5

El teléfono lo despertó temprano; cuando vio el nombre de Celeste destellando en la pantalla, no contestó. Medio dormido, la había oído dejar un mensaje. «Supongo que es una buena noticia para alguien —decía con voz inusitadamente monocorde—, pero no para mí. Hablé con Grace de ello y, bueno, estoy teniendo en cuenta también los sentimientos de Grace. De todos modos, necesito verte, porque no puedo tomar una decisión aquí sin ti».

¿De qué demonios estaba hablando? Reuben tenía escaso interés en saberlo y escasa paciencia. Lo abrumó el sentimiento más extraño e inesperado: no recordaba por qué había reivindicado un día amar a Celeste. ¿Cómo se había comprometido con ella? ¿Por qué había pasado tanto tiempo en compañía de alguien que personalmente le desagradaba tanto? Ella lo había hecho tan desgraciado durante tanto tiempo que el mero sonido de su voz lo irritaba y lo hería un poco, cuando de hecho su mente tendría que haber estado ocupada con otras cosas.

Probablemente Celeste necesitaba permiso para casarse con Mort, el mejor amigo de Reuben. Eso era. Tenía que ser eso. Solo habían pasado dos meses desde que Reuben y Celeste habían roto su compromiso y se sentía incómoda por las prisas. Por supuesto, Celeste había consultado a Grace porque la adoraba. Mort y Celeste eran habituales en la casa de Russian Hill. Habían estado cenando allí tres veces por semana. A Mort siempre le había encantado Phil. A Phil le encantaba hablar de poesía con Mort, y Reuben se preguntaba cómo le sentaba eso a Celeste, porque ella siempre había considerado a Phil una persona patética.

En la ducha, Reuben reflexionó y llegó a la conclusión de que las dos personas a las que realmente quería ver ese día eran su padre y su hermano Jim.

¿No había alguna forma de mencionar el tema de los fantasmas a Phil sin contarle lo que le había ocurrido?

Phil había visto espíritus, sí, y conocía las viejas tradiciones sobre la cuestión, indudablemente, pero había un muro entre Reuben y todos aquellos que no compartían las verdades de Nideck Point, y era un muro que él no podía derribar.

En cuanto a Jim, su suspicacia respecto a los fantasmas y espíritus era predecible. No, Jim no creía en el diablo, y quizá tampoco creía en Dios. Pero era sacerdote y acostumbraba decir las cosas que pensaba que un sacerdote tenía que decir. Reuben se dio cuenta de que realmente no se había confiado a Jim desde que los Caballeros Distinguidos habían accedido a su vida, y estaba avergonzado. De haber tenido que volver a hacerlo, nunca le habría confiado a Jim la verdad sobre el don del lobo. Había sido muy injusto.

Después de vestirse y tomarse un café, Reuben llamó a la única persona en el mundo con la cual podía compartir su inquietud, y esa era Laura.

—Mira, no hace falta que vengas hasta aquí —le propuso ella inmediatamente—. Encontremos algún sitio alejado de la costa. Está lloviendo en el Wine Country, pero creo que no mucho.

A Reuben le encantó la idea.

Era mediodía cuando llegó al centro comercial de Sonoma y vio el Jeep de Laura a la puerta del café. El sol había salido, aunque el suelo estaba húmedo, y en el centro de la ciudad se notaba el ajetreo habitual a pesar del ambiente húmedo y frío. A Reuben le encantaba Sonoma, y le encantaba ese centro comercial. Tenía la impresión de que nada malo podía ocurrirle en una pequeña localidad tan apacible y agradable de California. Por un momento deseó ir de tiendas después de comer.

En cuanto vio a Laura esperándolo, sentada a la mesa, se asombró de nuevo por los cambios que se habían producido en ella. Sí, los ojos azules eran más oscuros; el cabello rubio, exuberante; aparte de eso, una especie de vitalidad reservada parecía infectar su expresión e incluso su sonrisa.

Después de pedir el sándwich más grande de la carta, una sopa y una ensalada, Reuben empezó a hablar.

Lentamente, relató la historia del fantasma, entreteniéndose en cada pequeño detalle. Quería que Laura tuviera una imagen completa de la sensación de calma de la casa y, por encima de todo, de la intensidad de la aparición de Marchent y la elocuencia de sus gestos y su rostro atribulado.

El ambiente del café abarrotado era ruidoso, pero no tanto como para que no pudieran hablar en un tono discreto. Por fin Reuben terminó de contárselo todo, incluida la conversación con Felix, y se comió la sopa con hambre lobuna, como era habitual en él, olvidándose por completo de las buenas maneras y tomándosela toda directamente del bol. Verdura fresca dulce, caldo espeso.

—Bueno, ¿me crees? —preguntó—. ¿Crees que realmente la vi? —Se limpió la boca con la servilleta y empezó con la ensalada—. Te estoy diciendo que no fue ningún sueño.

—Sí. Creo que la viste —dijo Laura—. Y obviamente Felix tampoco creyó que lo hubieras imaginado. Supongo que lo que me asusta es que la veas otra vez.

Reuben asintió.

—Pero crees que existe en alguna parte; me refiero a la Marchent real y verdadera. ¿Crees que está en una especie de purgatorio?

—No lo sé —respondió Laura con franqueza—. Has oído hablar de espíritus terrenales, ¿verdad? No sé si conoces la teoría de que algunos fantasmas son espíritus terrenales, gente que ha muerto y simplemente no puede seguir adelante. No sé si algo de eso es cierto. Nunca he creído mucho en ello, pero la persona muerta permanece aquí, por confusión o por algún vínculo emocional, cuando debería estar avanzando hacia la luz.

Reuben se estremeció. Había oído esa teoría. Había oído a su padre hablando de la muerte terrenal. Phil se refería a la muerte terrenal como un sufrimiento en una especie de infierno creado para ellos.

Le asaltaron pensamientos vagos sobre el fantasma de Hamlet y sus horripilantes descripciones de fuegos de tormento en los cuales existía. Había críticos literarios que opinaban que el fantasma del padre de Hamlet procedía en realidad del infierno. Pero esas ideas eran absurdas. Reuben no creía en el purgatorio. No creía en el infierno. De hecho, hablar del infierno siempre le había resultado muy ofensivo. Siempre le había parecido que quienes creían en el infierno tenían escasa o nula empatía por los que en él sufrían. Más bien al contrario, de hecho, parecían deleitarse con la idea de que la mayor parte de la raza humana terminaría en un lugar tan horrible.

—Pero ¿qué significa espíritu terrenal exactamente? —preguntó—. ¿Dónde está Marchent en este momento? ¿Qué está sintiendo?

Le sorprendió ligeramente que Laura se estuviera comiendo lo que había pedido; cortó con rapidez varios trozos de ternera, los devoró y dio cuenta del plato de scaloppine sin pararse a respirar. Cuando la camarera trajo el sándwich de rosbif, pasó con naturalidad al tema que los ocupaba.

—No lo sé —dijo—. Estas almas, suponiendo que existan, están atrapadas, se aferran a lo que pueden ver y oír de nosotros y de nuestro mundo.

—Eso tiene perfecto sentido —susurró Reuben. Se estremeció una vez más sin poder evitarlo.

—Esto es lo que haría en tu lugar —dijo Laura de repente, secándose los labios y tragando la mitad del refresco de cola helado que tenía en el vaso—. Estaría dispuesta a descubrir lo que quiere el fantasma, ansiosa por hacerlo. Lo que quiero decir es que, si es la personalidad de Marchent Nideck, si hay algo coherente, real y con sentimiento ahí, bueno, ábrete a ello. Sé que es fácil para mí decirlo en un café abarrotado y alegre, a plena luz del día. Además, por supuesto, yo no he visto nada; pero es lo que trataría de hacer.

Reuben asintió.

—No tengo miedo de ella —dijo—. Tengo miedo de que esté sufriendo, de que ella, Marchent, exista en un lugar y no sea un buen lugar. Quiero consolarla, hacer lo que pueda para darle lo que quiere.

—Por supuesto.

—¿Crees que es concebible que esté preocupada por la casa, por el hecho de que Felix haya vuelto, aunque yo sea el propietario de la finca? Marchent no sabía que Felix estaba vivo cuando me la regaló.

—No creo que tenga nada que ver con eso —dijo Laura—. Felix es rico. Si quisiera, Nideck Point podría hacerte una oferta para comprártela. No vive allí como invitado tuyo porque carezca de medios. —Continuó comiendo mientras hablaba, limpiando el plato con facilidad—. Felix es dueño de todas las propiedades que rodean Nideck Point. Le oí hablar de eso con Galton y los albañiles. No es ningún secreto. Se lo estaba comentando como si tal cosa al contratarlos para que hicieran otro trabajo. La casa Hamilton, al norte, le pertenece desde hace cinco años. Y compró la Drexel, al este, mucho antes. Los hombres de Galton están trabajando ahora en esas casas. Felix es propietario de las tierras que se extienden al sur de Nideck Point, desde la costa hasta la población de Nideck. Hay casas antiguas en esa zona, casas como la de Galton, pero Felix está dispuesto a comprar cualquiera de ellas en cuanto los propietarios quieran vender.

—Entonces planeaba volver —concluyó Reuben—. Siempre había planeado volver. Y quiere la casa. Tiene que quererla.

—No, Reuben, te equivocas —dijo ella—. Sí que planeaba regresar algún día, pero no mientras Marchent tuviera algo que ver con la propiedad. Cuando ella se trasladó a Sudamérica, los agentes de Felix hicieron repetidas ofertas bajo nombres distintos para comprar la casa, pero Marchent siempre se negó a venderla. El propio Felix me lo dijo. No es ningún secreto. Estaba esperando que ella la dejara. Luego los acontecimientos lo pillaron completamente desprevenido.

—La cuestión es que ahora la quiere —dijo Reuben—. Es evidente que la quiere. Él mismo la construyó.

—Pero no tiene ninguna prisa —repuso Laura.

—Se la regalaré. No me costó ni un centavo.

—Pero ¿crees que este fantasma sabe todas esas cosas? —preguntó Laura—. ¿Le importan a este fantasma?

—No —dijo Reuben. Negó con la cabeza. Pensó en el rostro crispado de Marchent, en su mano extendida como si tratara de tocarlo a través del cristal—. Quizás estoy sobre la pista equivocada. Tal vez son los planes para Navidad lo que inquieta su espíritu, planes para celebrar una fiesta tan poco después de su muerte, o puede que no se trate de eso.

Volvía a tener una sensación palpable de Marchent, como si la aparición implicara una intimidad nueva y siniestra y la tristeza que él había sentido estuviera mucho más profundamente arraigada en ella.

—No, los planes de la fiesta no la ofenderían. Eso no sería motivo suficiente para devolverla de allí donde esté, para hacer que te visite de esta forma.

Reuben, perdido en sus pensamientos, se quedó en silencio. Se dio cuenta de que no podría saber nada más hasta que ese espíritu volviera a aparecérsele.

—Los fantasmas suelen presentarse durante el solsticio de invierno, ¿verdad? —preguntó Laura—. Piensa en todas las historias de fantasmas de la cultura inglesa. Siempre ha sido lo tradicional que los fantasmas se aparezcan en esta época del año, momento en el que son fuertes, como si el velo entre los vivos y los muertos se volviera frágil.

—Sí, Phil siempre decía lo mismo —explicó Reuben—. Por eso el Cuento de Navidad de Dickens nos atrapa de ese modo. Es la antigua tradición sobre los espíritus que nos llega en este momento del año.

—Ven conmigo —dijo Laura tomándole la mano—. No pienses más en eso ahora. —Pidió la cuenta—. Hay un pequeño hostal cerca de aquí. —Le dedicó la sonrisa más incandescente, discretamente conocedora—. Siempre es divertido estar en una cama diferente con diferentes vigas en el techo.

—Vámonos —dijo él.

A dos manzanas de distancia, en una encantadora cabaña estilo Craftsman acurrucada en un jardín, hicieron el amor en una vieja cama de latón bajo un techo inclinado. Había flores amarillas en el papel pintado; una vela en la vieja repisa de la chimenea de hierro forjado; pétalos de rosa en las sábanas.

Laura fue brusca, urgente, inflamándolo con su hambre. De repente, se detuvo y se apartó.

—¿Puedes transformarte ahora? —le susurró—. Hazlo, por favor. Sé el Lobo Hombre para mí.

La habitación estaba en penumbra, silenciosa, con los postigos blancos cerrados contra la luz del atardecer que se disipaba.

Antes de que Reuben pudiera contestar, la metamorfosis había comenzado.

Se encontró de pie junto a la cama, con su cuerpo revelando la piel lobuna, las garras, los tendones tensos y largos de brazos y piernas. Le parecía notar cómo le crecía la melena; era como si oyera el vello sedoso que le cubría la cara. Miró con ojos nuevos los muebles pintorescos y frágiles de la habitación.

—¿Esto es lo que quieres, señora? —preguntó con su habitual voz de barítono de Lobo Hombre, mucho más oscura y más rica que su voz normal—. ¿Nos estamos arriesgando a que nos descubran por esto?

Laura sonrió.

Estaba estudiándolo como nunca antes. Le pasó las manos por la piel de la frente, le agarró con los dedos el cabello más largo y áspero de la cabeza.

Reuben la atrajo hacia sí y la tendió en los tablones desnudos. Ella empujó y tiró como si quisiera provocarlo, golpeándole el pecho con los puños incluso mientras lo besaba, presionando la lengua contra los colmillos de él.