Resultó que no dijeron nada en las noticias sobre la reaparición del Lobo Hombre en el norte de California. Reuben buscó en Internet y en todas las fuentes de noticias locales que conocía. Los periódicos y la televisión guardaban silencio sobre el tema, pero había una gran noticia que ocupaba mucho espacio en el San Francisco Chronicle.
Susie Blakely, una niña de ocho años desaparecida desde junio de su casa de Eureka (California), había sido encontrada por fin deambulando cerca de la población de Mountainville, en el norte del condado de Mendocino. Las autoridades habían confirmado que un carpintero, sospechoso de la desaparición desde hacía tiempo, era quien realmente la había secuestrado y mantenido prisionera. La había estado golpeando con frecuencia y haciéndole pasar hambre hasta que había escapado de su caravana la noche anterior.
Al carpintero se lo daba por muerto a consecuencia del ataque de un animal. La niña había sido testigo del hecho pero, demasiado traumatizada por la experiencia, no podía describirlo.
Salía una foto de Susie tomada poco antes de su desaparición. Ahí estaba esa carita luminosa.
Reuben buscó artículos antiguos en Google. Sus padres, obviamente, eran gente extremadamente buena que había acudido en numerosas ocasiones a los medios. En cuanto a la señora mayor, la pastora Corrie George, a quien Reuben había entregado a la chiquilla, no se la mencionaba en las noticias.
¿La pastora y la pequeña habían acordado no hablar del Lobo Hombre? Reuben estaba asombrado pero también preocupado. ¿Cómo iba a pesarles el secreto a esas inocentes? Estaba más avergonzado que nunca. No obstante, de no haber ido al bosque posiblemente habrían matado a esa preciosa pequeña en aquella sucia caravana.
En una comida tardía, con solo el ama de llaves Lisa de servicio, Reuben aseguró a los Caballeros Distinguidos que nunca más pondría en peligro su seguridad con una conducta tan imprudente. Enfurruñado, Stuart hizo varios comentarios acerca de que Reuben podría habérselo llevado consigo, pero Margon lo cortó con un gesto brusco e imperioso y brindó por la «maravillosa noticia» de Celeste.
Esto no impidió que Sergei sermoneara a conciencia a Reuben sobre los riesgos de lo que había hecho, y Thibault también se unió al rapapolvo. Se acordó que el sábado volarían durante un par de días, esta vez a las selvas de América del Sur, donde cazarían juntos antes de regresar a casa. La perspectiva tenía a Stuart en éxtasis. Reuben sintió una leve excitación, muy similar al deseo sexual. Ya podía ver y sentir la selva a su alrededor, un gran telón vibrante de vegetación húmeda, fragante, tropical, deliciosa, sin nada que ver con el frío lóbrego de Nideck Point. La idea de merodear por un universo tan denso y sin ley, en busca del «juego más peligroso», le hizo guardar silencio.
A la hora de cenar Reuben ya había hablado con Laura, que estaba verdaderamente encantada con los acontecimientos. Él y Lisa habían trasladado las pertenencias de Laura a una nueva oficina situada en el lado este de la casa. De hecho, le iría de maravilla a Laura, porque la luz de la mañana inundaba la habitación, mucho más cálida que cualquiera de Nideck Point orientada hacia el océano.
Reuben paseó por el dormitorio ya vacío durante una media hora, imaginando la habitación del bebé y luego investigó sobre todo lo necesario en Internet. Lisa comentó feliz la necesidad de una buena niñera alemana que durmiera en la habitación mientras el bebé fuera pequeño, y habló de las maravillosas tiendas suizas en las cuales se podía conseguir la canastilla más elegante imaginable y de la necesidad de rodear a un niño sensible de muebles elegantes, colores relajantes, música de Mozart y Bach y pinturas hermosas desde el inicio de su vida.
—Vamos, tienes que dejarme la cuestión de la niñera a mí —dijo Lisa con energía, enderezando las cortinas blancas de la nueva oficina—. Y encontraré a la más maravillosa de las mujeres para que haga este trabajo para ti. Tengo a alguien en mente. Una amiga querida, sí, muy querida. Pregunta al señor Felix y déjamelo a mí.
A Reuben le pareció bien. Sin embargo, de repente notó algo en ella, algo extraño que no podía precisar. En un momento en que Lisa se volvió y le sonrió, sintió inquietud respecto a ella, le pareció que algo no encajaba, pero desechó la idea.
Se quedó sonriendo mientras ella quitaba el polvo del escritorio de Laura. Su modo de vestir era mojigato, incluso pasado de moda, pero se movía con dinamismo y era más bien austera. Todo su porte le llamaba la atención, pero no conseguía dar con la causa.
Era delgada hasta el punto de ser esquelética, pero inusualmente fuerte. Lo había comprobado cuando forzó la ventana que había quedado bloqueada con pintura. Tenía, además, otras cosas extrañas, como en aquel momento, por ejemplo, en que se sentó ante el ordenador de Laura, lo encendió, y rápidamente se aseguró de que se conectaba a Internet debidamente.
«Reuben Golding, eres un sexista —se dijo—. ¿Por qué te parece sorprendente que una mujer suiza de cuarenta y cinco años sepa comprobar que un ordenador está en línea?». Había visto a Lisa con bastante frecuencia usar el ordenador de la casa en la antigua oficina de Marchent, y no escribía con dos dedos.
Ella pareció pillarlo estudiándola, y le dedicó una sonrisa sorprendentemente fría. Luego, apretándole el brazo al pasar, salió de la habitación.
Pese a todo su atractivo, que a Reuben le gustaba mucho, resultaba un tanto masculina. Sus pasos resonaban en el pasillo como los de un hombre. Más sexismo vergonzoso. Tenía unos ojos grises muy bonitos y una piel de aspecto suave, y ¿qué estaba pensando?
Se dio cuenta de que nunca había prestado demasiada atención a Heddy ni a Jean Pierre. De hecho, era un poco tímido con ellos, porque no estaba acostumbrado a «sirvientes», como Felix los llamaba con frecuencia. Sin embargo, también había algo extraño en ellos, en su forma de susurrar, sus movimientos casi furtivos y esa costumbre suya de nunca mirarlo a los ojos.
Ninguno de ellos demostraba el más mínimo interés por nada de lo que se decía en su presencia, y eso era extraño, pensándolo bien, porque los Caballeros Distinguidos hablaban muy abiertamente sobre sus diversas actividades delante de ellos, durante las comidas, y habría cabido pensar que eso despertaría su curiosidad, pero nunca lo hacía. De hecho, nadie bajaba la voz cuando hablaba, fuera de lo que fuera, para que los sirvientes no pudieran escucharlo.
Bueno, Felix y Margon conocían bien a esos sirvientes, así que, ¿quién era él para preguntar? Además, no podían ser más agradables con todo el mundo, de manera que mejor sería que olvidara el asunto. El bebé estaba en camino, sin embargo, y ahora que el bebé estaba en camino posiblemente se preocuparía por muchos detalles que antes le daban igual.
Por la tarde, Celeste había modificado ligeramente los términos del acuerdo.
Mort, después de una reflexión desesperante, no veía absolutamente ninguna razón por la que constar como marido en el registro, ni tampoco ella. Se acordó que Reuben viajara a San Francisco el viernes y se casara con Celeste en una sencilla ceremonia civil, en el Ayuntamiento. La ley de California no exigía análisis de sangre ni período de espera, gracias al cielo, y Simon Oliver redactaría un breve contrato prematrimonial que garantizara un sencillo acuerdo de divorcio consensual «sin faltas» en cuanto naciera el niño. Grace se ocuparía de los costes.
Celeste y Mort ya se habían instalado en el dormitorio de invitados de la casa de Russian Hill. Vivirían con Grace y Phil hasta que el niño llegara al mundo y fuera a vivir con su padre, pero Mort no quería estar presente en la boda.
Sí, reconoció Grace, Celeste estaba enfadada, enfadada con todo el mundo, preparada para despotricar. Estaba enfadada porque estaba embarazada y, en cierto modo, Reuben se había convertido en el archivillano, pero «debemos pensar en el bebé». Reuben estuvo de acuerdo.
También él, un poco mareado y enfadado, llamó a Laura. A ella le pareció bien el matrimonio. El hijo de Reuben sería su descendiente legal. ¿Por qué no?
—¿Te importaría venir conmigo? —preguntó Reuben.
—Por supuesto, te acompañaré —dijo ella.