10

Lo despertó en plena noche el aullido, la misma voz de morfodinámico solitario que había oído la noche anterior.

Eran las dos de la madrugada. No sabía cuánto tiempo llevaba oyéndolo, solo que finalmente había penetrado en su fina capa de sueños caóticos para empujarlo hacia la conciencia. Se incorporó en el dormitorio a oscuras y escuchó.

Continuó escuchándolo un buen rato, pero gradualmente se hizo más débil, como si el morfodinámico se estuviera alejando de Nideck Point de manera lenta y constante.

El sonido tenía el mismo tinte trágico y lastimero que la otra vez. Era decididamente siniestro. Finalmente, ya no pudo oírlo más.

Al cabo de una hora, dándose cuenta de que no podía volver a dormirse, Reuben se puso la bata y dio un paseo por los pasillos de la planta superior. Se sentía inquieto. Sabía lo que estaba haciendo. Estaba buscando a Marchent. Era un sufrimiento esperar a que ella lo encontrara.

De hecho, esperarla era como esperar la transformación del lobo en esos primeros días, después de experimentar el cambio por primera vez, y lo aterrorizaba. El circuito por los pasillos del piso de arriba le ayudaba a calmar los nervios. Solo estaban iluminados por algún que otro aplique, poco más que esas lucecitas que se dejan encendidas durante la noche, pero Reuben distinguía el hermoso lustre de las tablas de madera del suelo. El olor de la cera era casi dulce.

Le gustaba lo espaciosos que eran, la madera firme que apenas crujía bajo sus zapatillas y las habitaciones abiertas de las que solo podía distinguir los cuadrados pálidos de las ventanas con las cortinas descorridas que revelaban el tenue brillo de un cielo nocturno gris.

Caminó por el pasillo posterior y entró en una de las habitaciones más pequeñas, que nadie había ocupado desde su llegada, para tratar de ver por la ventana el bosque de detrás de la casa.

Aguzó el oído para volver a captar aquel aullido, pero no lo oyó. Alcanzaba a distinguir una luz muy tenue en el piso de arriba del edificio del servicio, a su izquierda. Creía que en la habitación de Heddy, pero no estaba seguro.

Sin embargo, apenas veía nada más del bosque oscuro.

Notó un escalofrío, un cosquilleo en la piel. Se tensó, profundamente consciente del vello de lobo que se erizaba en su interior, incitándolo, pero sin saber el motivo.

Luego, muy lentamente, al sentir el hormigueo en toda la cara y el cuero cabelludo, oyó ruidos en la oscuridad, choques sordos de las ramas y gruñidos. Entornó los ojos, sintiendo el pulso de la sangre de lobo en las arterias, notando que los dedos se le alargaban. Apenas distinguía dos figuras más allá del cobertizo, en el calvero: dos figuras lobunas parecían estar dándose empujoncitos, esquivándose mutuamente y gesticulando como seres humanos. Morfodinámicos, desde luego, pero ¿qué morfodinámicos?

Hasta ese momento, Reuben había estado convencido de ser capaz de reconocer a todos los demás en su forma de lobo, pero no tenía ni idea de quiénes eran esos dos. Estaba siendo testigo de una pelea violenta, de eso no cabía duda. De repente, el más alto de los dos lanzó al morfodinámico más bajo contra las puertas del cobertizo. Hubo una reverberación sorda procedente del bosque, como si este fuera la piel de un tambor.

La figura más pequeña soltó una retahíla de imprecaciones y la más alta, dando la espalda a la otra, alzó los brazos y soltó un aullido largo y quejumbroso pero cuidadosamente modulado.

El bajo se lanzó contra el alto, que le dio un empujón y otra vez pareció levantar la cabeza al aullar.

La escena paralizó a Reuben. La transformación lo invadía con ferocidad y luchó desesperadamente por detenerla.

Lo interrumpió un sonido, unas pisadas justo detrás de él. Se volvió de golpe y vio la figura familiar de Sergei recortada contra la luz pálida del pasillo.

—Déjalos en paz, lobito —le dijo con su voz bronca y profunda—. Déjalos que luchen.

Reuben se estremeció. Notó una serie de violentos escalofríos al luchar contra la transformación y salir por fin victorioso. Sentía la piel desnuda y fría, y estaba temblando.

Sergei se había colocado a su lado y estaba mirando al patio.

—Lucharán y terminarán con esto —dijo—, y sé que no hay nada que hacer con esos dos salvo dejarlos solos.

—Son Margon y Felix, ¿no?

Sergei miró a Reuben con evidente sorpresa.

—No lo sé —le confesó este.

—Sí, son Margon y Felix —dijo Sergei—. Pero no importa. La Nobleza del Bosque vendrá tarde o temprano, tanto si Felix la llama como si no.

—¿La Nobleza del Bosque? —preguntó Reuben—. ¿Qué es la Nobleza del Bosque?

—No importa, lobito —dijo—. Vete y déjalos solos. La Nobleza del Bosque siempre llega durante el solsticio de invierno. Cuando bailemos en Nochebuena, la Nobleza del Bosque nos rodeará. Tocarán gaitas y tambores para nosotros. No pueden hacer daño.

—Pero no lo entiendo —dijo Reuben. Volvió a mirar al calvero de detrás del cobertizo.

Felix, solo en ese momento, miraba el bosque. Levantó la cabeza y emitió otro gruñido quejumbroso.

Sergei ya se iba.

—¡Eh, espera, cuéntamelo, por favor! —le insistió Reuben—. ¿Por qué están peleando por esto?

—¿Te resulta tan inquietante que peleen? Acostúmbrate a eso, Reuben. Siempre lo hacen. Siempre lo han hecho. Fue Margon quien trajo la familia humana de Felix a nuestro mundo. Nada separará nunca a Margon y Felix.

Sergei se marchó. Reuben oyó que se cerraba la puerta de su habitación.

El sonido del aullido procedía de lejos.

Cuatro de la mañana.

Reuben se había quedado dormido en la biblioteca. Estaba sentado en el sillón orejero de Felix, junto a la chimenea, con los pies en el guardafuegos. Había estado trabajando en el ordenador, tratando de encontrar las palabras «Nobleza del Bosque», sin dar con nada significativo. Luego se sentó junto al fuego, con los ojos cerrados, rogando a Marchent que entrara, rogándole que le dijera que estaba sufriendo. El sueño había llegado, pero Marchent no.

Cuando se despertó, notó enseguida que, de hecho, lo había despertado algún cambio particular en las cosas que lo rodeaban.

El fuego se había reducido, pero le habían añadido un leño y todavía ardía; habían colocado el grueso tronco de roble encima de los rescoldos de la hoguera que él había encendido dos horas antes. Solo la oscuridad rodeaba su sillón ante el resplandor del fuego, pero alguien se estaba moviendo en la habitación.

Lentamente, Reuben volvió la cabeza hacia la izquierda para mirar más allá de la oreja del sillón de cuero y vio la figura delgada de Lisa moviéndose.

Con destreza, la mujer enderezó las cortinas de terciopelo a la izquierda del ventanal y se agachó con facilidad para apilar los libros del suelo, y en el asiento de la ventana, mirándola con expresión de feroz y lloroso resentimiento, estaba Marchent.

Reuben no podía moverse. No podía respirar. La escena, la visión de Lisa viva y el fantasma en espantosa proximidad, desató un perfecto horror en él, seguramente más que ninguna aparición previa. Reuben abrió la boca, pero no articuló ningún sonido.

Los ojos temblorosos de Marchent seguían los gestos más pequeños de Lisa. Sufrimiento. Entonces Lisa se acercó a la figura fantasmal y ahuecó el cojín de terciopelo del asiento de la ventana. Cuando estuvo más cerca de la joven sentada, las dos mujeres se miraron.

Reuben ahogó un grito; sintió que se asfixiaba.

Marchent miró con furia y amargura a la otra, cuyo brazo literalmente la atravesó, y dio la impresión de que la irreductible Lisa miraba directamente a Marchent.

—¡No la molestes! —gritó Reuben sin pensar, antes de que pudiera reprimirse—. ¡No la tortures! —Estaba de pie temblando violentamente.

La cabeza de Marchent se volvió hacia él como la de Lisa, tendió los brazos hacia él y desapareció.

Reuben notó una presión, la presión de unas manos en los bíceps, y a continuación un suave cosquilleo de cabello y labios tocándolo; un instante después se había ido, completamente. El fuego ardía y crepitaba como por efecto del viento. Los periódicos en el escritorio susurraron y se asentaron.

—Oh, Dios —dijo Reuben, prácticamente sollozando—. ¡No podías verla! —tartamudeó—. Estaba allí, allí, en el asiento de la ventana. Me ha tocado. ¡Oh, Dios! Sintió que se le humedecían los ojos y respiraba con dificultad.

Silencio.

Levantó la mirada.

Lisa estaba de pie detrás del sofá Chesterfield con esa misma sonrisa fría que había visto en sus rasgos finos y delicados antes, con aspecto antiguo y joven al mismo tiempo, el pelo echado hacia atrás y el vestido de seda negra, tan mojigato, hasta los tobillos.

—Por supuesto que la he visto —dijo.

El sudor cubrió a Reuben. Lo sintió reptando en su pecho.

La voz de Lisa volvió a sonar otra vez, discreta y solícita al acercarse a él.

—La he estado viendo desde que llegué —dijo ella. Su expresión era de ligero desprecio o, como mínimo, de desaire.

—Pero has pasado a través de ella como si no estuviera —dijo Reuben, con las lágrimas resbalando por sus mejillas—. No deberías haberla tratado así.

—¿Y qué iba a hacer? —dijo la mujer, suavizando deliberadamente su actitud. Suspiró—. ¡No sabe que está muerta! Se lo dije, ¡pero no lo aceptará! ¿Debería tratarla como si fuera un ser vivo? ¿Eso la ayudará?

Reuben estaba atónito.

—Alto —dijo—. Despacio. ¿Qué quiere decir eso de que no sabe que está muerta?

—Que no lo sabe —repitió la mujer con un ligero encogimiento de hombros.

—Eso es… es demasiado espantoso —susurró Reuben—. No puedo creer algo así, que una persona no sepa que está muerta. No puedo…

Lisa lo condujo firmemente hacia la silla.

—Siéntate —dijo—, y deja que te traiga café, porque estás despierto y es inútil que vuelvas a la cama.

—Por favor, déjame solo —le pidió Reuben. Notaba que estaba a punto de darle un terrible dolor de cabeza.

La miró a los ojos. Algo no cuadraba en ella, no encajaba en absoluto, pero no podía determinar qué.

Por lo que había visto, sus movimientos deliberados, su conducta extraña había sido tan horrible como la visión de Marchent llorando, Marchent enfadada, Marchent perdida.

—¿Cómo puede no saber que está muerta? —preguntó.

—Te lo he dicho —respondió la mujer en voz baja pero férrea—. No lo aceptará. Es muy común, te lo aseguro.

Reuben se hundió en la silla.

—No me traigas nada. Déjame solo —dijo.

—Lo que quieres decir es que no quieres nada de mí —dijo— porque estás enfadado conmigo.

Un hombre habló detrás de Reuben. Era Margon. Se expresó en alemán, con brusquedad, y Lisa, inclinando la cabeza, se marchó inmediatamente de la sala.

Margon se acercó al sofá Chesterfield y se sentó frente al fuego. Llevaba la melena castaña suelta hasta los hombros. Iba vestido solo con una camisa tejana, vaqueros y zapatillas. Llevaba el cabello alborotado y lo miraba con afecto y empatía.

—No le hagas caso —dijo—. Lisa está aquí para hacer su trabajo, ni más ni menos.

—No me gusta —confesó Reuben—. Me avergüenza decirlo, pero es cierto. No obstante, ahora mismo esa es la menor de mis preocupaciones.

—Sé lo que te preocupa —dijo Margon—. Pero Reuben, si a los fantasmas no les hacen caso suelen seguir adelante. No ayuda mirarlos, reconocerlos, mantenerlos entretenidos aquí. Lo natural es que sigan adelante.

—Entonces, ¿estás al corriente de todo esto?

—Sé que has visto a Marchent —dijo Margon—. Felix me lo contó. Y Felix está sufriendo por esto.

—Tenía que decírselo, ¿no?

—Por supuesto que sí. No te culpo por contárselo a él ni a nadie. Pero escúchame, por favor. Lo mejor es no hacer caso a las apariciones.

—Eso me parece muy frío y cruel —dijo Reuben—. ¡Si pudieras verla, si pudieras verle la cara!

—La he visto hace un momento —dijo Margon—. No lo había hecho hasta ahora, pero la he visto en el asiento de la ventana. He visto que se levantaba e iba hacia ti. Pero Reuben, ¿no te das cuenta? En realidad no puede oírte ni comprenderte, tampoco hablar contigo. No es un espíritu tan fuerte y, por favor, créeme, lo último que quiero es que se haga fuerte, porque si se fortalece podría quedarse para siempre.

Reuben ahogó un grito. Sentía el demente impulso de persignarse, pero no le hizo. Le temblaban las manos.

Lisa había vuelto con una bandeja que dejó en la otomana de cuero, delante de Margon. La fragancia del café llenó la sala. Había dos jarras en la bandeja, dos tazas y platitos, los habituales cubiertos y viejas servilletas de lino.

Margon soltó una retahíla en alemán, obviamente alguna clase de reprimenda, al mirar a Lisa. Nunca hablaba con apresuramiento ni con severidad; no obstante, había un tono frío de reprobación en lo que decía. La mujer inclinó la cabeza otra vez, como había hecho antes, y asintió.

—Lo siento mucho, Reuben —dijo suavemente, con sinceridad—. Lo siento de verdad. Soy muy brusca y sistemática a veces. Mi mundo es un mundo de eficiencia. Lo siento mucho. Por favor, dame otra oportunidad para que puedas hacerte una mejor opinión de mí.

—Oh, sí, por supuesto —dijo Reuben—. No sabía lo que estaba diciendo. —Sintió inmediatamente pena por ella.

—He sido yo quien ha hablado mal —dijo Lisa, con su voz reducida a un susurro implorante—. Te traeré algo de comer. Tienes los nervios destrozados y debes comer. —Salió.

Se quedaron sentados en silencio hasta que Margon dijo:

—Te acostumbrarás a ella y a los demás. Hay uno o dos más en camino. Créeme, son expertos en servirnos o no los tendría aquí.

—Hay algo inusual en ella —confesó Reuben—. No consigo identificarlo. No sé cómo describirlo. Pero realmente ha sido muy servicial. No sé qué me pasa.

Sacó un pañuelo de papel doblado del bolsillo de su bata y se secó los ojos y la nariz.

—Todos tienen muchas cosas inusuales —dijo Margon—, pero llevo años trabajando con ellos. Son muy buenos con nosotros.

Reuben asintió.

—Es Marchent la que me preocupa, ya lo sabes, porque está sufriendo. ¡Y Lisa ha dicho una cosa terrible! No sé… ¿Es realmente posible que Marchent no sepa que está muerta? ¿Es concebible que el alma de un ser humano esté atada a esta casa, sin que él sepa que está muerto, sin que sepa que nosotros estamos vivos, pugnando por hablarnos y sin poder hacerlo? Escapa a mi comprensión. No puedo creer que la vida sea tan cruel con nosotros. Me refiero a que sé que ocurren cosas terribles en este mundo, constantemente y en todas partes, pero pensaba que después de la muerte, cuando la cuerda se cortara, no sé, que habría…

—¿Respuestas? —sugirió Margon.

—Sí, respuestas, claridad, revelación —dijo Reuben—. O eso o, gracias a Dios, nada.

Margon asintió.

—Bueno, quizá no es tan sencillo. No podemos saberlo. Estamos atados a estos cuerpos poderosos nuestros, ¿no? No sabemos lo que los muertos saben o dejan de saber, pero una cosa puedo decirte: finalmente siguen adelante. Pueden. Tienen elección, estoy convencido de ello.

El rostro de Margon solo mostraba amabilidad.

Al ver que Reuben no respondía ni decía nada, le sirvió una taza de café y, sin preguntar, le añadió dos sobres de edulcorante artificial, que era lo que Reuben siempre se echaba, y le ofreció el café después de revolverlo.

Un suave susurro sedoso y un intenso aroma de galletas recién horneadas anunciaron la llegada de Lisa, que sostuvo el plato humeante en la mano antes de dejarlo en la bandeja.

—Ahora come un poco —dijo—. El azúcar te despierta de madrugada. Despierta la sangre dormida.

Reuben tomó un largo sorbo de café. Estaba delicioso, pero lo asaltó la idea desagradable y terrible de que Marchent tal vez no pudiera notar ningún gusto. Quizá no podía oler nada ni saborear nada. Quizá solo podía ver y oír, lo que le parecía una penitencia espantosa.

Cuando levantó otra vez la mirada hacia Margon, la compasión que vio en el rostro de este lo puso al borde de las lágrimas. Margon y Felix tenían mucho en común más allá de la piel oscura asiática y los ojos oscuros. Se parecían tanto como si pertenecieran a una misma tribu. Sin embargo, Reuben sabía que eso no era posible. No lo era si Margon estaba diciendo la verdad sobre sus respectivos pasados, y todo indicaba que decía siempre la verdad, aunque a los otros no les gustara o no quisieran aceptarla. En ese momento, parecía un amigo sincero y preocupado, juvenil, empático, genuino.

—Explícame algo —dijo Reuben.

—Si puedo —repuso Margon con una sonrisita.

—¿Todos los viejos morfodinámicos son como tú, Felix, Sergei y los demás? ¿Son todos amables y educados como tú? ¿No hay algún morfodinámico rufián en algún sitio, grosero y detestable por naturaleza?

Margon soltó una carcajada triste.

—Nos halagas —dijo—. Debo confesar que hay algunos morfodinámicos muy desagradables compartiendo este mundo con nosotros. Ojalá pudiera decir que no.

—Pero ¿quiénes son?

—Ah, sabía que lo preguntarías de inmediato. ¿Te conformarás si te digo que estamos mejor si nos dejan en paz aquí y se quedan en su propio territorio y con sus propias maneras? Podemos seguir mucho tiempo sin entrar en contacto con ellos.

—Sí, me conformo. ¿Estás diciendo que no hay nada que temer de ellos?

—Temer no, no hay nada que temer, aunque te diré que hay morfodinámicos en este mundo a los que personalmente desprecio. No es probable que te encuentres con ellos mientras yo esté aquí, sin embargo.

—¿Definen el mal de una forma diferente a como lo definimos nosotros?

—Cada alma de la tierra define el mal a su propia manera —dijo Margon—. Lo sabes. No tengo que decírtelo. Pero a todos los morfodinámicos los ofende el mal y buscan destruirlo en los humanos.

—Pero ¿qué pasa con los otros morfodinámicos?

—Es infinitamente más complejo, como descubriste con el pobre Marrok. Quería matarte, sentía que debía, sentía que no tenía derecho a pasarte el Crisma, que tenía que aniquilar su error, pero sabes lo difícil que era para él, siendo Laura y tú tan completamente inocentes. Pero a ti, a ti no te costó matarlo simplemente porque trataba de matarte. Bueno, ahí tienes en esencia la historia moral de la raza humana y de todas las razas inmortales, ¿no?

—¿De todas las razas inmortales?

—Tú y Stuart… Si os respondiéramos a todas las preguntas os abrumaríamos. Vayamos paso a paso, por favor: así podemos posponer la revelación inevitable de que no tenemos todas las respuestas.

Reuben sonrió, pero no iba a dejar que se le escapara esa oportunidad entre los dedos, menos con el dolor que estaba experimentando en ese momento.

—¿Hay una ciencia de los espíritus? —preguntó Reuben.

Sintió las lágrimas agolpándose otra vez. Cogió una galleta, que todavía estaba caliente, y se la comió con facilidad, de un bocado. Era una galleta de avena deliciosa, su favorita, muy gruesa. Se tomó el resto del café y Margon le sirvió otra taza.

—No, la verdad es que no —dijo Margon—. Aunque la gente te dirá lo contrario. Te he dicho lo que sé, que los espíritus pueden seguir adelante y lo hacen. A menos, por supuesto, que no quieran. A menos, por supuesto, que hayan decidido quedarse.

—Pero lo que quieres decir es que desaparecen de nuestra vista, ¿no? —Reuben suspiró—. O sea, lo que estás diciendo es que te dejan, sí, pero no tienes modo de saber si han seguido adelante.

—Hay pruebas de que siguen adelante. Cambian, desaparecen. Alguna gente los ve con más claridad que otra. Tú eres capaz de verlos. Recibiste el don de tu familia paterna. Lo heredaste con la sangre celta. —Parecía que iba a decir algo más, pero entonces añadió—: Por favor, escúchame. No busques comunicarte con ella. Déjala ir, por su bien.

Reuben no podía responder.

Margon se levantó para irse.

—Espera, Margon, por favor.

El otro se quedó allí, con la mirada baja, preparándose para algo desagradable.

—Margon, ¿qué es la Nobleza del Bosque? —preguntó Reuben.

La expresión de Margon cambió. De repente, estaba exasperado.

—¿Quieres decir que Felix no te lo ha contado? —preguntó—. Creía que lo habría hecho.

—No, no me lo ha contado. Sé que estáis peleando por ella, Margon, os vi. Os oí.

—Bueno, deja que Felix te explique quiénes son y, ya puestos, podría explicarte toda su filosofía de vida, su insistencia en que todos los seres sensibles son capaces de vivir en armonía.

—¿No crees que puedan? —preguntó Reuben. Estaba pugnando por retener a Margon, tratando de que no dejara de hablar.

Margon suspiró.

—Bueno, digámoslo así: prefiero vivir en armonía en este mundo sin la Nobleza del Bosque, sin espíritus en general. Prefiero poblar mi mundo con criaturas de carne y hueso, no importa lo mutantes, impredecibles o malnacidas que sean. Tengo un respeto profundo y perdurable por la materia. —Repitió la palabra—: Materia.

—Como Teilhard de Chardin —dijo Reuben.

Se acordó del librito que había encontrado antes de conocer a Margon y a Felix, el librito de reflexiones teológicas de Teilhard que Margon le había dedicado a Felix. Teilhard decía que estaba enamorado de la materia.

—Bueno, sí —dijo Margon con una leve sonrisa—. Parecido a Teilhard. Pero Teilhard era sacerdote, como tu hermano. Teilhard creía en cosas en las que yo nunca he creído. No soy ortodoxo, recuérdalo.

—Creo que sí —dijo Reuben—. Pero tienes tu propia ortodoxia sin Dios.

—Oh, tienes razón, por supuesto —dijo Margon—, y quizás estoy equivocado. Digamos simplemente que creo en la superioridad de lo biológico sobre lo espiritual. Busco lo espiritual en lo biológico y en ningún otro sitio.

Y se fue sin decir una palabra más.

Reuben se recostó en el asiento, mirando sin ánimo la ventana distante. Los cristales estaban empañados y blanquecinos, de modo que los cuadrados enmarcados en plomo eran un espejo perfecto.

Después de un buen rato mirando el reflejo distante del fuego en un cristal, vio un destello que parecía flotar en la nada.

—¿Estás aquí, Marchent? —susurró.

Lentamente, ella cobró forma en el espejo, y mientras él miraba fijamente, adquirió color, se hizo sólida, plástica y tridimensional. Se sentó en el asiento de la ventana otra vez, pero no parecía la misma. Llevaba el mismo vestido marrón que el día que la conoció. Tenía el rostro húmedo y rosado como si estuviera viva, pero triste, muy triste, el cabello suave peinado, brillaban lágrimas en sus mejillas.

—Dime qué quieres —la instó él a responder, tratando desesperadamente de controlar el miedo. Se dispuso a levantarse e ir hacia ella, pero la imagen ya se estaba disolviendo. Un destello de movimiento, la forma fugaz de Marchent estirándose se hizo más delgada, se desvaneció como si estuviera hecha de píxeles y color y luz. Se había ido. Reuben se quedó allí de pie, temblando tanto como antes, con el corazón en la boca, mirando su propio reflejo en la ventana.