NACERÁ UN HÉROE

Viernes, 29 de noviembre de 2013

Esto es lo que ocurrió. Billy jugaba un partido del fútbol en otro colegio, East Finchley, a unos cuantos kilómetros de distancia. Nos habían dicho que aparcáramos en la calle cuando fuésemos a recogerlos, puesto que no se permitía la entrada de coches en el recinto del centro educativo. El colegio era un edificio alto de ladrillo rojo con un pequeño patio de cemento ante la verja y, a la izquierda, tras un desnivel de poco más de un metro, una cancha rodeada de una valla de gruesa alambrada.

Los muchachos correteaban por el campo dándole patadas al balón y las madres charlaban desperdigadas por la grada de East Finchley. De repente, un BMW negro entró estruendosamente en el colegio. El conductor era un padre con pinta de hortera estúpido que iba hablando por el móvil.

El señor Wallaker se acercó al coche.

—Disculpe.

El padre no le hizo ni caso, siguió hablando por teléfono con el motor aún rugiendo. El señor Wallaker dio unos golpecitos en la ventanilla.

—No se permite la entrada de coches en el recinto. Aparque en la calle, por favor.

El hortera bajó la ventanilla.

—Para algunos de nosotros el tiempo es oro, amigo mío.

—Es por seguridad.

—Seguridad, bah. Sólo serán dos minutos.

El señor Wallaker lo miró fijamente.

—Mueva-el-coche.

Aún con el teléfono pegado a la oreja, el padre, cabreado, dio marcha atrás de mala gana y, sin mirar, hizo girar el volante del BMW y retrocedió hacia la cancha derrapando. Fue directo contra el pesado poste de acero que sustentaba la valla.

Como todo el mundo se volvió para mirar qué ocurría, el padre, con la cara como un tomate, pisó el acelerador a fondo, pero se olvidó de quitar la marcha atrás, con lo cual volvió a embestir contra el poste. Se oyó un golpe tremendo y entonces el poste empezó a inclinarse.

—¡Chicos! —chilló el señor Wallaker—. ¡Apartaos de la valla! ¡Deprisa!

Dio la impresión de que todo sucedía a cámara lenta. Mientras los chicos se dispersaban y salían corriendo, el pesado poste de metal se tambaleó y cayó hacia la cancha arrastrando la valla consigo. El golpe fue espantoso y causó un gran estrépito. Al mismo tiempo, el coche se deslizó hacia atrás, con las ruedas delanteras aún en el patio de cemento pero las traseras medio suspendidas sobre la cancha del nivel inferior.

Todo el mundo se quedó helado, aturdido, salvo el señor Wallaker, que bajó de un salto a la cancha y chilló:

—¡Que alguien llame al 112! ¡Aseguren con peso la parte delantera del coche! ¡Chicos, poneos en fila en el otro lado!

Por increíble que pueda parecer, el padre del BMW comenzó a abrir la puerta del vehículo.

—¡Usted! ¡No se mueva! —exclamó el señor Wallaker, pero el coche se deslizaba cada vez más hacia atrás, con las ruedas ya colgando del todo sobre la cancha.

Recorrí con la mirada a los chicos que se habían alineado en el otro extremo de la cancha. ¡Billy! ¿Dónde estaba Billy?

—Agarra a Mabel —le pedí a Nicolette, y corrí hacia el lateral del campo de deportes.

El señor Wallaker estaba allí abajo, tranquilo, examinando la escena. Me obligué a mirar.

El pesado poste de metal había quedado encajado en diagonal, un extremo contra la pared del foso y el otro en el suelo. La alambrada formaba un ángulo, doblada, y colgaba del poste como una tienda de campaña. Acurrucados en el pequeño espacio que quedaba bajo el poste, enjaulados tras la valla derribada, estaban Billy, Bikram y Jeremiah, con las caritas aterrorizadas y sin dejar de mirar al señor Wallaker. Tenían el muro detrás, la valla los atrapaba por delante y por los lados, y la parte trasera del gran coche se cernía sobre ellos. Ahogué un grito y bajé de un salto al foso.

—No pasará nada —me aseguró en voz baja el señor Wallaker—. Yo me encargo. —Se agachó—. Muy bien, superhéroes, ésta es vuestra gran evasión. Retroceded hacia el muro y acurrucaos. Los brazos sobre la cabeza.

Ahora más entusiasmados que asustados, los chicos se arrastraron hasta el muro y se hicieron un ovillo protegiéndose las cabecitas con los brazos.

—Buen trabajo, soldados —alabó el señor Wallaker y, acto seguido, se puso a levantar la pesada valla del suelo—. Ahora…

De repente, con un grimoso chirrido de metal contra el cemento, el BMW cayó más hacia atrás e hizo que se desprendieran piedrecitas del muro; el culo del coche se balanceaba precariamente en el aire. Arriba se oyeron gritos de las madres y un ulular de sirenas.

—¡Pegaos bien a la pared, muchachos! —ordenó el señor Wallaker impertérrito—. Esto va a ponerse interesante.

Se metió debajo del coche pisando con cuidado la valla derribada. Luego levantó los brazos y sujetó el chasis con toda la fuerza de su cuerpo. Vi que se le tensaban los músculos de los antebrazos y del cuello bajo la camiseta.

—¡ASEGUREN CON PESO LA PARTE DELANTERA DEL COCHE! —gritó en dirección al patio, con el sudor perlándole la frente—. ¡SEÑORAS! ¡LOS CODOS EN EL CAPÓ!

Alcé la vista y vi que los profesores y las madres salían de su estupor y se abalanzaban como pollos asustados sobre el capó. Despacio, a medida que el señor Wallaker empujaba hacia arriba, la parte trasera del coche fue levantándose.

—Muy bien, chicos —dijo sin dejar de empujar hacia arriba—. No os despeguéis del muro. Id avanzando hacia la derecha, lejos del coche. Después salid de debajo de la valla.

Corrí hacia el borde de la alambrada caída y otros padres y profesores se unieron a mí. Entre todos conseguimos levantar el metal combado mientras los tres muchachos culebreaban hacia el extremo. Billy era el último de los tres.

Los bomberos bajaron de un salto y levantaron la valla. Sacaron a Bikram —el metal le rasgó la camiseta— y a Jeremiah. Billy seguía allí debajo. Cuando salió Jeremiah, extendí los brazos y los pasé por debajo de los de Billy. Sentí que tenía la fuerza de diez hombres y tiré de él. Sollocé de alivio cuando Billy logró salir y los bomberos nos sacaron del foso.

—¡Ése era el último! ¡Vamos! —gritó el señor Wallaker aún temblando bajo el peso del coche.

Los bomberos se metieron bajo el BMW para echarle una mano, pisando la valla, aplastándola con su peso allí donde segundos antes se habían agazapado los tres niños.

—¿¿Dónde está Mabel?? —chilló Billy dramáticamente—. ¡Tenemos que salvarla!

Los tres chicos salieron al patio abriéndose paso entre el gentío, con aire de supermanes con las capas ondeando al viento. Yo fui detrás y vi que Mabel estaba tan tranquila junto a Nicolette, que hiperventilaba.

Billy abrazó a Mabel gritando:

—¡La he salvado! ¡He salvado a mi hermana! ¿Te encuentras bien, hermana?

—respondió ella con gravedad—. Pero el zeñor Wallaker ez un mandón.

Por increíble que pudiera parecer, en medio de aquel desmadre, el padre del BMW abrió la puerta del coche y en aquella ocasión se bajó de verdad sacudiéndose el abrigo enfurruñado, con lo cual el vehículo entero empezó a deslizarse hacia atrás.

—¡SE CAE! —exclamó desde debajo el señor Wallaker—. ¡FUERA TODO EL MUNDO!

Todos nos adelantamos y vimos que el señor Wallaker y los bomberos salían de allí de un salto justo cuando el BMW se estrellaba contra el poste de acero, rebotaba, daba una vuelta de campana y caía de lado. El lustroso metal se agrietó, las ventanillas se rompieron, y los cristales y los cascotes cubrieron los asientos de piel de color crema.

—¡Mi coche! —gritó el padre.

—El tiempo es oro, capullo —contestó el señor Wallaker sonriendo encantado.

Mientras los paramédicos intentaban examinarlo, Billy explicaba:

—No podíamos movernos, ¿sabes, mami? No nos atrevíamos a movernos porque el poste se tambaleaba justo encima de donde estábamos. Pero luego fuimos superhéroes, porque…

Mientras tanto, el caos se desataba a nuestro alrededor: los padres corrían en círculos a tontas y a locas, las extensiones capilares volaban, los bolsos gigantescos descansaban olvidados en el suelo. El señor Wallaker saltó a la grada.

—¡Silencio! —exclamó—. ¡Que nadie se mueva! A ver, muchachos. Dentro de un segundo os pondréis en fila para que os examinen y os cuenten. Pero, primero, escuchad. Acabáis de vivir una aventura real. Nadie ha salido herido. Habéis sido valientes, habéis mantenido la calma y tres de vosotros, Bikram, Jeremiah y Billy, habéis sido auténticos superhéroes. Esta tarde os iréis a casa a celebrarlo porque habéis demostrado que, cuando pasa algo malo de verdad, y esas cosas siempre pasan, sabéis ser valientes y mantener la calma.

Los chicos y los padres prorrumpieron en vítores.

—AyDiosmío —dijo Farzia—. Tómame ahora mismo. —Y la verdad es que yo no habría expresado mejor mis propios sentimientos.

Al pasar por delante de mí, el señor Wallaker me lanzó una miradita de suficiencia encantadora, a lo Billy.

—El pan nuestro de cada día para usted, ¿no? —pregunté.

—He visto cosas peores —repuso alegremente—, y al menos usted no se ha despeinado.

Tras el recuento, los otros chicos se apiñaron alrededor de Bikram, Billy y Jeremiah, que tuvieron que ir al hospital para someterse a un chequeo. Cuando se subieron a las ambulancias, seguidos por sus traumatizadas madres, lo hicieron como si fueran un grupo de chicos de Tienes talento que acaba de saltar a la fama.

Mabel se quedó dormida en la ambulancia y siguió dormida mientras examinaban a los niños —que estaban bien, a excepción de unos arañazos—. Los padres de Bikram y Jeremiah se presentaron en el hospital, y unos minutos después apareció el señor Wallaker, sonriendo y con unas bolsas de McDonald’s, y repasó con los chicos cada detalle de lo que había sucedido. Respondió a todas sus preguntas y les explicó exactamente cómo y por qué habían sido héroes en acción.

Cuando Jeremiah y Bikram se fueron con sus padres, el señor Wallaker me dio las llaves de mi coche.

—¿Está usted bien? —Y después de mirarme a la cara, decidió—: La llevaré a casa.

—Estoy perfectamente bien —mentí.

—Escuche —dijo él con su ligera sonrisa—, dejar que alguien la ayude no la convierte en una superfeminista menos profesional.

Ya en casa, cuando acomodé a los niños en el sofá, el señor Wallaker comentó en voz baja:

—¿Qué necesita?

—Sus peluches. Están arriba, en las literas.

—¿Puffle Dos?

—Sí. Y Uno y Tres, Mario, Horsio y Saliva.

—¿Saliva?

—La muñequita de Mabel.

Cuando volvió con ellos, yo estaba intentando encender la tele, con la mirada clavada en los mandos.

—¿Quiere que pruebe yo?

Bob Esponja cobró vida y el señor Wallaker me llevó tras el sofá.

Entonces empecé a sollozar, en silencio.

—Chisss, Chisss —musitó él, y me rodeó con sus fuertes brazos—. Nadie ha salido herido, sabía que no iba a pasar nada.

Me apoyé contra él sorbiéndome la nariz y gimoteando.

—Lo está haciendo bien, Bridget —aseguró con voz queda—. Es una buena madre, y padre, mejor que algunos que tienen ocho personas de servicio y un piso en Montecarlo. Aunque me haya manchado la camiseta de mocos.

Y fue como cuando te vas de vacaciones, se abre la puerta del avión y te recibe una ráfaga de aire tibio. Fue como sentarse al final del día.

Entonces Mabel gritó:

—¡Mamiii! ¡Bob Ezponja ze ha acabado!

Y a la vez sonó el timbre.

Era Rebecca.

—Acabamos de enterarnos de lo del colegio —dijo mientras bajaba ruidosamente la escalera con una tira de minúsculas luces LED navideñas en el pelo—. ¿Qué ha pasado? ¡Ah! —exclamó al ver al señor Wallaker—, hola, Scott.

—Hola —contestó él—. Me alegro de verte. Y con algo tan discreto en la cabeza, qué raro… pero aun así me alegro.

Llegaron Finn, Oleander y Jake, y la casa se llenó de ruidos y chocolate, y Villanian y Xbox, y todo el mundo iba de acá para allá. Yo seguía intentando hablar con Billy para ayudarlo a digerir lo sucedido, pero él sólo decía: «¡Mamiii! ¡Soy un superhéroe! ¿Vale?»

Vi que el señor Wallaker hablaba con Jake, ambos altos, atractivos, viejos amigos, padres. Rebecca miró al señor Wallaker y me miró a mí enarcando una ceja, pero entonces a él le sonó el teléfono, y me di cuenta de que hablaba con Miranda.

—Tengo que irme —dijo de repente en cuanto colgó—. Vosotros os ocupáis de ellos esta noche, ¿no, Jake?

Con el corazón en un puño, lo acompañé a la puerta y empecé a balbucir:

—Le estoy muy agradecida. El superhéroe es usted. Sin duda.

—Ha sido un placer —contestó. Bajó los escalones y luego se dio la vuelta y añadió con suavidad—: Superheroína.

Y siguió caminando hacia la calle principal, los taxis y una chica que parece sacada de una revista. Lo miré marchar, entristecida, y pensando: «¿Superheroína? Aun así me gustaría tener a alguien a quien tirarme.»