6

Reuben regresó de Sonoma entrada la tarde. Caía una lluvia fina pero persistente y la luz era casi tan escasa como en el crepúsculo.

Al divisar la casa sintió un alivio inmediato. Los trabajadores acababan de decorar todas y cada una de las ventanas de la fachada con lucecitas navideñas de color amarillo vivo, perfectamente alineadas, y la puerta delantera estaba enmarcada por una gruesa guirnalda enroscada con las luces.

¡Qué alegre y acogedora parecía! Los hombres habían terminado y los camiones salieron del sendero en cuanto él entró. Solo quedó uno, para la brigada de operarios que trabajaba en la casa de huéspedes, al final de la cuesta, que no tardaría en marcharse.

El aspecto de los salones también era tremendamente acogedor, con los fuegos habituales encendidos y un gran árbol de Navidad sin decorar a la derecha de las puertas del invernadero. Habían puesto más guirnaldas, verdes y hermosas, en las repisas de las chimeneas, y la deliciosa y dulce fragancia de las plantas de hoja perenne se percibía por doquier.

Sin embargo, la casa estaba vacía, y eso resultaba extraño. Reuben no había estado solo en aquella casa desde que habían llegado los Caballeros Distinguidos. Por las notas de la encimera de la cocina Reuben se enteró de que Felix se había llevado a Lisa a comprar a la costa, Heddy estaba durmiendo una siesta y Jean Pierre había llevado a Stuart y Margon a cenar al pueblo de Napa.

Por extraño que fuera, a Reuben no le importó. Estaba sumido en sus pensamientos sobre Marchent. Había estado pensando en ella durante el largo trayecto de regreso desde Sonoma, y solo entonces se le ocurrió, al poner una cafetera, que la tarde con Laura había sido fantástica (la comida, hacer el amor en el hostal) porque ya no había tenido miedo de los cambios experimentados por ella.

Se dio una ducha rápida, se puso el blazer azul y pantalones grises de lana, como hacía a menudo para cenar, y se encaminó por el pasillo hacia la escalera donde había oído el sonido tenue de una radio procedente del lado oeste de la casa, su lado de la casa.

Solo necesitó un momento para localizar el origen del sonido: la antigua habitación de Marchent.

El pasillo estaba oscuro y penumbroso como siempre, porque carecía de ventanas y solo había en él unos cuantos apliques de pared con pantalla de pergamino y bombilla de escasa potencia. Reuben vio un hilo de luz bajo la puerta del dormitorio de Marchent.

Notó otra vez aquella siniestra pulsación de terror, lenta en esta ocasión. Sintió que llegaba la transformación, pero hizo cuanto pudo para detenerla. Allí de pie, temblando, se quedó sin saber muy bien qué hacer.

Una docena de motivos podían explicar la luz y el sonido de la radio. Tal vez Felix hubiera dejado ambas cosas encendidas después de buscar algo en el armario o en el escritorio de Marchent.

Reuben era incapaz de moverse. Combatió el hormigueo que sentía en la cara y las manos, pero no consiguió eliminarlo por completo. En ese momento vio en sus manos lo que alguien podría llamar un vello hirsuto, y un rápido examen de la cara le confirmó que la tenía igual. Que así fuera. Pero ¿de qué le servirían esas sutiles mejoras frente a un posible fantasma?

En la radio sonaba una vieja canción melódica, maravillosa, de los años noventa. La conocía, estaba familiarizado con el ritmo lento e hipnótico y la profunda voz femenina. Take Me As I Am, eso era. Mary Fahl y el October Project. Había bailado esa canción con su novia del instituto, Charlotte. Ya entonces era una vieja canción. La sensación resultaba demasiado palpable, demasiado real.

De repente estaba tan enfadado con su propio pánico que llamó a la puerta.

El pomo giró lentamente y se abrió. Reuben vio la figura de Marchent mirándolo, con la lámpara detrás, iluminando solo parcialmente la habitación.

Se quedó patidifuso mirando la figura oscura. Poco a poco los rasgos de esta se hicieron visibles: los ángulos familiares del rostro de Marchent y sus ojos grandes, infelices e implorantes.

Llevaba el mismo négligé manchado de sangre, y Reuben vio la luz que destellaba en aquella infinidad de pequeñas perlas.

Trató de hablar, pero tenía los músculos del rostro y la mandíbula petrificados, al igual que los brazos y las piernas.

No había ni medio metro de distancia entre ellos.

Sentía que tenía el corazón a punto de estallar.

Notó que retrocedía apartándose de la figura, y de pronto toda la escena se oscureció. Se encontraba otra vez de pie en el pasillo vacío y silente, temblando, sudando, y la puerta de la habitación de Marchent estaba cerrada.

En un arrebato de furia, abrió la puerta y entró en la habitación a oscuras. Buscó a tientas el interruptor de la pared hasta que lo encontró y encendió una serie de pequeñas lámparas repartidas por la estancia.

Tenía todo el pecho y los brazos sudados, los dedos resbaladizos de sudor. El cambio a lobo se había interrumpido. El vello de lobo había desaparecido. Sin embargo, seguía sintiendo el cosquilleo y los temblores en manos y pies. Se obligó a inspirar lentamente varias veces.

No sonaba ninguna radio, ni siquiera vio ninguna, y la habitación estaba tal y como la recordaba de la última vez que la había inspeccionado antes de que llegaran Felix, Margon y los demás: recargadas cortinas con volantes blancos en las ventanas, en el dosel de la pesada cama de bronce de cuatro columnas y en un tocador pasado de moda situado en el rincón norte, adornado con una falda con los mismos volantes blancos de encaje almidonado; la colcha de calicó rosa y el mullido confidente, junto a la chimenea, tapizado de la misma tela; un escritorio muy femenino, como todo lo demás, estilo Reina Ana, y estantes blancos con unos pocos libros de tapa dura.

La puerta del armario estaba entornada. No había nada dentro salvo media docena de perchas acolchadas. Eran bonitas, algunas forradas de tela, otras de seda color pastel, perfumadas. En la barra del armario, perchas vacías: un símbolo para él de la pérdida repentina, de la horrible realidad de que Marchent se había desvanecido en la muerte.

Había polvo en los estantes superiores. Polvo en el suelo de madera noble. No había nada que encontrar, nada a lo que un espíritu errante pudiera verse tristemente vinculado, si eso hacían los espíritus errantes.

—Marchent… —susurró. Se llevó la mano a la frente, sacó el pañuelo y se secó el sudor—. Marchent, por favor —susurró de nuevo. No recordaba si un fantasma podía leerte la mente—. Marchent, ayúdame —dijo, pero su susurro resonó en la habitación vacía, tan desconcertante para él como de repente era todo lo demás.

El cuarto de baño estaba inmaculado, con los armarios vacíos. No había ninguna radio a la vista. Olía a lejía.

Qué bonito era el papel pintado, un clásico estampado toile de Jouy azul y blanco con figuras bucólicas. Era el mismo de los colgadores acolchados.

Imaginó a Marchent bañándose en la gran bañera ovalada con patas y una ola de su presencia íntima lo pilló con la guardia baja, fragmentos de momentos uno en brazos del otro esa noche espantosa, fragmentos del rostro de ella, cálido contra el suyo, y su voz suave y tranquilizadora.

Se volvió e inspeccionó la escena que tenía ante sí y luego se acercó despacio a la cama. No era una cama alta en absoluto; se sentó en el borde, de cara a la ventana, y cerró los ojos.

—Marchent, ayúdame —dijo entre dientes—. Ayúdame. ¿Qué pasa, Marchent?

Si había experimentado un pesar como ese, no lo recordaba. Le temblaba el alma. De repente, se echó a llorar. El mundo le parecía vacío, carente de toda esperanza, de cualquier posibilidad de soñar.

—Siento mucho lo que ocurrió —dijo con la voz ronca—. Vine en cuanto te oí gritar, Marchent. Juro por Dios que lo hice, pero eran demasiado para mí los dos y, además, llegué demasiado tarde. —Agachó la cabeza—. Dime lo que quieres de mí, por favor.

Estaba llorando como un niño. Pensó en Felix la noche anterior, en la biblioteca del piso de abajo, preguntándose por qué no había vuelto a casa en todos esos años, sintiendo un espantoso arrepentimiento. Pensó en Felix la noche anterior, en el pasillo, diciendo con desánimo: «¿Por qué iba a querer que yo tenga algo, después de la forma en que la abandoné?».

Sacó el pañuelo, convertido en un gurruño de lino húmedo, y se secó la nariz y la boca.

—No puedo responder por Felix —dijo—. No sé por qué hizo lo que hizo. Pero puedo decirte que te quiero. Habría dado mi vida para impedir que te hicieran daño. Lo habría hecho sin pensarlo dos veces.

Lo recorrió una especie de oleada de alivio, aunque le parecía un alivio barato e inmerecido. La irreversibilidad de la muerte de Marchent merecía algo mejor. La irrevocabilidad de su muerte lo dejaba anonadado. Sin embargo, había dicho apresuradamente muchas cosas que había estado ansiando decir y eso le hacía sentirse bien, aunque quizás a ella no le importaran en absoluto. No tenía ni idea de si Marchent existía o no en algún ámbito desde donde pudiera verlo u oírlo, ni de qué había sido la aparición en la puerta.

—Pero todo esto es cierto, Marchent —dijo—. Y me dejaste el regalo de esta casa sin que yo hiciera nada para merecerlo, nada, y estoy vivo y no sé lo que te ha ocurrido, Marchent, no lo entiendo.

No tenía más que decir en voz alta. En su corazón, dijo: «Te amaba mucho».

Pensó en lo desgraciado que se sentía cuando la conoció. Pensó en lo desesperadamente que había querido librarse no solo de su amada familia, sino también de su penosa relación con Celeste. Celeste no lo había amado, ni siquiera le había gustado, y ella tampoco a él. Esa era la verdad. Había sido todo vanidad, pensó de repente: el deseo de ella de tener el «novio guapo», como con tanta frecuencia se refería a él cuando hablaba con los demás en aquel tono tan burlón, y él, que por su parte se había creído obligado a desear a una mujer lista y adorable a la que su madre quería muchísimo. La verdad era que Celeste lo había hecho desgraciado, y en cuanto a su familia, bueno, necesitaba escapar de ellos una temporada para descubrir lo que quería hacer.

—Y ahora, gracias a ti —susurró—, vivo en este mundo.

Recordando de repente el amor de Marchent por Felix, su dolor por él, su convicción de que estaba muerto, sintió un dolor que apenas podía soportar. ¿Qué derecho tenía él al Felix por el que ella había llorado? La injusticia de aquello, el horror de aquello, lo paralizó.

Durante un buen rato se quedó allí sentado, temblando como si tuviera frío cuando no lo tenía, con los ojos cerrados, preguntándose por todo ello, muy lejos ya del terror y el asombro que había sentido solo un momento antes. Había cosas peores que el miedo en este mundo.

Surgió un ruido de la cama, el sonido de los muelles y el colchón crujiendo, y sintió que algo en el colchón se movía hacia su derecha.

Reuben se puso lívido y se le aceleró el pulso.

¡Marchent estaba sentada a su lado! Lo supo. Sintió la mano de ella de repente en la suya, carne suave, y la presión de sus pechos en el brazo.

Lentamente Reuben abrió los ojos y miró a los de Marchent.

—¡Oh, Dios del cielo! —susurró. No pudo evitar pronunciar esas palabras, aunque fuera de forma arrastrada y lenta—. Dios del cielo —fue lo que dijo al obligarse a mirarla, a mirar de verdad sus labios pálidos y rosados y los finos perfiles de su rostro.

El cabello rubio de Marchent resplandecía a la luz. La seda del négligé blanco, contra el brazo de Reuben, subía y bajaba al ritmo de su respiración. Él podía sentir su respiración. Marchent se acercó aún más, cubrió con su mano fría la mano derecha de Reuben y se la apretó mientras con la otra le sujetaba el hombro izquierdo.

Él la miró directamente a los ojos suaves y húmedos. Se obligó a hacerlo. Sin embargo, apartó la mano derecha de la de Marchent con una brusquedad que no logró controlar e hizo con ella la señal de la cruz. Fue como un espasmo, y se ruborizó de vergüenza.

Ella soltó un leve suspiro. Frunció las cejas y el suspiro se convirtió en gemido.

—¡Lo siento mucho! —dijo Reuben—. Dime… —Estaba tartamudeando, apretando los dientes por el pánico—. Dime qué puedo hacer.

La expresión de Marchent era de indescriptible tormento. Lentamente, bajó la mirada y la apartó, con lo que el cabello le cayó sobre la mejilla. Reuben quería tocárselo, tocarle la piel, tocarla toda. Entonces Marchent volvió a mirarlo con desesperación y pareció a punto de hablar; estaba pugnando desesperadamente por hablar.

Enseguida la visión se iluminó como si se estuviera llenando de luz y luego se disolvió.

Había desaparecido como si no hubiera existido nunca. Reuben estaba solo en la cama, solo en el dormitorio de Marchent, solo en la casa. Los minutos iban pasando mientras él permanecía allí sentado, incapaz de moverse.

Marchent no iba a volver y él lo sabía. Fuera lo que fuese en ese momento, fantasma o espíritu terrenal, se había agotado hasta el límite de sus fuerzas y no iba a volver. Y él sudaba otra vez, con el corazón latiéndole en los oídos. Le ardían las palmas de las manos y las plantas de los pies. Notaba el vello de lobo bajo su piel como agujas. Era una tortura retener la transformación.

Sin decidir hacerlo, se levantó y se apresuró a bajar la escalera y salir por la puerta de atrás.

La oscuridad fría se iba asentando, las nubes descendían y el bosque iba ensombreciéndose a su alrededor. La lluvia invisible suspiraba como un ser vivo en los árboles.

Se subió al coche y condujo. No sabía dónde se dirigía, solo que tenía que alejarse de Nideck Point, alejarse del miedo, de la impotencia, de la pena. La pena es como un puñetazo en el cuello, pensó. La pena te estrangula. La pena era algo más espantoso que cualquier otra cosa que hubiera conocido.

Iba por carreteras secundarias, vagamente consciente de que se dirigía hacia el interior, con el bosque a ambos lados allí donde fuera. No estaba pensando sino sintiendo, sofocando la transformación poderosa, notando una y otra vez el minúsculo crecimiento del pelo como agujas en todo su cuerpo mientras lo contenía. Oía las voces, las voces del Jardín del Dolor, y escuchaba el sonido ineludible de alguien que lloraba desesperadamente, alguien capaz de hablar, alguien que seguía vivo, alguien que estaba suplicándole a él sin saberlo, alguien hasta quien podía llegar.

Dolor en alguna parte, como un aroma en el viento, de una niña amenazada, dando patadas, sollozando.

Aparcó en un grupo de árboles junto a la carretera y, cruzando los brazos de manera defensiva sobre el pecho, escuchó. Las voces se hicieron más claras. Una vez más notó el vello de lobo pinchándole como agujas. Su piel estaba viva. Sentía un hormigueo en el cuero cabelludo y le temblaban las manos al pugnar por contenerlo.

—¿Y dónde estarías sin mí? —rugió el hombre—. ¿Crees que no te meterían en la cárcel? ¡Desde luego que te meterían en la cárcel!

—Te odio —sollozó la niña—. Me estás haciendo daño. Siempre me haces daño. Quiero irme a casa.

La voz del hombre ahogó la de ella con imprecaciones guturales y amenazas. ¡Ah! El rancio y predecible sonido del mal, de la ambición, del egoísmo puro. ¡Dame el aroma!

Notó que reventaba la ropa; cada centímetro del cuero cabelludo y del rostro le ardió cuando el pelo se liberó; las garras le crecieron, los pies velludos le salieron de los zapatos; la melena le cayó hasta los hombros. «¿Quién soy realmente? ¿Qué soy realmente?». Con qué rapidez el vello lo cubrió por completo y qué poderoso se sintió de estar solo, solo y cazando como había cazado en esas primeras noches emocionantes antes de que llegaran los morfodinámicos mayores, cuando estuvo al borde de cuanto podía abarcar, imaginar, definir, buscando ese poder cautivador.

Partió hacia el bosque con su pelaje de lobo, corriendo a cuatro patas hacia la niña, con los músculos en tensión, encontrando y recorriendo las sendas quebradas a través del bosque sin dar ni un traspié. «Yo pertenezco a esto, soy esto».

Estaban en una vieja caravana destartalada y semioculta por un manto de robles rotos y gigantescos abetos. En las ventanas pequeñas y siniestras destellaba la luz azulada de la televisión en un patio húmedo atestado de bombonas de butano, cubos de basura y neumáticos viejos, con una furgoneta oxidada y mellada aparcada a un lado.

Se quedó rondando el lugar, vacilando, decidido a no meter la pata como había hecho en el pasado. Sin embargo, estaba vorazmente hambriento del hombre malvado que se hallaba a solo unos centímetros, a su alcance. Las voces de la televisión charlaban dentro. La niña se estaba asfixiando y el hombre la golpeaba. Oyó el zurriagazo del cinturón de cuero. El aroma de la niña era dulce y penetrante. Le llegó el olor fétido y nauseabundo del hombre en oleadas sucesivas, una pestilencia que se mezclaba con su voz y el tufo rancio de sudor de su ropa sucia.

La rabia atenazó la garganta a Reuben, que soltó un gruñido largo y grave.

La puerta saltó con demasiada facilidad cuando tiró de ella. La lanzó a un lado. Una ráfaga de aire pútrido le asaltó las fosas nasales. Se metió en el espacio estrecho, como un gigante, inclinando la cabeza para no darse con el techo bajo. Toda la caravana se mecía bajo su peso. La televisión parloteante se hizo trizas en el suelo cuando agarró al esquelético matón de cara colorada por la camisa de franela y lo arrojó fuera, hacia las latas y las botellas rotas del patio.

Qué calmado estaba Reuben cuando alcanzó al hombre («Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a recibir»), qué natural se sentía. El tipo le dio una patada y lo golpeó, con el rostro desfigurado por el terror (el mismo terror que Reuben había sentido al abrazarlo Marchent), antes de que, lenta y pausadamente, le mordiera el cuello. «Alimenta la bestia que hay en mí».

Oh, era demasiado exquisita, demasiado salada, con demasiada sangre y demasiados latidos incesantes; era demasiado dulce la viscosa vida del malvado, mucho más de lo que su memoria podría retener. Hacía demasiado que no cazaba solo y se daba un festín con su víctima elegida, su presa elegida, sus enemigos elegidos.

Tragó grandes bocados de la carne del hombre, pasando la lengua por el cuello y la mejilla del malvado.

Le gustaban los huesos de la mandíbula; le gustaba morderlos, le gustaba sentir que sus dientes chocaban con la quijada al morder lo que quedaba del rostro del hombre.

No había en todo el mundo ningún sonido salvo el que él producía al masticar y tragar esa carne tibia y ensangrentada.

Solo la lluvia cantaba en el bosque brillante que lo envolvía, como si estuviera despojado de todos los pequeños ojos que habían contemplado aquella Eucaristía impura. Se abandonó a la comida, devorando la cabeza entera del hombre, sus hombros y sus brazos. La caja torácica ya era suya, y continuó deleitándose con el sonido crujiente de huesos finos y huecos, hasta que de repente no pudo comer más.

Se lamió las patas, lamió las partes blandas de sus garras, se secó la cara y se lamió otra vez la garra, limpiándose con ella como haría un gato. ¿Qué quedaba del hombre? ¿Una pelvis y dos piernas? Arrojó los restos a lo profundo del bosque y oyó una sucesión de sonidos suaves cuando cayeron. Luego se lo pensó mejor. Se movió con rapidez entre los árboles; recuperó el cadáver, o lo que quedaba de él, y se lo llevó lejos de la caravana, a un pequeño calvero embarrado junto a un arroyuelo. Allí cavó con rapidez en la tierra húmeda y enterró los restos, cubriéndolos lo mejor que pudo. Tal vez allí no lo encontraran nunca.

Empezaba a lavarse las patas en el arroyo, echándose agua helada en la cara velluda, cuando oyó que la niña lo llamaba. Su voz era un trino agudo.

—¡Lobo Hombre! ¡Lobo Hombre! —decía ella una y otra vez.

—Lobo Hombre… —susurró él.

Se apresuró a ir en su busca. La encontró, casi histérica, junto a la puerta de la caravana.

Era una niña de siete u ocho años a lo sumo, dolorosamente delgada, con el cabello rubio enredado. Le rogó que no la dejara. Llevaba tejanos y una camiseta sucia. Se le estaba poniendo la piel azulada por el frío y tenía la carita sucia de lágrimas y mugre.

—He rezado para que vinieras —sollozó—. He rezado para que me salvaras, y lo has hecho.

—Sí, corazón —dijo Reuben en voz baja y lobuna—. He venido.

—Él me robó de mi mamá —sollozó la niña. Le enseñó las muñecas, marcadas por las sogas con las que la había atado—. Me dijo que mi mamá estaba muerta. Sé que no es verdad.

—Él ya no está, preciosa —dijo el Lobo Hombre—. No volverá a hacerte daño. Ahora quédate aquí hasta que encuentre una manta para abrigarte. Te llevaré a un lugar seguro. —Le acarició la cabecita con la máxima suavidad posible. Qué extremadamente frágil parecía y, aun así, qué incomprensiblemente fuerte.

Había una manta del ejército en la cama sucia de la caravana.

El Lobo Hombre envolvió a la niña en la manta como a un recién nacido. Sus grandes ojos permanecían posados en él con confianza absoluta. Luego la cogió con el brazo izquierdo y se adentró con rapidez en la espesura.

No sabía cuánto tiempo llevaba viajando. Era emocionante para él tenerla a salvo en sus brazos. La niña estaba en silencio, doblada contra él, un tesoro.

Siguió avanzando hasta que vio las luces de una población.

—¡Te dispararán! —gritó ella cuando vio las luces—. ¡Lobo Hombre! —le suplicó—. Lo harán.

—¿Dejaría yo que alguien te hiciera daño? —le preguntó él—. Estate en silencio, cielo.

La niña se acurrucó contra él.

En los aledaños de la población, avanzó con lentitud, manteniéndose a cubierto entre el monte bajo y tras los árboles dispersos, hasta que vio una iglesia de ladrillo cuya parte posterior daba al bosque. Había luces en el pequeño edificio de la rectoría y un viejo columpio de metal en un patio adoquinado. El gran letrero rectangular enmarcado en madera de la carretera rezaba en grandes letras negras móviles: «Iglesia del Buen Pastor. Corrie George, pastora. Servicio los domingos a mediodía». Había un número de teléfono en cifras cuadradas.

Cogió a la niña con ambos brazos y se acercó a la ventana, tranquilizándola porque tenía miedo otra vez. Estaba llorando:

—Lobo Hombre, no dejes que te vean… —dijo.

Vio a una mujer corpulenta en la rectoría, sola, sentada a una mesa de cocina marrón, vestida con pantalones azul oscuro y una blusa sencilla, que sostenía un libro en rústica en alto para leer mientras comía. Llevaba el cabello gris ondulado muy corto y tenía una cara sencilla y seria. El Lobo Hombre la observó un buen rato en silencio, aspirando su olor, limpio y bueno. No le cupo duda.

Dejó a la niña en el suelo, le quitó cuidadosamente la manta manchada de sangre, e hizo un gesto hacia la puerta de la cocina.

—¿Sabes tu nombre, cielo? —le preguntó.

—Susie —dijo ella—. Susie Blakely. Y vivo en Eureka. También sé mi número de teléfono.

El Lobo Hombre asintió.

—Ve a buscar a esa señora, Susie. Tráemela. Vamos.

—No, Lobo Hombre, vete, por favor. Llamará a la policía y te matarán.

Viendo que él no se iba, sin embargo, la niña hizo lo que le había pedido.

Cuando la mujer salió, Reuben se quedó mirándola, preguntándose qué veía ella realmente a la luz tenue de la ventana del monstruo alto y peludo que era, más animal que hombre, pero con un rostro bestial de hombre. La lluvia era apenas una llovizna. Casi no la notaba. La mujer no tenía miedo.

—Bueno, eres tú —dijo. Tenía una voz agradable, y la niñita, a su lado, se aferraba a ella, señalaba y asentía.

—Ayúdela —le pidió Reuben a la mujer, consciente de lo profunda y bestial que era su voz—. El hombre que le hacía daño ya no está. Nunca lo encontrarán. No queda rastro de él. Ayúdela. Ha vivido experiencias terribles, pero sabe su nombre y el lugar del que proviene.

—Sé quién es —dijo la mujer entre dientes. Se acercó un poco más a él, mirándolo con unos ojos pequeños y pálidos—. Es la niña de los Blakely. Lleva desaparecida desde el verano.

—Entonces se ocupará…

—Tienes que marcharte de aquí. —Meneaba un dedo como si hablara con un niño gigante—. Te matarán si te ven. Estos bosques están plagados de provincianos chiflados con ideas descabelladas desde la última vez que apareciste, y van armados. Ha venido gente de fuera del estado para cazarte. Lárgate de aquí.

Él se echó a reír, pero se arrepintió al darse cuenta de lo muy extraño que había tenido que parecerles a ambas aquella bestia enorme de pelo oscuro riendo entre dientes como un hombre.

—Por favor, vete, Lobo Hombre —dijo la niñita, con las mejillas pálidas enrojecidas—. No le diré a nadie que te he visto. Diré que me escapé. Por favor, vete, corre.

—Cuenta lo que tengas que contarles —dijo—. Cuéntales lo que te liberó.

Les dio la espalda para irse.

—¡Me has salvado la vida, Lobo Hombre! —gritó la niña.

Él se volvió otra vez hacia ella. Miró largamente a aquella criatura, su rostro fuerte y levantado, el fuego tranquilo de sus ojos.

—No te pasará nada, Susie —dijo—. Te quiero, corazón.

Un instante después, ya no estaba.

Corrió hacia la espesura rica y fragante del bosque, con la manta ensangrentada al hombro, abriéndose paso a increíble velocidad entre zarzas, ramas rotas y hojas húmedas y crujientes, con el alma elevándose al poner kilómetros entre él y la iglesia.

Una hora y media después, cayó exhausto en su cama. Estaba seguro de que se había colado sin que nadie se diera cuenta. Se sentía culpable, culpable por salir sin el permiso de Felix o Margon y por haber hecho justo aquello que los Caballeros Distinguidos no querían que él y Stuart hicieran. Sin embargo, estaba exultante y agotado. Culpable o no, por el momento no le importaba.

Estaba casi dormido cuando oyó un aullido lastimero en la noche. Quizá ya estuviera soñando. Entonces lo oyó otra vez.

Cualquiera habría dicho que se trataba del aullido de un lobo, pero él sabía que no lo era. Distinguía al morfodinámico en el sonido, una nota profunda y quejumbrosa que ningún animal era capaz de producir.

Se incorporó. No tenía ni idea de qué clase de morfodinámico podía hacer semejante sonido ni por qué.

Lo oyó otra vez: un aullido largo y grave que hizo que el vello le creciera de nuevo en el dorso de las manos y en los brazos.

«Los lobos salvajes aúllan para indicar su presencia a sus congéneres, ¿no? Pero nosotros no somos verdaderos lobos, ¿verdad? Somos algo que no es humano ni animal. ¿Y cuál de nosotros emitiría un sonido tan extraño y lúgubre?».

Se recostó en la almohada, obligando al vello de todo su cuerpo a retroceder y a dejarlo en paz.

Oyó otra vez el aullido de aflicción, cargado de dolor y súplica.

Estaba más que medio dormido y precipitándose al reino onírico cuando lo oyó por última vez.

Tuvo un sueño. Estaba confundido incluso en el sueño. Marchent estaba allí, en una casa del bosque, una casa vieja llena de gente y habitaciones iluminadas y figuras que iban y venían. Marchent lloraba y lloraba mientras hablaba con la gente que la rodeaba. Lloraba y lloraba, y él no podía soportar el sonido agónico de su voz, la visión de su rostro levantado al hacer un gesto y discutir con aquella gente. Los demás no parecían oírla, tenerla en cuenta ni responderle. Él no veía con claridad a la gente. No podía ver nada con claridad. En un momento, Marchent se levantó y salió corriendo de la casa. Descalza y con la ropa desgarrada, corrió por el bosque frío y húmedo. Los árboles jóvenes le arañaban las piernas desnudas. Había figuras poco definidas en la negrura que la rodeaba, siluetas oscuras que parecían estirarse hacia ella mientras corría. Él no soportaba ver aquello. Estaba aterrorizado mientras corría tras ella. La escena cambió. Marchent estaba sentada al lado de la cama de Felix, la cama que habían compartido, llorando otra vez. Él le dijo cosas, no sabía qué (todo estaba ocurriendo de forma muy rápida y confusa), y ella repuso: «Lo sé, lo sé, pero no sé cómo». Y él sintió que no podía soportar ese dolor.

Se despertó en la luz gris y gélida de la mañana. El sueño se hizo añicos como si fuese de hielo. Recordó a la niña, a la pequeña Susie Blakely, y comprendió abatido que iba a tener que responder ante los Caballeros Distinguidos por lo que había hecho. ¿Ya habría salido en las noticias? «El Lobo Hombre ataca de nuevo». Se levantó inquieto y estaba pensando otra vez en Marchent al meterse en la ducha.