4

Dos de la mañana.

La casa dormía.

Reuben bajó la escalera en zapatillas y bata gruesa de lana.

Jean Pierre, que solía encargarse del turno de noche, estaba durmiendo con los brazos cruzados sobre la encimera de la cocina y la cabeza apoyada en ellos.

El fuego de la biblioteca no se había extinguido del todo.

Reuben removió las brasas y lo avivó. Cogió un libro de la estantería e hizo algo que siempre había deseado hacer. Se acurrucó en el asiento de la ventana, bastante cómodo gracias al tapizado acolchado de terciopelo, y colocó un cojín entre su cabeza y el cristal húmedo y frío. La lluvia resbalaba por él a solo unos centímetros de sus ojos. La lámpara del escritorio le bastaba para leer un poco, y un poco, con esa luz tenue e indirecta, era todo cuanto quería leer.

Se trataba de un libro sobre la antigüedad en Oriente Próximo. A Reuben le había parecido que lo apasionaría por toda la cuestión de dónde había ocurrido algún suceso antropológico trascendental, pero perdió el hilo casi de inmediato. Apoyó la cabeza en el marco de madera de la ventana y contempló con los párpados entornados la pequeña danza de llamas en el hogar.

Un viento errático retumbaba en las ventanas. Las gotas de lluvia impactaban en el cristal como perdigones. Entonces se oyó ese suspiro de la casa que Reuben percibía con tanta frecuencia cuando estaba solo como en ese momento y en completo silencio.

Se sentía a salvo y feliz, y ansioso por ver a Laura, ansioso por hacerlo lo mejor posible. A su familia le encantaría la fiesta del día dieciséis, sencillamente le encantaría. Grace y Phil nunca habían sido más que anfitriones ocasionales de sus amigos más íntimos. A Jim le parecería maravillosa, y hablarían. Sí, Jim y Reuben tenían que hablar. No solo porque Jim era el único que conocía a Reuben, que conocía sus secretos, que lo sabía todo. La cuestión era que estaba preocupado por Jim, preocupado por las consecuencias que podía tener para él cargar con sus secretos. ¿Cuánto estaría sufriendo, por el amor de Dios, un sacerdote obligado por el secreto de confesión, conociendo semejantes secretos que no podía mencionar a ningún otro ser vivo? Reuben echaba terriblemente de menos a su hermano y lamentó no poder llamarlo en ese momento.

Empezó a adormilarse. Se espabiló y se subió el cuello blando de la bata. De repente cobró «conciencia» de que había alguien cerca, había alguien, y era como si hubiera estado hablando con esa persona, a pesar de que ya estaba más que despierto y seguro de que eso era imposible.

Miró hacia arriba y a su izquierda. Esperaba que la oscuridad de la noche reinara en la ventana, porque todas las luces exteriores se habían apagado hacía mucho. Sin embargo, vio una figura de pie fuera, observándolo, y se dio cuenta de que a quien estaba viendo era a Marchent Nideck y de que ella lo estaba mirando a él desde el otro lado del cristal, a solo unos centímetros.

Su terror fue total, pero no se movió. Sintió el terror como algo que le atravesaba la piel. Continuó mirando a Marchent, resistiendo con todas sus fuerzas el impulso de apartarse.

Ella tenía los ojos pálidos ligeramente entornados, ribeteados de rojo y clavados en Reuben como si estuviera hablándole, implorándole, con los labios ligeramente separados, muy frescos y suaves y naturales, y las mejillas enrojecidas por el frío.

A Reuben el corazón le retumbaba en los oídos, atronador, y la sangre le galopaba por las arterias con tanta presión que sintió que no podía respirar.

Marchent llevaba el mismo negligé que la noche en que la mataron. Perlas, seda blanca y encaje. Qué bonito era aquel encaje, tan grueso, pesado y recargado, pero estaba manchado de sangre, de sangre seca. Con una mano Marchent agarró el encaje del cuello (allí estaba el brazalete, en su muñeca, la delicada ristra de perlas que llevaba ese día) y estiró la otra mano hacia él como si pudiera atravesar el cristal con los dedos.

Reuben se apartó precipitadamente y se la encontró de pie en la alfombra, mirándolo. No había sentido un pánico semejante en toda su vida.

Ella continuó mirándolo con expresión aún más desesperada y el cabello despeinado, pero sin que la lluvia se lo mojara. Estaba seca de pies a cabeza y tenía un aspecto refulgente. Luego la figura, simplemente, se desvaneció como si nunca hubiera estado allí.

Reuben se quedó quieto, mirando el cristal oscuro, tratando de encontrar otra vez el rostro de Marchent, sus ojos, su forma, cualquier cosa de ella; pero no había nada y nunca en la vida se había sentido tan completamente solo.

Notaba la piel electrificada y había empezado a sudar. Muy lentamente bajó la mirada a sus manos y descubrió que las tenía cubiertas de vello. Las uñas se le habían alargado y al tocarse la cara se dio cuenta de que también allí había pelo.

Había empezado a transformarse por efecto del miedo, pero la transformación se había interrumpido, a la espera quizá de una señal personal respecto a si debía reanudarse. Eso lo había hecho el terror.

Reuben se miró las palmas de las manos, incapaz de moverse.

Oyó sonidos definidos detrás de él, pisadas familiares en el suelo de tablones. Se volvió muy despacio y se encontró a Felix, con la ropa arrugada y el cabello oscuro despeinado de estar en la cama.

—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Qué ha ocurrido? —Se acercó.

Reuben no podía hablar. El pelo largo de lobo no estaba retrocediendo, ni tampoco su miedo. Quizá «miedo» no fuera la palabra adecuada, porque nunca había temido nada natural hasta aquel punto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó otra vez Felix, acercándose más todavía. Estaba muy preocupado y su actitud era obviamente protectora.

—Marchent —susurró Reuben—. La he visto ahí fuera.

Otra vez notó la sensación de cosquilleo. Bajó la mirada y vio que los dedos emergían entre el vello en retroceso. Notó también que el pelo desaparecía de su cuero cabelludo y su pecho.

La expresión de Felix lo sobresaltó. Nunca lo había visto con un aspecto tan vulnerable, casi quebrado.

—¿Marchent? —dijo. Entornó los ojos. Aquello le resultaba sumamente doloroso, y no cabía la menor duda de que creía lo que le estaba contando.

Reuben se explicó con rapidez. Repasó todo lo ocurrido. Se estaba acercando al armario de los abrigos, situado junto a la antecocina, cuando habló con Felix, que iba tras él. Se puso su abrigo grueso y cogió la linterna.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Felix.

—Tengo que salir. Tengo que buscarla.

La lluvia era moderada, poco más que una llovizna. Reuben bajó apresuradamente los escalones de la entrada y rodeó el lateral de la casa hasta que estuvo de pie junto al ventanal de la biblioteca, cosa que nunca había hecho. Como mucho había ido en coche por el sendero de grava hasta la parte posterior de la propiedad. Los cimientos estaban elevados y no había ninguna cornisa en la que Marchent, una Marchent viva que respirara, pudiera haberse resguardado.

La ventana brillaba por encima de Reuben a la luz de la lámpara y el robledal que se extendía a su derecha, más allá del sendero de grava, estaba impenetrablemente oscuro y cargado del sonido de las gotas de lluvia, la lluvia que siempre se abría paso entre las hojas y las ramas.

Vio la figura alta y delgada de Felix observando por la ventana, pero no parecía estar viéndolo a él que lo miraba desde abajo. Daba la impresión de estar mirando hacia la oscuridad.

Reuben se quedó muy quieto, dejando que la fina llovizna le empapara el cabello y el rostro. Luego se volvió y, armándose de valor, miró hacia el robledal. Apenas consiguió ver nada.

Lo invadió un terrible pesimismo, una ansiedad rayana en el pánico. ¿Podía sentir la presencia de ella? No, no podía. Y el hecho de que Marchent, en forma espiritual, en la forma que fuera, estuviera perdida en esa oscuridad lo aterrorizaba.

Regresó lentamente a la puerta principal, sin dejar de mirar la impenetrable oscuridad que lo rodeaba. ¡Qué amplia y premonitoria parecía, y qué distante y horrorosamente impersonal era el rugido del océano que no podía ver!

Solo la casa resultaba visible, la casa con sus elegantes ornamentos y las luces encendidas, la casa como un baluarte contra el caos.

Felix, que estaba esperándolo en el umbral, lo ayudó a quitarse el abrigo.

Reuben se hundió en el sillón, el gran sillón orejero que Felix normalmente ocupaba cada tarde al lado de la chimenea de la biblioteca.

—Pero la he visto —dijo—. Estaba aquí, vívida, con su bata, la que llevaba la noche que la mataron. Tenía toda la bata llena de sangre.

Lo atormentó revivir la experiencia de repente. Sintió de nuevo la misma alarma que había experimentado la primera vez que la había mirado a la cara.

—No era… feliz. Me estaba pidiendo algo, quería algo.

Felix se quedó de pie en silencio, con los brazos cruzados, sin hacer ningún esfuerzo por disimular el dolor que sentía.

—La lluvia no tenía ningún efecto en ella, en la aparición o lo que fuera —explicó Reuben—. Marchent brillaba; no, refulgía, Felix. Estaba mirando al interior de la casa, quería algo. Era como Peter Quint en Otra vuelta de tuerca. Estaba buscando a alguien o algo.

Silencio.

—¿Qué sentiste al verla? —preguntó Felix.

—Terror. Y creo que ella lo sabía. Puede que se haya sentido decepcionada.

Felix volvió a quedarse en silencio. Luego, al cabo de un momento, habló otra vez, muy educado y con voz calmada.

—¿Por qué sentiste terror? —preguntó.

—Porque era… Marchent —dijo Reuben, tratando de no balbucir—. Y eso tiene que significar que Marchent existe en alguna parte. Tiene que significar que Marchent es consciente en alguna parte, y no en algún encantador mundo posterior, sino aquí. ¿No tiene que significar eso?

—No sé lo que significa —dijo Felix—. Nunca he sido un vidente de espíritus. Los espíritus acuden a los que pueden verlos.

—Pero me crees.

—Por supuesto que sí —dijo—. No era una sombra lo que estás describiendo…

—La he visto con claridad absoluta. —Otra vez las palabras le salieron de forma apresurada—. Vi las perlas de su négligé y el encaje, ese viejo y pesado encaje en el cuello, un encaje precioso. He visto el brazalete, las perlas que llevaba cuando estuve con ella, ese brazalete fino con filigrana de plata y perlitas.

—Yo le regalé ese brazalete —dijo Felix. Fue más un suspiro que palabras.

—Le vi la mano. La ha estirado como si quisiera tocarme a través del cristal. —Una vez más Reuben notó el hormigueo en la piel, pero lo combatió—. Deja que te pregunte algo —continuó—. ¿La enterraron aquí, en algún cementerio familiar o algo? ¿Has estado en su tumba? Me avergüenza decir que ni siquiera se me había pasado por la cabeza visitar su tumba.

—Bueno, no podías asistir al funeral —dijo Felix—. Estabas en el hospital. Pero no creo que hubiera funeral. Pensaba que habían enviado sus restos a Sudamérica. A decir verdad, sinceramente, no sé si es cierto.

—¿Podría ser que no esté donde quiere estar?

—No creo que eso le importe a Marchent en absoluto —dijo Felix. Su voz era antinaturalmente monótona—. Pero ¿qué sé yo de eso?

—Algo va mal, Felix, muy mal, o no habría venido. Mira, yo nunca había visto un fantasma, nunca había tenido siquiera un presentimiento o un sueño premonitorio. —Se acordó de Laura diciendo esas mismas palabras, más o menos, esa misma tarde—. Pero conozco historias de fantasmas. Mi padre asegura que ha visto fantasmas. No le gusta hablar de eso en la mesa de una cena numerosa, porque la gente se ríe de él, pero sus abuelos eran irlandeses y él ha visto más de un fantasma. Si los fantasmas te miran, si saben que estás ahí, bueno, quieren algo.

—¡Ah, los celtas y sus fantasmas! —dijo Felix, pero no pretendía ser frívolo. Estaba sufriendo y esas palabras fueron como un paréntesis—. Tienen el don. No me sorprende que Phil lo tenga. Pero no puedes hablar de estas cosas con Phil.

—Lo sé —dijo Reuben—. Y, sin embargo, es justamente la persona que podría saber algo.

—Y la persona que podría sentir más de lo que quieres que sienta, si empiezas a hablarle de todas las cosas que te desconciertan, todas las cosas que te han ocurrido bajo este techo.

—Lo sé, Felix, no te preocupes. Lo sé.

Estaba asombrado por la expresión sombría y herida de Felix; parecía estremecerse bajo la arremetida de sus propios pensamientos.

Reuben estaba repentinamente avergonzado. Se había puesto eufórico con la aparición, por espeluznante que hubiera sido. Le había proporcionado energía, así que no había pensado ni por un segundo en Felix y en lo que seguramente estaba experimentando en ese momento.

Felix había traído a Marchent; había conocido y amado a Marchent de formas que Reuben no podía ni imaginar, y él, Reuben, continuaba dándole vueltas al asunto. La aparición había sido suya, su posesión única y brillante. De repente se avergonzaba de sí mismo.

—No sé lo que digo, ¿verdad? —preguntó—. Pero sé que la he visto.

—Murió violentamente —dijo Felix, en el mismo tono grave y descarnado. Tragó saliva y se agarró los brazos, un gesto que Reuben nunca le había visto hacer—. A veces, cuando la gente muere así, no puede seguir adelante.

Ninguno de los dos habló durante un buen rato y por fin Felix se apartó, dando la espalda a Reuben para acercarse a la ventana.

—Oh, ¿por qué no volví antes? —dijo finalmente con la voz ronca—. ¿Por qué no me puse en contacto con ella? ¿En qué estaba pensando para dejar pasar año tras año…?

—Por favor, Felix, no te culpes. No eres responsable de lo que ocurrió.

—La abandoné al tiempo, como siempre los abandono… —Felix volvió al calor del fuego muy despacio y se sentó en la otomana, delante de la butaca, frente a Reuben—. ¿Puedes contarme otra vez cómo ha ocurrido todo? —preguntó.

—Sí. Me miraba directamente —dijo Reuben, tratando de no ceder otra vez al torrente de palabras excitadas—. Estaba justo al otro lado del cristal. No tengo ni idea de cuánto tiempo llevaba allí, observándome. Nunca me había sentado en el asiento de la ventana. Quería desde siempre acurrucarme en ese cojín de terciopelo rojo, ¿sabes?, pero nunca había llegado a hacerlo.

—Ella lo hacía siempre de pequeña —dijo Felix—. Era su lugar. Yo trabajaba aquí durante horas, y ella se quedaba leyendo junto a esa ventana. Siempre tenía un montoncito de libros ahí, escondidos detrás de las colgaduras.

—¿Dónde? ¿En el lado izquierdo? ¿Se sentaba con la espalda apoyada en el lado izquierdo de la ventana?

—La verdad es que sí. El rincón de la izquierda era su rincón. Yo le insistía en que forzaba la vista cuando caía el sol. Se quedaba leyendo allí hasta que casi no había luz. Incluso en lo más crudo del invierno le gustaba leer ahí. Bajaba en bata, con sus calcetines gruesos y se acurrucaba. Y no quería una lámpara de pie. Decía que veía suficientemente bien con la luz del escritorio. Le gustaba así.

—Eso es justo lo que yo he hecho —dijo Reuben en voz baja.

Hubo un silencio. El fuego se había reducido a ascuas.

Finalmente, Reuben se levantó.

—Estoy agotado. Me siento como si hubiera corrido muchos kilómetros. Me duelen todos los músculos. Nunca he sentido una necesidad tan grande de dormir.

Felix se levantó reticente.

—Bueno —dijo—, mañana haré algunas llamadas. Hablaré con el hombre de Buenos Aires. No debería ser difícil confirmar que la enterraron como ella quería.

Reuben y Felix se acercaron juntos a la escalera.

—Hay algo que tengo que preguntarte —dijo el primero—. ¿Qué te impulsó a bajar cuando lo hiciste? ¿Oíste un ruido o sentiste algo?

—No lo sé —dijo Felix—. Me desperté. Experimenté una especie de frisson, como lo llaman los franceses. Algo iba mal. Y luego, por supuesto, te vi y noté el pelo de lobo que te estaba creciendo. Nos señalamos mutuamente de alguna manera impalpable cuando cambiamos, eres consciente de eso.

Hicieron una pausa en el pasillo del piso de arriba, ante la puerta de Felix.

—No temes quedarte solo, ¿verdad? —le preguntó este.

—No. En absoluto —dijo Reuben—. No era esa clase de miedo. No tenía miedo de ella ni de que me hiciera daño. Era algo completamente diferente.

Felix no se movió para alcanzar el pomo. Entonces dijo:

—Ojalá la hubiera visto.

Reuben asintió. Por supuesto, Felix lo deseaba. Por supuesto, Felix se preguntaba por qué había acudido a Reuben. ¿Cómo no iba a preguntárselo?

—Pero los fantasmas acuden a aquellos que pueden verlos, ¿no? —inquirió Reuben—. Es lo que has dicho. Me parece que mi padre dijo lo mismo una vez que mi madre se mofaba.

—Sí, lo hacen.

—Felix, ¿deberíamos plantearnos si ella quiere que te devuelvan esta casa?

—¿Deberíamos planteárnoslo? —preguntó Felix, abatido. Parecía deshecho. Su habitual alegría se había esfumado por completo—. ¿Por qué iba a querer que yo tenga algo, Reuben, después de la forma en que la abandoné?

Reuben no dijo nada. Recordó vívidamente a Marchent, su rostro, su expresión angustiada, la forma en que había estirado el brazo hacia la ventana. Se estremeció.

—Está sufriendo —murmuró.

Miró otra vez a Felix, vagamente consciente de que la expresión de Felix le recordaba horriblemente la de Marchent.