Jueves, 4 de julio de 2013
Subimos a toda pastilla por los cuidados jardines. Llegábamos tarde porque Billy había intentado trazar la ruta en el iPhone y acabamos en el cruce que no era. Al bajar del coche nos llegó un olor a hierba recién cortada; las hojas de los castaños colgaban, pesadas y verdes, y la luz se estaba tornando dorada.
Tambaleándonos bajo el peso del estuche del fagot, la manta de viaje, mi bolso, la cesta de picnic, otra cesta con colas light y galletas de avena que no entraban en la primera cesta, Billy y yo nos dirigimos hacia el camino en el que ponía: «AL CONCIERTO.»
Cuando salimos de los jardines, nos quedamos boquiabiertos. Aquello era como un cuadro: una casa señorial recubierta de glicinias, con una terraza de piedra antigua y extensiones de césped que bajaban hasta un lago. La terraza estaba dispuesta a modo de escenario, con atriles y un piano de cola, y abajo había hileras de sillas. Billy me apretó la mano con fuerza mientras seguíamos allí parados, preguntándonos adónde debíamos ir. Los muchachos correteaban de un lado a otro colocando los instrumentos y los atriles con nerviosismo. Entonces Jeremiah y Bikram gritaron:
—¡Billy!
Él me miró esperanzado.
—Vete —le dije—. Ya llevo yo esto.
Al verlo marchar, reparé en los padres que estaban preparando todo lo necesario para el picnic en la hierba, a orillas del lago. No había nadie solo. Todos formaban bonitas parejas que, supuse, no eran fruto de Match.com o PlentyofFish o Twitter, sino de los días en los que la gente aún se conocía en la vida real. El comienzo fue desastroso, pues me imaginé nuevamente que estaba allí con Mark, puntuales —porque él habría conducido y se habría ocupado del navegador—, sin ir cargados como mulos —pues Mark habría revisado las cosas antes de salir—, todos cogidos de la mano, Billy y Mabel entre los dos. Y estaríamos los cuatro en la manta en lugar de…
—¿Ha traído la mesa de la cocina?
Me volví: el señor Wallaker tenía un aspecto inusitadamente elegante, con pantalón de vestir negro y camisa blanca con un par de botones desabrochados. Miraba hacia la casa mientras se colocaba bien los gemelos.
—¿Quiere que le eche una mano con todo eso?
—No, no, estoy bien —contesté justo cuando un tupper se cayó de la cesta y los sándwiches de huevo fueron a parar a la hierba.
—Déjelo —ordenó—. Deme el fagot. Le pediré a alguien que lleve el resto abajo. ¿Va a sentarse acompañada?
—Por favor, no me hable como si fuera uno de sus alumnos —le pedí—. No soy Bridget-no-tengo-a-nadie-Darcy y no estoy desvalida. Y puedo con una cesta de picnic. Y que usted lo tenga todo bajo control, con todos estos lagos y orquestas, no significa que…
Se oyó un estruendo en la terraza: toda una sección de atriles cayó al suelo e hizo que un chelo saliera volando ladera abajo, seguido de un puñado de muchachos dando gritos.
—Todo bajo control, sí —repuso él, y resopló con aire divertido cuando un contrabajo y una tuba fueron a parar estrepitosamente al suelo arrastrando consigo más atriles—. Será mejor que vaya. Deme eso. —Cogió el fagot y echó a andar hacia la casa—. Ah, y, por cierto, su vestido… —dijo tras volver la cabeza.
—¿Sí?
—Se transparenta un poco a contraluz. —Bajé la mirada hacia el vestido. ¡Joder!, se transparentaba—. ¡Le queda muy bien! —gritó sin mirar atrás.
Lo miré con fijeza, indignada, confundida. Aquello era… era… machista. Me estaba reduciendo a un objeto sexual indefenso y… estaba casado y… y… y…
Iba a coger la cesta justo cuando apareció un hombre vestido de camarero que me dijo:
—Me han pedido que le lleve esto abajo, señora.
Se oyó otra voz:
—¡Bridget!
Era Farzia Seth, la madre de Bikram.
—¡Ven a sentarte con nosotros!
Fue genial, porque los maridos estaban sentados a un lado hablando de negocios, así que las mujeres pudimos cotillear y de vez en cuando darle algo de comer a la prole sobreexcitada que se nos echaba encima como una bandada de gaviotas.
Cuando llegó la hora del concierto, Nicolette, que, naturalmente, era la presidenta del comité del concierto, inauguró el acto con un discurso de lo más pelota sobre el señor Wallaker: «ejemplar, estimulante», etc., etc.
—Ardiente. Apasionado. Nicolette ha cambiado un poco de parecer desde que el señor Wallaker propuso lo de la mansión —musitó Farzia.
—¿Es suya la casa? —quise saber.
—No lo sé. Pero la ha conseguido él, eso sí. Y desde entonces Nicolette se le ha pegado como una lapa. Me pregunto qué le parecerá a su media naranja.
Cuando por fin terminó el discurso, el señor Wallaker subió a la terraza y se situó delante de la orquesta para acallar los aplausos.
—Gracias —dijo con una leve sonrisa—. Debo decir que estoy absolutamente de acuerdo con todo. Y ahora pasemos a la razón por la que están aquí: con todos ustedes, sus estupendos hijos.
Dicho aquello, levantó la batuta, la orquesta Big Swing se arrancó con una entusiasta —si bien un tanto desafinada— fanfarria y empezó el espectáculo. Lo cierto es que fue absolutamente mágico: la luz cada vez más tenue, la música resonando por los jardines.
Es verdad que la interpretación de The Age of Aquarius por parte del conjunto de flautas dulces no se prestaba del todo a ser tocada por flautistas de seis años.
No pudimos contener unas risillas, pero me alegré de poder reírme. Billy era uno de los más pequeños, sentado hacia el fondo, y cuando le llegó el turno yo estaba de los nervios. Lo vi acercarse al piano con sus partituras, tan diminuto y asustado que me entraron ganas de ir a cogerlo en brazos. Entonces el señor Wallaker se aproximó a él, le dijo algo en voz baja y se sentó al piano.
No sabía que el señor Wallaker tocara el piano. Empezó con una introducción de jazz sorprendentemente profesional y le hizo una señal a Billy con la cabeza para que comenzara. Aunque no había letra, oí todas y cada una de las palabras a medida que Billy avanzaba a duras penas por el pentagrama de I’d Do Anything y el señor Wallaker seguía delicadamente cada nota falsa y cada temblor.
Sí, Billy, yo haría cualquier cosa por ti, pensé mientras las lágrimas se me agolpaban a los ojos. Mi chiquitín estaba haciendo esfuerzos ingentes.
La gente se puso a aplaudir y el señor Wallaker le dijo algo a Billy y me miró. Billy estaba que no cabía en sí de orgullo.
Afortunadamente, Eros y Atticus se disponían ya a interpretar su propia adaptación del quinteto La trucha con la flauta, y se inclinaban y abatían con una pretenciosidad que impidió que me abandonara a las lágrimas autocomplacientes y de angustia existencial y me empujó de nuevo a la histeria contenida. Luego todo terminó y Billy vino a mí corriendo, radiante, para darme un abrazo. Después se fue con su grupito.
Era una noche cálida, clara, bella, romántica. Los otros padres se alejaron, fueron dando un paseo hasta el lago cogidos de la mano y yo me quedé un rato sentada en la manta, preguntándome qué podía hacer. Me moría de ganas de tomarme una copa, pero había llevado el coche. Me di cuenta de que la cesta con las colas light y las galletas de avena se había quedado arriba. Le eché un vistazo a Billy: seguía correteando con sus amigos, dándose golpes en la cabeza unos a otros. Volví a los arbustos, encontré la cesta y me quedé contemplando el espectáculo.
Una inmensa luna llena y anaranjada se alzaba despacio sobre el bosque. Las parejas reían juntas con sus trajes de ceremonia, abrazaban a sus hijos y recordaban los años compartidos que los habían llevado hasta allí.
Me metí entre las matas, donde nadie podía verme, y me enjugué una lágrima mientras bebía un gran sorbo de cola light deseando que fuera vodka. Se estaban haciendo mayores. Ya no eran niños. Todo iba demasiado deprisa. Me di cuenta de que no sólo estaba triste, sino también asustada: asustada de intentar no perderme cuando conducía en la oscuridad, asustada de todos los años que me quedaban por delante para hacer aquellas cosas sola: conciertos, entregas de premios, Navidades, adolescentes, problemas…
—Ni siquiera puede cogerse una curda, ¿eh? —La camisa del señor Wallaker se veía muy blanca a la luz de la luna. Su perfil, medio silueteado, parecía casi noble—. ¿Se encuentra bien?
—¡Sí! —exclamé indignada al tiempo que me frotaba los ojos con los puños—. ¿Por qué me AVASALLA siempre? ¿Por qué no para de preguntarme si me encuentro bien?
—Sé cuándo una mujer se está hundiendo y finge que no es así.
Dio un paso hacia mí. En el aire flotaba un fuerte olor a jazmín, a rosas.
Yo tenía la respiración agitada. Era como si la luna hiciese que nos sintiéramos atraídos. Alargó el brazo igual que si yo fuera una niña pequeña, o un cervatillo, o algo así, y me tocó el pelo.
—Ya no tiene piojos, ¿no? —preguntó.
Levanté la cara. Su olor se me estaba subiendo a la cabeza, noté la aspereza de su mejilla contra la mía, sus labios contra mi piel… Y de repente recordé a todos los asquerosos tíos casados de las páginas web y estallé:
—¿¿¿Se puede saber qué HACE??? Que esté sola no significa que esté… que esté DESESPERADA y sea PRESA FÁCIL. ¡Está CASADO! «Anda, mira, soy el señor Wallaker. Estoy casado y soy perfecto.» Y ¿a qué viene eso de que me estoy HUNDIENDO? Ya sé que soy una mala madre y estoy sola, pero no tiene que restregármelo por las narices y…
—¡¡¡¡¡¡Billy!!!!!! ¡Tu madre está besando al señor Wallaker!
Billy, Bikram y Jeremiah salieron de entre las matas.
—Ah, Billy —dijo el señor Wallaker—. Tu madre… Esto… Se ha hecho daño y…
—¿Se ha hecho daño en la boca? —preguntó Billy con cara de perplejidad.
Al oír aquello, Jeremiah, que tenía hermanos mayores, rompió a reír.
—Ah, señor Wallaker. Lo estaba buscando. —Ay, DIOS. Nicolette, lo que faltaba—. Me preguntaba si deberíamos dirigirles unas palabras a los padres para… ¡Bridget! ¿Qué haces tú aquí?
—Buscando unas galletas de avena —repuse alegremente.
—¿Entre las matas? Qué raro.
—¿Me das una? ¿Me das una?
Por suerte los niños empezaron a gritar y a meter la mano en la cesta, de modo que pude agacharme y disimular mi confusión.
—Bueno, he pensado que estaría bien poner el broche de oro —siguió Nicolette—. La gente quiere verlo, señor Wallaker. Y oírlo. Creo que tiene usted un talento brutal, de veras.
—No estoy muy seguro de que sea el momento adecuado para dar un discurso. Quizá baste con bajar y echar un vistazo. ¿Le importaría ocuparse, señora Martinez?
—No, desde luego —contestó Nicolette con frialdad, y me miró con cara rara.
Justo entonces Atticus llegó corriendo y dijo:
—¡Mamiiiii! ¡Quiero ver a mi terapeutaaaaaaaaaa!
—Bien —dijo el señor Wallaker después de que Nicolette y los niños hubieran desaparecido—. Ha sido usted muy clara, le pido disculpas. Me voy, para no pronunciar un discurso. —Echó a andar, pero se volvió—. Y, sólo para que conste, la vida de los demás no siempre es tan perfecta como parece si se escarba un poco.