Eran las diez en punto cuando llegó a casa. El ambiente era alegre, con un montón de guirnaldas de hoja perenne y olor dulce colocadas ya en las chimeneas, los fuegos encendidos como de costumbre y toda una serie de lamparitas iluminando los salones.
Felix estaba sentado a la mesa del comedor, enfrascado en una conversación con Margon y Stuart sobre los planes para Navidad, con un mapa o diagrama dibujado en un papel de envolver desplegado ante ellos y un par de libretas de hojas amarillas y bolígrafos a mano. Los caballeros iban en pijama y bata con solapas de satén del Viejo Mundo, mientras que Stuart llevaba su habitual sudadera oscura y vaqueros. Parecía un adolescente estadounidense sanote perdido en una película de Claude Rains.
Reuben sonrió para sus adentros. Le parecía maravilloso verlos a todos tan animados, tan felices a la luz del fuego. Era una delicia oler el té, los pasteles y todas las fragancias que ya identificaba con la casa: cera para lustrar los muebles; los troncos de roble ardiendo en el hogar y, por supuesto, el fresco aroma de la lluvia que siempre se abría paso hasta el caserón, ese caserón con tantos rincones oscuros y húmedos.
Jean Pierre, el viejo ayuda de cámara francés, cogió la gabardina húmeda de Reuben e inmediatamente puso una taza de té para él en la mesa.
Reuben se quedó sentado en silencio, tomándose el té, distraído, pensando en Laura, escuchando a medias y asintiendo para mostrar su conformidad con todos los planes navideños, vagamente consciente de que Felix se sentía estimulado por todo aquello, singularmente feliz.
—Así que estás en casa, Reuben —dijo este con alegría—. Has llegado justo a tiempo de oír nuestros grandes planes y aprobarlos, darnos tu permiso y tu bendición. —Tenía el fulgor habitual en los ojos oscuros con las comisuras arrugadas por su buen humor y hablaba con voz profunda y cargada de entusiasmo.
—En casa, pero agotado —confesó Reuben—, aunque sé que no podré dormir. Quizás esta es la noche para convertirme en lobo solitario y azote del condado de Mendocino.
—No, no, no —susurró Margon—. Lo estamos haciendo muy bien, cooperando entre nosotros, ¿no?
—Obedeciéndote a ti, querrás decir —soltó Stuart—. Quizá Reuben y yo deberíamos salir juntos esta noche y, en fin, meternos en verdaderos problemas como los lobitos que somos. —Cerró el puño y golpeó a Margon con una fuerza ligeramente excesiva en el brazo.
—Chicos —dijo Margon—, ¿alguna vez os he contado que en esta casa hay una mazmorra?
—¡Oh, con cadenas y todo, no me cabe duda! —exclamó Stuart.
—Asombrosamente completa —explicó Margon, entornando los ojos al mirarlo—. Y proverbialmente oscura, húmeda y lúgubre, algo que nunca impidió que algunos de los desdichados reclusos grabaran poesía macabra en las paredes. ¿Te gustaría pasar una temporada en ella?
—Mientras no me falten mi mantita ni mi portátil —dijo Stuart—, ni las comidas a tiempo. Podría descansar un poco.
Margon soltó otro gruñido socarrón y negó con la cabeza.
—«Huyen de mí los que una vez me buscaron» —recitó en un susurro.
—¡Oh, otro mensaje poético secreto no! —dijo Stuart—. No puedo soportarlo. La poesía es tan densa que me cuesta respirar.
—Caballeros, caballeros —medió Felix—. Un poco de brío y ligereza acorde con estas fechas. —Miró intensamente a Reuben—. Hablando de mazmorras, quiero mostrarte las figuras para el belén. Será una Navidad espléndida, joven señor de la casa, si tú lo permites.
Felix continuó con una rápida explicación. Dieciséis de diciembre, el penúltimo domingo antes de Navidad, era el día perfecto para el festejo navideño en Nideck y el banquete en la casa para toda la gente del condado. Los puestos y las tiendas del «pueblo», como Felix solía llamarlo, cerrarían al oscurecer, y todos se acercarían a Nideck Point para la celebración. Por supuesto, las familias, la de Reuben y la de Stuart, debían asistir, así como los viejos amigos que quisieran incluir. Era el momento para recordarlos a todos. Y el padre Jim traería a los «desventurados» de su iglesia de Saint Francis, para lo cual pondrían autocares.
Por supuesto, invitarían al sheriff y a todos los agentes de la ley que tan recientemente habían estado husmeando por la finca la noche que el misterioso Lobo Hombre agredió y asesinó a los dos médicos rusos en el salón, y también a los periodistas: los invitarían a todos.
Instalarían enormes carpas en el jardín, mesas y sillas, estufas de aceite y lucecitas más allá de lo concebible.
—Imagina todo el robledal —dijo Felix, haciendo un gesto hacia el bosque al que daba la ventana del comedor— completamente engalanado con luces, con los troncos completamente revestidos de luces y los senderos cubiertos con una gruesa capa de mantillo, y actrices y cantantes de villancicos yendo de un lado a otro; aunque, por supuesto, el coro infantil y la orquesta estarán en la terraza delantera, junto al belén y el grueso de las mesas y las sillas. ¡Oh, demasiado espléndido! —Indicó el burdo diagrama que había dibujado en el papel de envolver—. Por supuesto, el banquete propiamente dicho lo serviremos en esta sala, de forma ininterrumpida, desde el anochecer hasta las diez de la noche, pero habrá mesas estratégicamente situadas en todos los puntos clave con ponche, hidromiel, bebidas, comida, lo que quiera la gente, y además la casa quedará abierta para que todos los habitantes de los alrededores puedan ver las salas y los dormitorios del misterioso Nideck Point de una vez por todas. Se acabaron los secretos sobre la «vieja casa» donde el Lobo Hombre campaba a sus anchas recientemente. No, se la mostraremos al mundo: «Bienvenidos, jueces, congresistas, agentes de policía, maestros, banqueros… ¡buena gente del norte de California! Fue desde este salón y desde esa ventana de la biblioteca donde el notorio Lobo Hombre saltó en plena noche». Tuya es la palabra, joven señor, ¿hay que hacer todo esto?
—Se refiere a alimentar a toda la costa —dijo Margon solemnemente—, desde el sur de San Francisco a la frontera de Oregón.
—Felix, esta es tu casa —dijo Reuben—. ¡Suena de maravilla! —Y lo decía en serio. También sonaba imposible. No pudo evitar reírse.
Recuperó un recuerdo fugaz de Marchent describiéndole con entusiasmo que al «tío Felix» le encantaba dar fiestas, y casi estuvo tentado de compartir con él aquel recuerdo.
—Sé que ha pasado poco tiempo desde la muerte de mi sobrina —dijo Felix, cuya voz reflejó un brusco cambio de humor—. Soy bien consciente de eso, pero no creo que debamos estar abatidos por ello en nuestra primera Navidad. Mi querida Marchent no lo habría querido.
—La gente en California no guarda luto, Felix —dijo Reuben—. Al menos yo nunca la he visto hacerlo. Y no me imagino a Marchent molesta por esto.
—Creo que ella lo aprobaría todo de buen grado —convino Margon—, y además es muy sensato dejar que la gente de la prensa se mueva por la casa a placer.
—¡Oh, no lo estoy haciendo solo por eso! —dijo Felix—. Quiero una gran celebración, una fiesta. Esta casa debe tener vida nueva. Tiene que ser un faro que brille otra vez.
—Pero lo de ese belén (estás hablando de Jesús y María y José, ¿no?). Tú no crees en el Dios cristiano, ¿verdad? —le preguntó Stuart.
—No, desde luego que no —dijo Felix—, pero esta es la forma en que la gente celebra el solsticio de invierno en la época actual.
—Pero ¿acaso no es todo mentira? —preguntó Stuart—. Me refiero a que entiendo que debemos librarnos de las mentiras y la superstición. ¿No es esa la obligación de los seres inteligentes? Y eso es lo que somos.
—No, no todo es mentira. —Felix bajó la voz para dar énfasis a sus palabras, como si implorara cortesmente a Stuart que considerara la cuestión de otra manera—. Las tradiciones casi nunca son mentira; las tradiciones reflejan las creencias y costumbres más profundas de la gente. Poseen su propia verdad, por su propia naturaleza.
Stuart estaba mirándolo con recelo y escepticismo en aquellos ojos azules y aquel rostro pecoso e infantil que, como siempre, lo hacía parecer un angelito rebelde.
—Creo que el mito de la Navidad es elocuente —continuó Felix—. Siempre lo ha sido. Piensa en ello. El Cristo niño fue desde el principio un símbolo brillante del eterno retorno. Y eso es lo que hemos celebrado siempre en el solsticio de invierno. —Su voz era reverente—. El nacimiento glorioso del dios en la noche más oscura del año, esa es la esencia.
—Vaya, vaya —dijo Stuart con un punto de burla—. Bueno, consigues que parezca que se trata de algo más que de coronas navideñas en las tiendas y villancicos grabados en los grandes almacenes.
—Siempre ha sido más que eso —terció Margon—. Incluso la parafernalia más comercial de las tiendas es hoy un reflejo de cómo se entretejen las formas paganas y las cristianas.
—Sois nauseabundamente optimistas, chicos —dijo Stuart con seriedad.
—¿Por qué? —preguntó Margon—. ¿Porque no andamos alicaídos lamentando nuestros monstruosos secretos? ¿Por qué deberíamos hacerlo? Vivimos en dos mundos. Siempre ha sido así.
Stuart estaba desconcertado y frustrado, pero en términos generales se iba dejando convencer.
—Puede que yo ya no quiera seguir viviendo en ese viejo mundo —dijo—. Quizá sigo pensando que puedo dejarlo atrás.
—Eso no te lo crees ni tú —dijo Margon—. No sabes lo que dices.
—Yo estoy completamente a favor —dijo Reuben—. En el pasado me entristecían los villancicos, los himnos, el pesebre, todo, porque nunca fui muy creyente, pero cuando tú lo describes así, bueno, puedo aceptarlo. Y a la gente le encantará, seguro. Me refiero a todo esto. Nunca he estado en una fiesta de Navidad como la que estás planeando. De hecho, apenas voy a celebraciones navideñas de ningún tipo.
—Sí, les encantará —dijo Margon—. Siempre les gusta. Felix tiene una forma de conseguir que les guste y que deseen volver año tras año.
—Todo se hará bien —concluyó Felix—. No sobra tiempo, pero tengo el suficiente, y el dinero no será obstáculo este primer año. El año que viene lo planificaremos mejor. Quizás este año intente que haya más de una orquesta. Deberíamos tener una pequeña en el robledal. Y por supuesto, un cuarteto de cuerda aquí, en el rincón de esta sala. Y si puedo hacerme una idea de cuántos niños vendrán…
—Vale, nobleza obliga, lo entiendo —dijo Stuart—, pero yo pienso en ser un morfodinámico, no en servir ponche de huevo a mis viejos amigos. O sea, ¿qué tiene que ver todo esto con ser morfodinámico?
—Bueno, te diré ahora mismo lo que tiene que ver —intervino Margon bruscamente, con la mirada clavada en Stuart—. Esta fiesta se celebrará el penúltimo domingo antes de Nochebuena, como ha explicado Felix, y satisfará los deseos de vuestras respectivas familias. Hará más que eso: les proporcionará recuerdos espléndidos. Luego, el veinticuatro de diciembre, aquí no habrá nadie salvo nosotros, así que podremos celebrar la fiesta de Yule como siempre lo hemos hecho.
—Esto se pone interesante —dijo Stuart—. Pero ¿qué haremos exactamente?
—Es hora de enseñártelo —respondió Felix—. Si caminas hacia el noreste desde la casa durante aproximadamente diez minutos, llegarás a un viejo calvero. Está rodeado de piedras grandes, muy grandes de hecho. Un arroyuelo discurre a su lado.
—Conozco el sitio —dijo Reuben—. Es como una ciudadela rudimentaria. Laura y yo lo encontramos. No queríamos trepar por las rocas al principio, pero encontramos una vía de entrada. Teníamos mucha curiosidad.
El destello de un recuerdo: el sol colándose a través del dosel de ramas, la amplia superficie de suelo cubierto de hojas podridas y árboles jóvenes que retoñaban de viejos tocones, y las enormes rocas grises desiguales tapizadas de liquen. Habían encontrado una flauta allí, un flautita de madera, preciosa. Reuben no sabía qué había sido de ella. Seguramente la tenía Laura, que la había lavado en el arroyo y no había tocado más que unas pocas notas con ella. De repente, Reuben oyó su sonido tenue y lastimero mientras Felix continuaba:
—Bueno, así es como celebramos nuestros ritos durante años —explicó, con voz paciente como siempre y mirando tranquilizador a Stuart y Reuben—. Ya no quedan restos de nuestras viejas hogueras. Pero ahí es donde nos reunimos para formar nuestro círculo, para beber nuestro hidromiel y bailar.
—«Y los peludos danzarán» —dijo Margon con melancolía.
—Conozco esa frase —dijo Stuart—. ¿De dónde viene? Es deliciosamente espeluznante. Me encanta.
—Es el título de un relato breve —explicó Reuben—, y son palabras evocadoras.
—Vayamos más atrás —dijo Felix, sonriendo—. Hojeemos la vieja Biblia de Douay-Reims.
—Exacto —dijo Reuben—. Por supuesto. —Y citó de memoria—: «Sino que se guarecerán allí las fieras, y sus casas estarán llenas de serpientes, y allí habitarán los avestruces, y los peludos danzarán: y los búhos se responderán unos a otros en las casas y las sirenas en los templos de placer».
Felix soltó una risita aprobatoria y Margon también se rio.
—¡Oh, cuánto os gusta que el genio este reconozca alguna cita o palabra arcana! —dijo Stuart—. ¡El prodigio literario ataca de nuevo! Reuben, el primero de la clase de los morfodinámicos.
—Acepta una lección suya, Stuart —dijo Margon—. Reuben lee, recuerda y comprende. Almacena siglos de poesía. Él piensa. Medita. Avanza.
—¡Oh, vamos! —dijo Stuart—. Reuben no es de verdad. Salió de la cubierta de Gentlemen’s Quarterly.
—Uf —soltó Reuben—. Debería haberte dejado en el bosque de Santa Rosa después de que mataras a tu padrastro.
—No, no deberías haberlo hecho —dijo Stuart—, pero sabes que estoy bromeando, tío. Venga, en serio, ¿cuál es tu secreto para recordar las cosas así? ¿Tienes un catálogo de fichas en la cabeza?
—Tengo un ordenador en la cabeza, igual que tú —dijo Reuben—. Mi padre es poeta, y leía el libro de Isaías en voz alta cuando yo era niño.
—Isaías —dijo Stuart con voz profunda—. ¿No a Maurice Sendak ni las aventuras de Winnie the Pooh? Claro que, por supuesto, estabas destinado a crecer para convertirte en Lobo Hombre, así que las normas usuales no son aplicables en tu caso.
Reuben sonrió y negó con la cabeza. Margon soltó un gruñido grave de desaprobación.
—Parvulario de morfodinámicos —dijo—. Creo que me gusta.
Felix no estaba prestando la menor atención. Estudiaba otra vez sus diagramas y listas de Navidad. Estaba empezando a imaginar esa fiesta y se entusiasmaba con ella del mismo modo que se había entusiasmado con la casa en cuanto la había visto.
—¡Isaías! —siguió burlándose Stuart—. ¿Y vosotros, impíos inmortales, danzáis en círculo porque lo decía Isaías?
—No seas estúpido —le advirtió Margon. Estaba enfadado—. Te estás equivocando por completo. Bailábamos en nuestro círculo en el solsticio de invierno antes de que Isaías llegara a este mundo. Y esa noche lloraremos a Marrok, que ya no está con nosotros (uno de los nuestros que hemos perdido últimamente) y os daremos la bienvenida entre nosotros (formalmente) a ti, a Reuben y a Laura.
—Espera un momento —dijo Stuart, sacando a Reuben de su ensueño—. Entonces, ¿Laura se ha decidido? ¡Va a estar con nosotros! —Estaba eufórico—. Reuben, ¿por qué no nos lo contaste?
—Basta por ahora —dijo Felix con amabilidad. Se levantó—. Reuben, acompáñame. Como señor de la casa, has de conocer un poco mejor las cámaras del sótano.
—Si son mazmorras, quiero verlas —dijo Stuart.
—Siéntate —le ordenó Margon en voz grave y un tanto siniestra—. Ahora, presta atención. Tenemos más trabajo que hacer con estos planos.