el alma. Ahora lo sé porque la desprecio y, que Dios me ayude, quizá siempre lo hice y he sido tan deshonesto como ella.

De lo que quería hablar era de Marchent. Necesitaba hablar de Marchent. Quería volver al mundo de Nideck Point, pero estaba atrapado allí, fuera de su elemento, en su viejo mundo, ansioso por escapar de él.

—Reuben, Celeste nunca te quiso —dijo Laura—. Salía contigo por dos razones: tu familia y tu dinero. Amaba ambas cosas y no quería reconocerlo.

Reuben no respondió. La verdad era que no creía a Celeste capaz de semejante cosa.

—Lo entendí en cuanto pasé un rato con ella —dijo Laura—. Estaba intimidada por ti, por tu educación, tus viajes, tu don con las palabras, tu educación. Quería todas esas cosas para sí misma y la culpabilidad la corroía. De ahí su sarcasmo, sus pullas constantes, la forma en que continuaba incluso cuando tú ya no estabas comprometido, la forma en que simplemente no podía parar. Nunca te ha querido. Y ahora, ¿no lo ves?, está embarazada y lo aborrece, pero está viviendo en el hermoso hogar de tus padres y acepta dinero para el bebé, grandes cantidades de dinero, sospecho, y está avergonzada y apenas puede soportarlo.

Eso tenía sentido. De hecho, de repente tenía todo el sentido del mundo. Parecía que una luz se hubiera encendido en su mente a la cual podía leer su extraño pasado con Celeste con claridad por primera vez.

—Es probablemente como una pesadilla para ella —dijo Laura—. Reuben, el dinero confunde a la gente. Lo hace. Es un hecho, confunde a la gente. Tu familia tiene mucho. Actúan como si no lo tuvieran: tu madre no para de trabajar, como una mujer enérgica que se ha hecho a sí misma; tu padre es un idealista y un poeta que lleva la misma ropa que compró hace veinte años; Jim actúa igual, de un modo místico, espiritual, obligándose a predicar a otros de tal manera que está perpetuamente agotado. Tu padre siempre está luchando con su viejo mundo o tomando notas en un libro como si tuviera que dar una clase por la mañana. Tu madre rara vez disfruta de una noche de sueño decente. Tú también eres un poco así. Trabajas noche y día en tus artículos periodísticos para Billie, aporreando el ordenador hasta que prácticamente te quedas dormido encima. Sin embargo, tenéis dinero, y desde luego no tenéis ni idea de cómo es vivir sin él.

—Tienes razón —dijo Reuben.

—Mira, ella no lo planeó. Simplemente no sabía lo que estaba haciendo. Pero ¿por qué la has escuchado? Eso es lo que siempre me he preguntado.

Eso le encendió una bombilla. Marchent le había dicho algo similar, aunque se le escapaba exactamente qué. Algo sobre el misterio de que escuchara a quienes lo criticaban y le bajaban los humos. Y su familia, desde luego, lo hacía mucho, y lo había hecho mucho antes de que Celeste se uniera al coro. Quizás inconscientemente habían invitado a Celeste a unirse al coro. Quizás esa había sido la puerta de entrada de Celeste, aunque ni él ni ella se hubieran dado cuenta nunca. Una vez que hubo continuado con el implacable escrutinio de Cielito y Niñito, bueno, se dio por sentado que ella hablaba el lenguaje común. Quizá se había sentido a gusto con Celeste porque le hablaba en ese lenguaje común.

—Al principio me gustaba mucho —dijo Reuben en voz baja—. Me lo pasaba bien con ella. La encontraba guapa. Me gustaba que fuera lista. Me gustan las mujeres listas. Disfrutaba de estar con ella. Luego las cosas empezaron a torcerse. Debería haber hablado. Debería haberle dicho lo a disgusto que estaba.

—Y lo habrías hecho en su momento —dijo Laura—. Todo habría terminado de forma completamente natural e inevitable si no hubieras ido a Nideck Point. De hecho, terminó de manera natural, salvo que ahora está el bebé.

Reuben no respondió.

El restaurante se estaba llenando, pero se sentaron en un pequeño círculo de intimidad, a la mesa de un rincón, con las luces atenuadas, pesadas cortinas y fotos enmarcadas en torno a ellos absorbiendo el sonido.

—¿Es tan difícil que alguien me ame? —preguntó él.

—Sabes que no —dijo ella sonriendo—. Es fácil amarte, tan fácil que todos los que te conocen te aman. Felix te adora. Thibault te ama. Todos te quieren. ¡Incluso Stuart!, y eso que Stuart es un chico que, a su edad, supuestamente debería estar enamorado de sí mismo. Eres un tipo agradable, Reuben. Eres un tipo bueno y amable, y te diré otra cosa: eres humilde, Reuben. Algunos simplemente no comprenden la humildad. Tienes una forma de abrirte a lo que te interesa, de abrirte a otras personas (como Felix, por ejemplo) para aprender de ellas. Puedes sentarte a la mesa en Nideck Point y escuchar con calma a todos los ancianos de la tribu de los morfodinámicos con asombrosa humildad. Stuart no es capaz. Tiene que flexionar los músculos, retar, instigar, provocar. Tú simplemente sigues aprendiendo. Por desgracia, alguna gente confunde eso con debilidad.

—Es una valoración demasiado generosa, Laura —dijo Reuben. Sonrió—. Pero me gusta tu forma de ver las cosas.

Laura suspiró.

—Reuben, Celeste ya no forma realmente parte de ti. No puede. —Frunció el entrecejo y se le crisparon un poco los labios, como si le resultara particularmente doloroso decirlo. Continuó en voz baja—: Vivirá y morirá como cualquier ser humano. Su camino siempre ha sido duro. Pronto descubrirá lo poco que el dinero cambiará eso para ella. Puedes permitirte perdonárselo todo, ¿no?

Reuben miró a Laura a los ojos.

—Por favor —dijo ella—. Nunca sabrá, ni por un momento, la clase de vida que se abre para nosotros dos.

Reuben entendía el significado gramatical de lo que le decía, aunque desconocía lo que significaba desde el punto de vista emocional. Pero sabía lo que tenía que hacer.

Cogió el teléfono y mandó un mensaje de texto a Celeste. Escribió sin abreviar las palabras: «Lo siento. De verdad. Quiero que seas feliz. Cuando todo esto acabe, quiero que seas feliz».

Qué terrible cobardía escribirlo en su iPhone cuando no podía decirlo en persona.

Al cabo de un momento ella respondió. Aparecieron las palabras: «Siempre serás mi Cielito».

Reuben miró el iPhone impávido y borró el mensaje.

Salieron de San Francisco a las tres y media, antes de la hora punta de tráfico de la tarde. Sin embargo, se circulaba despacio bajo la lluvia y Reuben no llegó a Nideck Point hasta pasadas las diez.

Una vez más, las alegres luces de Navidad de la casa lo reconfortaron de inmediato. Cada ventana de la fachada de tres pisos estaba limpiamente definida por las luces y la terraza ordenada; las tiendas estaban dobladas todas juntas, del lado del océano, y un gran pesebre bien construido había cobrado forma en torno a la Sagrada Familia. Habían puesto las estatuas apresuradamente a cubierto en él y, aunque sin heno ni vegetación todavía, la belleza de las figuras era impresionante: estoicas y elegantes bajo el techado de madera, con las caras iluminadas por las luces de la casa y la oscuridad fría alrededor. Reuben tenía ciertos indicios de lo maravillosa que iba a ser la fiesta de Navidad.

Sin embargo, lo que más le impresionó fue mirar a la derecha de la casa, de cara a la fachada, y ver la miríada de luces parpadeantes que habían transformado el bosque de robles.

Winterfest —susurró.

Si el clima no hubiera sido tan húmedo y frío, habría dado un paseo hasta allí. Ardía en deseos de hacerlo, de caminar por el robledal. Rodeó la casa por el lado derecho, pisando la gravilla del sendero, y vio que habían extendido una gruesa capa de astillas de madera al pie de los árboles. La decoración de luces y los senderos alfombrados de mantillo suavemente iluminados parecían extenderse sin fin.

En realidad, no tenía ni idea de hasta dónde llegaba el bosque hacia el este. Él y Laura habían paseado muchas veces por él, pero nunca hasta el extremo más oriental. La magnitud de aquella empresa, esa iluminación del bosque en honor a los días más oscuros del año, lo dejó pasmado.

Sintió un dolor agudo al pensar en el abismo que lo separaba de aquellos a quienes amaba, pero luego pensó: «Vendrán a la feria navideña y estarán aquí con nosotros para el banquete y las canciones. Hasta Jim vendrá». Se lo había prometido. También asistirían Mort y Celeste, se aseguraría de ello. Entonces, ¿por qué sentía aquel dolor? ¿Por qué se lo permitía? ¿Por qué no pensaba en lo que compartirían mientras pudieran? Se acordó otra vez del bebé; dio media vuelta y se apresuró hacia el pesebre. Estaba oscuro y el niño Jesús de mármol era apenas visible, pero distinguió las mejillas regordetas, la sonrisa de su rostro y los deditos de sus manos.

El viento procedente del océano lo dejó helado. Una niebla gruesa le escoció de repente, soplando con tanta fuerza contra sus ojos que le lloraron. Pensó en todas las cosas que había hecho por su hijo, en todas las cosas de las que tendría que asegurarse. Algo era absolutamente cierto: nunca dejaría que el secreto del Crisma entrara en la vida de su hijo; lo protegería de él aunque tuviera que llevárselo de Nideck Point llegado el caso. Sin embargo, el futuro era demasiado vasto y estaba demasiado poblado para preverlo todo de golpe.

Tenía frío y sueño, y no sabía si Marchent lo estaba esperando.

¿Marchent sentía el frío? ¿Era concebible que el frío fuera lo único que sentía, un inhóspito y terrible frío emocional mucho peor que el que él estaba sintiendo en ese momento?

Lo inundó una tremenda euforia.

Volvió al Porsche y sacó la gabardina del maletero. Era una gabardina con forro completo y nunca se había molestado en hacerle el dobladillo. Detestaba el frío y le gustaba que fuera larga. Se la abotonó de arriba abajo, se subió el cuello y continuó caminando.

Se adentró en la enorme oscuridad ventosa del robledal, levantando la cabeza para contemplar el milagro de las luces cenitales y mirar a su alrededor. Continuó caminando, consciente de que la niebla se estaba haciendo más densa y de que tenía el rostro y las manos mojadas, pero sin preocuparse por eso. Metió las manos en los bolsillos.

Las ramas iluminadas se extendían por doquier; la capa de mantillo era gruesa y permitía caminar con seguridad. Cuando miró por encima del hombro, la casa ya estaba lejos. Las ventanas iluminadas apenas se veían, como un destello desdibujado más allá de los árboles.

Le dio la espalda y continuó hacia el este. No había llegado al final de ese bosque exquisitamente iluminado, pero la niebla gruesa ya envolvía las ramas delante y detrás de él.

Sería mejor que volviera.

De repente, las luces se apagaron.

Se quedó paralizado, en la más completa oscuridad. Supo por supuesto lo que había ocurrido. Habían conectado las luces de Navidad con la iluminación exterior de la propiedad, con los reflectores de las fachadas delantera y posterior. A las once y media las luces de fuera se apagaban, así que también se habían apagado las luces navideñas de aquel país de las maravillas.

Reuben se volvió de golpe y echó a andar de vuelta. De inmediato tropezó con una raíz y se dio de bruces con el tronco de un árbol. Apenas veía nada a su alrededor.

Lejos, las luces de la biblioteca y las ventanas del comedor todavía marcaban su destino, pero eran tenues y en cualquier momento alguien podía apagarlas, sin tener ni idea de que él estaba ahí fuera.

Trató de aumentar el ritmo, pero tropezó y cayó con las palmas de las manos contra el mantillo.

Era una situación ridícula. Ni siquiera su vista mejorada le permitía ver nada.

Se levantó y se abrió camino despacio y asegurándose de dónde pisaba. Había mucho espacio para caminar, solo tenía que ceñirse al camino. Cayó una vez más, sin embargo, y cuando intentó orientarse se dio cuenta de que ya no veía luz en ninguna dirección.

¿Qué tenía que hacer?

Por supuesto, podía provocar la transformación, estaba seguro de ello, quitarse la ropa y transformarse, y entonces vería con claridad su camino a la casa, por supuesto que sí. Como morfodinámico no tendría ningún problema, ni siquiera en aquella oscuridad espantosa.

Pero ¿y si Lisa o Heddy estaban levantados? ¿Y si uno de ellos estaba apagando las luces? Vaya, Jean Pierre estaría en la cocina como siempre.

Le parecía absurdo arriesgarse a ser visto, y absurda la idea de ceder al cambio por razones tan mundanas y luego tener que esconderse otra vez bajo su piel humana y vestirse apresuradamente en el frío gélido antes de entrar por la puerta de atrás. Era absurdo.

No, caminaría con cuidado.

Se puso en marcha otra vez, con los brazos por delante, e inmediatamente tropezó con una raíz, aunque en esta ocasión algo lo detuvo antes de caer de bruces. Algo lo había tocado, había tocado su brazo derecho e incluso lo había agarrado. Reuben logró recuperar el equilibrio y pasar por encima de las raíces sin caer.

¿Había sido una zarza o algún arbolito que brotaba de las raíces? No lo sabía. Se quedó muy quieto. Algo se estaba moviendo cerca de él. Quizás había llegado un ciervo al bosque, pero no captaba el olor de ninguno. Gradualmente se dio cuenta de que había movimiento a su alrededor. Sin el más leve crujido de hojas ni ramas, el movimiento prácticamente lo rodeaba.

Una vez más, sintió un roce en su brazo y, acto seguido, lo que le pareció una mano, una mano firme, en la espalda. Esa cosa, fuera lo que fuese, lo instaba a seguir adelante.

—¡Marchent! —susurró. Se quedó quieto, negándose a moverse—. Marchent, ¿eres tú?

No recibió respuesta del silencio. La oscuridad del bosque era tan impenetrable que no podía verse sus propias manos cuando las levantó, pero fuera lo que fuese esa cosa, esa persona, lo que fuera se acercó con rapidez a él y lo instó a avanzar.

La transformación lo inundó con tanta presteza que no tuvo tiempo de tomar una decisión. Estaba reventando la ropa antes de que pudiera siquiera desabotonársela. Se quitó la gabardina y la dejó caer. Oyó la piel de sus zapatos desgarrándose ruidosamente y, cuando alcanzó toda su altura de morfodinámico, vio a pesar de la oscuridad las formas definidas de los árboles, sus hojas agrupadas, incluso las minúsculas luces de cristal entretejidas en las ramas.

Aquello que había estado sosteniéndolo se había apartado, pero al volverse, vio la pálida figura de un hombre apenas discernible en la niebla en movimiento. Se fijó con atención y vio otras figuras. Hombres, mujeres, incluso figuras más pequeñas que debían ser niños. Fueran lo que fuesen, estaban retrocediendo, moviéndose en completo silencio, hasta que ya no pudo verlos más.

Corrió hacia la casa, esprintando con facilidad entre los árboles, con los restos desgarrados de la ropa al hombro.

Al pie de las ventanas oscuras y vacías de la cocina, trató de revertir la transformación, pugnando violentamente por conseguirlo, pero no lo lograba. Cerró los ojos, deseando con toda su voluntad cambiar, pero el pelaje de lobo no lo abandonaba. Se apoyó contra las piedras y miró al robledal. Consiguió ver las figuras otra vez. Muy lentamente distinguió la más cercana, de un hombre, parecía, que lo estaba mirando. Era delgado, con ojos grandes, cabello largo muy oscuro y una leve sonrisa en los labios. Llevaba ropa sencilla, ligera, una especie de camisa pasada de moda con mangas abullonadas; pero la figura ya estaba palideciendo.

—Vale, no quieres hacerme ningún daño, ¿verdad? —dijo.

Se oyó un suave susurro procedente del bosque, pero no provenía del monte bajo ni de las ramas superiores. Eran esas criaturas riendo. Reuben captó la silueta muy pálida de un perfil de cabello largo. Una vez más se estaban alejando de él.

Suspiró profundamente.

Oyó un fuerte chasquido. Alguien había encendido una cerilla en alguna parte. Rogó porque no fueran Lisa ni otro criado.

La luz se encendió en el extremo norte de la casa y pareció penetrar la neblina como si estuviera hecha de minúsculas partículas doradas. Allí estaban otra vez los hombres, las mujeres y esas figuras pequeñas, hasta que de repente desaparecieron por completo.

Reuben pugnó por transformarse, apretando los dientes. La luz se hizo más brillante y un haz lo iluminó desde la izquierda. Era Lisa. ¡Dios santo, no! Sostenía la linterna de queroseno.

—Entra, señor Reuben —dijo, sin alterarse lo más mínimo por verlo en su forma de lobo, simplemente estirándose hacia él—. ¡Entra! —insistió.

Él sintió una emoción más que curiosa al mirarla. Sintió vergüenza o lo más parecido a la vergüenza que había sentido. Lo estaba viendo desnudo y monstruoso y sabía su nombre, sabía quién era, lo sabía todo de él y podía verlo sin su consentimiento, sin que deseara que lo viera. Era dolorosamente consciente de su tamaño y del aspecto que debían tener su rostro velludo y su boca, un morro sin labios.

—Vete, por favor —dijo—. Entraré cuando esté preparado.

—Muy bien —dijo Lisa—. Pero no debes tenerles miedo. De todos modos se han ido. —Lisa dejó la linterna en el suelo y dejó a Reuben solo. Estaba furioso.

Transcurrieron unos quince minutos hasta que Reuben propició el cambio. Tembló de frío al perder el pelaje de lobo. Apresuradamente se puso la camisa desgarrada y lo que quedaba de sus pantalones. Los zapatos y la gabardina habían quedado en algún lugar del bosque.

Entró precipitadamente, con intención de subir corriendo la escalera hasta su habitación, cuando vio a Margon sentado a la mesa de la cocina, solo, con la cabeza apoyada en las manos, el cabello sujeto en una cola y los hombros hundidos.

Reuben se quedó allí con ganas de hablarle, desesperado por hablarle, por contarle lo que había visto en el robledal. Margon le dio la espalda, sin embargo. No fue un gesto hostil. Simplemente volvió sutilmente la cabeza inclinada, como si estuviera diciéndole: «Por favor, no me mires; por favor, no me hables ahora».

Reuben suspiró y negó con la cabeza.

En el piso de arriba encontró la chimenea de su habitación encendida y la cama preparada. Le habían dejado el pijama encima y, en la mesilla, una jarrita de porcelana con chocolate caliente y una taza también de porcelana.

Lisa salió del cuarto de baño con el aspecto de quien está ocupado en multitud de tareas. Le dejó la bata de felpa blanca en la cama.

—¿Quieres que te prepare un baño, joven señor?

—Me ducho —dijo Reuben—, pero gracias.

—Muy bien, señor —respondió ella—. ¿Te apetece un resopón?

—No, señora —respondió. Estaba lívido por el hecho de que Lisa estuviera allí. Vestido con aquella ropa sucia y desgarrada esperó, mordiéndose la lengua.

Lisa pasó a su lado y lo rodeó en dirección a la puerta.

—¿Quiénes eran esas criaturas del bosque? —preguntó él—. ¿Eran la Nobleza del Bosque? ¿Eran ellos?

Lisa se detuvo. Estaba inusualmente elegante con su vestido de lana negro y las manos muy blancas en contraste con las bocamangas oscuras. Pareció reflexionar un momento.

—Seguramente deberías plantear estas preguntas al señor, joven señor, pero no esta noche —dijo finalmente, levantando un dedo enfático como una monja—. El señor está molesto esta noche y no es momento para preguntarle por la Nobleza del Bosque.

—Entonces, eso es lo que vi —dijo Reuben—. ¿Y quiénes demonios son exactamente esa Nobleza del Bosque?

Lisa bajó la mirada, reflexionando visiblemente antes de hablar, y luego lo miró, arqueando las cejas.

—¿Y quiénes crees que son, joven señor? —le preguntó.

—¡No son espíritus del bosque!

Lisa asintió con ademán grave y bajó la mirada otra vez. Suspiró. Por primera vez, Reuben reparó en el gran camafeo que llevaba al cuello, cuyo marfil era del color de las manos delgadas que entrelazó ante sí como a la espera de una orden. Algo tenía Lisa que heló la sangre a Reuben. Siempre lo hacía.

—Eso es una forma elegante de describirlos —concedió ella—: como los espíritus del bosque, porque es en el bosque donde son más felices y siempre lo han sido.

—¿Y por qué a Margon le enfurece tanto que hayan venido? ¿Qué hacen que tanto lo molesta?

Lisa suspiró otra vez y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—No le gustan —dijo—, por eso está molesto. Pero siempre vienen en el solsticio de invierno. No me sorprende que hayan venido tan pronto. Les encantan la niebla y la lluvia. Les encanta el agua. Así que aquí están. Llegan en el solsticio de invierno, cuando los morfodinámicos están aquí.

—¿Habías estado antes en esta casa?

Lisa esperó antes de responder.

—Hace mucho tiempo —repuso finalmente con una leve sonrisa gélida.

Reuben tragó saliva. Lisa le estaba helando la sangre, pero no le tenía miedo e intuía que ella no pretendía asustarlo. En sus modales había orgullo y obstinación.

—Ah —dijo Reuben—, entiendo.

—¿Sí? —En su voz y su rostro había una leve tristeza—. No lo creo. Sin duda, joven señor, no creerás que los morfodinámicos son los únicos eternos bajo el cielo. Sin duda sabes que hay muchas otras especies eternas ligadas a esta tierra que tienen un destino secreto.

Cayó el silencio entre ambos, pero Lisa no se movió para irse. Lo miró como si lo hiciera desde la profundidad de sus propios pensamientos, con paciencia, esperando.

—No sé lo que eres —dijo Reuben. Estaba pugnando por parecer seguro y educado—, y desde luego no sé lo que son ellos, pero no tienes que estar atenta a todas y cada una de mis necesidades. No me hace falta y no estoy acostumbrado a ello.

—Pero es mi función, señor —respondió Lisa—. Siempre ha sido mi lugar. Mi gente cuida de su gente y de otros eternos como vosotros. Ha sido así durante siglos. Vosotros sois nuestros protectores y nosotros somos vuestros sirvientes, y ese ha sido siempre nuestro lugar en este mundo. Pero vamos, estás cansado. Tu ropa está hecha añicos.

Lisa llenó la taza de Reuben de chocolate caliente.

—Toma esto y acércate al fuego.

Reuben cogió la taza y se tomó el chocolate espeso de un trago.

—Está bueno —dijo.

Curiosamente, lo ponía menos nervioso que antes pero sentía por ella más curiosidad, y un tremendo alivio de que supiera lo que era y lo que eran todos. La carga de mantener el secreto ante ella y los demás había desaparecido, aunque no podía evitar preguntarse por qué Margon no lo había aliviado de esa carga antes.

—No debes temer nada, señor —dijo Lisa—, ni de mí ni de los de mi especie, nunca, porque siempre te hemos servido. Tampoco de la Nobleza del Bosque, porque son inofensivos.

—Hadas, eso es lo que son. Los elfos del bosque.

—Oh, yo no los llamaría así —dijo Lisa, cuyo acento alemán se hizo ligeramente más marcado—. Esas palabras no les gustan, te lo aseguro, y nunca los verás aparecer con gorro y zapatos puntiagudos —continuó con una risita—. Tampoco son seres diminutos con alitas. No, mejor que te olvides de llamarlos «hadas». Ven, por favor, deja que te ayude a quitarte esta ropa.

—Bueno, eso puedo entenderlo —dijo Reuben—. Y realmente es un poco un consuelo. ¿Te importaría contarme si hay enanos y troles fuera?

Lisa no respondió.

Reuben estaba tan incómodo con la camisa rasgada y los pantalones mojados que dejó que le ayudara, olvidando hasta que fue demasiado tarde que no llevaba ropa interior, por supuesto. Lisa le puso la bata de felpa sobre los hombros al instante, envolviéndolo rápidamente en cuanto él metió los brazos en las mangas y atándole el cinturón como si fuera un niño pequeño. Era casi tan alta como él, y sus gestos decididos otra vez le parecieron extraños, sin que importara lo que ella era.

—Bueno, cuando el señor esté de mejor humor quizá te lo explique todo —dijo en su tono más suave. Bajó la voz, riendo entre dientes—. Si en Nochebuena no aparecieran, le decepcionaría —dijo ella—. De hecho, sería terrible que no aparecieran en ese momento. Pero no le gusta en absoluto que estén aquí ahora, ni que hayan sido invitados. Cuando los invitan se vuelven audaces, y eso lo irrita considerablemente.

—Invitados por Felix, quieres decir —dijo Reuben—. Eso es lo que ha estado pasando. Felix aullando…

—Sí, invitados por el señor Felix, y es prerrogativa suya y no mía contarte el motivo.

Lisa recogió la ropa sucia y estropeada e hizo un pequeño hatillo con ella, obviamente para tirarlo.

—Hasta que los augustos señores decidan explicároslo a ti y a tu joven compañero Stuart, déjame asegurarte que la Nobleza del Bosque no puede causarte ni el más leve daño. Y no debes dejar que hagan que te… que te suba la sangre como ha ocurrido esa noche.

—Entiendo —dijo Reuben—. Me han pillado completamente por sorpresa y me han desconcertado.

—Bueno, si no quieres desconcertarlos tú a ellos, lo cual por cierto no te aconsejo bajo ningún concepto, no los llames «hadas», «elfos», «enanos» ni «troles». Con eso bastará. No pueden causarte un daño real, pero ¡pueden ser un incordio increíble!

Con una risa ruidosa y aguda, Lisa se volvió para salir, pero antes dijo:

—La gabardina. La has dejado en el bosque. Me ocuparé de que la laven y la cepillen. Ahora duerme. —Salió y cerró la puerta tras de sí, dejándolo con todas las preguntas en la punta de la lengua.