8

Se dirigieron al cementerio de Nideck bajo un cielo plomizo, con la lluvia reducida a una llovizna en el bosque circundante. Felix iba al volante de su robusto Mercedes.

Arthur Hammermill se había encargado de que enterraran a Marchent en el mausoleo familiar, explicó Felix, siguiendo las instrucciones claras del testamento de la difunta. El propio Hammermill había asistido a una breve ceremonia que reunió a unos pocos residentes de Nideck, incluidos los Galton y sus primos, a pesar de que no se había hecho ningún anuncio. En cuanto a los hermanos asesinos, habían sido incinerados, según sus propias instrucciones dadas a «amigos».

—Me avergüenza que nunca se me haya ocurrido visitar su tumba —dijo Reuben—. Estoy avergonzado. No cabe ni la más leve duda de lo que está causando que su espíritu aceche: es desgraciada.

Felix no apartó los ojos de la carretera en ningún momento.

—Yo tampoco he visitado la tumba —dijo con voz atormentada—. Tenía la conveniente idea de que había sido enterrada en Sudamérica, pero eso no es excusa. —Se le quebró la voz, como si estuviera al borde de derrumbarse—. Ella era la última de los descendientes de mi propia sangre.

Reuben lo miró, deseando preguntarle cómo había ocurrido.

—La última de mis consanguíneos, que yo sepa, porque todos los otros descendientes de mi familia desaparecieron hace mucho… y yo tampoco visité su tumba. Por eso lo estamos haciendo ahora, ¿no? Los dos vamos a visitar su tumba.

El cementerio, pegado a la población, ocupaba dos manzanas, rodeado de casas dispersas por los cuatro costados. A la parcheada carretera le convenía una buena reparación, pero las casas eran todas de estilo victoriano: pequeñas y sencillas pero bien construidas, con el tejado picudo, como las que a Reuben le encantaban siempre que las veía en incontables otros pueblos antiguos de California. Estas, pintadas de colores pastel frescos con rebordes blancos, le parecieron bonitas para Nideck. Había luces de Navidad multicolores en alguna que otra ventana y el cementerio en sí, delimitado por una verja de hierro con más de una puerta abierta, era un lugar bastante pintoresco, con el césped bien cuidado y salpicado de viejos monumentos.

La lluvia había cesado y no necesitaban llevar paraguas, aunque Reuben se protegía el cuello del sempiterno frío con la bufanda. El cielo estaba oscuro y monótono, y una niebla blanca envolvía el dosel del bosque.

Pequeñas lápidas redondeadas coronaban la mayoría de las tumbas. Muchas contaban con molduras y textos grabados. Reuben atisbó algún que otro epitafio poético. Había un pequeño mausoleo, una construcción de bloques de piedra con el techo plano y una puerta de hierro con el nombre nideck en letras mayúsculas. Muchas otras tumbas con el mismo apellido estaban dispersas a izquierda y derecha.

Felix tenía la llave de la puerta de hierro. A Reuben lo inquietó mucho oírla chirriar en la vieja cerradura.

Pronto estuvieron de pie en un pequeño espacio polvoriento e iluminado por una sola ventana de vidrio emplomado que había en la parte posterior de la pequeña construcción, con vestigios de lo que debían de haber sido sarcófagos del tamaño de un ataúd a ambos lados.

A Marchent la habían sepultado a la derecha y habían colocado una piedra rectangular cerca de la cabeza o de los pies del ataúd por algún motivo que a Reuben se le escapaba. La piedra llevaba grabados su nombre, Marchent Sophia Nideck, la fechas de nacimiento y de defunción, y un verso que sorprendió a Reuben: «Debemos amarnos o morir», del poeta W. H. Auden, cuyo nombre estaba grabado en letra pequeña al pie de la cita.

Reuben estaba aturdido. Se sentía atrapado y mareado, casi al borde de desmayarse en aquel reducido espacio.

Se apresuró a salir al aire húmedo, dejando a Felix solo dentro de la pequeña construcción. Temblaba y se quedó quieto, combatiendo la náusea.

Le pareció más espantoso que nunca, completamente espantoso, que Marchent estuviera muerta. Vio la cara de Celeste; vio una imagen dulcemente iluminada del niño con el que estaba soñando; vio las caras de todos aquellos a los que amaba, incluida la de Laura, la hermosa Laura, y experimentó el pesar por Marchent como un mareo que le revolvió el estómago.

«Así pues, este es uno de los grandes secretos de la vida, ¿no? Te enfrentas con la pérdida antes o después, y luego con una pérdida detrás de otra muy probablemente, y seguramente nunca es más fácil y cada vez estás viendo lo que te va a ocurrir a ti. Solo que eso a mí no me ocurrirá. No será así. Y no puedo hacerlo realidad».

Miró con desánimo hacia delante, solo vagamente consciente de que un hombre cruzaba el cementerio desde una furgoneta aparcada en la carretera con un gran ramo de rosas blancas y helechos verdes en lo que parecía una vasija de piedra.

Pensó en las rosas que había enviado a Celeste. Tuvo ganas de llorar. Vio otra vez el rostro atormentado de Marchent cerca de él, muy cerca. Le pareció que iba a volverse loco.

Se apartó cuando el hombre se acercó al pequeño mausoleo, pero aun así oyó a Felix dándole las gracias y diciéndole que las flores tenía que dejarlas fuera. Oyó el chirrido de las llaves en la cerradura. Al cabo de un momento el hombre se había ido y Reuben estaba contemplando la larga fila de tejos, demasiado crecidos para seguir siendo pintorescos, que separaba el cementerio de las bonitas casas del otro lado, de las bellas ventanas en voladizo rodeadas de luces rojas y verdes. Una masa de pinos oscuros se alzaba detrás de las casas. De hecho, el bosque oscuro lo invadía todo y las casas, mirara hacia donde mirara, parecían pequeñas y osadas ante los abetos gigantescos. Los árboles eran descomunales en comparación con la callecita y el grupo de pequeñas tumbas que dormían en el césped verde y aterciopelado.

Quería darse la vuelta, mirar a Felix y decirle algo agradable, pero estaba tan profundamente inmerso ya en la visión de la noche anterior, mirando el rostro de Marchent, sintiendo la mano fría de ella en la suya, que no podía moverse ni hablar.

Felix se le acercó por detrás y dijo:

—No está aquí, ¿verdad? No percibes ninguna presencia de ella.

—No —dijo Reuben.

«No está aquí. Su rostro de sufrimiento estará grabado para siempre en mi alma, pero no está en este lugar, y no se la puede consolar aquí.

»Pero ¿dónde está? ¿Dónde está ahora?».

Se marcharon a casa pasando por la calle principal de Nideck, donde la decoración navideña oficial avanzaba a velocidad asombrosa. ¡Qué transformación! El Nideck Inn, de tres pisos, ya tenía lucecitas rojas hasta el tejado. Había coronas verdes en las puertas de las tiendas y guirnalda verde enrollada en las pintorescas farolas. Los operarios se afanaban en más de un lugar, con chubasquero amarillo y botas. La gente se detenía a saludar. Galton y su mujer, Bess, que estaban entrando en el hotel, probablemente para comer, se detuvieron y saludaron.

Todo esto animó a Felix, obviamente.

—Reuben —dijo—, creo que esta pequeña Winterfest va a salir de maravilla.

Solo cuando hubieron llegado otra vez a la estrecha carretera rural, Felix le dijo en voz muy baja y amable, su voz más protectora:

—Reuben ¿quieres contarme dónde fuiste anoche?

Reuben tragó saliva. Quería responder, pero no se le ocurrió qué decir.

—Mira, lo entiendo —dijo Felix—. Viste otra vez a Marchent. Esto te resultó profundamente inquietante, por supuesto, y saliste después de eso, pero también lamento que lo hicieras.

Silencio. Reuben se comportaba como un escolar travieso, pero él mismo desconocía la razón por la que había salido. Sí, había visto a Marchent y obviamente había tenido que ver con eso, pero ¿por qué había despertado en él la necesidad de cazar? Lo único en lo que podía pensar era en el triunfo sangriento de la muerte y en la forma en que se había adentrado en el bosque después de dejar a la pequeña Susie Blakely, con la sensación de estar volando como Goodman Brown a través del mundo más oscuro y salvaje. Sabía que estaba ruborizándose, ruborizándose de vergüenza.

El coche recorría la estrecha carretera de Nideck, colina arriba, entre falanges de altísimos árboles.

—Reuben, sabes perfectamente bien lo que intentamos hacer —dijo Felix con paciencia, tan responsable como siempre—. Estamos tratando de llevaros a ti y a Stuart a lugares donde podréis cazar sin que se sepa y sin que reparen en vosotros. Pero si hacéis incursiones en nuestro pueblo, si os aventuráis hasta las poblaciones cercanas, volveremos a tener a la prensa encima. Habrá un enjambre de periodistas en torno a la casa pidiendo una declaración tuya sobre el Lobo Hombre. Eres la persona a la que se acude cuando se trata del Lobo Hombre, la persona a la que mordió un Lobo Hombre, que vio al Lobo Hombre no solo una sino dos veces, el periodista que escribe sobre el Lobo Hombre. Mira, querido muchacho, para todos nosotros es una cuestión de supervivencia en Nideck Point.

—Lo sé, Felix, lo siento. Lo siento mucho. Ni siquiera he visto las noticias.

—Bueno, yo tampoco, pero la cuestión es que dejaste tu ropa rasgada y ensangrentada y una manta manchada de sangre, nada menos, en la sala de calderas, Reuben, y todos los morfodinámicos pueden oler la sangre humana. Te has comido a alguien, sin duda, y esto no pasará inadvertido.

Reuben sintió que se ponía colorado. Demasiadas imágenes de la caza se agolpaban en él. Pensó en la carita como la luz de una vela de la pequeña Susie contra su pecho. Estaba desorientado, como si este cuerpo normal suyo en ese momento fuera una suerte de ilusión. Echaba de menos el otro cuerpo, los músculos del otro, los ojos del otro.

—Felix, ¿qué nos impide vivir en el bosque siempre, cubiertos de pelo, como los animales que somos?

—Sabes qué nos lo impide —dijo Felix—. Somos seres humanos, Reuben. Seres humanos. Y pronto tendrás un hijo.

—Sentí que tenía que ir —dijo Reuben entre dientes—. Simplemente lo hice. No lo sé. Tenía que devolver el golpe y sé que fue una estupidez, pero quería ir, sabe Dios que esa es la verdad. Quería ir solo. —Le contó a trompicones la historia de la niña de la caravana y cómo enterró los restos del cadáver—. Felix, estoy atrapado entre dos mundos y tenía que toparme con ese otro mundo, tenía que hacerlo.

Felix se quedó un rato callado.

—Sé que es muy tentador, Reuben —dijo por fin—. Esas personas nos tratan como ungidos por Dios.

—Felix, ¿cuánta gente hay sufriendo así? Esa niña no estaba a cien kilómetros de aquí. Están a nuestro alrededor, ¿no?

—Forma parte de la carga, Reuben. Forma parte del Crisma. No podemos salvarlos a todos, y cualquier intento de hacerlo terminará en fracaso y en nuestra propia ruina. No podemos convertir nuestro territorio en nuestro reino. Hace mucho que pasó la época en que eso era posible y no quiero perder Nideck Point otra vez tan pronto, querido. No quiero que te vayas, ni que se vaya Laura, ni que deba irse ninguno de nosotros. Reuben, no quemes tu vida mortal todavía, no extingas todos los lazos con ella. Mira, esto es culpa mía y culpa de Margon. No os hemos dejado cazar suficiente. No recordamos cómo fueron los primeros años. Esto cambiará, Reuben, te lo prometo.

—Lo siento, Felix. Pero sabes que esos primeros días, esos primeros días embriagadores, cuando no sabía lo que era o lo que ocurriría a continuación (o si era el único hombre bestia en todo el mundo), disfrutaba de una libertad hedonista. Tengo que superar eso, no puedo escaparme a voluntad y convertirme en Lobo Hombre. Me estoy esforzando para conseguirlo, Felix.

—Sé que lo haces. —Sonrió sin alegría—. Por supuesto que lo haces. Reuben, Nideck Point merece el sacrificio. Nos convirtamos en lo que nos convirtamos, allá donde vayamos, necesitamos un puerto, un refugio, un santuario. Necesito esto. Todos lo necesitamos.

—Lo sé —dijo Reuben.

—Me pregunto si es así —dijo Felix—. ¿Cómo puede un hombre sin edad, que no envejece, mantener una casa familiar, un trozo de tierra suyos? No imaginas lo que significa abandonar todo lo que consideras sagrado porque te ves obligado a ello. Debes ocultar que no cambias, tienes que aniquilar a la persona que eres para todos aquellos a los que amas. Tienes que abandonar tu casa y a tu familia y volver al cabo de décadas bajo el disfraz de algún desconocido, simulando ser el tío perdido, el hijo bastardo…

Reuben asintió.

Nunca había oído antes la voz de Felix tan cargada de dolor, ni siquiera cuando hablaba de Marchent.

—Nací en la tierra más hermosa imaginable —dijo Felix—, cerca del río Rin, en un idílico valle de los Alpes. Ya te lo había contado, ¿no? Lo perdí hace mucho tiempo. Lo perdí para siempre. La cuestión es que ahora vuelvo a ser propietario de esa misma tierra, de esos edificios antiguos. Lo he vuelto a comprar todo, absolutamente todo, pero no es mi hogar ni mi santuario. Eso no podré recuperarlo. Es un lugar nuevo para mí, la promesa de un nuevo hogar quizás en una nueva época, eso es lo más que puede ser. Pero ¿mi verdadero hogar? Eso lo he perdido irremediablemente.

—Lo entiendo —dijo Reuben—. De verdad que lo entiendo. Lo entiendo en la medida en que lo puedo entender. No sé cómo, pero lo hago.

—Pero el tiempo no se ha tragado Nideck Point para mí —dijo Felix con el mismo ardor—. No. Todavía no. Aún nos queda tiempo en Nideck Point antes de tener que escabullirnos, y a ti te queda tiempo, mucho tiempo, en Nideck Point. A ti y a Laura, y ahora también tu hijo podrá crecer en Nideck Point. Tenemos tiempo para vivir un capítulo entero aquí. —Felix se calló como si se contuviera deliberadamente.

Reuben aguardó, desesperado por encontrar una forma de expresar lo que sentía.

—Me comportaré, Felix —dijo—. Lo juro. No lo estropearé.

—No debes estropearlo por ti, Reuben —dijo Felix—. Olvídate de mí. Olvida a Margon, Frank y Sergei. Olvida a Thibault. No debes arruinártelo, ni a ti ni a Laura. Reuben, perderás todo lo que tienes aquí pronto; no desperdicies lo que tienes ahora.

—Tampoco quiero estropeártelo a ti —dijo Reuben—. Sé lo que significa Nideck Point para ti.

Felix no respondió.

A Reuben se le ocurrió una idea extraña que cobró forma mientras subían la empinada cuesta, de las puertas a la terraza.

—¿Y si Marchent necesita Nideck Point? —preguntó con voz suave—. ¿Y si es su refugio? ¿Y si ha mirado más allá, Felix, y no quiere proseguir? ¿Y si ella también quiere quedarse aquí?

—Entonces no estaría sufriendo cuando acude a ti —respondió Felix.

Reuben suspiró.

—Sí. ¿Por qué está sufriendo?

—El mundo podría estar lleno de fantasmas, por lo que sabemos. Podrían haber encontrado sus santuarios en torno a nosotros. Sin embargo, no nos muestran su dolor. No nos acosan como ella te acosa a ti.

Reuben negó con la cabeza.

—Está aquí y no puede seguir adelante. Está vagando, sola, desesperada porque yo la vea y la oiga.

Recordó su sueño otra vez, el sueño en el que había visto a Marchent en habitaciones llenas de gente que no se fijaba en ella, el sueño en el que la había visto correr sola en la oscuridad. Recordó esas curiosas figuras oscuras que había visto vagamente en el bosque apagado del sueño. ¿Estaban tratando de alcanzarla?

En voz baja, se lo describió todo a Felix.

—Pero había algo más que he olvidado —confesó.

—Siempre ocurre lo mismo con los sueños —dijo Felix.

Se quedaron dentro del coche aparcado ante la casa. El final del jardín, junto al precipicio, era apenas visible entre la niebla. Oían, sin embargo, los martillazos y el ruido de las sierras de los obreros que estaban colina abajo, en la casa de huéspedes. Con sol o con lluvia, los hombres trabajaban en la casa de huéspedes.

Felix sintió un escalofrío. Inspiró profundamente y luego, después de una larga pausa, puso la mano en el hombro de Reuben. Como siempre, aquello tuvo un efecto tranquilizador en el joven.

—Eres un chico valiente —dijo.

—¿Tú crees?

—Oh, sí, mucho —dijo Felix—. Por eso ella ha acudido a ti.

Reuben estaba desconcertado, perdido de repente en demasiadas imágenes mentales en movimiento y sensaciones recordadas a medias, incapaz de razonar. Entre aquella mezcolanza, oyó otra vez la canción acechante que había sonado en la radio fantasma de la habitación fantasmal, y su ritmo fascinante lo paralizó.

—Felix, esta casa debería ser tuya —dijo—. No sabemos lo que quiere Marchent, por qué acecha, pero si soy un chico valiente, entonces tengo que decirlo. Esta es tu casa, Felix, no la mía.

—No —dijo Felix. Sonrió débilmente, sin alegría.

—Felix, sé que eres propietario de todos los terrenos que nos rodean, de todas las tierras hasta el pueblo y las que hay al norte y al este. Deberías recuperar la casa.

—No —dijo Felix con suavidad pero categórico.

—Si te la cedo… bueno, no hay forma de que puedas impedir que lo haga…

—No —dijo Felix.

—¿Por qué no?

—Porque si hicieras eso —dijo Felix, con los ojos empañados de lágrimas— ya no sería tu casa. Y entonces tú y Laura podríais iros. Y tú y Laura sois el calor que brilla en el corazón de Nideck Point. No puedo soportar la idea de que te vayas. No puedo hacer de Nideck Point mi hogar sin ti. Deja las cosas como están. Mi sobrina te regaló esta casa para deshacerse de ella, para desembarazarse de su pesar y desembarazarse de su dolor. Que siga todo tal como ella deseaba. Tú me trajiste otra vez aquí. En cierto sentido, ya me la has regalado. Ser propietario de un montón de habitaciones vacías significaría para mí poco o nada sin ti. —Abrió la puerta—. Ahora ven. Echemos un vistazo rápido al progreso de la casa de huéspedes. Queremos que esté lista cuando tu padre venga de visita.

Sí, la casa de huéspedes y la promesa de Phil de pasar largas temporadas con él durante las vacaciones. De hecho se lo había prometido, y Reuben lo deseaba intensamente.