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Era a principios de un diciembre muy frío y gris, bajo el sempiterno embate de la lluvia, pero el fuego de leña de roble nunca había ardido con tanta fuerza en las enormes estancias de Nideck Point. Los caballeros distinguidos, que en la jerga de Reuben se habían convertido en «Caballeros Distinguidos», ya estaban hablando de las fiestas de Yule, de tradiciones antiguas y venerables, de recetas de hidromiel y comida para un banquete, y ya habían encargado guirnaldas verdes a carretadas para adornar los umbrales, las repisas de las chimeneas y la barandilla de la escalinata del viejo caserón.

Para Reuben sería una Navidad como ninguna otra. La pasaría allí, en esa casa, con Felix Nideck, Margon y Stuart, y con todos sus seres queridos. Esa gente era su nueva familia. Era el mundo reservado pero jovial y sin distingos de los morfodinámicos al que Reuben ya pertenecía, mucho más que al mundo de su familia humana.

Una encantadora ama de llaves suiza, de nombre Lisa, se había incorporado a la casa solo un par de días antes. La majestuosa mujer, con su ligero acento alemán y sus modales exquisitos, ya se había convertido en la señora de Nideck Point y como tal se ocupaba de infinidad de pequeños detalles de manera automática y sin esfuerzo, proporcionando una mayor tranquilidad a todos. Llevaba un peculiar uniforme, un vestido camisero de seda negra que le llegaba muy por debajo de las rodillas, se había recogido el cabello rubio en un moño y sonreía con donaire.

Los otros, Heddy, la doncella inglesa, y Jean Pierre, el ayuda de cámara de Margon, aparentemente la habían estado esperando y la respetaban. Los tres hablaban con frecuencia de manera casi furtiva, susurrando en alemán mientras se ocupaban de su trabajo.

Todas las tardes Lisa encendía «las luces de las tres en punto», como las llamaba, para cumplir el deseo de Herr Felix de que no se olvidaran nunca, y así las numerosas habitaciones siempre ofrecían un aspecto acogedor al acercarse la oscuridad del invierno. Lisa también se encargaba de los fuegos en los hogares, que se habían vuelto indispensables para la paz espiritual de Reuben.

En San Francisco, los pequeños fuegos de gas de su casa eran agradables, sí, un lujo incluso, pero a menudo quedaban completamente olvidados. En cambio, en Nideck Point, el crepitar de las llamas en el hogar formaba parte de la vida, y Reuben dependía de ellas, de su calor, de su fragancia y su brillo misterioso y parpadeante, como si Nideck Point no fuera una casa sino el corazón de un gran bosque que era el mundo, con su oscuridad eternamente invasiva.

Desde la llegada de Lisa, Jean Pierre y Heddy habían ganado en confianza para ofrecer a Reuben y a Stuart todas las comodidades imaginables, como llevarles café o té motu propio o entrar en las habitaciones para hacer las camas en cuanto ellos las abandonaban adormilados.

Reuben sentía que era su hogar, que cobraba forma de manera cada vez más completa en torno a él, sin olvidar sus misterios. Y desde luego no quería responder los frecuentes mensajes telefónicos que recibía de San Francisco, de su madre y su padre, o de Celeste, que en los últimos días no había parado de llamarlo.

El simple sonido de la voz de Celeste diciéndole «Cielito» lo ponía nervioso. Su madre lo llamaba «niñito» de vez en cuando. Podía soportarlo. Pero Celeste ya únicamente usaba ese viejo apelativo de Cielito cuando hablaba con él. Todos los mensajes iban dirigidos a Cielito, y ella tenía una forma de decirlo que a Reuben le resultaba cada vez más sarcástica o degradante.

La última vez que habían hablado cara a cara, justo después del día de Acción de Gracias, Celeste había arremetido contra él como de costumbre, por abandonar su vieja vida y desplazarse a ese rincón remoto del condado de Mendocino, donde aparentemente él podía «no hacer nada» y «convertirse en nada» y vivir de su cara bonita y «la adulación de todos estos nuevos amigos tuyos».

—No es verdad que no haga nada —protestó él con suavidad.

—Incluso los Cielitos tienen que hacer algo en la vida —replicó ella.

Por supuesto, Reuben no podía contarle a Celeste lo que realmente había ocurrido en su mundo, y aunque se decía a sí mismo que ella tenía la mejor de las intenciones en sus preocupaciones interminables y criticonas, a veces se preguntaba cómo era posible. ¿Por qué había amado a Celeste o pensado que la amaba?

Y lo que tal vez fuera más significativo, ¿por qué lo había amado ella? Parecía imposible que llevaran un año comprometidos cuando la vida de Reuben quedó patas arriba, y en ese momento lo que él más deseaba era que ella lo dejase en paz, que lo olvidara, que disfrutase de su nueva relación con el pobre Mort —el mejor amigo de Reuben— y lo convirtiera en su «obra en curso». Mort amaba a Celeste, y al parecer Celeste le correspondía. Entonces, ¿por qué no había acabado todo entre ellos?

Reuben echaba exasperantemente de menos a Laura, con la que siempre había compartido todo, y desde que ella se había marchado de Nideck Point para volver a su casa, para reflexionar sobre su decisión crucial, no había tenido ninguna noticia suya.

En un impulso, Reuben se metió en el coche y se dirigió hacia el sur para ir a ver a Laura a su casa, en la linde del bosque de Muir.

Durante todo el camino meditó sobre las muchas cosas que habían estado ocurriendo. Quería escuchar música, soñar despierto, disfrutar del trayecto, con lluvia o sin ella, pero numerosas cuestiones lo asediaban, aunque no le provocaban tristeza.

Era por la tarde, el cielo estaba plomizo y reluciente y la lluvia no daba tregua. Sin embargo, Reuben ya estaba acostumbrado a ese clima y había llegado a considerarlo una parte del encanto invernal de su nueva existencia.

Había pasado la mañana en la población de Nideck con Felix, mientras este se ocupaba de los preparativos para decorar la calle principal con plantas y luces de cara a la feria navideña. Todos los árboles quedarían envueltos en luces, y Felix costearía las bombillas y los adornos de los escaparates, siempre y cuando los propietarios lo aceptasen, y lo cierto era que lo aceptaban encantados. Extendió un cheque al propietario del hotel por decoraciones especiales en el salón, y departió con varios residentes igualmente ansiosos por engalanar sus casas.

Felix había encontrado a más interesados en las viejas tiendas vacías de la calle principal: un comerciante de jabones y champús, uno especializado en ropa vintage y otro en encajes, tanto antiguos como modernos. Felix también había comprado el único cine de Nideck y lo estaba rehabilitando, aunque nadie tenía claro con qué finalidad.

Reuben no pudo evitar sonreír ante todo ese aburguesamiento excesivo. Eso sí, Felix no había descuidado aspectos más prácticos de Nideck. Había contactado con dos contratistas retirados que querían abrir un negocio de ferretería y bricolaje, y varias personas estaban interesadas en la idea de un café y un quiosco. Nideck contaba con unos trescientos habitantes y ciento cuarenta y dos hogares. No daba para que se mantuvieran tantos negocios, pero Felix sí podía hacerlo, y lo haría hasta que el lugar se convirtiera en un destino pintoresco, encantador y popular. Ya había vendido cuatro parcelas a personas que construirían casas lo bastante cerca del centro para ir hasta allí andando.

El anciano alcalde, Johnny Cronin, estaba entusiasmado. Felix le había ofrecido una especie de subvención para que abandonara su «miserable empleo» en una compañía de seguros situada a noventa kilómetros.

Se acordó que pronto se organizaría una feria que se celebraría el domingo de Navidad y a la que invitarían a artesanos de todo tipo, para lo cual se publicarían anuncios en los periódicos locales. Felix y el alcalde todavía continuaban hablando mientras cenaban en el comedor principal del hotel cuando Reuben decidió que tenía que marcharse.

Aun en el caso de que Laura no estuviera dispuesta a hablar de la decisión que había tomado, Reuben necesitaba verla, tenía que robarle un abrazo. Demonios, si no estaba en casa, se contentaría con sentarse un rato en su salita, o quizá se tumbara a echar una siesta en su cama.

Tal vez no fuese justo para ella que Reuben hiciera esto, o tal vez sí. Él la amaba, la amaba más de lo que había amado a ninguna novia o amante. No podía soportar estar sin ella, y quizá debiera decírselo. ¿Por qué no? ¿Qué podía perder? No impediría que ella tomara la decisión por sí sola en ningún caso. Y tenía que dejar de temer lo que pensaría o sentiría en función de lo que ella decidiera hacer.

Cuando Reuben enfiló el sendero de entrada de la casa de Laura ya oscurecía.

Recibió otro mensaje urgente de Celeste en su iPhone. No le hizo caso.

La casita de tejado inclinado emplazada entre los árboles estaba agradablemente iluminada ante el gran abismo oscuro del bosque, y Reuben olió el fuego de leña de roble. De repente se le ocurrió que debería haber llevado un regalo, unas flores tal vez, o quizás incluso… un anillo. No había pensado en ello, y se sintió abatido de repente.

¿Y si tenía compañía, un hombre cuya existencia él ignoraba? ¿Y si no le abría la puerta?

Bueno, Laura acudió a la puerta. La abrió para él.

Y en el momento en que Reuben puso los ojos en ella no deseó otra cosa que hacerle el amor. Laura vestía unos tejanos desteñidos y un viejo jersey gris que hacía que sus ojos parecieran más oscuros. No llevaba maquillaje y tenía un aspecto espléndido, con el cabello suelto sobre los hombros.

—Ven aquí, monstruo —dijo en voz baja y provocadora, abrazándolo con fuerza y cubriéndole de besos la cara y el cuello—. Mira este pelo oscuro, hum, y estos ojos azules. Empezaba a pensar que eras producto de un sueño.

Reuben la abrazó con fuerza y deseó que ese momento no acabara nunca.

Laura lo condujo al dormitorio del fondo. Tenía las mejillas sonrosadas y estaba radiante, con el cabello hermosamente desordenado y más abundante de lo que Reuben recordaba, desde luego más rubio que como él lo recordaba, preñado de luz solar, pensó, y la expresión de la joven le pareció taimada y deliciosamente íntima.

En la salamandra de hierro ardía un fuego encantador y había sendas lámparas de gas encendidas a los lados de la cama de roble con almohadas de encaje y una suave colcha de boatiné en tonos pálidos.

Laura abrió el embozo y ayudó a Reuben a quitarse la camisa, la chaqueta y los pantalones. El aire era cálido, seco y dulce, como siempre en casa de Laura, en su pequeño cubil.

La sensación de alivio había debilitado a Reuben, pero eso solo duró unos segundos, y enseguida la estuvo besando como si nunca se hubieran separado. No tan deprisa, no tan deprisa, se decía, pero no sirvió de nada. Todo fue muy apasionado, exuberante y divinamente brusco.

Después se quedaron tumbados, adormilados, mientras las gotas de lluvia resbalaban por las ventanas. Él se despertó sobresaltado, y al volverse vio a Laura con los ojos abiertos, mirando al techo. La única luz procedía de la cocina, donde había comida cocinándose. La olió. Pollo al horno con vino tinto. Conocía muy bien ese aroma y, de repente, tenía demasiada hambre para pensar en ninguna otra cosa.

Cenaron juntos en la mesa de roble redonda; Reuben con una bata de felpa y Laura con uno de esos encantadores camisones blancos de franela que a ella tanto le gustaban. Ese tenía un entredós de bordado azul y cinta igualmente azul en el cuello, los puños y el cierre, así como botones del mismo color, un complemento favorecedor para la sonrisa deslumbrante y la piel radiante de Laura.

Comieron en silencio. Reuben lo devoró todo como de costumbre y, para su sorpresa, Laura también dio cuenta de la cena en lugar de limitarse a esparcirla por el plato.

Cuando terminaron los invadió la calma. El fuego crepitaba en la chimenea del salón y la casita parecía un lugar seguro y sólido frente a la lluvia que martilleaba en el tejado y las ventanas. ¿Cómo habría sido crecer bajo ese techo? No podía imaginarlo. Morfodinámico o no, Reuben se dio cuenta de que el gran bosque todavía representaba para él lo salvaje.

Le encantaba que no charlaran, que pudieran pasar horas sin hablar, que hablaran sin hablar, pero ¿qué estaban diciéndose sin palabras en ese preciso momento?

Laura, sentada inmóvil en la silla de roble, con la mano izquierda en la mesa y la derecha en el regazo, daba la impresión de haber estado observando a Reuben mientras este rebañaba el plato. Él lo notó en ese momento y sintió algo particularmente tentador en ella, en la plenitud de sus labios y en la cabellera que le enmarcaba el rostro.

Entonces lo comprendió y sintió un escalofrío. ¿Por qué diantre no se había dado cuenta de inmediato?

—Lo has hecho —susurró—. Has aceptado el Crisma.

Laura no respondió, como si él no hubiera dicho nada.

Sus ojos eran más oscuros, sí, y su cabellera mucho más abundante, e incluso las cejas rubias y grises se habían oscurecido, de manera que parecía una hermana de sí misma, casi idéntica, pero al mismo tiempo completamente diferente, hasta con un brillo más oscuro en las mejillas.

Dios santo, pensó Reuben. Y acto seguido sintió que el corazón le daba un vuelco y que se mareaba. Así les había parecido él a los demás en esos días anteriores a la transformación que había experimentado, cuando aquellos que lo rodeaban sabían que le había «ocurrido» algo y él se había sentido completamente distante y sin miedo.

¿Laura estaba tan distante de él como él lo había estado de toda su familia? No, eso no podía ser. Se trataba de Laura, que acababa de recibirlo, que acababa de llevarlo a su cama. Se ruborizó. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta?

Nada cambió en la expresión de ella, nada en absoluto. Lo mismo le había ocurrido a él. Había tenido esa misma mirada, había sido consciente de que los demás querían algo de él pero incapaz de ofrecérselo. Sin embargo, más tarde, en sus brazos, Laura había sido suave, cariñosa, cercana, entregándose, confiando…

—¿Felix no te lo contó? —preguntó ella.

Su voz parecía diferente ahora que Reuben lo sabía. Tenía un timbre más rico, y habría jurado que los huesos del rostro eran ligeramente más grandes, aunque quizá se lo imaginase debido al miedo que sentía.

Reuben fue incapaz de pronunciar las palabras. Las desconocía. Recuperó un destello de pasión y se sintió inmediatamente excitado. La deseaba otra vez y, sin embargo, se sentía… ¿qué? ¿Enfermo? ¿Estaba enfermo de miedo? Se odió.

—¿Cómo te encuentras? —logró decir—. ¿Te sientes mal? Me refiero a si notas algún efecto secundario.

—Estaba un poco mareada al principio —respondió ella.

—¿Estabas sola y nadie…?

—Thibault ha venido todas las noches —lo interrumpió Laura—. A veces, Sergei. Otras, Felix.

—Esos demonios —susurró Reuben.

—No, Reuben —dijo Laura de la manera más sencilla y sincera—. No debes pensar ni por un momento que ha pasado nada malo.

—Lo sé —murmuró él. Sentía una palpitación en la cara y en las manos. Nada menos que en las manos. La sangre se agolpaba en sus venas—. Pero ¿estuviste alguna vez en peligro?

—No, ni por un instante —contestó Laura—. Eso, sencillamente, no ocurre. Me lo explicaron. Cuando se ha transmitido el Crisma y las personas no han sufrido heridas reales, no existe riesgo. Los que mueren, lo hacen cuando el Crisma no puede sanar las heridas.

—Me lo figuraba —dijo él—. Pero no tenemos un manual para consultar cuándo empezar a preocuparnos, ¿verdad?

Laura no respondió.

—¿Cuándo lo decidiste?

—Casi de inmediato —respondió ella—. No pude resistirlo. No tenía sentido que me dijera que lo estaba sopesando, considerándolo como merecía. —Su voz adoptó un tono más amable, y también su expresión. Era Laura, su Laura—. Lo quería y se lo dije a Felix y también a Thibault.

Reuben la estudió, reprimiendo el impulso de llevarla otra vez a la cama. Laura tenía la piel tersa, juvenil, y aunque nunca había parecido vieja, había sido convincentemente mejorada, no cabía duda. Reuben tenía que hacer un considerable esfuerzo para no besarla en los labios.

—Fui al cementerio —prosiguió Laura—. Hablé con mi padre. —Apartó la mirada; obviamente, no le resultaba fácil—. Bueno, hablé como si pudiera hablar con mi padre —continuó—. Están todos enterrados allí, ya lo sabes, mi hermana, mi madre, mi padre. Hablé con ellos. Hablé con ellos de todo eso. Pero había tomado mi decisión antes de salir de Nideck Point. Sabía que iba a hacerlo.

—Durante todo este tiempo di por sentado que lo rechazarías, que dirías que no.

—¿Por qué? —preguntó Laura con suavidad—. ¿Por qué pensaste eso?

—No lo sé —respondió él—. Porque habías perdido mucho y podías querer mucho más. Porque habías perdido a tus hijos y podías querer otra vez un niño, no un hijo morfodinámico, sea lo que sea, sino un niño. O porque creías en la vida y pensabas que en sí misma merece lo que damos por ella.

—¿Merece la pena dar incluso la vida? —preguntó Laura.

Reuben no respondió.

—Hablas como si lo lamentaras —añadió Laura—. Pero supongo que tenía que ocurrir.

—No lo lamento. No sé lo que siento, pero podía imaginarte diciendo que no. Podía imaginarte deseando otra oportunidad con una familia, un marido, un amante e hijos.

—Lo que nunca has comprendido, Reuben, lo que pareces absolutamente incapaz de comprender, es que esto significa que no morimos. —Lo dijo sin dramatismo, pero él se sintió herido porque sabía que era cierto—. Toda mi familia ha muerto —agregó Laura bajando la voz—. ¡Toda mi familia! Mi padre, mi madre, sí, en su momento; pero mi hermana, asesinada en el robo a una licorería, y mis hijos, muertos, arrebatados de la más cruel de las maneras. Oh, la verdad es que nunca había hablado de estas cosas; no debería hacerlo ahora. Detesto que la gente airee su sufrimiento y sus pérdidas. —Sus facciones se endurecieron. Luego una expresión ausente se apoderó de ella, como si la hubieran arrastrado otra vez al peor de los tormentos.

—Sé lo que estás diciendo —dijo Reuben—. No sé nada de la muerte. Nada. Hasta la noche en que mataron a Marchent, solo conocía a una persona que hubiera muerto, el hermano de Celeste. Oh, mis abuelos, sí, están muertos, pero fallecieron cuando yo era muy pequeño y, por supuesto, eran muy viejos. Y luego Marchent. Conocía a Marchent desde hacía menos de veinticuatro horas y fue una conmoción. Estaba aturdido. No fue la muerte, fue una catástrofe.

—No tengas prisa en conocer la muerte —dijo Laura, un poco derrotada.

—¿No debería?

Reuben pensó en gente a quien él mismo había arrebatado la vida, en los hombres malvados a los que el Lobo Hombre había arrancado la vida sin titubear. Y comprendió de repente que muy pronto Laura tendría ese poder animal de matar como él había matado, mientras que ella misma sería invulnerable.

No tenía palabras.

Las imágenes se agolpaban en su mente llenándolo de una tristeza ominosa, casi de desesperación. Imaginó a Laura en un cementerio de pueblo, hablando con los muertos. Se acordó de las fotos de los hijos de Laura que había visto. Pensó en su propia familia, siempre presente, y luego en su propio poder, en esa fuerza ilimitada de la que disfrutaba al subirse a los tejados, cuando las voces lo emplazaban a abandonar su humanidad y convertirse en el inquebrantable Lobo Hombre que mataría sin arrepentimiento ni compasión.

—Pero ¿no has cambiado por completo? ¿Todavía no?

—No, todavía no —dijo ella—. Solo he experimentado los cambios menores por el momento. —Apartó la mirada sin mover la cabeza—. Oigo el bosque —dijo con una leve sonrisa—. Puedo oír la lluvia de manera distinta a como la oía antes. Sé cosas. Sabía que te acercabas. Miro las flores y juro que las veo crecer, las veo florecer, las veo morir.

Reuben no habló. Era hermoso lo que ella estaba diciendo, y aun así lo atemorizaba. Incluso la expresión ligeramente reservada de ella lo asustaba. Laura estaba desviando la mirada.

—Hay un dios nórdico, ¿no, Reuben?, capaz de oír crecer la hierba.

—Heimdal —dijo él—. El guardián del hogar. Puede oír crecer la hierba y ver a cien leguas, de día o de noche.

Laura rio.

—Sí. Veo las estrellas a través de la niebla, a través de la capa de nubes; veo el cielo que nadie más ve desde este bosque mágico.

Reuben debería haber dicho: «Pues espera, espera hasta que el cambio pleno se produzca en ti», pero se había quedado sin voz.

—Oigo los ciervos en el bosque —continuó ella—. Los estoy oyendo ahora mismo. Casi puedo… captar su olor. Es tenue. No quiero imaginar cosas.

—Están ahí. Dos, justo al otro lado del calvero —dijo Reuben.

Laura volvía a observarlo con impasibilidad, y él no soportaba mirarla a los ojos. Pensó en los ciervos, tan tiernos, animales exquisitos. Si no dejaba de pensar en ellos, le entrarían ganas de matarlos a los dos y devorarlos. ¿Cómo se sentiría Laura cuando eso le ocurriera a ella, cuando no pudiera pensar en nada más que en hundir sus colmillos en el cuello del ciervo y arrancarle el corazón mientras seguía latiendo?

Reuben era consciente de que Laura se estaba moviendo, rodeando la mesa para acercarse a él. El aroma suave y limpio de su piel lo pilló por sorpresa al tiempo que el bosque retrocedía en su mente, se hacía más tenue. Laura se acomodó en la silla desocupada, a la derecha de Reuben, y le puso una mano en la mejilla.

Lentamente, él la miró a los ojos.

—Estás asustado —dijo Laura.

Reuben asintió.

—Lo estoy.

—Estás siendo sincero.

—¿Eso es bueno?

—Te quiero mucho —dijo ella—. Mucho. Es mejor eso que decir lo que es debido, que te des cuenta de que estaremos juntos en esto, de que ahora nunca me perderás como podrías haberme perdido, de que pronto seré invulnerable a las mismas cosas que no pueden hacerte daño.

—Eso es lo que debería decir, lo que debería pensar.

—Quizá. Pero no cuentas mentiras, Reuben, salvo cuando te ves obligado, y los secretos no te gustan y te duelen.

—Así es. Y ahora los dos somos un secreto, Laura, un gran secreto. Somos un secreto peligroso.

—Mírame.

—Estoy intentando hacerlo.

—Solo dímelo todo, suéltalo.

—Sabes de qué se trata —dijo él—. Cuando llegué aquí esa primera noche, cuando yo, el Lobo Hombre, estaba paseando por la hierba y te vi, eras un ser tierno e inocente, puramente humano y femenino y maravillosamente vulnerable. Estabas de pie en el porche y eras tan…

—Atrevida.

—No temías nada, pero eras frágil, inmensamente frágil. Incluso al enamorarme de ti tuve miedo por ti, miedo de que abrieras la puerta así a algo como yo. No sabías lo que era yo en realidad. No tenías ni idea. Pensabas que era un simple salvaje, sabes que era así, salido del corazón del bosque, algo que no pertenecía a las ciudades de los hombres, ¿lo recuerdas? Hiciste de mí un mito. Yo quería abrazarte, protegerte, salvarte de ti misma, ¡salvarte de mí!, de tu temeridad al invitarme a pasar como lo hiciste.

Laura parecía estar sopesando algo. Estuvo a punto de hablar pero se reprimió.

—Solo quería quitarte todo el dolor —dijo Reuben—. Y cuanto más sabía yo de tu dolor, más quería suprimirlo. Sin embargo, por supuesto, no podía. Solo podía comprometerte, llevarte conmigo a medio camino de este secreto.

—Yo quería ir —dijo ella—. Te quería. Quería el secreto, ¿no?

—Pero yo no era una bestia primigenia del bosque —dijo él—. No era un inocente hombre mitológico peludo, era Reuben Golding, el cazador, el asesino, el Lobo Hombre.

—Lo sé —dijo Laura—. ¿Y acaso yo no te amé a cada paso del camino sabiendo lo que eras?

—Sí. —Reuben suspiró—. Entonces, ¿de qué tengo miedo?

—De no amar a la morfodinámica en que me he convertido —dijo ella simplemente—. De no quererme cuando sea tan poderosa como tú.

Reuben no pudo responder. Tomó aire.

—Y Felix, y Thibault, ¿saben cuándo se producirá el cambio pleno?

—No. Dicen que será pronto. —Laura esperó y, al ver que él no decía nada, continuó—: Te asusta no quererme más, que no sea esa rosada, tierna y vulnerable criatura que encontraste en esta casa.

Reuben se odió por no responder.

—¿No puedes estar contento por mí? ¿No puedes estar contento de que comparta esto contigo?

—Lo estoy intentando —dijo él—. De verdad que lo intento.

—Desde el primer momento en que me amaste, estabas abatido por no poder compartirlo conmigo, sabes que era así —dijo Laura—. Hablamos de ello y al mismo tiempo no hablamos de ello: del hecho de que yo podía morir y tú no podías entregarme este don por temor a matarme; del hecho de que podría no compartirlo nunca contigo. Hablamos de eso. Lo hicimos.

—Lo sé, Laura. Tienes todo el derecho a estar furiosa conmigo. A estar decepcionada. Dios sabe que decepciono a la gente.

—No, no lo haces —dijo ella—. No digas esas cosas. Si estás hablando de tu madre y esa espantosa Celeste… sí, bueno, las decepcionas porque eres mucho más sensible de lo que ellas imaginan, porque no crees en su mundo despiadado de ávida ambición y sacrificio nauseabundo. ¡Y qué! Decepciónalas.

—Vaya —susurró él—. Nunca te había oído hablar así.

—Bueno, ya no soy Caperucita Roja, ¿verdad? —Rio—. En serio. No saben quién eres. Pero yo sí y tu padre también, y Felix, y no me estás decepcionando. Me amas. Amas la persona que era y temes perder a esa persona. Eso no es decepcionante.

—Creo que debería serlo.

—Era todo una hipótesis tuya —dijo ella—: que podías compartir el don conmigo, que yo podría morir si no lo hacías. Era una hipótesis que poseyeras el don. Todo fue demasiado precipitado para ti.

—Eso es verdad —dijo Reuben.

—Mira, no espero de ti nada que no puedas darme —dijo ella—. Solo permíteme esto: ser parte de ti, incluso aunque tú y yo ya no seamos amantes. Permíteme eso, ser parte de ti y de Felix y de Thibault y…

—Por supuesto, sí. ¿Crees que alguna vez me permitirán apartarte? ¿Piensas por un minuto que yo haría eso? ¡Laura!

—Reuben, no hay ningún hombre vivo que no sea posesivo con la mujer que ama, que no quiera controlar su acceso a ella y el acceso de ella a él y a su mundo.

—Laura, todo eso lo sé…

—Reuben, tienes que sentir algo sobre el hecho de que me dieran el Crisma, tanto si querías que lo hicieran como si no, porque tomaron su decisión sobre mí conmigo fundamentalmente, sin verme como parte de ti. Y yo tomé mi decisión del mismo modo.

—Como tenía que ser, por el amor de… —Calló—. No me gusta lo que estoy descubriendo sobre mí —continuó—. Pero esto es la vida y la muerte, y es tu decisión. ¿Y crees que podría soportarlo si hubieran dejado que decidiera por ti, si te hubieran tratado como si fueras mi posesión?

—No —dijo ella—, pero no siempre podemos razonar con nuestros sentimientos.

—Bueno, te quiero —dijo Reuben—. Y aceptaré esto. Lo haré. Te amaré después tanto como te amo ahora. Mis sentimientos podrían no atender a la razón, pero les daré una orden directa.

Ella rio. Y él también lo hizo, a regañadientes.

—Ahora, cuéntame. ¿Por qué estás aquí sola ahora que el cambio puede producirse en cualquier momento?

—No estoy sola —dijo Laura—. Thibault está aquí. Lleva aquí desde antes de oscurecer. Está ahí fuera, esperando a que te marches. Estará conmigo cada noche hasta que esto se resuelva.

—Bueno, entonces ¿por qué no vienes a casa ahora mismo? —preguntó.

Laura no respondió. Había apartado la mirada otra vez, como si escuchara los sonidos del bosque.

—Vuelve conmigo ahora. Coge tus cosas y salgamos de aquí.

—Estás siendo muy valiente —dijo ella en voz baja—, pero quiero pasar por esto aquí. Y sabes que es mejor para los dos.

Reuben no podía negarlo. No podía negar que estaba aterrorizado por el hecho de que la transformación pudiera producirse justo mientras estaban allí sentados. La mera idea era más de lo que podía soportar.

—Estás en buenas manos con Thibault —dijo.

—Por supuesto.

—Si fuera Frank, lo habría matado con mis garras desnudas.

Laura sonrió, pero no protestó.

Reuben estaba siendo ridículo, ¿no? Al fin y al cabo, ¿acaso Thibault no se había sentido fortalecido por el don, al margen de cuándo lo hubiera recibido? ¿Cuál era la diferencia real entre los dos hombres? Uno tenía aspecto de anciano erudito y el otro de donjuán, pero ambos eran morfodinámicos de pura sangre. Sin embargo, Thibault poseía la elegancia de la edad mientras que Frank estaba permanentemente en la flor de la vida. Reuben comprendió de repente con claridad meridiana que Laura sería siempre tan hermosa como en ese momento y que él mismo, él mismo, nunca envejecería, ni tendría aspecto de anciano: nunca se convertiría en el hombre sabio y venerable que era su padre; nunca envejecería más allá del momento presente. Podría haber sido la juventud de la urna griega de Keats.

¿Cómo podía no haberse dado cuenta de estas cosas, y de lo que debían significar para ella y deberían significar para él? ¿Por qué no se había transformado por esa conciencia, por ese conocimiento secreto? Era hipotético para él, Laura tenía razón.

Ella lo sabía. Siempre había sabido la trascendencia plena de todo ello. Laura había tratado de que él se diera cuenta y, al permitir que la idea calara, Reuben se sintió más avergonzado que nunca de temer el cambio en ella.

Se levantó y caminó hasta el dormitorio de atrás. Se sentía aturdido, casi somnoliento. La lluvia era intensa en ese momento y aporreaba el tejado del viejo porche. Estaba ansioso por llegar a la carretera, por dirigirse al norte en la oscuridad.

—Si Thibault no estuviera aquí, no se me ocurriría irme —dijo. Se puso la ropa, se abotonó la camisa apresuradamente y se enfundó el abrigo. Luego se volvió hacia Laura con lágrimas en los ojos—. Vuelve a casa lo antes que puedas.

Ella lo abrazó y él la sostuvo con la máxima fuerza con la que se atrevió, frotándose la cara en su pelo, besándole una y otra vez la suave mejilla.

—Te quiero, Laura —dijo—. Te quiero con todo mi corazón, Laura. Te quiero con toda mi alma. Soy joven y estúpido y no lo entiendo todo, pero te amo, y quiero que vuelvas a casa. No sé qué tengo que ofrecerte que los demás no puedan darte, y ellos son más fuertes, más elegantes e infinitamente más experimentados…

—Para. —Laura le puso los dedos en los labios—. Eres mi amor —susurró—. Mi único amor.

Reuben salió por la puerta de atrás y bajó los escalones. La lluvia convertía el bosque en un muro de oscuridad invisible; las luces de la casa solo iluminaban la hierba húmeda, y Reuben odiaba que la lluvia lo aguijoneara.

—Reuben —lo llamó Laura.

Estaba de pie en el porche como la primera noche. La linterna de queroseno al estilo del Viejo Oeste descansaba en el banco, pero apagada, de modo que Reuben no distinguía los rasgos de su amada.

—¿Qué pasa?

Ella bajó los escalones y se quedó bajo la lluvia.

Él no pudo evitar abrazarla de nuevo.

—Reuben, esa noche… Tienes que entenderlo. No me importaba lo que me ocurriera, no me importaba en absoluto.

—Lo sé.

—No importaba si vivía o moría. En absoluto. —La lluvia le resbalaba por el pelo, por el rostro vuelto hacia arriba.

—Lo sé.

—No creo que puedas saberlo —dijo ella—. Reuben, nunca me había ocurrido nada paranormal ni sobrenatural. Nada. Nunca tuve un presentimiento ni un sueño premonitorio. Nunca se me ha aparecido el espíritu de mi padre ni el de mi hermana ni el de mi marido o mis hijos, Reuben. Nunca he experimentado un momento reconfortante en el que sintiera su presencia. Nunca tuve el presentimiento de que siguieran vivos en alguna parte. Nunca he vivido la menor transgresión de las reglas del mundo natural. Allí, en el mundo natural, es donde yo vivía hasta que llegaste tú.

—Lo entiendo —dijo él.

—Fuiste una especie de milagro, algo monstruoso y al mismo tiempo fabuloso, y la radio y la tele y los diarios habían estado hablando de ti, contando esa historia del Lobo Hombre, de ese ser increíble, esa alucinación, esa quimera espectacular. No sé cómo describirlo, pero allí estabas, allí estabas, y eras absolutamente real y te vi y te toqué. ¡Y no me importó! No iba a huir. No me importaba.

—Lo entiendo. Lo sé. Lo supe entonces.

—Reuben, ahora quiero vivir. Quiero estar viva. Quiero estar viva con cada fibra de mi ser, ¿no lo ves? Y para ti y para mí, esto es estar vivos.

Reuben estaba a punto de cogerla en brazos, de llevarla otra vez a la casa, pero ella se apartó y levantó las manos. El camisón empapado se le pegaba a los pechos y el cabello oscuro le enmarcaba el rostro. Estaba calada hasta los huesos y no le importaba.

—No —dijo, retrocediendo pero sin dejar de sujetarlo con firmeza por las solapas—. Escucha lo que estoy diciendo. No creo en nada, Reuben. No creo que vuelva a ver a mi padre, ni a mis hijos, ni a mi hermana. Creo que simplemente se han ido. Pero quiero estar viva. Y esto significa que no moriremos.

—Lo entiendo —dijo él.

—Ahora me importa, ¿no te das cuenta?

—Sí —respondió Reuben—. Y quiero comprenderlo más, Laura. Y lo comprenderé más. Te lo prometo. Lo haré.

—Ahora vete, por favor —le rogó ella—. Pronto estaré en casa.

Reuben pasó junto a Thibault de camino a su coche. Thibault, corpulento y digno bajo un abeto de Douglas, con chubasquero negro brillante y paraguas, un gran paraguas negro, quizá lo saludó con la cabeza. Reuben no estaba seguro. Simplemente se subió al coche y se dirigió al norte.