EL CONCIERTO DE VILLANCICOS

Miércoles, 11 de diciembre de 2013

El concierto de villancicos se nos había vuelto a echar encima y tanto Billy como Mabel se quedaban a dormir en casa de amigos, de manera que se respiraba una agitación frenética mezclada con la histeria absoluta que suponía hacer dos mochilas para pasar la noche, conseguir que Mabel y yo tuviésemos un aspecto lo bastante humano y festivo como para ir a un concierto navideño en el colegio y llegar antes de que hubiera acabado.

Quería ponerme mis mejores galas, ya que no me cabía la menor duda de que Miranda estaría en la iglesia apoyando a su novio. Mabel llevaba una cazadora de pelo y una llamativa falda roja que le había comprado en las rebajas en ILoveGorgeous, y yo un abrigo blanco nuevo (inspirado en Nicolette, que ahora mismo está en las Maldivas, donde su marido sexualmente incontinente está suplicándole que lo perdone mientras ella lo tortura en una cabaña de lujo situada al final de una larga pasarela de madera, suspendida sobre unos pilotes y con tiburones nadando a su alrededor). Ante la falta de posibilidades de echar un polvo, fui a que me hicieran algo a la peluquería… aunque estaba claro que las mochilas de princesa Disney y de Mario no mejoraban el conjunto, precisamente. Además, seguro que Miranda llevaría un look sexy pero aun así discreto y tan absolutamente a la moda que ni siquiera Mabel lo entendería.

Cuando salimos del metro, el «pueblo» tenía un aspecto absolutamente mágico, lleno de luces delicadas que proyectaban sombras sobre los árboles. Todas las tiendas estaban iluminadas y una banda de música tocaba El buen rey Venceslao. Y en la carnicería de toda la vida había pavos colgados en el escaparate. Y llegábamos pronto. Creyéndome durante un instante que era el mismísimo buen rey Venceslao, entré de una carrera en la carnicería y compré cuatro salchichas de Cumberland —por si un pobre se presentaba por sorpresa—, y añadí así una bolsa con salchichas a las dos mochilas chillonas. Luego a Mabel se le antojó un chocolate caliente, y me pareció la idea perfecta, pero de pronto eran las 17.45, que era la hora a la que se suponía que debíamos estar sentados, así que tuvimos que echar a correr hacia la iglesia, y Mabel tropezó, y su chocolate caliente fue a parar a mi abrigo. La pobre rompió a llorar.

—Tu abrigo, mami, tu abrigo nuevo.

—No importa, mi niña —la tranquilicé—. No importa. Sólo es un abrigo. Ten, tómate mi chocolate.

Y mientras tanto pensaba: «Joder, para una vez que consigo organizarme, vuelvo a cagarla.»

Pero la plaza de la iglesia estaba preciosa, festoneada de casas georgianas con árboles de Navidad en las ventanas y guirnaldas navideñas en las puertas. Las ventanas de la iglesia estaban bañadas en una luz anaranjada, sonaba música de órgano y fuera había un abeto decorado con luces navideñas.

Dentro quedaban algunos sitios libres, hacia la parte delantera. No había ni rastro de Miranda. El corazón me dio un buen vuelco al ver al señor Wallaker, con aspecto alegre y, sin embargo, autoritario, ataviado con chaqueta oscura y camisa azul.

—Mira, ahí eztá Billy —dijo Mabel cuando el coro y los músicos empezaron a ocupar los bancos.

Se nos había pedido encarecidamente que no saludáramos, pero Mabel movió la mano y yo no pude evitar imitarla. El señor Wallaker miró a Billy, que revolvió los ojos y soltó una risita. Después todo el mundo se sentó, el cura enfiló el pasillo e impartió la bendición. Billy no paraba de mirarnos, muy risueño. Se sentía orgulloso de sí mismo por estar en el coro. Luego llegó el momento del primer villancico y todos se levantaron. Spartacus, como de costumbre, era el solista, y cuando aquella vocecita pura, perfecta resonó en la iglesia…

Hace mucho tiempo, en la ciudad del rey David,

se alzaba un humilde establo.

Una madre acostó a su pequeño

en un pesebre por toda cama…

… me di cuenta de que iba a llorar.

El órgano entró en acción y todos empezaron a cantar la segunda estrofa:

Hace mucho tiempo, en la ciudad del rey David,

Descendió a la tierra desde el cielo,

Dios y Señor de todas las cosas.

Y su cobijo fue un establo,

y su cuna fue un pesebre.

Y me asaltaron todas las Navidades pasadas: las de cuando era pequeña, de pie entre mi madre y mi padre en la iglesia del pueblecito de Grafton Underwood el día de Nochebuena, esperando a Santa Claus; las Navidades de cuando era adolescente, mi padre y yo aguantándonos la risa cuando mi madre y Una hacían gorgoritos a grito pelado poniendo una ridícula voz de soprano; las Navidades de cuando tenía treinta años, soltera y toda tristona porque pensaba que nunca tendría un hijo al que acostar en un pesebre o, para ser más exactos, en un carrito Bugaboo; el invierno anterior, en la nieve, cuando le mandaba tuits a Roxster, que en aquel momento probablemente estuviese bailando al «ritmo del garaje» con alguna chica llamada Natalie. O Miranda. O Saffron. Las últimas Navidades de mi padre, cuando salió del hospital con paso vacilante para ir a la misa del gallo en Grafton Underwood; la primera Navidad en la que Mark y yo fuimos a la iglesia, con Billy en brazos y vestido de Santa Claus en miniatura; las Navidades en que Billy participó en su primer belén viviente en el parvulario; la primera Navidad después de la muerte brutal, horrible de Mark, cuando no podía creerme que la Navidad fuera tan cruel como para llegar.

—No llorez, mami, por favor, no llorez.

Mabel me apretaba la mano con fuerza; Billy me miraba. Me quité las lágrimas con el puño y levanté la cabeza para cantar:

Hace mucho tiempo, en la ciudad del rey David,

Y siente nuestra tristeza

y comparte nuestra alegría.

… y vi que el señor Wallaker me miraba sin tapujos. La gente siguió cantando:

Hace mucho tiempo, en la ciudad del rey David,

Y nuestros ojos por fin lo verán.

… pero el señor Wallaker había dejado de cantar y simplemente me miraba. Y le devolví la mirada, con la cara embadurnada de rímel y el abrigo lleno de chocolate caliente. Y el señor Wallaker sonrió, la más leve y amable de las sonrisas, una sonrisa de comprensión, por encima de la cabeza de todos aquellos muchachos a los que había enseñado a cantar Hace mucho tiempo, en la ciudad del rey David. Y supe que quería al señor Wallaker.

Cuando salimos de la iglesia había empezado a nevar, caían gruesos copos de nieve que se arremolinaban, que se posaban en los abrigos festivos y en el árbol de Navidad. En el patio de la iglesia había un brasero encendido, y los chicos mayores repartían ponche, castañas asadas y chocolate caliente.

—¿Quiere que le eche un poco más en el abrigo?

Me volví y allí estaba, sujetando una bandeja con dos chocolates calientes y dos vasos de ponche.

—Éste es para ti, Mabel —dijo, y bajó la bandeja y se agachó para tenderle un chocolate caliente.

Ella sacudió la cabeza.

Ez que antez ze lo he tirado a mamá en el abrigo.

—A ver, Mabel —respondió él con gravedad—, si llevara puesto un abrigo blanco sin chocolate, ¿sería mamá de verdad?

Mabel lo miró con sus solemnes ojazos, negó con la cabeza y cogió el chocolate. Y después, nada propio de ella, dejó el vaso en el suelo y de pronto le echó los brazos al cuello, enterró la cabecita en su hombro y le dio un beso, chocolateado, en la camisa.

—Muy bien —dijo él—. ¿Por qué no le echas un poquito más en el abrigo a mamá, sólo porque es Navidad?

Y se levantó e hizo como que se me echaba encima dando tumbos con los ponches.

—Feliz Navidad —dijo.

Brindamos con los vasos de papel y nuestras miradas volvieron a cruzarse, y ni siquiera el barullo de los niños y los padres pululando a nuestro alrededor consiguió que apartáramos la mirada del otro.

—¡Mami! —Era Billy—. Mami, ¿me has visto?

Zon díaz para odiar a Billy —cantó Mabel.

—Mabel —terció el señor Wallaker—, basta. —Ella obedeció—. Claro que te ha visto, Billy, te ha saludado, justo lo que le habían pedido encarecidamente que no hiciese. Aquí tienes tu chocolate caliente, Billster. —Le puso la mano en el hombro al niño—. Has estado estupendo.

Mientras Billy esbozaba esa fantástica sonrisa suya de oreja a oreja que me resultaba tan familiar, con los ojos brillantes, reparé en la mirada del señor Wallaker. Ambos estábamos recordando lo cerca que había estado Billy de…

—¡Mami! —interrumpió el niño—. ¿Qué le ha pasado al abrigo? Anda, mira, ahí está Bikram. ¿Me has traído la mochila? ¿Puedo irme?

—¡Y yo, y yo! —exclamó Mabel.

—¿Adónde? —quiso saber el señor Wallaker.

—¡A casa de mi amigo! —repuso Billy.

—Yo también me voy —afirmó Mabel orgullosa—. A caza de mi amiga. De Cozmata.

—Eso suena divertido —dijo el señor Wallaker—. ¿Y mami también va a dormir a casa de algún amigo?

—No —contestó Mabel—. Ella ze queda zola.

—Como siempre —añadió Billy.

—Interesante.

—Señor Wallaker —dijo Valerie, la secretaria del colegio—. Alguien se ha dejado un fagot en la iglesia, ¿qué hacemos? No podemos dejarlo ahí, y es inmen…

—Ay, Dios. Lo siento —intervine—. Es el de Billy. Voy a buscarlo.

—Ya voy yo —se ofreció el señor Wallaker—. Volveré en seguida.

—No, no pasa nada, ya voy…

El señor Wallaker me puso la mano en el brazo con firmeza.

—Ya voy yo.

Sorprendida, con un montón de pensamientos y sentimientos confusos dándome vueltas en la cabeza, observé cómo se alejaba en busca del fagot. Les di las mochilas a Mabel y a Billy y me quedé junto al brasero mirando cómo se iban con Bikram y Cosmata y sus madres y padres. Al cabo de unos minutos, las demás familias fueron marchándose también, y yo empecé a sentirme algo ridícula.

Quizá el señor Wallaker no tuviera intención de volver. No lo veía por ninguna parte. Porque lo de «Volveré en seguida» era la típica cosa que la gente dice cuando está socializando en algún evento… Aunque él había ido a buscar el fagot, pero tal vez lo hubiese metido en un armario hasta la siguiente clase y se hubiera largado a ver a Miranda. Y quizá me mirara como me había mirado en la iglesia porque le daba pena que estuviese lloriqueando con Hace mucho tiempo, en la ciudad del rey David. Y puede que sólo me hubiese llevado el chocolate caliente porque era una viuda trágica con unos hijos que se habían quedado trágicamente sin padre y…

Apuré el ponche y, tras lanzar el vaso a la papelera —salpicándome el abrigo de vino tinto para que acompañara al chocolate—, eché a andar hacia la plaza siguiendo a los últimos rezagados.

—¡Eh! ¡Espere! —Venía hacia mí dando zancadas con el enorme fagot. Los rezagados se volvieron para mirar—. No pasa nada. Voy a llevarla a cantar villancicos —aclaró y, al llegar a mi lado, dijo en voz baja—: ¿Vamos al pub?

El pub era muy acogedor, antiguo y tenía aire navideño: el suelo de losas, fuegos crepitantes y vigas antiguas adornadas con ramas de acebo. Pero también estaba lleno de padres que nos miraban con gran interés. El señor Wallaker pasó las miradas por alto tranquilamente, encontró un reservado al fondo, donde nadie pudiera curiosear, me retiró la silla, dejó el fagot a mi lado mientras decía «Procure no perderlo», y fue a pedir.

—Bueno —empezó cuando se sentó frente a mí y dejó los vasos delante de ambos.

—¡Señor Wallaker! —exclamó una de las madres de sexto año que se asomó al reservado—. Sólo quería decirle que ha sido lo más maravilloso…

—Gracias, señora Pavlichko —contestó él tras ponerse en pie—. Agradezco mucho que me lo agradezca, y espero de todo corazón que pase unas felices fiestas. Adiós.

Y la mujer se fue deprisa, educadamente despachada.

—Bueno —repitió él al tiempo que volvía a sentarse.

—Bueno —coreé yo—, sólo quería darle las gracias de nuevo por…

—Bueno, y ¿qué pasa con su toy boy? Ese con el que la vi en el parque.

—Bueno, ¿y qué pasa con Miranda? —dije ignorando su impertinencia con elegancia.

—¿Miranda? ¿MIRANDA? —Me miró con incredulidad—. Bridget, ¡TIENE VEINTIDÓS AÑOS! Es la hijastra de mi hermano.

Bajé la mirada sin dejar de parpadear a toda prisa para tratar de digerir todo aquello.

—Entonces ¿está saliendo con su sobrinastra?

—¡No! Se topó conmigo cuando estaba de compras. Es usted la que está prometida y va a casarse con un niño.

—¡No!

—¡Sí! —dijo entre risas.

—¡Que no!

—Pues deje de discutir y desembuche.

Le conté toda la historia de Roxster. Bueno, toda, toda, no: seleccioné lo más importante.

—¿Cuántos años tenía exactamente?

—Veintinueve. Bueno, no, tenía treinta cuando…

—Ah, bueno, en ese caso es prácticamente un viejo verde —afirmó con un brillo malicioso en los ojos.

—Entonces ¿ha estado soltero todo este tiempo?

—Bueno, no voy a decirle que haya llevado una vida monacal… —Hizo girar el whisky en el vaso. Ay, Dios, esos ojos—. La cosa es que… Verá —se echó hacia adelante en plan confidencial—, no se puede salir con nadie, creo yo, cuando se está enamo…

—¡Señor Wallaker! —saludó Anzhelika Sans Souci. Y se nos quedó mirando con la boca abierta—. Lo siento —se disculpó, y a continuación se fue.

Yo miraba con fijeza al señor Wallaker, intentando creerme lo que parecía estar a punto de decir.

—Bueno, basta de madres del colegio —dijo—. Si la llevo a casa, ¿bailará al ritmo de Killer Queen?

Seguía desconcertada mientras nos abríamos paso entre los padres y los cumplidos: «Magníficas interpretaciones», «Ejecución impecable», «Sencillamente impresionante.» Cuando estábamos a punto de salir por la puerta del pub, vimos a Valerie.

—Que paséis una buena noche —dijo con un guiño.

Fuera continuaba nevando. Miré, llena de deseo, al señor Wallaker. Era tan alto, tan atractivo… La mandíbula robusta y hermosa que sobresalía por encima del pañuelo, el vello del pecho que se atisbaba bajo el cuello de la camisa, las piernas largas cubiertas por los oscuros…

—¡Mierda! ¡El fagot!

Por alguna razón, lo recordé de repente e hice ademán de volver al pub. Él me detuvo, de nuevo, colocándome una mano amable en el brazo.

—Ya lo cojo yo. —Lo esperé, sin aliento, sintiendo la nieve en las mejillas. Entonces reapareció con el fagot y la bolsa de plástico de las salchichas.

—Sus salchichas —dijo al tendérmelas.

—¡Sí! ¡Salchichas! El buen rey Venceslao. ¡El carnicero! —parloteé nerviosamente.

Estábamos muy cerca el uno del otro.

—¡Mire! —Señaló hacia arriba—. ¿Eso no es muérdago?

—Yo diría que es un olmo sin hojas —continué parloteando sin siquiera mirar hacia arriba—. Es decir, seguro que sólo parece muérdago por la nieve y…

—Bridget —estiró la mano y, suavemente, me acarició la mejilla con un dedo. Sus ojos azules y fríos ardían clavados en los míos, burlones, tiernos, hambrientos—, esto no es una clase de biología. —Me levantó la boca hasta la altura de la suya y me besó una vez, con delicadeza. Y otra, con más ansia, y añadió—: Todavía.

Ay, Dios. Era tan autoritario, ¡era tan HOMBRE!

Y acto seguido empezamos a besarnos como Dios manda y, una vez más, volví a sentir que todo mi ser enloquecía, fogonazos y latidos, como si de nuevo estuviera conduciendo un coche muy rápido con zapatos de tacón de aguja, pero en aquella ocasión no pasaba nada, porque quien estaba al volante en realidad era…

—¡Señor Wallaker! —jadeé.

—Lo siento mucho —musitó—. ¿Le he dado con el fagot?

Ambos estuvimos de acuerdo en que debíamos llevar el fagot sano y salvo a su casa, que era un piso enorme situado en una de las callecitas que salían de la calle principal. Tenía el suelo de madera antigua, y una chimenea encendida con una alfombra de piel delante, y velas, y olía a comida. Una filipina menuda y risueña se afanaba en la cocina.

—Martha, gracias —le dijo—. Está precioso. Ya puede irse. Gracias.

—Uuy, señor Wallaker tiene prisa. —Sonrió—. Me marcho. ¿Qué tal concierto?

—Muy bien —respondí yo.

—Mucho, sí —aseguró él al tiempo que la instaba a marcharse y le daba un beso en la coronilla—. La banda regular, pero en general bien.

—Usted cuida él —dijo ella al irse—. Él el mejor, señor Wallaker el mejor.

—Lo sé —afirmé.

Cuando la puerta se cerró, nos quedamos inmóviles, como si fuéramos niños y de repente nos hubiesen dejado solos en una tienda de caramelos.

—Cómo te has puesto el abrigo —musitó—. Eres un desastre, por eso me…

Y empezó a desabrocharme el abrigo lentamente. Después, me lo bajó por los hombros. Durante un instante pensé que tal vez se tratara de una situación rutinaria, tal vez por eso Martha se hubiera ido tan deprisa. Pero entonces dijo:

—Por eso en parte…

Me estrechó contra él y me puso una mano en la espalda mientras comenzaba a bajarme poco a poco la cremallera.

—Me… me… me enamo…

Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas y durante un breve instante juraría que a él le pasó lo mismo. Entonces volvió a ponerse en modo autoritario e hizo que apoyara la cabeza contra su hombro.

—Voy a quitarte las lágrimas a besos. Todas las lágrimas —rugió— cuando haya acabado contigo.

Después siguió con la cremallera, que llegaba hasta abajo del todo, de manera que el vestido cayó al suelo y me quedé con las botas y —feliz Navidad, Talitha— el picardías negro de La Perla.

Cuando los dos estuvimos desnudos, apenas fui capaz de dar crédito a lo que veían mis ojos: la traviesa perfección de aquella atractiva cabeza que tantas veces había visto en la verja del colegio, sobre el cincelado cuerpo desnudo del señor Wallaker.

—¡Señor Wallaker! —jadeé de nuevo.

—¿Te importaría dejar de llamarme señor Wallaker?

—Claro, señor Wallaker.

—Vale. Ésta es una amonestación en toda regla, y va a desembocar… inevitablemente…

Me cogió en brazos como si fuese ligera como una pluma, que no lo soy, excepto que se tratara de una pluma muy pesada, como de un gigantesco pájaro prehistórico, tipo dinosaurio.

—… en una falta —dijo mientras me dejaba con delicadeza junto al fuego.

Me recorrió el cuello lenta, exquisitamente, besándome hacia la clavícula.

—Ay, Dios —volví a jadear—. ¿Esto te lo enseñaron en las fuerzas especiales?

—Claro —repuso, y se incorporó para mirarme con cara de cachondeo—. Las fuerzas especiales británicas cuentan con el mejor adiestramiento del mundo. Pero en el fondo…

Comenzó a mostrarse apremiante, al principio con cuidado, luego cada vez más insistente, hasta que empecé a deshacerme como un… como un…

—… en el fondo lo importante es… —gemí— la pistola.

Y se armó una de mil demonios. Fue como estar en el cielo, o en algún otro paraíso por el estilo. Me corrí, y me corrí, y me corrí repetidas veces en homenaje a Su Majestad y al adiestramiento de sus fuerzas armadas, hasta que finalmente me dijo:

—No creo que pueda aguantar más.

—Adelante —logré decir.

Y nos corrimos juntos en un milagroso estallido simultáneo, perfecto, de meses de deseo contenido a las puertas del colegio.

Después permanecimos tendidos, jadeando, exhaustos, y nos quedamos dormidos abrazados. Luego nos despertamos y lo hicimos una y otra vez, toda la noche.

A las cinco de la mañana tomamos un poco de la sopa que había preparado Martha. Nos acurrucamos junto al fuego y estuvimos hablando. Me contó lo que le había sucedido en Afganistán: un accidente, un ataque por error, mujeres y niños asesinados, las secuelas. Decidió que ya había aportado su granito de arena y que estaba harto. Y entonces fui yo quien lo rodeó con los brazos y le acarició la cabeza.

—Ahora lo entiendo —musitó.

—¿Qué?

—Lo de los abrazos. Muy buenos, la verdad.

Me habló de cuando empezó en el colegio. Quería alejarse de la violencia, no complicarse la vida, estar con niños, hacer cosas buenas. Pero no estaba preparado para las madres, la competitividad, las dificultades.

—Pero entonces una de ellas… fue lo bastante amable como para enseñar el tanga cuando se subió a un árbol. Y empecé a pensar que tal vez la vida pudiera ser un poco más divertida.

—Y ¿te gusta ahora? —quise saber.

—Sí. —Empezó a besarme otra vez—. Ah, sí. —Me daba besos en diferentes partes del cuerpo entre palabra y palabra—. Yo… diría… sin lugar… sin ningún lugar… a dudas… que ahora… me gusta.

Baste con decir que cuando fui a buscar a Billy y a Mabel a casa de Bikram y de Cosmata al día siguiente casi no podía andar.

—¿Por qué llevaz aún el abrigo manchado de chocolate? —me preguntó Mabel.

—Te lo diré cuando seas mayor —contesté.