Pese a que estaba cansado, Reuben se apuntó a un viaje al sótano y siguió a Felix de buen grado por la escalera. Cruzaron con rapidez la vieja sala de calderas y accedieron al primero de los numerosos pasadizos que creaban un laberinto antes del túnel final que conducía al mundo exterior.
En la última semana, los electricistas habían estado cableando esos pasadizos de techo bajo y algunas de las misteriosas cámaras, pero quedaba mucho por hacer y Felix le explicó que algunas de las salas nunca dispondrían de luz eléctrica.
Había quinqués y linternas en armarios, aquí y allá, entre puertas cerradas, y Reuben se dio cuenta siguiendo a Felix a la tenue luz de las bombillas del techo de que no tenía ni idea de la extensión de la construcción subterránea. Las paredes rudimentariamente revocadas brillaban por la humedad en algunos sitios y, yendo detrás de Felix por territorio completamente desconocido, Reuben vio al menos diez puertas a ambos lados del estrecho pasillo.
Felix, que sostenía una linterna grande, se detuvo ante una puerta con cerradura de combinación.
—¿Qué pasa? ¿Qué te inquieta? —Puso una mano firme en el hombro de Reuben—. Has venido triste. ¿Qué ha pasado?
—Bueno, no ha pasado nada —dijo Reuben, aliviado en parte por hablar de ello y en parte avergonzado—. Es solo que Laura ha tomado una decisión, como estoy seguro que ya sabes. Yo no lo sabía. He estado con ella esta tarde. La echo de menos y no entiendo cómo puedo desear tanto que venga a casa y estar al mismo tiempo tan asustado de lo que le está ocurriendo. Quería traerla aquí por la fuerza y quería huir.
—¿De verdad no lo entiendes? —Los ojos oscuros de Felix estaban cargados de preocupación protectora—. Para mí es muy fácil comprenderlo —dijo—, y no debes culparte por ello, en absoluto.
—Siempre eres amable, Felix, siempre amable —le aseguró Reuben—, y se me ocurren muchas preguntas acerca de quién eres y qué sabes…
—Me doy cuenta de eso —dijo Felix—. Pero lo que en realidad cuenta es quiénes somos ahora. Escucha, te he querido como si fueras mi hijo desde el momento en que te conocí. Y si pensara que te ayudaría que te contara toda la historia de mi vida, lo habría hecho. Pero no te ayudaría en absoluto. Esto has de vivirlo por ti mismo.
—¿Por qué no estoy contento por ella? —preguntó Reuben—. Contento de compartir con ella este poder, estos secretos. ¿Qué me pasa? Desde el momento en que supe que la quería deseé darle el Crisma. Ni siquiera sabía que se llamara así, pero sabía que, si podía darse, transmitirse de algún modo, quería…
—Por supuesto que sí —dijo Felix—. Pero ella no es simplemente un ideal mental tuyo, es tu amante. —Vaciló—. Una mujer. —Se volvió hacia la pequeña cerradura de combinación y, colocándose la linterna bajo el brazo, giró con rapidez el dial—. Eres posesivo con ella, tienes que serlo —continuó Felix. Abrió ligeramente la puerta, pero no entró—. Y ahora ella es una de los nuestros y eso no está en tus manos decidirlo.
—Eso es exactamente lo que ella dijo —respondió Reuben—. Y sé que debería alegrarme de que no esté en mis manos, de que haya sido aceptada sin condiciones, de que sea vista íntegramente como la persona que es…
—Sí, por supuesto que deberías alegrarte, pero ella es tu pareja.
Reuben no respondió. Estaba viendo otra vez a Laura junto al arroyo, sosteniendo esa flautita de madera y luego tocándola cautelosamente, produciendo esa melodía que se elevaba de forma plañidera, como una pequeña plegaria.
—Sé que posees una capacidad de amar excepcional —dijo Felix—. La he visto, la he sentido, lo supe la primera vez que hablamos en el bufete de abogados. Amas a tu familia. Amas a Stuart y amas profundamente a Laura, y si por alguna razón no pudieras soportar seguir cerca de ella, bueno, te ocuparías de ello con amor.
Reuben no estaba tan seguro de eso, y de repente lo abrumaron las dificultades, las potenciales dificultades. Pensó en Thibault bajo el árbol, cerca de la casa de Laura, esperando tranquilamente en la oscuridad, y unos celos rabiosos se apoderaron de él: celos porque Thibault le había transmitido a ella el Crisma; celos porque Thibault, que se había ganado la simpatía de Laura desde el principio, podía estar más cerca de ella de lo que él estaba…
—Vamos —dijo Felix—. Quiero que veas las estatuas.
La linterna proyectó un largo haz amarillo ante ellos cuando entraron en una sala fría de baldosas blancas. Incluso el techo estaba embaldosado. Enseguida Reuben distinguió un gran grupo de figuras de belén de mármol blanco, finamente talladas, robustas y barrocas por sus dimensiones y sus ropajes, tan fabulosas como las mejores estatuas italianas que había visto. Seguramente procedían de algún palazzo del siglo XVI o de una iglesia del otro lado del océano.
Lo dejaron sin respiración. Felix sostuvo la linterna mientras Reuben examinaba las figuras, limpiando el polvo de los ojos de mirada abatida de la Virgen, de su mejilla. Ni siquiera en la famosa Villa Borghese había visto nada representado en piedra con tanta plasticidad y vitalidad. La figura alta del José barbudo se alzaba ante él, ¿o era uno de los pastores? Bueno, ahí estaban el cordero y el buey, sí, elegantemente detallados, y de repente, cuando Felix movió la linterna, aparecieron los opulentos y espléndidos Reyes Magos.
—Felix, esto es un tesoro —susurró.
¡Qué patético el belén navideño que Reuben había imaginado!
—Bueno, no se han sacado en Navidad desde hace al menos cien años. Mi querida Marchent nunca vio estas figuras. Su padre detestaba estos espectáculos y yo pasé demasiados inviernos en otras partes del mundo. Pero se exhibirán estas Navidades con los accesorios apropiados. Tengo carpinteros preparados para construir un pesebre. ¡Oh, ya verás! —Suspiró.
Felix dejó que la luz de la linterna pasara sobre la enorme figura de un camello suntuosamente enjaezado y sobre la mula, con sus grandes ojos tiernos… tan parecidos a los ojos de los animales que Reuben había cazado, los ojos suaves y ciegos de los animales que había matado. Sintió un escalofrío al mirarlos, pensando otra vez en Laura y el aroma de ciervo cerca de su casa.
Estiró el brazo para tocar los dedos perfectos de la Virgen. Entonces la luz se posó en el niño Jesús, una figura sonriente y radiante con el cabello alborotado y ojos brillantes de alegría, tumbado en un lecho de paja de mármol con los brazos abiertos.
Sintió dolor al mirarlo, un dolor terrible. Hacía mucho, mucho tiempo, creer en tales cosas lo entusiasmaba, ¿no? Cuando de niño miraba una figura como aquella, experimentaba la aceptación de que significaba un amor profundo e incondicional.
—Menuda historia —dijo Felix en un susurro—: que el Creador del Universo descendería hacia nosotros bajo esta forma humilde; que descendería más y más y más desde los confines de su Creación para nacer entre nosotros. ¿Alguna vez ha existido un símbolo más hermoso de nuestra esperanza desesperada en que, en el solsticio de invierno, el mundo nacerá de nuevo?
Reuben no podía hablar. Durante mucho tiempo los viejos símbolos habían carecido de significado para él. Se había tragado el habitual argumento frívolo de rechazo, que se trataba de una festividad pagana con una historia cristiana injertada. ¿No era algo merecedor del rechazo tanto de los devotos como de los impíos? No era de extrañar que Stuart fuera tan suspicaz. El mundo actual sospechaba de tales cosas.
Cuántas veces se había sentado en silencio en la iglesia, observando a su querido hermano Jim celebrar la misa y pensando: absurdo, todo absurdo. Había anhelado salir del templo y volver al mundo brillante y abierto, mirar simplemente un cielo estrellado o escuchar el trino de los pájaros que cantan incluso en la oscuridad, estar solo con sus convicciones más profundas por simples que fueran.
En cambio, en ese momento lo invadía otro sentimiento, más profundo y magnífico, que no se limitaba a una elección excluyente. Se le estaba ocurriendo una posibilidad majestuosa: que cosas dispares podrían estar unidas de un modo que aún hemos de comprender.
Habría deseado hablar con Jim inmediatamente, aunque asistiría a esa fiesta de Navidad y se quedarían los dos ante ese belén y hablarían como siempre habían hecho. Y Stuart, Stuart llegaría a comprenderlo, a verlo.
Sintió un gran alivio de que Felix estuviera allí, con su determinación y su visión, para hacer que algo tan grande como esa fiesta de Navidad funcionara.
—Margon no está cansado de Stuart, ¿verdad? —preguntó de repente—. Supongo que comprende que Stuart es solo condenadamente exuberante.
—¿Hablas en serio? —Felix rio con voz suave—. Margon ama a Stuart. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro confidencial—. Debes dormir como un tronco, Reuben Golding. Vaya, es Zeus secuestrando a Ganímedes todas las noches.
Reuben rio a su pesar. En realidad no dormía como un tronco, o al menos no todas las noches.
—Y tendremos los mejores músicos —continuó Felix como si hablara consigo mismo—. Ya he hecho llamadas a San Francisco y encontrado hoteles a lo largo de la costa donde podrían alojarse. Voces líricas, eso es lo que quiero en el coro de adultos. Y traeré el coro infantil de Europa si hace falta. Tengo un director joven que me comprende. Quiero los viejos villancicos, los vilancicos tradicionales, los que encierran en parte la irresistible profundidad de la celebración.
Reuben permaneció en silencio. Estaba observando a Felix, aprovechando para mirarlo largamente mientras este contemplaba con amor su familia de centinelas de mármol y pensando: vida eterna y ni siquiera empiezo a saber… Pero sabía que adoraba a Felix, que Felix era la luz que brillaba en su camino, que Felix era el profesor en esa nueva escuela en la que se había encontrado.
—Hace mucho tuve un espléndido hogar en Europa —dijo Felix. Se calló, y su rostro, habitualmente alegre y animado, quedó ensombrecido y casi adusto—. Sabes lo que nos mata, ¿verdad, Reuben? No son las heridas ni la pestilencia, sino la inmortalidad en sí. —Hizo una pausa—. Estás viviendo un tiempo dichoso ahora, Reuben, y así seguirá mientras tu generación esté en la tierra, hasta que aquellos a los que amas ya no estén. Entonces empezará para ti la inmortalidad y, algún día, dentro de varios siglos, recordarás estas Navidades y a tu querida familia, y a todos nosotros juntos en esta casa.
Se levantó, con impaciencia, antes de que Reuben tuviera tiempo de responder, e hizo un gesto para que se pusieran en marcha.
—¿Es esta la época más fácil, Felix? —preguntó Reuben.
—No. No siempre. No todos tienen la extraordinaria familia que tú tienes. —Hizo una pausa—. Te has confiado a tu hermano Jim, ¿verdad? Quiero decir que sabe lo que eres y lo que somos.
—En confesión, Felix —explicó Reuben—. Sí, pensaba que te lo había dicho. Tal vez no. Pero fue en confesión, y mi hermano es de esa clase de sacerdotes católicos que morirían antes que romper el secreto de confesión; pero sí, lo sabe.
—Eso percibí desde el primer momento —dijo Felix—. Los otros también lo notaron, por supuesto. Cuando la gente lo sabe, lo notamos. Lo descubrirás en su momento. Creo que es maravilloso que hayas gozado de una oportunidad así. —Estaba cavilando—. Mi vida fue muy diferente. Pero no es momento para esa historia.
—Debéis confiar, todos vosotros —dijo Reuben—, en que Jim nunca…
—Querido muchacho, ¿crees que alguno de nosotros haría daño a tu hermano?
Cuando llegaron a la escalera, Felix volvió a enlazar a Reuben con el brazo e hizo una pausa, con la cabeza baja.
—¿Qué pasa, Felix? —preguntó Reuben. Quería decirle de alguna manera lo mucho que le importaba y corresponder al entusiasmo de las palabras que le había dicho.
—No debes temer lo que ocurrirá con Laura —dijo Felix—. Nada es eterno con nosotros; solo lo parece. Y cuando deja de parecerlo, bueno, es cuando empezamos a morir. —Frunció el entrecejo—. No quería decir eso, quería decir…
—Lo sé —lo interrumpió Reuben—. Quieres decir una cosa y surge otra.
Felix asintió.
Reuben lo miró a los ojos.
—Creo que sé lo que estás diciendo. Estás diciendo: «Atesora el dolor».
—Sí, vaya, quizás es lo que estoy diciendo —dijo Felix—. Atesora el dolor; atesora lo que tienes con ella, incluido el dolor. Atesora lo que puedes tener, incluso el fracaso. Atesóralo, porque si no vivimos esta vida, si no vivimos plenamente año tras año y siglo tras siglo, bueno, entonces morimos.
Reuben asintió.
—Por eso las estatuas siguen aquí, en el sótano, después de todos estos años. Por eso las traje aquí desde mi patria. Por eso construí esta casa. Por eso estoy otra vez bajo este techo y tú y Laura sois una llama esencial. Tú y Laura y la promesa de lo que sois. Vaya, no soy tan bueno con las palabras como tú, Reuben. Consigo que parezca que necesito que os améis. No es así. No es eso lo que quiero decir, en absoluto. Voy a calentarme las manos ante el fuego y a maravillarme de ello. Eso es todo.
Reuben sonrió.
—Te quiero, Felix —dijo.
No había mucha emoción en su voz ni en su mirada, solo una convicción profunda de ser comprendido y de que realmente no hacían falta más palabras.
Sus miradas se encontraron y ninguno necesitó decir nada.
Subieron la escalera.
En el comedor, Margon y Stuart seguían trabajando. Stuart continuaba insistiendo en la estupidez y lo insípido de los rituales, y Margon protestaba suavemente, argumentando que Stuart estaba siendo un incordio incorregible a propósito, como si estuviera discutiendo con su madre o sus antiguos profesores de la escuela. Stuart reía con picardía y Margon sonreía a su pesar.
Entró Sergei, el gigante de pelo rubio y ojos azules abrasadores. Llevaba la ropa húmeda de lluvia y manchada, el cabello polvoriento y con trocitos de hojas. Parecía confundido. Se desarrolló una curiosa conversación silenciosa entre Sergei y Felix, y a Reuben le invadió una extraña sensación. Sergei había estado cazando; Sergei había sido el Lobo Hombre esa noche; la sangre palpitaba en él. Y la sangre de Reuben lo sabía y Felix lo sabía. Stuart también lo percibió. Lo miró con fascinación y resentimiento, y luego miró a Margon.
Pero Margon y Felix simplemente volvieron al trabajo.
Sergei se fue a la cocina.
Reuben subió para ponerse cómodamente con su portátil junto al fuego a investigar costumbres navideñas y ritos paganos del solsticio de invierno, y quizás empezar un artículo para el Observer. Billie, su directora, lo llamaba cada dos días para pedirle más material. Era lo que querían sus lectores, le había explicado. Y a él le gustaba la idea de impregnarse de actitudes diferentes, tanto positivas como negativas, acerca de la Navidad, de investigar por qué éramos tan ambivalentes sobre el asunto, por qué las antiguas tradiciones solían inquietarnos en igual medida que el gasto y las compras, y cómo podíamos empezar a pensar en las Navidades de una manera nueva y comprometida. Era agradable pensar en algo que no fueran los viejos tópicos cínicos.
Cayó en la cuenta de algo, de que intentaba buscar una forma de expresar lo que estaba aprendiendo en ese momento sin revelar el secreto de cómo estaba aprendiéndolo, y de decir cómo el aprendizaje en sí había cambiado de forma tan absoluta para él.
—Así será —susurró—. Contaré lo que sé, sí, pero siempre me guardaré algo.
Sin embargo, quería mantenerse ocupado. Costumbres navideñas, espíritu navideño, ecos del solsticio de invierno, sí.