7

No miró el móvil hasta que estuvo en la escalera. Tenía mensajes de texto de su madre, su padre y su hermano, que básicamente decían: «Llama a Celeste».

¿Qué demonios querría?

Un sonido asombroso le dio la bienvenida cuando se acercó a la cocina. Obviamente, Felix y Margon estaban discutiendo. Hablaban en uno de sus idiomas antiguos y la discusión era acalorada.

Reuben se quedó junto a la puerta de la cocina el tiempo suficiente para confirmar que iban en serio. Margon tenía la cara colorada mientras bramaba entre dientes a un claramente enfurecido Felix.

Aterrador. No tenía ni idea de lo que significaba aquello, pero se volvió y se fue. Nunca había podido soportar que Phil y Grace pelearan en serio o, para ser franco, nunca había soportado que dos personas cualesquiera tuvieran una discusión violenta en su presencia.

Fue a la biblioteca, se sentó al escritorio y marcó el número de Celeste, pensando enfadado que era la última persona en el mundo cuya voz quería oír. Quizá si no le hubieran asustado tanto las discusiones y las voces airadas, se habría desembarazado de Celeste mucho antes y de una vez por todas.

Cuando la llamada fue directamente al buzón de voz, dijo:

—Soy Reuben. ¿Quieres hablar? —Y colgó.

Levantó la mirada y se encontró con Felix, de pie, con una taza de café en la mano. Parecía completamente calmado y tranquilo ya.

—Toma —dijo, dejando el café en el escritorio—. ¿Has llamado a tu antigua bien amada?

—Cielo santo, ¿también ha hablado contigo? ¿Qué está pasando?

—Es importante —dijo Felix—. Críticamente importante.

—¿Alguien ha muerto?

—Justo lo contrario —dijo Felix. Pestañeó y parecía incapaz de contener una sonrisa.

Iba vestido formalmente, como siempre, con un abrigo confeccionado a mano y pantalones de lana, el cabello oscuro bien peinado, preparado para lo que pudiera depararle el día.

—¿No era de eso de lo que estabais discutiendo? —preguntó Reuben tentativamente.

—Oh, no, en absoluto. Quítate eso de la cabeza. Deja que yo me ocupe del inimitable Margon. Llama a Celeste, por favor.

El teléfono sonó y Reuben respondió de inmediato. En cuanto Celeste dijo su nombre se dio cuenta de que había estado llorando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, tratando de parecer lo más compasivo y amable que podía—. Celeste, ¡dime!

—Bueno, podrías haber contestado al teléfono, ¿sabes, Cielito? Llevo días llamándote.

Cada vez más gente le decía eso, y cada vez más tenía que inventar excusas vergonzosas, cosa que, en aquel preciso momento, no deseaba hacer.

—Lo siento, Celeste, ¿qué querías?

—Bueno, en cierto modo la crisis ha pasado porque me he decidido.

—¿Respecto a qué concretamente?

—A casarme con Mort —dijo—. Porque, no importa lo que hagas en la torre de marfil en la que vives, Cielito, tu madre va a quedarse con el bebé. Eso lo ha apaciguado bastante; eso y mi negativa a abortar al primogénito aunque sea hijo de un cabeza hueca.

Estaba demasiado asombrado para decir ni una palabra. Algo despertó en él, algo tan parecido a la pura felicidad que apenas sabía lo que era, pero no se atrevió a albergar esperanzas, todavía no.

Ella continuó hablando.

—Pensaba que estaba protegida, por eso ni siquiera me molesté en decírtelo. Bueno, no fue una falsa alarma. No estaba protegida. La cuestión es que ya estoy de cuatro meses. Es un niño y está perfectamente sano.

Continuó hablando sobre la boda y explicando que Mort estaba de acuerdo con todo, y que Grace ya había solicitado un año sabático en el hospital para ocuparse del niño. Grace era la mujer más maravillosa del mundo por dejarlo todo para hacer eso, y también era una cirujana brillante, y Reuben nunca sabría realmente lo afortunado que era de tener una madre como Grace. Reuben no apreciaba nada, de hecho, ni nunca lo había hecho. Por eso podía pasar de los mensajes de teléfono y de correo electrónico de la gente y aislarse en una mansión del norte de California como si el mundo no existiera…

—Eres la persona más egoísta y mimada que he conocido —le gritó—. Francamente, me pone enferma la forma en que todo simplemente te llueve del cielo, la forma en que esa mansión te llovió del cielo, la forma en que, no importa lo que ocurra, siempre alguien hace el trabajo sucio por ti y limpia lo que ensucias…

El torrente continuó.

Reuben se dio cuenta de que estaba mirando a Felix y que este lo estaba mirando con el habitual afecto protector, esperando sin necesidad de dar explicaciones a oír lo que Reuben tenía que decir.

—Celeste, no tenía ni idea —dijo Reuben, interrumpiéndola de repente.

—Bueno, por supuesto que no. Ni yo tampoco. ¡Tomaba la píldora, por el amor de Dios! Pensé que podía estar embarazada justo antes de que te marcharas. Luego, como he dicho, creí que no lo estaba. Y después… Bueno, me hice la ecografía ayer. No habría abortado ni aunque hubieras tratado de convencerme. Este bebé va a venir al mundo. La verdad, Cielito, es que no quiero hablar contigo. —Colgó.

Reuben dejó el teléfono. Con la mirada perdida, pensaba en multitud de cosas y en que la felicidad resplandecía, dejándolo completamente mareado. Entonces oyó la voz de Felix, suave y confiada.

—Reuben, ¿no te das cuenta? Es el único niño humano normal que tendrás.

Levantó la mirada hacia Felix. Estaba sonriendo estúpidamente, lo sabía. Casi reía de pura felicidad, pero no podía articular palabra.

El teléfono estaba sonando otra vez, pero apenas lo oía. Las imágenes se precipitaban en cascada en su mente. Y en el caos de sus emociones en conflicto se había formado una resolución.

Felix atendió el teléfono y sostuvo el auricular para él.

—Tu madre.

—Cariño, espero que estés contento con esto —dijo Grace—. Escucha, le he dicho que nos ocuparemos de todo. Nos ocuparemos del bebé. Me ocuparé del bebé, me ocuparé de este bebé.

—Mamá, quiero a mi hijo —dijo Reuben—. Estoy feliz, mamá. Estoy verdaderamente feliz; ni siquiera sé qué decir. He tratado de explicárselo a Celeste, pero no me ha escuchado. No quería escucharme. Mamá, soy muy feliz. ¡Dios santo, soy muy feliz!

Estaba recordando las palabras cortantes de Celeste, que lo confundían. ¿Qué demonios pretendía con aquella invectiva? En realidad no importaba. Lo que importaba era el bebé.

—Sabía que te alegrarías, Reuben —estaba diciendo Grace—. Sabía que no nos decepcionarías. Celeste tenía cita para el aborto cuando me lo contó. Pero le dije: «Celeste, no lo hagas, por favor». Ella no quería hacerlo, Reuben. Si realmente hubiera querido abortar, no se lo habría dicho a nadie. Nunca nos habríamos enterado. Cedió enseguida. Mira, Reuben, ahora mismo está enfadada.

—Pero, mamá, no sé… no entiendo a Celeste —dijo—. Hagamos lo que podamos para hacerla feliz.

—Bueno, lo haremos, Reuben. Pero tener un bebé es complicado. Ya ha solicitado una baja de la fiscalía del distrito y está hablando de instalarse en el sur de California cuando esto termine. Mort va a presentarse a un puesto de trabajo en la Universidad de California, en Riverside. La cosa pinta bien. Estoy hablando de darle lo que necesite para trasladarse allí y empezar de nuevo. No sé, una casa, un adosado, lo que podamos. Saldrá bien, Reuben, pero está enfadada. Así que deja que esté enfadada y seamos felices.

—Mamá, no vas a dejar el trabajo un año —dijo Reuben—. No tienes por qué hacerlo. —Miró a Felix, que asintió—. Este niño va a crecer aquí, con su padre. No vas a renunciar a tu carrera por él, mamá. Va a venir a vivir aquí, y yo te lo llevaré todos los fines de semana para que lo veas, ¿entiendes? La habitación contigua a la mía es la oficina de Laura, pero la convertiremos en una habitación infantil. Hay muchas habitaciones que pueden ser la oficina de Laura. Ella estará encantada cuando se lo cuente.

Su madre estaba llorando. Phil se puso al teléfono y dijo:

—Enhorabuena, hijo. Estoy muy feliz por ti. Cuando tengas a tu primogénito en brazos… Bueno, Reuben, entonces comprenderás tu propia vida por primera vez. Sé que suena trillado, pero es verdad. Espera y verás.

—Gracias, papá —dijo Reuben. Le sorprendía lo contento que estaba de oír la voz de su padre.

Siguieron dándole vueltas al asunto varios minutos y luego Grace dijo que tenía que llamar a Jim, que Jim estaba muerto de miedo por la posibilidad de que Celeste pudiera cambiar de opinión y llamar otra vez a la clínica abortista. Grace tenía que contarle que todo iba bien. Celeste iría a comer con ellos y, si Reuben llamaba al florista de la avenida Columbus, podría mandarle flores a la una.

—¿Harás eso, Reuben, por favor?

Sí, haría eso, lo haría inmediatamente.

—Mira, mamá, voy a pagarlo todo —dijo—. Llamaré a Simon Oliver yo mismo. Déjame hacer esto. Deja que yo me ocupe del asunto.

—No, no, yo me encargaré —dijo Grace—. Reuben, eres nuestro único hijo, la verdad. Jim nunca será otra cosa que un sacerdote católico. Nunca se casará ni tendrá hijos. Cuando ya no estemos, todo lo nuestro será tuyo. En el fondo es lo mismo de dónde salga el dinero para pagar a Celeste todo esto.

Finalmente Grace colgó.

Reuben llamó de inmediato a la floristería.

—Un ramo grande, hermoso y alegre —le dijo al florista—. A la dama le encantan las rosas de todos los colores, pero ¿qué tiene con un aire primaveral? —Estaba mirando la luz gris que entraba por la ventana.

Al final, logró coger la taza de café, tomar un buen sorbo y volver a sentarse en la silla a pensar. Realmente no tenía ni idea de cómo se lo tomaría Laura, pero ella sabría, con tanta certeza como él, que lo que Felix acababa de decir era cierto.

El destino le había hecho un regalo extraordinario.

Era el único hijo natural del cual sería padre en este mundo. De repente, se dio cuenta con pavor de que aquello había estado a punto de no ocurrir. Sin embargo, había ocurrido. Iba a ser padre. Iba a dar a Grace y Phil un nieto, un nieto humano completo que crecería ante sus ojos. No sabía lo que el mundo le deparaba en ese sentido, pero eso lo cambiaba todo. Estaba agradecido, no estaba muy seguro a quién o a qué: a Dios, al destino, a la fortuna… A Grace, que había convencido a Celeste, y a Celeste, que iba a entregarle su bebé, y a Celeste por existir, y a los Hados por haber tenido lo que había tenido con ella. Entonces las palabras se agotaron.

Felix se quedó de espaldas al fuego, observándolo. Estaba sonriendo, pero con los ojos vidriosos y un poco enrojecidos. De repente tenía un aspecto terriblemente triste con esa sonrisa que la gente llama «filosófica».

—Me alegro por ti —susurró—. Me alegro muchísimo por ti.

—Dios bendito —dijo Reuben—. Le daría a Celeste todo lo que tengo en este mundo por ese niño, y ella me odia.

—Ella no te odia, hijo —repuso Felix con suavidad—. Simplemente no te ama, nunca lo ha hecho, y se siente muy culpable e incómoda por eso.

—¿Tú crees?

—Por supuesto. Lo supe la primera vez que la vi y oí su discurso interminable sobre tu «vida estupenda» y tu «conducta irresponsable» y todos sus consejos acerca de que debías planificar toda tu existencia.

—Todo el mundo lo sabía —dijo Reuben—. Todos. Yo era el único que no lo sabía. Pero ¿por qué estuvimos comprometidos entonces?

—Cuesta decirlo —respondió Felix—, pero ella no quiere un hijo ahora y por eso te entregará al niño. Yo en tu caso actuaría deprisa. Se casará felizmente con tu mejor amigo, Mort, con quien aparentemente no está mortalmente resentida, y quizá tenga un hijo con él más adelante. Es una mujer pragmática, además de hermosa y muy lista.

—Sí a todo eso —dijo Reuben.

En la mente de Reuben bullían los pensamientos más inesperados: ropa de bebé y cunas y niñeras y libros ilustrados; imágenes fugaces de un niño pequeño sentado en el asiento de la ventana, apoyado en los paneles en forma de diamante, y de él, Reuben, leyéndole un cuento. Todos los libros infantiles favoritos de Reuben seguían en el desván de Russian Hill: el volumen profusamente ilustrado de La isla del tesoro y Secuestrado y los viejos y venerables libros de poesía que tanto le gustaba leer a Phil.

Tuvo una visión nebulosa del futuro en la que un chico salía de casa con una mochila llena de libros de texto y luego parecía que había crecido y se había hecho un hombre. El futuro se desplazó, se nubló, se convirtió en una niebla en la cual Reuben tendría que dejar el círculo amable de su familia y su hijo; se vería obligado a hacerlo, a huir, incapaz ya de disimular el hecho de que no estaba envejeciendo, de que nada cambiaba en él. Entonces ese chico, ese hombre joven, ese hijo estaría con ellos, con Grace y con Phil, con Jim y también con Celeste, y quizá con Mort, sería uno de ellos cuando Reuben se marchara.

Miró por la ventana y, de repente, el pequeño mundo que había construido se derrumbó. Recordó a Marchent detrás del cristal y se dio cuenta de que estaba temblando otra vez.

Dio la impresión de que pasaba mucho tiempo con Reuben sentado allí, en silencio, y Felix en silencio junto al fuego.

—Hijo mío —dijo este último con suavidad—. Detesto entrometerme en tu felicidad justo ahora, pero me estaba preguntando si querrías acompañarme al cementerio de Nideck. He pensado que a lo mejor te gustaría venir. Mira, he hablado esta mañana con nuestro abogado, Arthur Hammermill, y bueno, parece que Marchent realmente fue enterrada allí.

—Oh, sí que quiero ir contigo —dijo Reuben—. Pero hay algo que debo decirte primero: anoche la vi otra vez.

Lenta y metódicamente repasó los detalles escalofriantes.