Sábado, 29 de junio de 2013
Hemos ido al parque de Hampstead Heath y hemos tenido que volvernos. Daba la impresión de que alguien estuviera vaciando gigantescos cubos de agua sobre nuestras cabezas. Este verano ha hecho mal tiempo. Lluvia, lluvia, lluvia y un frío pelón, como si NO hubiera verano. Esto no hay quien lo aguante.
Domingo, 30 de junio de 2013
¡Ahhh! De repente hace un calor de mil demonios. No tengo protector solar ni sombreros y hace demasiado bochorno para salir a la calle. ¿Cómo se supone que vamos a apañárnoslas con este calor insoportable? Esto no hay quien lo aguante.
Lunes, 1 de julio de 2013
18.00. Bien. Voy a dejar de compadecerme, no vaya a ser que acabe bebiéndome el Fairy sin querer. El final del curso escolar está a la vuelta de la esquina, con su absorbente batiburrillo de obras de teatro, excursiones escolares, fiestas de pijamas, correos sobre regalos para el personal docente —entre ellos uno muy tajante de Nicolette-doña-Perfecta en el que pide que todo el mundo ponga algo para los cheques regalo de John Lewis en lugar de comprar por su cuenta velas de Jo Malone—, y —a la cabeza, generando el número de correos electrónicos en cadena más inmanejable de todas las actividades— el concierto de verano de Billy. Billy tocará I’d Do Anything, del musical Oliver, como solo de fagot. El concierto, organizado por el señor Wallaker, que ahora parece haber incluido a la mitad del departamento de música en su cadena de mando a lo militar, se celebrará al atardecer en los jardines de Capthorpe House, una mansión que está subiendo por la A11.
Es probable que el señor Wallaker vaya vestido como Oliver Cromwell y que para celebrarlo su mujer, la que estaba encantada-de-conocer-a-alguien-con-una-cara-real, se haya puesto cuatro pintas de relleno extra en la cara. Uuy, cuidado con ese veneno, señorita Viperina. Tengo que seguir leyendo Introducción al budismo:
No somos dueños de nuestra casa, de nuestros hijos, ni siquiera de nuestro propio cuerpo. Sólo nos han sido dados durante un breve período de tiempo para que los tratemos con cuidado y respeto.
¡Ahhh! Todavía no he pedido cita en el dentista para Billy y Mabel. Cuanto más lo deje, menos me atreveré, ya que está claro que ahora tienen todos los dientes picados, acabarán de extras en Piratas del Caribe y será culpa mía. Pero al menos estoy tratando mi propio cuerpo como si fuera un templo. Me voy a clase de zumba.
20.00. Acabo de volver. Normalmente me encanta el zumba, con una pareja española joven, con el pelo largo y moreno, que se turna para dirigir los números, con la melena al viento, pisando fuerte, con furia caballuna. Te transportan a un mundo de discotecas barcelonesas, o posiblemente de la costa vasca, y campamentos gitanos de nacionalidad indeterminada iluminados por hogueras. Pero esta semana el vibrante dúo ha sido sustituido por una mujer pizpireta con flequillo rubio, un poco a lo Olivia Newton-John en Grease. Los exóticos y sensuales movimientos del zumba se veían extrañamente yuxtapuestos a una sonrisa empeñada en ser alegre, como si dijera: «Muuuy bien, no hay nada sexual ni sucio en esto.»
Para colmo, la risueña señora nos ha obligado no sólo a hacer movimientos circulares con las muñecas, sino también «como si nos sacudiéramos el agua de las manos cuando están mojadas», por no hablar de las «explosiones de color». Cuando toda la fantasía de la discoteca catalana se ha venido abajo como un castillo de naipes, he mirado a mi alrededor y me he dado cuenta de que en la clase no había jóvenes gitanos alocados, sino un grupo de mujeres a las que los miembros de una sociedad patriarcal dominada por varones retrógrados podrían describir como de mediana edad.
Tengo la descorazonadora sensación de que es probable que la mera idea de ir a zumba vaya unida a un intento de revivir días en los que el sexo constituía una posibilidad, tal y como demuestra St. Oswald’s House: incluso allí el zumba ha sustituido por completo el concepto de «merienda y baile».
He subido tambaleándome y me he encontrado con el espectáculo un tanto mortificante de la alta y delgada-sin-necesidad-de-zumba Chloe abrazando a los niños como la Virgen de Leonardo da Vinci y leyendo El viento en los sauces. Los niños han levantado la cabeza entusiasmados para ver el habitual espectáculo poszumba de mi persona arrastrándose, con la cara como un tomate, al borde del infarto.
En cuanto Chloe se ha ido, Billy y Mabel se han olvidado de El viento en los sauces para incitarme a que participara en el divertidísimo juego de lanzar el contenido del cesto de la ropa sucia por la escalera. Cuando he conseguido que se durmieran y he limpiado el vómito causado por la sobreexcitación, etc., estaba tan cansada que me he zampado dos enormes croquetas de pavo fritas (y frías) y un trozo de bizcocho de plátano de siete centímetros de grosor. He decidido apuntarme a clases de salsa o batata en condiciones cuanto antes, ya que (con aire snob) a mí lo que me interesa de verdad es el baile latino en su forma más pura. Bachata, quería decir, no batata.